Una ley del cine de terror
Guillermo Cabieses dice que la ley del cine reúne los elementos para convertirse en un clásico de pésima regulación al subsidiar una actividad que no es un bien público, y por qué es al menos cuestionable que el cine deba ser una prioridad del gasto público.
El cine de terror se caracteriza por provocar en el público miedo, repugnancia y horror. En eso se parece mucho a la política. Ambos despiertan las mismas sensaciones. Pocas veces, como ahora, han estado estas actividades tan directamente relacionadas, como con la ley del cine que aterra más que cualquier película de Hitchcock.
Esta ley tiene todos los elementos para convertirse en una clásico de la pésima regulación y es, naturalmente, parte de la saga de malas leyes a las que nos someten nuestros legisladores.
La trama es repetida, pero no por eso deja de asustar. Hay una idea perversa consistente en que el Estado debe financiar ciertas empresas que, por ser afines a un sector influyente, se consideran más importantes que otras. Los argumentos son siempre los mismos: hay fallas de mercado que impiden que el sector privado pueda desarrollar esta actividad por su cuenta; cada dólar que se invierta en esa actividad se multiplicará, como si los cineastas fueran Cristo y los dólares, panes y peces; en otros países más desarrollados se da este tipo de subsidios.
Estos argumentos, como las películas, son ficción. En el caso del cine no hay posibilidad alguna de esgrimir que estamos ante una falla de mercado (por más ambiguo que este concepto sea). Es evidente que no hay información asimétrica (o sea, todos tenemos igual conocimiento de la oferta) y no estamos ante un monopolio.
Una película no es un bien público, dado que no todos podemos asistir a la misma función a la misma vez y para entrar a la sala hay que pagar. Los requisitos para que un bien sea público (falta de rivalidad en el consumo e imposibilidad de exclusión) no se presentan. Tampoco existen externalidades (costos que hacen unos y otros pagan) que justifiquen este subsidio.
Se dirá que el cine genera externalidades positivas para la imagen del país (es decir, que promueve el turismo), pero eso no está demostrado y, en todo caso, si esos beneficios existiesen, entonces deberían ser los hoteleros y nos los contribuyentes los que financien la actividad.
No hay por qué creer que un dólar invertido en una película tendría más rentabilidad que uno invertido en un hospital. El argumento de que otros países lo tienen es falaz. En algún momento medio mundo era comunista y eso no hizo del comunismo un buen sistema.
El Estado tiene recursos limitados y una agenda fiscal muy agresiva para llevar a un gasto público que supera largamente la recaudación. El gasto, además, es para servicios de pésima calidad. Hace poco se ha aprobado una norma antielusiva retroactiva que es, a todas luces, inconstitucional. ¿Para qué? ¿Para otorgar subsidios?
Parecen lejanos esos días en los que el Estado existía para que los ciudadanos podamos vivir en paz y no para hacer inversiones o apuestas. Dada la creciente inseguridad ciudadana, nuestro dinero se debe gastar en incrementar el número de policías en las calles o para limpiarlas de basura o para mejorar los sistemas de transporte público.
Los subsidios son siempre una mala idea. No solo porque no es labor del Estado invertir nuestro dinero en proyectos que pueden ser directamente financiados por el sector privado. Tampoco lo son solo por lo cuestionable de la actividad elegida para el subsidio: ¿por qué el cine?, ¿por qué una producción y no otra?, ¿por qué no la literatura, la pintura, la tauromaquia o la ópera? O más relevante aun: ¿por qué no gasta el Estado ese dinero en llevar agua y desagüe a las zonas más pobres del país o mejorar la educación primaria? Incluso mejor aun: ¿por qué no dejar ese dinero en manos de los pocos que pagamos impuestos para que sigamos produciendo, dado que solo gracias a eso se pueden llevar a cabo las iniciativas de gasto?
Los subsidios también son una mala idea porque generan actividades riesgosas, cuyos beneficios esperados no superan sus costos. El cine es una actividad empresarial como cualquier otra. Tiene costos y riesgos que solo serán asumidos por quienes crean que su rentabilidad los superará. Una vez que se da financiamiento gratuito, se generan incentivos para que las personas tomen riesgos cuyo beneficio esperado no superará sus costos actuales, sencillamente porque no serán esas personas las que asumirán los costos. Si queremos asegurarnos de mejorar el nivel del cine peruano, no hay nada como dejarlo en manos de quienes estén dispuestos a tomar riesgos para hacer una buena película arriesgando su dinero, no el nuestro.
Woody Allen, en la película “Rosa púrpura del Cairo”, nos invita a pensar que los espectadores y los actores detrás de la gran pantalla pueden interactuar. Este es el momento de hacerlo, no seamos solo espectadores de esta película de horror.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 21 de mayo de 2019.