Patología política
Jaime de Althaus dice que la dependencia del gobierno de Martín Vizcarra en el relato de la lucha contra la corrupción como fuente de legitimidad provoca una inestabilidad en la administración pública que socava su otra fuente de aprobación: una mejora notable en la inversión y de los servicios públicos.
Por Jaime de Althaus Guarderas
La extremada dependencia del gobierno de Martín Vizcarra respecto del relato anticorrupción como fuente de legitimidad y popularidad provoca que a la menor posibilidad de crítica –fundada o infundada– sobre actuaciones de ministros y autoridades, el presidente tenga que pedirles su renuncia. Sin Congreso alguno que provoque confrontaciones o censuras, ya son siete ministros los que han sido retirados del Gabinete por temas que pudieran de alguna manera afectar el aura impoluta del gobierno en la lucha contra la corrupción.
Esto, por supuesto, ingresa ya en el terreno de la patología política. Nunca se ha visto una cosa así. En realidad, a falta de Congreso contra el que arremeter, hay que hacerlo contra los propios ministros para mantener los niveles de aprobación popular. Hay que eliminar el obstruccionismo fáctico interno.
El problema es que de esta manera el gobierno socava lo que debería ser su fuente alterna de aprobación: una mejora sustancial en la inversión y los servicios públicos, que no logran levantar cabeza. Cada vez es peor, porque es imposible mejorar la gestión pública si los ministros cambian constantemente, y con cada uno la plana mayor de los ministerios. Estamos en un círculo vicioso.
Quizá por eso el presidente demandó al Jurado Nacional de Elecciones (JNE) que acelere el cómputo para que el Congreso complementario se inaugure cuanto antes, para recuperar en alguna medida su antiguo esparring y poder desviar las miradas respecto de la inopia del Ejecutivo.
La gestión del gobierno ha fallado también en lo relativo a su propio tema esencial, la anticorrupción: careció de una estrategia efectiva e inteligente contra tan formidable enemigo, Odebrecht. Es cierto que aquí interviene no solo el Ejecutivo, pero debió haber alguna mente encargada de pensar y dirigir una estrategia común del Estado frente a este peligro monumental. Nunca la hubo. Desde el comienzo hubo ausencia total de coordinaciones entre la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), el Ministerio de Justicia, el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), los procuradores y la fiscalía.
El resultado ha sido fatal en todo sentido. En lugar de intervenir las empresas y proyectos de Odebrecht, se optó por un mecanismo legal que no funcionó y solo sirvió para paralizar los proyectos –hasta ahora– y quebrar empresas, ocasionando un daño económico enorme. Se dejó de lado la contratación de un exfiscal suizo para decodificar la información contenida en los servidores de la caja 2 y obtener por esa vía los codinomes, para firmar un acuerdo con ese fin que concedió una reparación civil muy baja (consecuencia de una fórmula establecida en un Decreto Supremo del MEF) sin una cláusula que impida a Odebrecht demandar al Estado Peruano. Entonces era perfectamente lógico que Odebrecht decidiera demandarlo para recuperar los US$1.200 millones invertidos en el nonato gasoducto. Ante eso, el gobierno tenía que negociar, porque no es aceptable que tengamos los peruanos que cargar con tamaño pago. Pero, por intentar negociar se produce la crisis del Gabinete. Se cometen errores pero resulta prohibido repararlos. Es enfermizo.
Por último, los fiscales orientaron sus diligentes esfuerzos a encontrar falsos aportantes criminalizando indebidamente los aportes de campaña, con la consecuente destrucción política que hemos visto. Destrucción económica y política. Peor no pudo haber sido.
Este artículo publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 13 de febrero de 2020.