4. El estado [16]
Yo quisiera que se creara un premio, no de quinientos francos, sino de un millón, con coronas, cruz y condecoración, para aquel que diera una definición buena, simple e inteligible del Estado.
¡Qué gran servicio prestaría a la sociedad! ¡El Estado! ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Qué debería hacer?
Todo lo que nosotros sabemos es que es un personaje misterioso, y seguramente el más solicitado, el más atormentado, el más atareado, el más aconsejado, el más acusado, el más invocado y el más provocado que hay en el mundo.
Porque, señor, yo no tengo el honor de conocerle, pero apuesto diez contra uno a que desde hace seis meses usted fragua utopías, y si fragua utopías, apuesto diez contra uno a que encarga al Estado que las realice.
Y usted, señora, estoy seguro de que en el fondo de su corazón desearía curar todos los males de la triste humanidad y que no le importaría que el Estado se prestara a ello.
Pero, ¡ay!, el infeliz, como Fígaro, no sabe a quién oír ni a quién dirigirse. Las cien mil bocas de la prensa y de la tribuna le gritan a la vez: «Organiza el trabajo a los trabajadores. Extirpa el egoísmo. Reprime la insolencia y la tiranía del capital. Haz experimentos sobre el estiércol y sobre los huevos. Surca el país de ferrocarriles. Riega las llanuras. Puebla de árboles las montañas. Crea granjas modelo. Crea talleres armoniosos. Coloniza Argelia. Amamanta a los niños. Instruye la juventud. Asegura la vejez. Envía a los campos los habitantes de las ciudades. Pondera los beneficios de todas las industrias. Presta dinero sin interés a quienes lo deseen. Libera Italia, Polonia y Hungría. Eleva y perfecciona el caballo de montar. Fomenta el arte, fórmanos músicos y bailarines. Prohíbe el comercio y, al mismo tiempo, crea una marina mercante. Descubre la verdad y mete en nuestras cabezas una pizca de razón. El Estado tiene la misión de ilustrar, desarrollar, agrandar, fortalecer, espiritualizar y santificar el alma de los pueblos.»
«¡Eh! Señores, un poco de paciencia —responde el Estado con aire lastimero—. Yo intentaré satisfaceros, pero para ello necesito algunos recursos. He preparado proyectos relativos a cinco o seis impuestos totalmente nuevos y los más benignos del mundo. Ustedes verán con qué placer los pagan.»
Pero entonces se levanta un griterío: «¡No, no! ¿Qué mérito puede haber en hacer algo con recursos? Para ello no haría falta acudir al Estado. Lejos de nosotros cargar con nuevos impuestos. Más bien te conminamos a que retires los ya existentes. Suprime: El impuesto de la sal; El impuesto de las bebidas; El impuesto de las cartas; Los fielatos; Las patentes; Las prestaciones.»
En medio de este tumulto, y después de que el país ha cambiado dos o tres veces de Estado por no haber satisfecho a todos tales demandas, he querido demostrar que éstas son contradictorias. ¡Qué atrevimiento el mío! ¿No habría podido guardarme para mí tan infortunada observación?
Heme aquí desacreditado ante todos para siempre; y ahora se da por descontado que soy un hombre sin corazón y sin entrañas, un filósofo duro, un individualista, un burgués y, para decirlo todo en una palabra, un economista de la escuela inglesa o americana.
¡Oh! Perdónenme, escritores sublimes, a los que no detienen ni siquiera las contradicciones. Estoy equivocado, sin duda, y me retracto de todo corazón. No pido nada mejor, estén seguros, de lo que ustedes ya han descubierto en alguna parte: un ser bienhechor e inagotable, llamado Estado, que tiene pan para todas las bocas, trabajo para todos los brazos, capitales para todas las empresas, crédito para todos los proyectos, aceite para todas las heridas, alivio para todos los sufrimientos, consejo para todos los perplejos, soluciones para todas las dudas, verdades para todas las inteligencias, distracciones para todos los aburrimientos, leche para la infancia, vino para la vejez, que provee a todas nuestras necesidades, previene todos nuestros deseos, satisface todas nuestras curiosidades, endereza todos nuestros errores y todas nuestras faltas y nos dispensa de toda previsión, prudencia, juicio, sagacidad, experiencia, orden, economía, templanza y actividad.
¿Y por qué no habría de desearlo? Dios me perdone, cuanto más lo pienso, más interesante me parece y mayor es mi impaciencia por tener a mi alcance esta fuente inagotable de riquezas y de luces, esta medicina universal, este tesoro sin fondo, este consejero infalible que ustedes llaman Estado.
También pido que me lo muestren, que me lo definan, y por eso propongo la creación de un premio para el primero que descubra este fénix. Porque, en fin, se me concederá que este precioso descubrimiento aún no se ha realizado, pues hasta ahora todo lo que se presenta bajo el nombre de Estado enseguida lo rechaza el pueblo, precisamente porque no cumple las condiciones un poco contradictorias del programa.
¿Hay que decirlo? Me temo que, a este respecto, somos víctimas de la más extraña ilusión que jamás se haya apoderado del ser humano.
Al hombre le repugna el dolor, el sufrimiento. Sin embargo, la naturaleza le condena al sufrimiento de la privación si no acepta la pena del trabajo. No tiene, pues, más elección que entre estos dos males. ¿Cómo evitarlos? Hasta ahora no ha encontrado ni encontrará nunca más que un medio: disfrutar del trabajo ajeno; hacer que la pena y la satisfacción no recaigan sobre cada uno según la proporción natural, sino que toda la pena sea para unos y todas las satisfacciones para otros. De ahí la esclavitud, la expoliación en cualquiera de sus formas: guerras, imposturas, violencias, restricciones, fraudes, etc., abusos monstruosos pero consecuentes con la idea que los ha originado. Se debe odiar y combatir a los opresores, pero no se puede decir que sean absurdos.
La esclavitud desaparece, gracias a Dios, y, por otro lado, esta disposición que tenemos a defender nuestro bien hace que la expoliación directa e ingenua no sea fácil. Pero se mantiene esta maldita inclinación primitiva que tienen todos los hombres a separar, en el complejo de la vida, por un lado el sufrimiento que arrojan sobre los demás y por otro la satisfacción que retienen para ellos mismos. Queda por ver bajo qué forma nueva se manifiesta esta triste tendencia.
El opresor no actúa directamente por sus propias fuerzas sobre el oprimido. No, nuestra conciencia es demasiado meticulosa para ello. Todavía hay tiranos y víctimas, pero entre ellos se coloca un intermediario que es el Estado, es decir, la propia ley. ¿Qué mejor para hacer callar nuestros escrúpulos y, lo que tal vez sea más apreciado, para vencer las resistencias? Así pues, todos, con una razón u otra, bajo un pretexto u otro, nos dirigimos al Estado y le decimos: «No veo que haya una correspondencia proporcional entre mis satisfacciones y mi trabajo. Para establecer el deseado equilibrio, quisiera tomar una parte del bien ajeno. Pero esto es peligroso. ¿No podrías tú facilitármelo? ¿No podrías darme un buen puesto? ¿O bien dificultar la industria de mis competidores? ¿O bien prestarme capitales de los que hayas despojado a sus propietarios? ¿O asegurarme el bienestar cuando tenga cincuenta años? De este modo conseguiré mi objetivo con toda tranquilidad de conciencia, porque la ley misma habrá actuado por mí, y así tendré todas las ventajas de la expoliación sin afrontar sus riesgos ni los odios que despierta.»
Dado que, por un lado, todos nos dirigimos al Estado con alguna demanda semejante y, por otro, es innegable que el Estado no puede satisfacer a unos si no es a costa de otros, en espera de otra definición del Estado me creo autorizado a proponer la mía. ¿Quién sabe si me llevaré el premio? Es ésta: el Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza por vivir a expensas de todo el mundo.
Porque, hoy como antaño, cada uno, más o menos, quisiera aprovecharse del trabajo ajeno. Intentamos ocultar este sentimiento, disimularlo incluso ante nosotros mismos. Y entonces ¿qué se hace? Imaginamos un intermediario, nos dirigimos al Estado, y las distintas clases se van sucediendo en su demanda: «Tú que puedes tomar lealmente, honestamente, toma del público y compartamos.» El Estado estará encantado de seguir el diabólico consejo; pues está formado por ministros, funcionarios, hombres en fin, que, como todos los hombres, llevan en el corazón el deseo y aprovechan siempre con ardor la ocasión de aumentar sus riquezas y su influencia. El Estado, pues, comprende en seguida el partido que puede sacar del papel que el público le confía. Será el árbitro, el amo de todos los destinos: tomará mucho, se quedará con una buena parte; multiplicará el número de sus agentes, ampliará el círculo de sus atribuciones; terminará por adquirir proporciones aplastantes.
Pero lo más notable es la asombrosa ceguera del público en todo esto. Cuando los soldados victoriosos hacen esclavos a los vencidos, son ciertamente bárbaros pero no absurdos. Su objetivo, como el nuestro, es vivir a costa de otros, pero, a diferencia de nosotros, lo consiguen. ¿Qué debemos pensar de un pueblo en el que no parece que se dude de que el pillaje recíproco es menos pillaje por ser recíproco, que no es menos criminal porque se ejecute legalmente y con orden, que no añade nada al bienestar público; que, por el contrario, lo disminuye en todo lo que nos cuesta este manirroto intermediario que llamamos Estado?
Y esta gran quimera la hemos colocado, para edificación del pueblo, en el frontispicio de la Constitución. He aquí las primeras palabras del preámbulo: «Francia se constituye en República para llamar a todos los ciudadanos a un grado cada vez más elevado de moralidad, de luz y de bienestar.»
Así pues, es Francia o la abstracción la que llama a los franceses o las realidades a la moral, al bienestar, etc. ¿Y ello no es abundar en el sentido de esta curiosa ilusión que nos lleva a todos a esperar otra energía distinta de la nuestra? ¿No es dar a entender que, al lado y al margen de los franceses, existe un ser virtuoso, ilustrado, rico, que puede y debe verter sobre ellos sus beneficios? ¿No es dar por supuesto, gratuitamente desde luego, que entre Francia y los franceses, entre la simple denominación abreviada, abstracta, de todas las individualidades y estas misma individualidades, se dan unas relaciones de padre a hijo, de tutor a pupilo, de profesor a alumno? Ya sé que a veces se dice metafóricamente: la patria es una tierna madre. Pero para sorprender en flagrante delito de inanidad a la proposición constitucional, basta mostrar que se le puede dar la vuelta, diría que no sólo sin inconveniente, sino incluso con ventaja. ¿No sería más exacto si el preámbulo dijera: «Los franceses se han constituido en República para llamar a Francia a un grado siempre más elevado de moralidad, de luz y de bienestar»?
Ahora bien, ¿qué valor tiene un axioma en el que el sujeto y el predicado pueden cambiar de sitio impunemente? Todos entienden la expresión: la madre amamantará al niño. Pero sería ridículo decir: el niño amamantará a la madre.
Los americanos tenían otra idea de las relaciones de los ciudadanos con el Estado cuando pusieron a la cabeza de su Constitución estas simples palabras: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, para formar una unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proveer a la defensa común, acrecentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad a nosotros mismos y a nuestra posteridad, decretamos, etc.»
Aquí no hay creación quimérica, una abstracción a la que los ciudadanos le piden todo. No esperan nada más que de ellos mismos y de su propia energía.
Si me permito criticar las primeras palabras de nuestra Constitución es porque no se trata, como podría creerse, de una pura sutileza metafísica. Sostengo que esta personificación del Estado ha sido en el pasado y será en el futuro una fuente fecunda de calamidades y de revoluciones.
He aquí al público por un lado y al Estado por otro, considerados como dos seres distintos, éste obligado a derramar sobre aquél, que tiene derecho a reclamar de él, el torrente de la felicidad humana. ¿Cuál será el resultado?
De hecho, el Estado no es tonto ni puede serlo. Tiene dos manos, una para recibir y otra para dar; dicho de otro modo, la mano fuerte y la mano suave. La actividad de la segunda está necesariamente subordinada a la actividad de la primera. En rigor, el Estado puede tomar y no dar, lo cual se produce y se explica por la naturaleza porosa y absorbente de sus manos, que retienen siempre una parte y algunas veces la totalidad de lo que tocan. Pero lo que nunca se ha visto, lo que jamás se verá y ni siquiera puede concebirse, es que el Estado dé al público más de lo que de él recibe. No tiene, pues, sentido que adoptemos ante él la humilde actitud de los mendigos. Es radicalmente imposible conceder una ventaja particular a algunos individuos que constituyen la comunidad sin infligir un daño superior a la comunidad entera.
Nuestras exigencias le colocan, pues, en un manifiesto círculo vicioso. Si se niega a hacer el bien que de él se exige, se le acusa de impotencia, de mala voluntad, de incapacidad. Si, en cambio, trata de hacerlo, se verá en la necesidad de cargar al pueblo con impuestos redoblados, a hacer más mal que bien y a atraerse, por otro lado, la desafección general.
Así pues, dos esperanzas en la gente y dos promesas en el gobierno: muchos beneficios y ningún impuesto. Esperanzas y promesas que, al ser contradictorias, jamás se realizan.
Acaso no es esta la causa de todas nuestras revoluciones? Porque entre el Estado, que prodiga promesas imposibles, y la gente, que concibe esperanzas irrealizables, vienen a interponerse dos clases de hombres: los ambiciosos y los utópicos. Su papel está totalmente trazado por la situación. A estos cortesanos de la popularidad les basta gritar a los oídos del pueblo: «El poder te engaña; si nosotros estuviéramos en su lugar, te colmaríamos de beneficios y te liberaríamos de los impuestos.»
Y el pueblo cree, el pueblo espera y el pueblo hace una revolución.
Tan pronto como sus amigos se hacen cargo de los asuntos, se les urge a cumplir sus promesas: «Dadme trabajo, pan, seguros, crédito, instrucción, colonias —dice el pueblo—, y con todo, según vuestras promesas, liberadme de las garras del fisco.»
Los apuros del nuevo Estado no son menores que los del Estado antiguo, pues en realidad lo imposible se puede prometer pero no cumplir. Trata de ganar tiempo, que necesita para madurar sus vastos proyectos. Primero hace algunos tímidos ensayos; por un lado, extiende un poco la instrucción primaria; por otro, modifica ligeramente el impuesto de las bebidas (1830). Pero choca siempre con la contradicción: si quiere ser filántropo, no tiene más remedio que forzar la fiscalidad; si renuncia a la fiscalidad, tiene que renunciar también a la filantropía.
Estas dos promesas se contrarrestan entre sí siempre y necesariamente. Usar del crédito, es decir, devorar el porvenir, es ciertamente un medio actual de conciliarlos; se intenta hacer un poco de bien en el presente a expensas de mucho mal en el futuro. Pero este proceder evoca el espectro de la bancarrota a quien persigue el crédito. ¿Qué hacer entonces? El nuevo Estado toma partido valientemente; reúne las fuerzas para mantenerse, sofoca la opinión, recurre a la arbitrariedad, ridiculiza sus antiguas máximas, declara que sólo se puede administrar a condición de ser impopular; en una palabra, se proclama gubernamental.
Y aquí es donde le esperan otros cortesanos de la popularidad. Éstos explotan la misma ilusión, pasan por el mismo camino, obtienen el mismo éxito y no tardan en acabar tragados por el mismo abismo.
Así llegamos a febrero. En esta época, la ilusión objeto de este artículo había ido más lejos que nunca en las ideas del pueblo con las doctrinas socialistas. Más que nunca, se esperaba que el Estado bajo la forma republicana abriera totalmente la gran fuente de beneficios y cerrara la de impuestos. «Me han engañado a menudo —decía el pueblo—, pero vigilaré atentamente para que no vuelvan a engañarme.»
¿Qué podía hacer el gobierno provisional? Lo que siempre se hace en tales circunstancias: prometer y ganar tiempo. No dejó de hacerlo, y para dar a sus promesas un aire de solemnidad, las concretó en decretos. Aumento del bienestar, disminución del trabajo, seguridad, crédito, instrucción gratuita, colonias agrícolas, roturaciones, y al mismo tiempo reducción del impuesto de la sal, de las bebidas, de las cartas, de la carne, todo se concederá... Viene la Asamblea Nacional.
La Asamblea Nacional vino, y como no se pueden realizar dos cosas contradictorias, su tarea, su triste tarea, se limitó a retirar, lo más suavemente posible, uno tras otro, todos los decretos del gobierno provisional.
Pero para no hacer la decepción demasiado cruel, tuvo que transigir un poco: se mantuvieron algunos compromisos, y otros se comenzaron a realizar de una forma tímida y limitada. Por ello, la administración actual se esfuerza en imaginar nuevos impuestos.
Ahora me traslado con el pensamiento algunos meses en el porvenir, y me pregunto, con tristeza en el alma, qué sucederá cuando agentes de nueva creación vayan por nuestros campos a recolectar los nuevos impuestos sobre sucesiones, sobre las rentas, sobre los beneficios de la explotación agrícola. Ojalá me engañe, pero veo que también aquí tendrán un papel que desempeñar los cortesanos de la popularidad.
Lean el último Manifiesto de los Montañeses, el que han emitido a propósito de la elección presidencial. Es un poco largo, pero puede resumirse en dos palabras: El Estado debe dar mucho a los ciudadanos y tomar poco de ellos. Es siempre la misma táctica o, si se quiere, el mismo error.
El Estado debe dar instrucción y educación gratuitas a todos los ciudadanos.
Debe proporcionar una enseñanza general y profesional adecuada, en la medida de lo posible, a las necesidades, a la vocación y a las capacidades de cada ciudadano.
Debe enseñarles sus deberes para con Dios, para con los hombres y para con ellos mismos; desarrollar sus sentimientos, sus aptitudes y sus facultades; darles, en fin, la ciencia de su trabajo, el entendimiento de sus intereses y el conocimiento de sus derechos.
Debe poner al alcance de todos las letras y las artes, el patrimonio intelectual, los tesoros del espíritu, y todos los disfrutes intelectuales que elevan y fortalecen el alma.
Debe cubrir todo siniestro, incendio, inundación, etc. (y este etcétera es muy largo) que sufra el ciudadano.
Debe intervenir en las relaciones entre el capital y el trabajo y hacerse regulador del crédito.
Debe fomentar seriamente la agricultura y protegerla eficazmente.
Debe hacerse con los ferrocarriles, los canales y las minas, y administrarlos asimismo con esa capacidad industrial que le caracteriza.
Debe provocar iniciativas generosas, estimularlas y ayudarlas con todos los recursos capaces de hacerlas triunfar. En cuanto regulador del crédito, tendrá que promocionar ampliamente las asociaciones industriales y agrícolas para garantizar su éxito.
El Estado deberá hacer todo esto sin perjuicio de los servicios a los que actualmente hace frente; y, por ejemplo, deberá mantener siempre respecto a los extranjeros una actitud amenazante, pues, como dicen los signatarios del programa, «ligados por esta sagrada solidaridad y por los precedentes de la Francia republicana, llevamos nuestros votos y nuestras esperanzas más allá de las barreras que el despotismo eleva entre las naciones: el derecho que queremos para nosotros, lo queremos para todos aquellos a los que oprime el yugo de las tiranías; queremos que nuestro glorioso ejército sea, si es preciso, el ejército de la libertad».
Ya verán cómo la mano suave del Estado, esa buena mano que da y que reparte, estará muy ocupada bajo el gobierno de los Montañeses. ¿Acaso creen ustedes que también lo estará la mano dura, esa mano que penetra y saquea nuestros bolsillos?
Desengáñense. Los cortesanos de la popularidad no sabrían su oficio si no tuvieran el arte, mientras muestran la mano suave, de ocultar la mano dura.
Su reinado será seguramente el jubileo del contribuyente. El impuesto, dicen, debe alcanzar a lo superfluo, no a lo necesario. ¿Y no hemos de alegrarnos de que, para colmarnos de beneficios, el fisco se contente con mermar nuestros bienes superfluos?
Y eso no es todo. Los Montañeses aspiran a que «el impuesto pierda su carácter opresivo y no sea más que un acto de fraternidad».
¡Bondad divina! Sabía que está de moda meter la fraternidad en todas partes, pero no sospechaba que se la pudiera meter en el boletín del recaudador.
Bajando a los detalles, los firmantes del programa dicen: «Queremos la abolición inmediata de los impuestos que gravan los objetos de primera necesidad, como la sal, las bebidas, etcétera. La reforma del impuesto sobre bienes raíces, de las concesiones, de las patentes. La justicia gratuita, es decir la simplificación de formas y la reducción de gastos.» (Esto sin duda se refiere al timbre.)
Así, impuesto sobre bienes raíces, concesiones, patentes, timbre, sal, bebidas, correos, todo eso desaparece. Estos señores han encontrado el secreto de dar una actividad ardorosa a la mano suave del Estado paralizando su mano dura.
Ahora bien, pregunto al lector imparcial: ¿acaso no es esto puro infantilismo y, además, un infantilismo peligroso? ¿Acaso no hará el pueblo revolución sobre revolución, una vez que ha decidido no parar hasta haber realizado esta contradicción: no dar nada al Estado y recibir mucho de él?
Creen que si los Montañeses llegaran al poder no serían víctimas de los medios que emplean para tomarlo?
Ciudadanos, siempre han existido dos sistemas políticos y ambos pueden apoyarse en buenas razones. Según uno, el Estado debe hacer mucho, pero también debe tomar mucho. Según el otro, esa doble función se debe hacer sentir poco. Es preciso optar entre ambos sistemas. Pero en cuanto a un tercer sistema, que participe de los otros dos y que consista en exigir del Estado sin darle nada, es quimérico, absurdo, pueril, contradictorio, peligroso. Quienes defienden ese tipo de Estado para darse el placer de acusar a todos los gobernantes de impotencia y exponerles así a sus ataques, son unos aduladores que tratan de engañarles, o que por lo menos se engañan a sí mismos.
En cuanto a nosotros, pensamos que el Estado no es o no debería ser otra cosa que la fuerza común instituida no para ser entre todos los ciudadanos un instrumento de opresión y de expoliación recíproca, sino, por el contrario, para garantizar a cada uno lo suyo y hacer reinar la justicia y la seguridad.
Notas al pie de página
[16] Publicado en el Diario de Debates, 25 de septiembre de 1848.