Por qué Afganistán colapsó de manera abrupta
Ted Galen Carpenter sostiene que la culpa del colapso del gobierno afgano ante la ofensiva del Taliban yace en los partidarios del intervencionismo militar.
Cualquier estadounidense que presenció el colapso del gobierno del sur de Vietnam durante los primeros meses de 1975 está experimentando un agudo sentido de déjà vu frente al reciente ataque del Taliban en Afganistán. Las fuerzas del gobierno afgano están sufriendo desde que EE.UU. empezó a ejecutar su retiro de tropas hace pocas semanas. Nueva capitales provinciales y varias capitales de los distritos han caído ante los combatientes insurgentes. El Taliban actualmente controla al menos dos tercios de Afganistán, y ese porcentaje está aumentando rápido.
De hecho, los prospectos del grupo de someter al país entero se ven mejor ahora que en cualquier momento desde la intervención militar de EE.UU. a fines de 2001. Aunque las unidades del Taliban realizaron constantes ganancias territoriales a lo largo de la década de 1990, esa ofensiva últimamente se estancó cuando los tayikos, los uzbekos y otros grupos étnicos en el norte lograron repeler la facción dominada por los Pashtun. La situación esta vez es dramáticamente distinta. Las fuerzas del Taliban ya han logrado importantes avances en el norte; una mayoría de las capitales provinciales se encuentran en esa región.
Como resultado, no hay una barrera geográfica creíble ante conquista total por parte del Taliban. El gobierno en Kabul ahora controla meramente una cantidad modesta del territorio que rodea la ciudad capital, junto con lugares aislados en otras partes del país. Dicha situación es inherentemente insostenible desde el punto de vista militar.
La velocidad con la que el régimen cliente de Washington está perdiendo territorio ciertamente recuerda el colapso del Sur de Vietnam. También lo son los argumentos que las facciones partidarias de la guerra en EE.UU. están esgrimiendo para explicar el inminente fracaso de su última cruzada. Su pantalla de humo elegida tiene dos características principales: la conjura de fantasmas y la evasión de responsabilidades.
Incluso antes de que el Presidente Joe Biden decidiera acabar con la misión de EE.UU. en Afganistán, que ha durado casi dos largas y frustrantes décadas, los partidarios del status quo estaban advirtiendo que un retiro desataría una tragedia humanitaria. Ellos están continuando esa campaña de propaganda y se enfocan en dos categorías casi certeras de víctimas —los traductores y otros nacionales afganos que han cooperado con las fuerzas de la ocupación estadounidense, y las mujeres de Afganistán.
Los miembros del grupo anterior es probable que sean encarcelados o ejecutados; los miembros del segundo grupo serán devueltas al status de ciudadanas de segunda clase que caracteriza en general la monotonía medieval, la negación sistemática de la educación, y los matrimonios forzados. Consecuentemente, va el argumento, EE.UU. tiene una obligación moral de permanecer en Afganistán hasta que (si es que alguna vez) dicho resultado terrible pueda ser evitado. El ex Presidente George W. Bush, el hombre que envió tropas estadounidenses al atolladero en Afganistán, es un partidario especialmente destacado de esa tesis.
El esfuerzo para conjurar fantasmas fluye directamente hacia la segunda parte de la campaña para mantener a las fuerzas estadounidenses en Afganistán: evadir las responsabilidades. Si dicha tragedia tiene lugar luego del retiro de las tropas estadounidenses, los intervencionistas insisten, entonces los partidarios de un supuesto retiro prematuro y “precipitado” tendrán la culpa.
Una vez más, los paralelos entre este esfuerzo y la estrategia que los defensores de la Guerra de Vietnam usaron son impresionantes. Incluso conforme la misión militar de EE.UU. en el Sudeste de Asia se estancó, los partidarios de la guerra insistieron que retirarse de esa guerra fallida desataría tanto una calamidad humanitaria como geo-estratégica; por lo tanto, las fuerzas estadounidenses necesitaban permanecer de manera indefinida.
Años después de que colapsara el régimen en Saigón, los partidarios de la guerra todavía estaban utilizando estos argumentos. No solo señalaban a los lamentables refugiados huyendo del Vietnam comunista unificado, sino que advertían de que la victoria de Hanoi significaba que “las guerras de liberación nacional” serían la ruta hacia la dominación comunista a nivel global. Cada nuevo régimen en el Tercer Mundo —sin importar qué tan embarrado— que se convertía en un cliente o de Moscú o de Pekín era supuestamente “evidencia” del éxito de esa estrategia. El espectacular colapso del imperio soviético entre 1989 y el fin de 1991, sin embargo, socavó de manera estremecedora su tesis.
Los halcones de la Guerra Fría se negaron a asumir responsabilidad alguna por la intervención fracasada en Vietnam o por el costo financiero y humano infligido tanto a los estadounidenses como a los vietnamitas. En cambio, el fracaso supuestamente era la culpa del movimiento anti-guerra en EE.UU. Los manifestantes supuestamente perjudicaron la moral de las fuerzas armadas y socavaron la determinación de los estadounidenses de prevalecer en el Sudeste de Asia.
Los partidarios de permanecer en Afganistán sostienen que la administración de Biden está repitiendo el “error” de abandonar Vietnam, y tratan de trasladar la culpa por el inminente fracaso de la última cruzada a aquellas personas que advirtieron en todo momento en contra de ensayar dicha misión quijotesca de construcción de nación. Ser un partidario de de las intervenciones militares promiscuas por parte de EE.UU. aparentemente significa nunca tener que disculparse, sin importar cuán obvios y severos sean los desastres.
Los partidarios del realismo y de la moderación no deben permitir que sus opositores logren escaparse con sus intentos de conjurar fantasmas y trasladar la culpa. Los intervencionistas son las personas responsables del caos en Afganistán y su probable resultado.
Afganistán era una entidad razonablemente estable hasta que EE.UU. y la Unión Soviética ambos buscaron usarlo como una pieza geo-estratégica dentro de la Guerra Fría. El respaldo estadounidense de la campaña anti-comunista del muyahidín para derrocar al gobierno instalado por los soviéticos desestabilizó considerablemente al país y eventualmente construyó el camino para que surja el Taliban durante la década de 1990. La intervención de Washington en 2001 para acabar con el santuario de Al Qaeda y remover al régimen del Taliban por albergar a este grupo terrorista pasó de ser una misión limitada y justificada a un esfuerzo largo de contra-insurgencia y construcción de nación que ha prolongado la inestabilidad y agonía de Afganistán.
Los intervencionistas necesitan aceptar la realidad que los miembros del bando del realismo y la moderación han conocido desde hace mucho: no es posible que EE.UU. corrija siquiera un porcentaje modesto de las tragedias nacionales y los casos de mal gobierno en el mundo. Es una tarea pírrica siquiera intentarlo. El resultado de la toma de control del Taliban en Afganistán es de hecho algo que probablemente será trágico para muchos afganos. EE.UU. puede aliviar ese resultado asistiendo a aquellos que huyen del nuevo régimen y adoptando una política liberal para refugiados como respuesta.
Pero continuar arriesgando las vidas de las tropas estadounidenses y gastando miles de millones del dinero de los contribuyentes durante las próximas décadas en la triste esperanza de que podamos transformar Afganistán en una democracia viable al estilo occidental no es ni realista ni una opción moral. Vietnam y Afganistán (junto con Irak, Libia, Siria, y varios otros países) son lugares en los que la intervención estadounidense han empeorado mucho las cosas en lugar de mejorarlas. Los intervencionistas necesitan reconocer su culpa, y las actuales autoridades deben enfocar la política exterior de EE.UU. en defender los intereses vitales del pueblo estadounidense, no en tratar de rehacer sociedades extranjeras.
Este artículo fue publicado originalmente en National Interest (EE.UU.) el 14 de agosto de 2021.