Una medalla para la curva de Laffer

Juan Ramón Rallo dice que el objetivo del liberalismo no es que crezca tanto el sector público (la recaudación fiscal) y el sector privado (ingreso particular), sino más bien que se reduzca el primero para que pueda dinamizarse el segundo.

Por Juan Ramón Rallo

Arthur Laffer no es un economista que haya desarrollado su carrera profesional dentro de la academia: más bien cabría definirlo como una mezcla entre activista y consultor político. Laffer no investiga ni desde un punto de vista teórico ni empírico cuáles son las leyes económicas que explican el funcionamiento de nuestras sociedades, sino que promueve una determinada agenda política (lo que en EE.UU. se denominaría “conservadurismo fiscal”) a partir de aquellas leyes o principios que cree conocer de un modo definitivo y que no somete a ulterior crítica o falsación.

Por ejemplo, en su último libro, Trumponomics, Laffer (y su coautor, Stephen Mooreafirmaba que la rebaja impositiva de Donald Trump no incrementaría el déficit público porque relanzaría las tasas de crecimiento de EE.UU. “hasta el 3%, 4%, 5% o incluso 6%”. No se trataba de un cálculo sofisticado ni sustentado en reputados estudios previos: el pronóstico era más bien un canto a la esperanza. Y, de hecho, la deuda pública estadounidense se ha incrementado en dos puntos del PIB a lo largo de 2018 (desde el 103,3% al 105,3%) y las tasas de crecimiento, tras un transitorio segundo trimestre en el que se elevaron al 4,2%, se han ubicado más bien alrededor del 3% (incluso en el 2,2% durante el cuarto trimestre de 2018). Nada cercano, en todo caso, al “incluso 6%” del que Laffer llegó a hablar.

No es difícil imaginarse, pues, las buenas migas que Trump hace con Laffer: el presidente estadounidense entiende la política como una campaña propagandística continua —en esto no le falta un ápice de razón— y, por tanto, le gusta rodearse de aquellos que alimenten su gran relato electoral; ese de que Trump ha logrado hacer a los EE.UU. grandes de nuevo (cuando, en realidad, la marcha de la economía bajo Trump es casi calcada a la de Obama). De ahí que no sorprenda demasiado que el republicano haya decidido condecorar a Laffer con la Medalla Presidencial de la Libertad: un galardón que han recibido todo tipo de personalidades y, entre ellas, algunos economistas tan notables como Friedrich Hayek, Milton Friedman o Gary Becker. Tampoco sorprenderá, asimismo, que el reconocimiento a Laffer haya sentado a cuerno quemado dentro del 'establishment' económico, en gran medida por los motivos ya esbozados: en el fondo, Trump se autoconcede un premio a su política fiscal a través de un economista que no ejerce como economista.

 
 

Y, sin embargo, a pesar de suscribir buena parte de estos argumentos, creo que Arthur Laffer sí es un razonable merecedor de este galardón. A la postre, el estadounidense ha popularizado de un modo aceptablemente sencillo una idea harto relevante dentro de la ciencia económica: a saber, los enormes costes de eficiencia que acarrean los impuestos incluso en términos de recaudación fiscal. De hecho, ni siquiera los críticos más acérrimos de Laffer tienen más remedio que admitir que la famosa 'curva de Laffer' existe y que debe ser tenida en consideración a la hora de diseñar la política fiscal de un EE.UU. (por ejemplo, el propio Gregory Mankiw, en su devastadora reseña de 'Trumponomics', reconoce abiertamente que “la curva de Laffer es algo incuestionable dentro de la teoría económica”).

¿Y qué es eso tan importante y a la vez sencillo que nos dice la curva de Laffer? Siempre que aumentamos los impuestos que recaen sobre los bienes o servicios de una economía existen pérdidas irrecuperables de eficiencia: los demandantes de esos bienes han de pagar precios más altos y, a su vez, los oferentes de los mismos reciben ingresos más bajos. Es lo que se conoce como 'cuña fiscal'. Que aumente el precio abonado por los demandantes provoca que la demanda de los bienes caiga; asimismo, que se reduzca el precio recibido por los oferentes provoca que su oferta disminuya: en suma, menor demanda y menor oferta de bienes suponen menor producción agregada, esto es, menor PIB. Los impuestos, por consiguiente, minoran nuestra riqueza potencial: debido a ellos, los trabajadores trabajan durante menos horas y los capitalistas invierten menos capital de lo que alternativamente harían. Producimos menos.

De ahí que no todo incremento de los tipos impositivos contribuya siempre a aumentar la recaudación estatal: si, como resultado del alza tributaria, el PIB potencial cae relativamente más de lo que aumenta el tipo impositivo, entonces la recaudación se reducirá; a su vez, si, como resultado de un recorte tributario, el PIB potencial aumenta relativamente más de lo que cae el tipo impositivo, entonces la recaudación aumentará. Esta, y no otra, es la idea central de la famosa curva de Laffer: que los agentes económicos modificamos nuestro comportamiento como respuesta a los sablazos fiscales y ese cambio de comportamiento podría llegar al extremo de que los propios intereses recaudatorios del Estado se vieran perjudicados. O expresado de otra forma, existe un límite máximo al atraco que un Estado puede perpetrar contra sus ciudadanos: si nuestros gobernantes pretenden aumentar aún en mayor medida la cuantía de ese atraco, entonces fracasarán.

La curva de Laffer, pues, proporciona una representación enormemente asequible de este conjunto de ideas tan cruciales. Por desgracia, y esta es la razón por la que este simple modelo genera tanto rechazo en determinados círculos intelectuales, algunos políticos dizque liberales han pretendido hacer un uso deliberadamente populista de la famosa curva (el propio Laffer también lo ha hecho de un modo recurrente a lo largo de su carrera profesional): en particular, han utilizado la existencia de esta curva recaudatoria para, sin ningún análisis serio que lo respaldara, convencernos de que siempre y en todo lugar nuestras economías se encuentran a la derecha del máximo de esa curva, es decir, en la parte de la curva en que, si reducimos impuestos, aumenta la recaudación. Pero ello no tiene por qué ser así. Por ejemplo, aun cuando consideremos que la presión fiscal española es muy alta —y, desde luego, un servidor lo considera—, eso no equivale a decir que no existe todavía margen para que siga creciendo sin mermar los ingresos del Estado (o, alternativamente, que las rebajas de impuestos sí pueden reducir los ingresos del sector público). En este tipo de casos, la curva de Laffer se ha convertido en una excusa para la irresponsabilidad financiera de nuestros gobernantes: defender simultáneamente una bajada de impuestos y un aumento del gasto público para así contentar a la totalidad de los votantes.

Acaso algunos liberales se sientan decepcionados al leer que la curva de Laffer no equivale a que toda reducción impositiva aumenta la recaudación. Pero no deberían caer en semejante decepción: que en ocasiones los intereses del Estado (maximizar la recaudación) y los de la población (maximizar sus ingresos propios) puedan ser coincidentes (bajar impuestos aumenta la recaudación) no significa que siempre vayan a serlo. De hecho, en general, no lo serán: el liberalismo como filosofía política se estructura alrededor de una profunda desconfianza hacia el poder político, caracterizado no como un sano complemento sino como un mórbido sustituto de la sociedad civil y del mercado. El objetivo del liberalismo no es aumentar simultáneamente el tamaño del sector público y el del sector privado, sino reducir el primero cuanto sea posible para, a su vez, relanzar paralelamente el segundo. En términos de la curva de Laffer: si la recaudación aumenta tras bajar los impuestos, es que no los hemos bajado lo suficiente. El objetivo liberal no es ubicarnos en el punto más alto de la curva (allí donde la recaudación se maximiza) sino tan a la izquierda como resulte posible (allí donde la recaudación decrece por sucesivos recortes impositivos).

Con todo, pese al mal uso que pueda hacerse de la curva de Laffer y pese a la ausencia de credenciales robustamente académicas de su padre intelectual, se trata de un modelo lo suficientemente popular, comprensible y certero como para hacerlo merecedor de la Medalla Presidencial de la Libertad. De hecho, quienes más deberían celebrar esta medalla no son los liberales que aspiran a minimizar el tamaño del sector público, sino aquellos estatistas que buscan maximizar las dimensiones del Estado y que, en consecuencia, han de ser conscientes de que existe un punto de saturación en su crecimiento.

Este artículo fue publicado originalmente en el blog Laissez Faire de El Confidencial (España) el 3 de junio de 2019.