6. Propiedad y Expoliación
I. PRIMERA CARTA
La Asamblea Nacional se ocupa de un gran problema cuya solución interesa en grado sumo a la prosperidad y a la tranquilidad de Francia. Un nuevo derecho llama a la puerta de la Constitución: el derecho al trabajo. No sólo reclama un lugar, sino que pretende ocupar, en todo o en parte, el puesto del derecho de propiedad.
El señor Louis Blanc ya ha proclamado provisionalmente este nuevo derecho, y ya sabemos con qué éxito. El señor Proudhon lo reclama con el fin de acabar con la propiedad, y el señor Considérant para fortalecerla y legitimarla.
De modo que, según estos publicistas, la propiedad entraña algo injusto y falso, un germen de muerte. Yo, por el contrario, me propongo demostrar que la propiedad es la verdad y la justicia misma y que lo que lleva en su seno es el principio del progreso y de la vida.
Al parecer, los autores mencionados creen que, en la lucha que se va a librar, los pobres están interesados en que triunfe el derecho al trabajo, mientras que los ricos lo están en la defensa del derecho de propiedad. Por mi parte, creo estar en condiciones de poder demostrar que el derecho de propiedad es esencialmente democrático, y que todo cuanto lo niega o lo viola es fundamentalmente aristocrático y monárquico.
He sentido cierta perplejidad antes de resolverme a solicitar acogida en un periódico para exponer una disertación sobre un tema social. Véase lo que puede justificar este intento.
Ante todo, la gravedad y la actualidad del tema. Además, los señores Louis Blanc, Considérant y Proudhon no son simples publicistas, sino que también son jefes de escuela y, como tales, tienen detrás de ellos a numerosos y entusiastas seguidores, como lo demuestra su presencia en la Asamblea Nacional. Sus doctrinas están ya ejerciendo una influencia considerable —en mi opinión, funesta para el mundo de los negocios— y, lo que no deja de ser grave, pueden apoyarse en concesiones escapadas a la ortodoxia de los maestros de la ciencia.
Por lo demás —¿por qué no he de confesarlo?—, hay algo en el fondo de mi conciencia que me dice que, en medio de esta ardiente controversia, acaso se me permita arrojar alguna luz inesperada que permita iluminar el terreno en que a veces se consuma la reconciliación de las escuelas más divergentes.
Creo que esto es suficiente para que las presentes cartas sean bien acogidas por los lectores.
Debo comenzar por el reproche que se le hace a la propiedad. Véase cómo lo explica el señor Considérant. No creo que el siguiente resumen altere su pensamiento.[20]
Todo hombre es legítimo poseedor de lo que su actividad ha creado. Puede consumirlo, darlo, cambiarlo o transmitirlo sin que nadie, ni siquiera la sociedad en su conjunto, pueda impedírselo.
El propietario posee, pues, legítimamente, no sólo los productos de la tierra que ha cultivado, sino también la plusvalía que ha dado a la tierra a través del cultivo.
Pero hay algo que el hombre no ha creado, algo que no es fruto de ningún trabajo: la tierra bruta, el capital primitivo, la capacidad productiva de los agentes naturales. Ahora bien, el propietario se ha apropiado de este capital, y en eso precisamente consiste la usurpación, confiscación, injusticia e ilegitimidad permanente.
La especie humana ha sido puesta en este globo para vivir en él y desarrollarse. Por eso es la especie la usufructuaria de la superficie del globo. Sin embargo, en la actualidad, esta superficie se halla confiscada por una minoría que excluye a la gran mayoría.
Es cierto que esta confiscación es inevitable, pues ¿cómo podría cultivarse la tierra si cada uno pudiera ejercer a la ventura y con plena libertad sus derechos naturales, es decir, los derechos del estado salvaje?
Así pues, no se trata de destruir la propiedad, sino de legitimarla. ¿Cómo? Mediante el reconocimiento del derecho al trabajo.
En efecto, los salvajes no ejercen sus cuatro derechos (caza, pesca, recolección y pasto) sino bajo la condición del trabajo, y, por tanto, bajo la misma condición, la sociedad debe a los proletarios el equivalente del usufructo de que los ha despojado.
En definitiva, la sociedad debe a todos los miembros de la especie, a cambio de su trabajo, un salario que los coloque en una situación tal que pueda ser juzgada tan favorablemente como la de los salvajes.
Entonces la propiedad será legítima en todos los conceptos y se producirá la reconciliación entre los ricos y los pobres.
Tal es la teoría del señor Considérant.[21] Éste afirma que la cuestión de la propiedad es de las más simples, que sólo se precisa un poco de buen sentido para resolverla y que, a pesar de todo, nadie ha sido capaz de comprenderla hasta que él la ha expuesto.
El cumplimiento no es muy lisonjero para el género humano, pero, en cambio, yo no puedo dejar de admirar la extremada modestia con que el autor expone sus conclusiones.
¿Qué le pide, en efecto, a la sociedad? Que reconozca el derecho al trabajo como el equivalente, en beneficio de la especie, del usufructo de la tierra bruta. ¿Y en cuánto estima esta equivalencia? En el número de salvajes que la tierra bruta puede mantener.
Y como esta equivalencia sería, aproximadamente, la de un habitante por legua cuadrada, resulta que los propietarios del suelo francés pueden legitimar su usurpación a un precio bastante moderado. No tienen más que comprometerse a que, junto a ellos, treinta o cuarenta mil no propietarios se eleven a la altura de los esquimales.
Pero digo yo: ¿A qué hablar de Francia? En este sistema ya no existe Francia, no existe propiedad nacional, porque el usufructo de la tierra pertenece por derecho a la especie.
Por lo demás, no tengo intención de examinar en detalle la teoría del señor Considérant, pues me llevaría demasiado lejos. Sólo quiero fijarme en lo grave y serio que hay en el fondo de esta teoría. Me refiero a la cuestión de la renta.
El sistema de Considérant puede resumirse del modo siguiente. Todo producto agrícola existe por el concurso de dos acciones: la acción del hombre, o trabajo, que da acceso al derecho de propiedad, y la acción de la naturaleza, que debería ser gratuita, pero que los propietarios, injustamente, hacen que redunde en beneficio propio. En esto consiste la usurpación de los derechos de la especie.
Por tanto, si consiguiera demostrar que los hombres, en sus transacciones, sólo se hacen pagar recíprocamente su trabajo, que no incluyen en el precio de las cosas que se intercambian la acción de la naturaleza, el señor Considérant debería darse por satisfecho totalmente.
Idénticas son las quejas del señor Proudhon contra la propiedad. «La propiedad —dice— dejará de ser abusiva por la mutualidad de los servicios.» Así pues, si demuestro que los hombres sólo intercambian servicios, sin adeudarse jamás recíprocamente ni siquiera un óbolo por el uso de las fuerzas naturales que Dios ha dado gratuitamente a todos, el señor Proudhon deberá también reconocer que su utopía se ha realizado.
Ninguno de estos dos publicistas tiene razón para reclamar el derecho al trabajo. Poco importa que ambos consideren este famoso derecho desde un punto de vista tan diametralmente opuesto, que según Considérant debe legitimar la propiedad, mientras que para Proudhon debe liquidarla; pero no se trata de esto. El hecho cierto es que, bajo el régimen de propiedad, los hombres intercambian esfuerzo por esfuerzo, servicio por servicio, mientras que el concurso de la naturaleza queda siempre al margen del mercado; de modo que las fuerzas naturales, gratuitas por su destino, no dejan de permanecer gratuitas a través de todas las transacciones humanas.
Ya sabemos que lo que se rechaza es la legitimidad de la renta, pues se supone que ésta es, en todo o en parte, un pago injusto que el consumidor hace al propietario, no por un servicio personal, sino por unos bienes gratuitos de la naturaleza.
Dije anteriormente que los reformadores modernos pueden apoyarse en la opinión de los principales economistas.
En efecto, Adam Smith dice que la renta es a menudo un interés razonable del capital invertido en la mejora de las tierras, pero que también con frecuencia este interés no es más que una parte de la renta.
Sobre lo cual hace MacCulloch esta declaración positiva: «Lo que denominamos propiamente la renta es la cantidad que se paga por el uso de las fuerzas naturales y del poder inherente al suelo; cantidad totalmente distinta de la que se paga por las construcciones, los cultivos, caminos y otras mejoras en las tierras. La renta es, pues, siempre un monopolio.»
Buchanan llega a decir que «la renta es una porción del ingreso de los consumidores que pasa al bolsillo del propietario».
Ricardo: «Una parte de la renta corresponde al uso del capital empleado en mejorar la calidad de la tierra, construir edificios, etc.; otra parte obedece al uso de las fuerzas primitivas e indestructibles del suelo.»
Scrope: «El valor de la tierra y la facultad de obtener de ella una renta responden a dos circunstancias: primera, la apropiación de los poderes naturales; segunda, el trabajo aplicado para su mejora. En el primer aspecto, la renta es un monopolio. Es una restricción al usufructo de los dones que el Creador ha otorgado a los hombres para que atiendan a sus necesidades. Esta restricción sólo es justa en la medida en que es necesaria para el bien común.»
Senior: «Los instrumentos de la producción son el trabajo y los agentes naturales. Una vez realizada la apropiación de los agentes naturales, los propietarios se hacen pagar su uso en forma de renta, que no es la recompensa de ningún sacrificio, y que pasa a manos de quienes ni han trabajado ni han hecho anticipos, sino que se limitan a tender la mano para recibir las ofrendas de la comunidad.»
Tras afirmar que una parte de la renta es el interés del capital, Senior añade: «El resto lo recibe el propietario de los agentes naturales y constituye una recompensa, no por haber trabajado o ahorrado, sino simplemente por no haber conservado cuando se podía conservar, por haber permitido que los dones de la naturaleza se aceptaran.»
Ciertamente, en el momento de entrar en polémica con unos hombres que proclaman una doctrina engañosa en sí misma, capaz de despertar las esperanzas y simpatías entre las clases que sufren, y que se apoya en tales autoridades, no basta con cerrar los ojos ante la gravedad de la situación; no basta con proclamar con desdén que nos enfrentamos sólo a soñadores, utópicos, insensatos, o incluso facciosos; es preciso estudiar y resolver el problema de una vez por todas. Merece la pena.
Creo que la cuestión se resolverá satisfactoriamente para todos si demuestro que la propiedad no sólo deja a los que llamamos propietarios el usufructo gratuito de los agentes naturales, sino que también multiplica por diez y hasta por cien este usufructo. Y me atrevo a esperar que de esta demostración resultará la visión clara de algunas armonías, capaces de satisfacer la inteligencia y de apaciguar las pretensiones de todas las escuelas economistas, socialistas e incluso comunistas.
II. SEGUNDA CARTA
¡Qué inflexible poder el de la lógica!
Unos rudos conquistadores se reparten una isla; viven de rentas en la ociosidad y en el lujo, en medio de los vencidos, laboriosos y pobres. Ante este hecho, la ciencia reconoce que el trabajo no es la única fuente de los valores.
Entonces la ciencia se pone a analizar la renta y arroja al mundo la siguiente teoría: «La renta es, en parte, el interés de un capital empleado, y, en parte, el monopolio de agentes naturales usurpados y confiscados.»
Apenas pasa el estrecho esta economía política de la escuela inglesa, se apodera de ella la lógica socialista que predica a los trabajadores: ¡Tened cuidado! El precio del pan que coméis lo integran tres elementos: el trabajo del labrador, que tenéis que pagar; el trabajo del propietario, que también tenéis que pagar, y finalmente el trabajo de la naturaleza, que no debéis en absoluto. Lo que os cobran por este último concepto es un monopolio, como dice Scrope, o, como dice Senior, una prima que os descuentan de los dones que Dios dispensa graciosamente.
La ciencia ve el peligro que entraña esta distinción, pero no la retira sino que la explica: «Es cierto que en el mecanismo social el papel del propietario es cómodo, pero es necesario. Se trabaja para él, y él paga con el calor del sol y el frescor del rocío. Hay que pasar por ello si se quiere que haya cultivo.»
«Pues por eso no ha de quedar —replica la lógica—; yo tengo en reserva mil organizaciones para eliminar la injusticia, que, por lo demás, nunca es necesaria.»
De modo que, gracias a un falso principio, cocinado en la escuela inglesa, la lógica pone en un brete a la propiedad territorial. ¿Se dará por satisfecha con esto? Desde luego que no, pues dejaría de ser lógica.
Así como antes dijo al agricultor: la ley de la vida vegetal no puede ser una propiedad y generar un beneficio, dirá ahora lo mismo al fabricante de paños en relación con la gravitación, al fabricante de telas de lino respecto a la ley de la elasticidad de los vapores, al herrero respecto a la ley de la combustión, al marino respecto a la ley de la hidrostática. Y dirá al carpintero, al ebanista, al leñador: vosotros os servís de sierras, de hachas, de martillos, aprovechándoos para vuestra obra de la dureza de los cuerpos y de la resistencia de los medios. Estas leyes pertenecen a todos y no deben dar lugar a un beneficio.
Sí, hasta ahí llegará la lógica, a riesgo de subvertir la sociedad entera; después de negar la propiedad territorial, negará la productividad del capital, basándose siempre en el hecho de que el propietario y el capitalista son retribuidos por el uso que hacen de las fuerzas naturales. Por eso es importante demostrar que esa lógica parte de un principio falso; que no es cierto que en cualquier arte, oficio o industria se cobre algo por las fuerzas de la naturaleza, y que en este sentido la agricultura no goza de privilegio alguno.
Hay cosas que son útiles sin que intervenga el trabajo, como la tierra, el aire, el agua, la luz y el calor del sol, los materiales y las fuerzas que nos proporciona la naturaleza. Otras sólo resultan útiles porque el trabajo se aplica a estos materiales y se adueña de estas fuerzas. Así pues, la utilidad se debe a veces a la naturaleza ciega, a veces únicamente al trabajo, y casi siempre a la actividad combinada del trabajo y de la naturaleza.
Que otros se pierdan en las definiciones. Por lo que a mí respecta, entiendo por utilidad lo que todo el mundo entiende por este término, cuya etimología marca con toda precisión su sentido. Todo lo que sirve, ya se deba a la naturaleza o al trabajo, o a ambos, es útil.
Entiendo por valor sólo aquella parte de la utilidad que el trabajo comunica o añade a las cosas, de tal forma que dos cosas poseen el mismo valor cuando quienes las han trabajado las cambian libremente una por otra. He aquí los motivos.
¿Qué es lo que induce a un hombre a no realizar un cambio? El conocimiento que tiene de que la cosa que se le ofrece exigiría de él un trabajo menor que el que se le pide a cambio. Por más que alguien le diga que ha trabajado menos que él, pero que se ha servido de la gravitación, elemento que tiene en cuenta a la hora de realizar el cambio, no dejará de responderle que también él puede servirse de la misma fuerza de la naturaleza, con un trabajo igual al del otro.
Cuando dos hombres que viven aislados trabajan, lo hacen para prestarse un servicio a sí mismos; si interviene el intercambio entre ellos, cada uno presta un servicio al otro, del que recibe un servicio equivalente. Si uno de ellos se sirve de una fuerza natural que también está a disposición del otro, esta fuerza no cuenta en el cambio, ya que el otro podría negarse a pagarla.
Robinson caza y Viernes pesca. Es claro que la cantidad de caza que se cambia por pescado estará determinada por el trabajo. Si Robinson dijera a Viernes: «A la naturaleza le cuesta más producir un ave que un pez; por tanto tienes que darme una cantidad de trabajo mayor que la que yo te doy, en compensación del mayor esfuerzo de la naturaleza», Viernes no dejaría de replicar: «No te incumbe a ti, ni a mí tampoco, valorar los esfuerzos de la naturaleza. Lo que hay que comparar es tu trabajo con el mío, y si tú quieres establecer nuestras relaciones sobre el criterio de que yo tengo que trabajar más que tú, entonces me pondré a cazar, y tú podrás pescar si quieres.»
Salta, pues, a la vista que, en esta hipótesis, la liberalidad de la naturaleza no puede convertirse en monopolio a no ser por la fuerza. También resulta evidente que, si bien interviene en gran medida en la utilidad, no interviene para nada en el valor.
En otro lugar he denunciado la metáfora como enemigo de la economía política; ahora acusaré del mismo delito a la metonimia.
Cuentan de un célebre astrónomo que no podía decidirse a decir: «¡Qué hermosa puesta de sol!» Incluso hallándose entre señoras, exclamaba en su particular entusiasmo: «¡Qué hermoso espectáculo el de la rotación de la tierra cuando los rayos del sol la rozan tangencialmente! »
Este astrónomo era preciso y ridículo. No lo sería menos un economista que dijera: el trabajo que hay que hacer para ir por agua a la fuente vale dos sueldos.
Lo extraño de la perífrasis no impide su exactitud.
En efecto, el agua no vale; carece de valor por más que tenga utilidad. Si todos tuviéramos siempre una fuente a mano, es claro que el agua no tendría ningún valor, ya que no podría dar lugar a ningún intercambio. Pero si la fuente está a un cuarto de legua, es preciso ir a buscar el agua, lo cual comporta un trabajo y por lo tanto origina un valor. Si está a media legua, el trabajo es doble, y por tanto lo es también el valor, aunque la utilidad sea la misma. El agua es para mí un don gratuito de la naturaleza, aunque tengo que ir a buscarla. Si voy yo mismo, me presto un servicio a costa de una molestia; si se lo encargo a otro, le causo una molestia y por lo mismo le debo un servicio. Son dos molestias y dos servicios que hay que comparar y valorar. El don de la naturaleza sigue siendo gratuito. En realidad, parece que es en el trabajo y no en el agua donde reside el valor y que se hace una metonimia cuando se dice: el agua vale dos sueldos, lo mismo que cuando se dice: me he bebido una botella.
El aire es un don gratuito de la naturaleza; no tiene valor. Los economistas dicen: «No tiene valor de cambio, pero tiene valor de uso.» ¡Extraña manera de hablar que hace antipática a la ciencia! ¿Por qué no decir sencillamente que el aire no tiene valor, pero sí tiene utilidad? Tiene utilidad porque sirve. No tiene valor porque la naturaleza lo ha hecho todo y el trabajo no ha hecho nada. Si el trabajo no está presente, nadie presta a este respecto un servicio, ni lo recibe ni lo remunera. No hay molestia que afrontar, ni cambio que realizar, ni nada que comparar: no hay valor.
Pero entrad en una campana de buzo y pedid a alguien que durante un par de horas os proporcione aire mediante una bomba. Esa persona tendrá que tomarse una molestia, os prestará un servicio que tendréis que pagarle. ¿Es el aire lo que pagáis? No, es el trabajo. ¿Es que el aire ha adquirido un valor? Podéis hablar así, si queréis, para abreviar; pero no olvidéis que se trata de una metonimia, que el aire sigue siendo gratuito, que ninguna inteligencia humana puede atribuirle un valor, y que, si algún valor tiene, se lo debe al esfuerzo realizado, comparado con el esfuerzo dado a cambio.
Un lavandero seca la ropa en un gran establecimiento mediante la acción del fuego. Otro se contenta con tenderla al sol. Este último realiza un esfuerzo menor. No es ni puede ser tan exigente. No me hace pagar el calor de los rayos del sol; soy yo, consumidor, quien se beneficia.
Así pues, la gran ley del economista es ésta: los servicios se cambian por servicios.
Do ut des; do ut facias; facio ut des; facio ut facias: haztal cosa por mí y yo haré tal otra por ti. Todo esto es muy trivial, muy vulgar. Y, sin embargo, es el principio, el medio y el fin de la ciencia.[22]
De estos tres ejemplos podemos sacar la siguiente conclusión: el consumidor remunera todos los servicios que se le prestan, todas las molestias que se le evitan, todos los trabajos que ocasiona; pero disfruta, sin que tenga que pagarlos, de los dones gratuitos de la naturaleza y de las fuerzas que el productor ha hecho intervenir.
Supongamos tres hombres que han puesto a mi disposición aire, agua y calor, sin que yo tenga que pagarles otra cosa que su trabajo.
¿En qué se basa, pues, la idea de que el agricultor, que también se sirve del aire, del agua y del calor, me hace pagar el pretendido valor intrínseco de estos agentes naturales; que me carga la utilidad creada y la no creada; que, por ejemplo, el precio del trigo vendido a 18 francos se descompone así:
12 francos por el trabajo actual (propiedad legítima)
3 francos por el trabajo anterior » »
3 francos por el aire, el sol y la vida vegetal (propiedad ilegítima)?
¿Por qué todos los economistas de la escuela inglesa creen que este último elemento se ha introducido a hurtadillas en el valor del trigo?
III. TERCERA CARTA
Los servicios se cambian por servicios. Tengo que violentarme para resistir a la tentación de demostrar lo sencillo, exacto y fecundo que es este axioma.
¿Qué son a su lado todas esas sutilezas de «valor de uso» y «valor de cambio», de «productos materiales» y «productos inmateriales», de «clases productivas» y «clases improductivas »? Industriales, abogados, médicos, funcionarios, banqueros, comerciantes, marinos, militares, artistas, obreros, todos —a excepción de los que roban— prestamos y recibimos servicios. Y como estos servicios recíprocos sólo son conmensurables entre sí, en ellos reside el valor, y no en la materia y en los agentes naturales que éstos utilizan. No se diga, pues, como hoy se estila, que el comerciante es un intermediario parásito. ¿Afronta o no una fatiga? ¿Nos ahorra o no un trabajo? ¿Nos presta o no un servicio? Pues bien, si nos presta un servicio, crea valor, exactamente igual que el fabricante.
Así como el fabricante, para hacer girar sus mil agujas con la máquina de vapor, se adueña del peso de la atmósfera y de la dilatabilidad de los gases, así también el comerciante se sirve de la dirección de los vientos y de la fluidez del agua para realizar sus transportes. Pero ni uno ni otro nos hacen pagar esas fuerzas naturales, sino que, por el contrario, cuanto mejor se sirven de ellas, más se ven obligados a bajar sus precios. Esas fuerzas continúan siendo lo que Dios quiso que fueran, un don gratuito, a condición del trabajo, para toda la humanidad.
Lo mismo ocurre en la agricultura, como veremos. Supongamos una isla inmensa habitada por algunos salvajes. Uno de ellos concibe la idea de dedicarse al cultivo y se prepara para ello largamente, pues sabe que la tarea absorberá muchas jornadas de trabajo antes de obtener la menor recompensa. Acumula provisiones y fabrica complejas herramientas. Por fin, llega el día en que cerca un pedazo de terreno y comienza a desbrozarlo.
Surge una doble pregunta: ¿Infringe este salvaje los derechos de la colectividad? ¿Perjudica sus intereses?
Puesto que hay cien mil veces más de tierra que la que la comunidad podría cultivar, ese salvaje no infringe los derechos de la colectividad, como tampoco lesiono yo los de mis compatriotas si bebo un vaso de agua del Sena o respiro un pie cúbico de aire atmosférico.
Tampoco perjudica sus intereses, sino que, por el contrario, al no cazar, o cazar menos, sus compañeros disponen proporcionalmente de mayor espacio para cazar; además, si produce más alimentos de los que él puede consumir, le queda un excedente para cambiar; un cambio en el que no ejerce sobre sus semejantes la menor opresión, ya que éstos son libres de aceptar o rehusar.
El salvaje en cuestión ¿se hace pagar el concurso de la tierra, del sol y de la lluvia? En modo alguno, ya que los demás también pueden servirse como él de dichos agentes de producción.
Si quisiera vender su pedazo de terreno, ¿qué podría obtener? El equivalente de su trabajo, ni más ni menos. Si dijera: «Dadme en primer lugar una cantidad de vuestro tiempo igual al que yo he invertido en la operación, y luego una nueva cantidad de vuestro tiempo por el valor de la tierra bruta», le contestarían: «No puedo hacer más que restituiros el tiempo invertido, ya que nadie me impide que, con un tiempo igual, me coloque en una situación parecida a la vuestra labrando otro terreno junto al vuestro.» Eso es precisamente lo que responderíamos al aguador que nos pidiera dos sueldos por el valor de su servicio y otros dos por el valor del agua. Lo cual demuestra que la tierra y el agua tienen en común el que ambas son muy útiles, pero al mismo tiempo carecen de valor.
Si nuestro salvaje quisiera arrendar su campo, sólo obtendría la remuneración de su trabajo bajo otra forma. Cualquier otra pretensión sólo encontraría esta inexorable respuesta: «Hay otras tierras en la isla»; una respuesta más decisiva que la del molinero de Sans-Souci: «Hay otros jueces en Berlín.»[23]
De modo que el propietario, por lo menos al principio, ya venda los productos de su tierra o bien venda o arriende la tierra misma, no hace otra cosa que prestar y recibir servicios en condiciones de igualdad. Son estos servicios los que se comparan, y por consiguiente los que valen, ya que el valor sólo se atribuye al suelo por abreviación o metonimia.
Veamos ahora lo que sucede a medida que aumentan la población y el cultivo de la isla. Es evidente que la facilidad de procurarse materias primas, géneros de primera necesidad y trabajo aumenta para todo el mundo, sin privilegio para nadie, como puede observarse en Estados Unidos. Aquí no pueden absolutamente colocarse los propietarios en condiciones más favorables que el resto de trabajadores, puesto que, debido a la abundancia de tierra, todo el mundo puede dedicarse a la agricultura, si resulta más lucrativa que las demás profesiones. Esta libertad basta para mantener el equilibrio de los servicios y para que los agentes naturales que se emplean en numerosas industrias, al igual que en la agricultura, no beneficien a los productores en cuanto tales, sino al público consumidor.
Dos hermanos se separan: el uno va a la pesca de la ballena y el otro a roturar terrenos en el Far West. Luego intercambian el aceite por trigo. ¿Acaso uno valora más el suelo que la ballena? La comparación sólo se establece entre los servicios prestados y recibidos. Estos servicios son, pues, los únicos que tienen valor.
Tan es así que si la naturaleza se muestra muy generosa con la tierra, esto es, si la cosecha es abundante, baja el precio del trigo, y quien se aprovecha de ello es el pescador. Si la naturaleza es generosa con el Océano, o, en otros términos, la pesca ha sido afortunada, lo que baja de precio es el aceite, lo cual beneficia al agricultor. Nada demuestra mejor que el don gratuito de la naturaleza, aunque activado por el productor, es siempre gratuito para las masas, con la única condición de pagar esa activación en que se concreta el servicio.
Así pues, mientras haya abundancia de terrenos incultos en el país, se mantendrá el equilibrio entre los servicios recíprocos, y los propietarios no tendrán ninguna ventaja excepcional.
No sucede lo mismo si los propietarios consiguen impedir toda nueva roturación de terrenos, en cuyo caso es evidente que impondrían la ley al resto de la comunidad. Al aumentar la población y hacerse cada vez más apremiante la necesidad de alimentos, podrían vender más caros sus servicios, lo que el lenguaje ordinario expresaría, por metonimia, de la siguiente manera: El suelo aumenta de valor. Pero la prueba de que este inicuo privilegio atribuiría un valor ficticio no a la materia, sino a los servicios, es lo que estamos viendo en Francia y en el mismo París. Por un proceso semejante al que acabamos de describir, la ley fija el número de corredores, de agentes de cambio, notarios y panaderos. Y ¿qué sucede? Que la falta de competencia les permite poner alto el precio de sus servicios y crea en su favor un capital que no está incorporado en ninguna materia. Entonces se dice por abreviar: «Este estudio, este despacho, esta licencia, valen tanto», y la metonimia es clara. Lo mismo sucede con el suelo.
Llegamos ahora a la última hipótesis: todo el terreno de la isla está sometido a la apropiación individual y al cultivo, lo cual parece implicar un cambio en la posición relativa de las dos clases.
En efecto, la población sigue aumentando y penetrando en todas las carreras, a excepción de aquella cuya plaza ya está ocupada. Esto significa que el propietario impondrá la ley del cambio. Lo que limita el valor de un servicio no es nunca la voluntad de quien lo presta, sino la circunstancia de que aquel a quien se presta pueda prescindir de él, o pueda prestárselo a sí mismo, o dirigirse a otros. El proletario no dispone de ninguna de estas alternativas. Antes le decía al propietario: «Si me pedís más que la remuneración de vuestro trabajo, me ocuparé yo del cultivo», y el propietario no tenía otro remedio que ceder. Hoy el propietario puede replicar que ya no hay sitio en el país. De este modo, ya se vea el valor en las cosas o en los servicios, el agricultor se aprovechará de la ausencia de toda competencia, y como los propietarios impondrán la ley a los arrendatarios y a los obreros del campo, en definitiva la impondrán a todos.
Esta nueva situación, evidentemente, tendrá como causa única el hecho de que los no propietarios no pueden hacer frente a las exigencias de los propietarios aduciendo la posibilidad de roturar nuevos terrenos.
¿Qué habría, pues, que hacer para que se conservara el equilibrio de los servicios, para que la hipótesis actual encajara sin más en la hipótesis anterior? Sólo una cosa: que junto a nuestra isla surgiera una segunda, o, mejor aún, continentes no sometidos enteramente al cultivo.
Entonces el trabajo seguiría desarrollándose, repartiéndose en justas proporciones entre la agricultura y las demás industrias, sin opresión posible de una u otra parte, puesto que si el propietario dijera al artesano: «No venderé mi trigo a un precio que supere la remuneración normal del trabajo», éste se apresuraría a responderle: «Trabajaré para los propietarios del continente, que no pueden abrigar semejantes pretensiones».
En tal situación, la garantía de las masas radica en la libertad de cambio, en el derecho al trabajo.
El derecho al trabajo es la libertad, es la propiedad. El artesano es propietario de su obra, de sus servicios o del precio que por ella ha cobrado, al igual que el propietario del suelo. Mientras, en virtud de este derecho, pueda cambiarlos en toda la superficie del globo por los productos agrícolas, mantendrá forzosamente al propietario de tierras en aquella posición de igualdad que describimos anteriormente, en la que los servicios se cambian por servicios, sin que la posesión de la tierra confiera por sí misma, en mayor medida que la posesión de la máquina de vapor o la más simple herramienta, una ventaja independiente del trabajo.
Pero si, usurpando el poder legislativo, los propietarios prohíben a los proletarios que trabajen para el exterior para proveer a su subsistencia, entonces se rompe el equilibrio de los servicios. Por respeto al rigor científico, no diré que de este modo elevan artificialmente el valor del suelo o de los agentes naturales; lo que elevan artificialmente es el valor de sus servicios. Con menos trabajo pagan más trabajo y se convierten en opresores. Se comportan como todos los monopolios basados en una concesión; como los propietarios que prohibían las roturaciones; introducen en la sociedad una causa de desigualdad y de miseria; alteran los conceptos de justicia y de propiedad; abren un abismo bajo sus pies.
Pero ¿qué alivio podrían hallar los no propietarios proclamando el derecho al trabajo? ¿En qué aumentaría este nuevo derecho los medios de subsistencia o los trabajos a distribuir entre las masas? ¿No están todos los capitales consagrados a dar trabajo? ¿Acaso estos aumentan al pasar por las arcas del Estado? ¿Acaso arrebatándoselos al pueblo mediante los impuestos el Estado no ciega al menos tantas fuentes de trabajo por un lado como abre por otro?
Además, ¿a favor de quién estableceréis este derecho? Según la teoría que os lo ha revelado, sería a favor de cualquiera que no tuviera su parte de usufructo de la tierra bruta. Pero los banqueros, comerciantes, fabricantes, juristas, médicos, funcionarios, artistas, artesanos, no son propietarios de tierras. ¿Queréis decir que quienes son dueños de terrenos están obligados a asegurar el trabajo a todos estos ciudadanos? Pues todos se proporcionan salidas unos a otros. ¿Creéis acaso que sólo los ricos, propietarios o no propietarios del suelo, deben ayudar a los pobres? Entonces estáis hablando de asistencia, no de un derecho basado en la apropiación del suelo.
En lo tocante a los derechos, el que es preciso reclamar porque es innegable, riguroso, sagrado, es el derecho al trabajo; es la libertad, la propiedad, no la del suelo solamente, sino la de los brazos, de la inteligencia, de las facultades, de la personalidad; propiedad que es violada si una clase puede impedir a los demás el libre intercambio de servicios tanto fuera como dentro. Mientras esta libertad exista, la propiedad territorial no será un privilegio; no es, como todas las demás, sino la propiedad del trabajo.
Sólo queda deducir algunas consecuencias de esta doctrina.
IV. CUARTA CARTA
Los fisiócratas sostienen que lo único productivo es la tierra. Ciertos economistas afirman que, fuera del trabajo, no hay nada productivo.
Al verlo encorvarse sobre el surco y regarlo con su propio sudor, queda patente que el labrador contribuye a la tarea de la producción. Pero lo cierto, también, es que la naturaleza no descansa nunca: el rayo de sol que traspasa la nube, y la nube empujada por el viento, el viento que trae la lluvia, y la lluvia que disuelve las sustancias fertilizantes, y estas sustancias que desencadenan en la tierna planta el misterio de la vida. Todas las fuerzas de la naturaleza, conocidas y desconocidas, preparan la cosecha, incluso cuando el labrador busca en el sueño una tregua a sus fatigas.
Es, pues, imposible dejar de reconocerlo: el trabajo y la naturaleza se combinan para realizar el fenómeno de la producción. La «utilidad», que es el fondo del que vive el género humano, se deriva de esa cooperación, y esto es tan cierto para casi todas las industrias como para la agricultura.
Pero en los intercambios que los hombres realizan, sólo hay una cosa que se compara y que puede compararse: el trabajo humano, el servicio recibido y prestado. Estos servicios sólo pueden medirse entre sí, resultando que son lo único remunerable, lo único que posee un determinado valor, pudiéndose afirmar con justicia que, en última instancia, el hombre sólo es «propietario» de su «propia» obra.
En cuanto a la parte de utilidad que se debe al concurso de la naturaleza, no sólo se trata de algo ciertamente real y superior a todo cuanto pueda realizar el hombre, sino que además resulta «gratuita». Es una utilidad que se transmite de mano en mano más allá del mercado, pero que carece de valor propiamente dicho. ¿Y quién podría apreciar, medir, determinar el valor de las leyes naturales que actúan, desde el principio del mundo, para producir un efecto que el trabajo solicita? ¿Con qué compararlas? ¿Cómo «valorarlas»? Si tuvieran un valor concreto, figurarían en las cuentas e inventarios y se cobraría una retribución por su uso. Pero ¿cómo establecer ese valor, cuando dichas leyes están a disposición de todos bajo una misma condición, que es la del trabajo?
Toda producción es, pues, obra de la naturaleza, que actúa gratuitamente, y del trabajo, que se remunera.
Mas, para llegar a la producción de una utilidad determinada, ambos contribuyentes, «trabajo humano» y «fuerzas naturales», no operan en condiciones fijas e inmutables. Muy al contrario, el progreso consiste en hacer que la proporción del «concurso natural» se acreciente sin cesar y, al mismo tiempo, vaya disminuyendo la proporción del «trabajo humano», que ha de ser sustituido. En otros términos, para la consecución de una determinada utilidad, la cooperación gratuita de la «naturaleza» tiende a reemplazar más y más la cooperación onerosa del «trabajo». La parte común se acrecienta a expensas de la parte remunerable y «apropiada».
Si uno tuviera que transportar una carga de un quintal desde París hasta Lille sin la intervención de ninguna fuerza natural, es decir, a base de brazos, necesitaría un mes de afanes. Si en vez de hacerlo uno mismo, se encargara a otra persona, habría que retribuirle por el esfuerzo, o esa persona no realizaría el encargo. Aparecen paulatinamente el trineo, el carro, el ferrocarril. Con cada progreso, una parte creciente de la tarea pasa a ser desempeñada por las fuerzas naturales, con la consiguiente disminución de esfuerzos que realizar o que remunerar. Ahora bien, es evidente que toda remuneración ahorrada significa una conquista, no en provecho de quien realiza el servicio, sino de quien lo recibe, esto es, de la humanidad.
Antes de la invención de la imprenta, un escriba no podía copiar una Biblia en menos de un año, y esa era la medida de la remuneración que aquél tenía derecho a exigir. Hoy se puede adquirir una Biblia por 5 francos, que es el precio que corresponde al trabajo de un día. La fuerza natural y gratuita sustituye al trabajo remunerable en doscientas noventa y nueve partes sobre trescientas. Una parte representa el «servicio» humano, que continúa siendo «propiedad personal»; y doscientas noventa y nueve partes representan el «concurso natural», dejan de pagarse y, por lo tanto, caen bajo el dominio de lo gratuito y de lo común. No existe útil, instrumento o máquina que no haya redundado en la disminución del concurso del trabajo humano, sea en cuanto al valor del producto, sea en cuanto a lo que constituye el fundamento de la propiedad.
Convengo en que esta observación sólo queda expuesta aquí un tanto imperfectamente. Pero es la que debe reunir en un punto común, el de la «propiedad» y la «libertad», las escuelas que tan funestamente comparten hoy el dominio de la opinión.
Todas las escuelas se resumen en un axioma. Axioma económico: Dejad hacer, dejad pasar. Axioma igualitario: Mutualidad de los servicios. Axioma sansimoniano: A cada cual según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. Axioma socialista: Reparto equitativo entre el capital, el talento y el trabajo. Axioma comunista: Comunidad de bienes.
Voy sólo a indicar, limitado por el espacio, que la doctrina expuesta en las anteriores líneas satisface todas sus aspiraciones.
ECONOMISTAS. No hay necesidad de demostrar que los Economistas amparan una doctrina que, evidentemente, procede de Smith y de Say y demuestra una concurrencia de las leyes generales que éstos descubrieron. Laissez faire, laissez passer, es lo que resume la palabra «libertad». Y yo pregunto si se puede concebir la noción de «propiedad» sin libertad. ¿Soy propietario de mis obras, de mis facultades, de mi fuerza, si no puedo emplearlas en prestar «servicios » aceptados voluntariamente? ¿No debo yo ser «libre», bien para ejercitar mis facultades aisladamente, lo cual implica una opción, bien para unirlas a las de mis semejantes, lo cual implica la «asociación», es decir, una opción diferente?
Y si la libertad padece detrimento, ¿no es la propiedad la que experimenta el daño? Por otra parte, ¿cómo tendrán los «servicios» recíprocos su justo valor relativo si no se intercambian libremente, si la ley prohíbe al trabajo humano optar por las actividades mejor remuneradas? Evidentemente, la propiedad, la justicia, la igualdad, el equilibrio de los servicios, sólo pueden derivarse de la libertad. También es la libertad la que determina que el concurso de las fuerzas naturales vaya a parar al dominio «común», porque, si un privilegio legal me atribuyera la explotación exclusiva de una fuerza natural, yo obtendría una retribución, no sólo por mi trabajo, sino también por el empleo de dicha fuerza. Ya sé que hoy está de moda maldecir la libertad. Nuestro tiempo parece que ha tomado en serio el irónico estribillo de nuestro gran cancionero: Mi corazón engalanado por el odio ha capturado la libertad. ¡Fuera la libertad! ¡Abajo la libertad!
Pero yo, que la he amado siempre por instinto, la defenderé siempre con la razón.
IGUALITARIOS. La «mutualidad de los servicios» a que ellos aspiran es precisamente el resultado del régimen «propietario ». En apariencia, el hombre es propietario de las cosas al completo, y de toda la utilidad que ellas contienen. En realidad, sólo es propietario del valor de las cosas, de esa parte de utilidad transferida por el trabajo. Al ceder ésta, el hombre únicamente puede hacerse remunerar por el «servicio» que presta.
Hace días, el representante de los igualitarios condenaba desde la tribuna la propiedad, asimilando a esta palabra lo que él denomina «usuras», el uso del suelo, del dinero, de las casas, del crédito, etc. Pero esas «usuras» son (y no pueden ser otra cosa) trabajo. Recibir un servicio implica la obligación de devolverlo, y así se constituye «la mutualidad de los servicios». Cuando yo presto una cosa que he producido con mi trabajo, y de la que podría sacar partido, hago un «servicio» a quien recibe el préstamo, que me deberá un «servicio» a su vez. Pero si quien me adeuda se limitara a devolverme después de un año la cosa prestada, no se rendiría así beneficio alguno, y durante el tiempo transcurrido se habría aprovechado de mi trabajo en perjuicio mío. Si yo me hiciese remunerar algo más que mi trabajo, la objeción de los igualitarios resultaría aparente. Pero no hay nada de eso. Si fueran consecuentes, cuando se hubieran asegurado de la evidencia de lo aquí expuesto se unirían a nosotros para confirmar la libertad y reclamar lo que a ésta complementa o, más bien, aquello que constituye su esencia: la libertad.
SANSIMONIANOS. «A cada cual según su capacidad, a cada capacidad según sus obras.»
También aquí se realiza el régimen propietario. Nosotros nos hacemos servicios recíprocamente, pero éstos no guardan una relación proporcionada con la duración o con la intensidad del trabajo, ya que no es posible medirlos con un dinamómetro o con un cronómetro. Que la molestia que yo me he tomado haya durado una hora o un día, poco va a importarle a aquel a quien ofrezco el servicio, que considerará no el trabajo que yo me tomo, sino el que le ahorro. Para ahorrar trabajo y tiempo, procuro sacar partido de alguna «fuerza natural». Mientras que nadie, excepto yo, sepa aprovecharse de esa fuerza, seré capaz de prestar a los demás, en un mismo espacio de tiempo, sin duda más servicios de los que ellos podrían hacerse a sí mismos, por lo cual recibiré una buena remuneración y me enriqueceré, sin perjudicar a nadie. La «fuerza natural» obra en beneficio mío y mi capacidad queda recompensada: «A cada cual según su capacidad.» Pero en poco tiempo, el secreto se divulga, los imitadores se apoderan del negocio y la competencia me obliga a rebajar mis exigencias. El precio de mi producto baja hasta el punto de que mi trabajo no recibe más remuneración que la normal entre otros trabajos análogos. Pero no por ello se pierde la «fuerza natural»; ésta se me escapa a mí, pero es acogida por la humanidad entera que, en adelante, podrá procurarse una mayor satisfacción con un menor esfuerzo. Todo el que se sirva de dicha fuerza podrá trabajar con menos penalidades que antes, y quien comercie con ella, verá limitadas sus ganancias de forma que, si pretende aumentar sus beneficios, tendrá que realizar una cantidad mayor de trabajo. «A cada cual según sus obras.» En definitiva, la cuestión es «trabajar mejor» y «trabajar más», lo cual reproduce fielmente el axioma sansimoniano.
SOCIALISTAS. «Reparto equitativo entre el talento, el capital y el trabajo.»
La equidad en el reparto procede de la ley: «los servicios se cambian por servicios», pero estos cambios deberán ser libres, es decir, deberá reconocerse y respetarse la propiedad.
Es evidente que el que tenga más «talento» será capaz de aportar más «servicios» en relación con la cantidad de trabajo y, por lo tanto, podrá obtener una remuneración mayor.
La relación entre el capital y el trabajo es un asunto que siento no poder tratar aquí extensamente, dado que, a su vez, es el que ha sido presentado al público bajo un aspecto más falso y lamentable.
Con frecuencia se representa el capital como un monstruo devorador, enemigo del trabajo. Así se ha creado una especie de antagonismo irracional entre dos potencias que en el fondo son de igual origen y naturaleza, contribuyen a un mismo fin, se auxilian mutuamente y no pueden prescindir la una de la otra. Cuando veo que el trabajo se opone al capital, es como si viera la inanición rechazando los alimentos.
Mi definición del capital es la siguiente: «materiales, instrumentos y provisiones» cuyo empleo, no hay que olvidarlo, es «gratuito» en cuanto que la naturaleza ha contribuido a producirlos, y cuyo valor, aquello que hay que pagar, se deriva del trabajo.
Para llevar a cabo una obra útil se necesitan «materiales»; si la obra resulta un tanto complicada, requerirá «instrumentos», y si la misma va a tener cierta duración, exigirá «provisiones». Pondré un ejemplo: para emprender la construcción de un ferrocarril, será menester que la sociedad haya ahorrado lo suficiente como para procurar la subsistencia de miles de personas durante varios años.
Materiales, instrumentos y provisiones son producto de un trabajo anterior que aún no ha recibido su remuneración. Ahora bien, cuando un trabajo pasado y otro actual se combinan con un objetivo común, se remuneran mutuamente estableciendo un intercambio, es decir, un «cambio de servicios» bajo unas condiciones aceptadas de antemano. ¿Cuál de las dos partes obtendrá mejores condiciones? La que menos necesite del concurso de la otra, pues aquí surge, como no podía ser de otra forma, la inexorable ley de la oferta y la demanda. Quejarse de ella sería una contradicción pueril. Y pretender, cuando los trabajadores son numerosos y los capitales exiguos, que el trabajo sea remunerado al alza, sería como fomentar el egoísmo ante el reparto de unas provisiones escasas.
Para que se produzca una amplia oferta de trabajo bien remunerado es preciso que en el país haya muchos materiales, instrumentos y provisiones, esto es, mucho capital.
De donde se sigue que el principal interés de los trabajadores radica en que el capital se verifique cuanto antes, es decir, que por su propia acumulación los materiales, los instrumentos y las provisiones se hagan una viva competencia. No hay otro camino para que mejore la vida de los trabajadores. Y la condición esencial para que se formen los capitales es que toda persona esté segura de ser realmente «propietaria», en toda la extensión de la palabra, de su trabajo y de sus ahorros. Propiedad, seguridad, orden, paz, economía: esto es lo que interesa a todo el mundo, y muy en particular a los proletarios.
COMUNISTAS. En todo tiempo ha habido corazones honrados y benevolentes, hombres como Tomás Moro, Harrington o Fénelon, que, al presenciar el espectáculo de las miserias y de las desigualdades humanas, buscaron un refugio en la utopía «comunista».
Y por más que parezca extraño, sostengo que el régimen propietario tiende cada vez más a hacer realidad esa utopía. Por eso dije, al empezar, que la propiedad es esencialmente democrática.
¿Con qué fondos vive y se desarrolla la humanidad? Con todo lo que «sirve», con todo lo que es «útil». Entre las cosas «útiles», hay algunas que permanecen ajenas al trabajo humano: el aire, el agua, la luz del sol. En estas cosas, el carácter gratuito y comunitario es completo. Otras hay que sólo llegan a ser «útiles» merced a la cooperación del trabajo humano con la naturaleza y, por ello, su «utilidad» se reparte. Hay en ellas una porción de trabajo, la única remunerable y con un valor determinado, y que constituye la propiedad. La otra porción, que corresponde a los agentes naturales, es gratuita y común.
Ahora bien, de las dos fuerzas que colaboran en producir la «utilidad», la que resulta gratuita y común va sustituyendo paulatinamente a la otra, que es onerosa y, por lo tanto, remunerable. Tal es la ley del progreso. Cuando el hombre busca un aliado en las fuerzas de la naturaleza y lo halla, lo pone a disposición de toda la humanidad, rebajando proporcionalmente el precio del producto hallado, de manera que, en éste, la porción de utilidad obtenida a título «gratuito» va sustituyendo a la que se obtiene con un carácter «oneroso». El fondo «común» tiende, pues, a rebasar indefinidamente el fondo «apropiado», y puede decirse que el dominio de lo común se va extendiendo más y más cada día en el seno de la humanidad.
Por otra parte, es evidente que, bajo el influjo de la libertad, la porción de utilidad apropiable y, como tal, remunerable, tiende a contenerse, si no de una manera absoluta, al menos proporcionalmente, en los «servicios» prestados, puesto que esos mismos servicios son la medida de toda remuneración.
Resulta evidente la firmeza con que el principio de la propiedad contribuye al desarrollo de la igualdad entre los hombres. Ese principio establece un «fondo común» que se va acrecentando con cada progreso humano. La igualdad de aquel «fondo» es perfecta, puesto que todos los hombres son iguales ante un coste «aniquilado», ante una utilidad que ha dejado de ser remunerable. Todos los hombres son iguales ante esa parte del precio de los libros desaparecida gracias a la imprenta.
Después, en cuanto a la porción de utilidad que corresponde al trabajo humano, es decir, en lo que concierne a la fatiga o la habilidad, la competencia regula las remuneraciones y no queda más desigualdad que la que se justifica por la propia desigualdad de los esfuerzos, del trabajo, de la habilidad, esto es, de los «servicios» prestados. Y al margen de esta desigualdad será eternamente justa. ¿Quién no comprende que, si no fuera así, desaparecería toda motivación para el esfuerzo?
Ya presiento la objeción. Me hablarán del optimismo de los economistas, que viven en sus teorías y no se dignan acercarse a la realidad. Porque ¿dónde están esas tendencias igualitarias? ¿No es el mundo entero un lamentable espectáculo de opulencia y miseria? ¿Del lujo insultando la desnudez? ¿De ociosidad y extenuación? ¿De saciedad e inanición?
No negaré la desigualdad, las miserias ni los sufrimientos. ¿Quién podría hacerlo? Pero digo: lejos de ser el principio de la propiedad el que las engendra, esas calamidades son imputables al principio opuesto: al principio de la expoliación.
Esto es lo que me queda por demostrar.
V. CARTA QUINTA
No, los economistas no piensan, tal como se les reprocha, que nos hallemos en el mejor de los mundos. No cierran los ojos ante las plagas que padece la humanidad ni los oídos a los lamentos de los que sufren. Antes bien, tratan de averiguar las causas de aquellos males y creen haber descubierto que, entre ellas, no hay una que afecte tanto a la sociedad, ni que sea más activa o esté más extendida, que la injusticia. Por eso los economistas invocan ante todo y sobre todo la justicia, la justicia universal.
La primera ley del hombre es mejorar en la vida. Y para esto es indispensable trabajar o asumir una determinada «molestia». Pero el mismo principio que impulsa al hombre hacia su bienestar lo impulsa también a eludir esa «molestia ». Y así, en vez de apelar a su propio trabajo, recurren los hombres con harta frecuencia al trabajo ajeno.
Puede, pues, aplicarse al «interés personal» lo que Esopo decía de la lengua, que no hay cosa en el mundo que haya causado tanto bien ni tanto mal. El interés personal crea todo aquello en que la humanidad basa su vida y su desarrollo; a su vez, estimula el trabajo y da origen a la «propiedad». Pero al mismo tiempo introduce en el mundo esas injusticias que, según su forma, adoptan nombres diversos y que se resumen en una palabra: «expoliación».
¡«Propiedad y expoliación», hermanas, hijas de un mismo padre, salud y plaga de la sociedad, genio del bien y del mal, potencias que, desde siempre, se disputan el poder y el destino del mundo!
Por el origen común de la propiedad y de la expoliación se explica la facilidad con que Rousseau y sus discípulos pudieron calumniar y trastornar el orden social. Bastaba con mostrar el «interés personal», pero sólo por una de sus caras.
Hemos visto que los hombres son naturalmente propietarios de sus obras y que, transmitiéndose unos a otros sus propiedades, se hacen «servicios» recíprocos. Reconocido esto, el carácter general de la expoliación consiste en valerse de la fuerza o de la astucia para alterar en provecho propio la equivalencia de los servicios. Las variedades de la expoliación son inagotables, lo mismo que los recursos de la sagacidad humana. Son necesarias dos condiciones para que el intercambio de servicios pueda considerarse de legítima equivalencia: la primera, que los derechos de una de las partes contratantes no lleguen a quedar falseados por las artimañas de la otra parte; la segunda, que la transacción sea libre. Si un hombre consigue arrancar de otro un servicio real, pero devuelve a éste en pago un servicio ilusorio, comete una expoliación, la cual será aún más grave si media la fuerza.
Hay tendencia a creer que la expoliación sólo se manifiesta bajo la forma de «robos», definidos y castigados por el Código. Si así fuera, no sería cuestión de exagerar la importancia social de unos hechos excepcionales, que la conciencia pública reprueba y que la ley reprime. Mas, ¡ay!, existe una expoliación que se ejerce no sólo con la anuencia de la ley, sino con el consentimiento y hasta con el aplauso de la sociedad. Esta es la expoliación que puede alcanzar proporciones enormes, capaces de alterar la distribución de la riqueza en el cuerpo social, paralizar por mucho tiempo la fuerza de nivelación que hay en la libertad, crear la desigualdad permanente de las condiciones sociales, abrir el abismo de la miseria y derramar por el mundo un diluvio de males que algunas mentes superficiales atribuyen a la propiedad. Esta es la expoliación a que me refiero cuando digo que desde siempre disputa la supremacía en el mundo al principio que le es opuesto. Vamos a indicar brevemente algunas de sus manifestaciones.
En primer lugar, ¿qué es la guerra, sobre todo según se la entendía en la antigüedad? Unos hombres se asociaban; constituían una nación; y desdeñaban el empleo de sus facultades en la explotación de la naturaleza para procurarse los medios de subsistencia; sin embargo, sabiendo que otros pueblos habían producido «propiedades», los atacaban a fuego y hierro y les despojaban periódicamente de todos sus bienes. ¡Y los vencedores se llevaban, además del botín, la gloria, los cantos de los poetas, las aclamaciones populares, los honores nacionales y la admiración de la posteridad! Indudablemente, semejante régimen y tales ideas aceptados universalmente tenían que causar mucho sufrimiento y engendrar una gran desigualdad entre los hombres. Pero ¿tenía la culpa de ello la propiedad?
Más adelante los expoliadores se perfeccionaron. Pasar a cuchillo a los vencidos lo consideraron como la pérdida de un capital; robar sólo las propiedades era una expoliación transitoria; pero apoderarse a la vez de los hombres y de las cosas significaba organizar la expoliación permanente. De ahí la esclavitud, que es la expoliación llevada hasta sus últimas consecuencias, puesto que despoja al individuo, para siempre, de toda propiedad: sus obras, su energía, su inteligencia, sus facultades, sus afectos y, en definitiva, su personalidad entera. Todo lo cual se resume diciendo que, bajo la esclavitud, se exigen de un hombre todos los servicios que se le puedan arrancar a la fuerza, sin devolverle nada a cambio.
Tal fue el estado del mundo hasta una época no muy lejana; así era particularmente en Atenas, en Esparta, en Roma, y es triste pensar que las ideas y las costumbres de esas repúblicas sea lo que la educación brinda a nuestra curiosidad y aquello de lo que se nos impregna. Somos como plantas que, regadas por el horticultor con ciertas tinturas, adquieren un color artificial pero indeleble. ¡Y hay quien se admira de que generaciones educadas con estos conceptos sean incapaces de fundar una república honesta! Como quiera que sea, creo que resulta indiscutible que la desigualdad de que hablamos no es achacable al régimen propietario que venimos entendiendo hasta aquí.
Paso por alto la «servidumbre», el «régimen feudal» y la época anterior al año 1789. Pero no puedo dejar de mencionar la expoliación ejercida durante tanto tiempo por el abuso de la influencia religiosa. Recibir de hombres servicios positivos y no devolverles sino bienes imaginarios, fraudulentos, ilusorios y aun irrisorios es expoliarlos, si bien con su consentimiento. Pero esta circunstancia resulta agravante, puesto que implica que se ha comenzado por pervertir la esencia misma de todo progreso: el entendimiento. No insistiré sobre este punto. Cualquiera puede saber que la explotación de la credulidad pública por parte de religiones verdaderas o falsas ha llegado a interponer una gran diferencia de clase entre el clero y el vulgo desde la India hasta Egipto, en Italia o en España. ¿Y es también culpa de la propiedad?
Llegamos al siglo XIX, después de que toda iniquidad abriera en el suelo un profundo surco. Es innegable que se necesita tiempo para que ese surco se borre, incluso si hoy mismo hiciésemos prevalecer en todas nuestras leyes y relaciones el principio de la propiedad, que no es otro que el de la «libertad», que a su vez es la expresión de la «justicia universal». Acordémonos de que la «servidumbre» se extiende todavía hoy por la mitad de Europa; de que en Francia hace apenas medio siglo que el feudalismo recibió el golpe definitivo; de que ese mismo feudalismo goza de todo su esplendor en Inglaterra; y de que todas las potencias realizan esfuerzos inauditos para mantener en pie poderosos ejércitos, lo cual supone que, o aquellas potencias se amenazan mutuamente en cuanto a sus propiedades, o estos ejércitos no constituyen en sí mismos sino una gran expoliación. Recordemos que todos los pueblos se agotan bajo el peso de deudas contraídas por un pasado de locuras. No olvidemos que nosotros mismos pagamos todos los años millones para prolongar artificialmente la vida de colonias de esclavos, y más millones para impedir la trata en las costas de África (lo cual nos ha traído uno de los peores conflictos diplomáticos) y que estamos a punto de entregar 100 millones más a los plantadores, en el colmo de los sacrificios que bajo tan diversas formas nos impone este género de expoliación.
De modo que somos prisioneros del pasado, dígase lo que se quiera. Nos vamos liberando poco a poco, pero ¿ha de sorprendernos que exista desigualdad entre los hombres si el principio igualitario, la propiedad, ha sido tan poco respetado? ¿De dónde vendrá la armonización de las condiciones sociales, que es el ardiente anhelo de nuestra época y que la caracteriza de un modo tan honroso? Vendrá de la simple justicia, de la realización de esta ley: «servicio por servicio». Para el intercambio de dos servicios según su «valor» real, las partes contratantes necesitan dos cosas: inteligencia en el juicio y libertad en la transacción. Si el juicio carece de la instrucción adecuada, en vez de servicios reales llegará a aceptar, incluso voluntariamente, servicios irrisorios, y eso si no interviene la fuerza en el contrato.
Esto sentado, y reconociendo que existe entre los hombres una desigualdad cuyas causas pueden considerarse históricas, y que sólo cederán con el paso del tiempo, veamos si, al menos nuestro siglo, haciendo prevalecer en todas partes la «justicia», destierra la fuerza y el engaño de las transacciones humanas y deja que se establezca naturalmente la equivalencia de los servicios y que triunfe la causa democrática e igualitaria de la propiedad.
¡Ay!, descubro tantos abusos renovados, tantas excepciones, tantas desviaciones directas o indirectas asomando en el horizonte del nuevo orden social, que no sé por dónde empezar.
En primer lugar, tenemos privilegios de toda clase. Nadie puede ser abogado, médico, profesor, agente de cambio, comisionista, notario, farmacéutico, impresor, carnicero o panadero, sin tropezar con prohibiciones legales. Son «servicios» que está prohibido realizar y, por consiguiente, los que tienen autorización para realizarlos exigen un alto precio, hasta el punto de que sólo el privilegio del servicio, sin ningún trabajo, tiene muchas veces un gran valor. Y no me quejo aquí de que se exijan garantías a quienes prestan tales «servicios», si bien la garantía más eficaz sería cosa de los que pagan. Pero me gustaría que esas garantías no tuviesen un carácter exclusivo: que se me exija saber lo necesario para ser abogado o médico, pero que no se me obligue a estudiar en una ciudad concreta, un número determinado de años, etc.
En seguida viene el precio artificial, el valor suplementario que, a base de tarifas, se trata de dar a la mayor parte de las cosas necesarias, como el trigo, la carne, los tejidos, el hierro, los útiles, etc. Hay en ello un interés por destruir la equivalencia de los servicios, un ataque violento a la propiedad más sagrada, la de la fuerza de trabajo con sus facultades. Ya he demostrado anteriormente que, cuando el suelo de un país ha experimentado ocupaciones sucesivas, si la población trabajadora va en aumento, ésta tiene derecho a limitar las pretensiones del propietario territorial trabajando por su cuenta para procurarse los bienes de subsistencia. Dicha población sólo puede ofrecer trabajo a cambio de productos, y está claro que, si el trabajo aumenta sin cesar mientras la producción permanece estacionaria, el resultado será más trabajo por menos productos. Este efecto se manifiesta con la baja de los salarios, que es la mayor de las calamidades cuando proviene de causas naturales y el mayor de los crímenes cuando proviene de la ley.
Llega el impuesto, que ha llegado a ser un medio de vida muy solicitado. Sabido es que el número de los empleos va siempre en aumento, y que la suma de los que buscan trabajo crece también, y en mayor medida. Pero ¿habrá algún trabajador que esté dispuesto a prestar más servicios de los que espera recibir? ¿Podemos esperar que termine esta situación? Cuesta creerlo cuando vemos que la misma opinión pública se empeña en que lo haga todo el ser ficticio llamado «Estado», es decir, «una colección de agentes asalariados».
Después de considerar que todos los hombres sin excepción son capaces de gobernar el país, los declaramos incapaces de gobernarse a sí mismos. Pronto habrá dos o tres agentes asalariados por cada ciudadano: uno para impedir a éste que trabaje demasiado, otro para que lo eduque, otro para que le conceda un crédito, otro más para que le ponga obstáculos en los negocios, etc., etc. ¿Adónde nos conducirá la ilusión de que el Estado es un personaje poseedor de una fortuna inagotable e independiente de la nuestra?
El pueblo comienza a saber que la máquina gubernamental resulta muy cara, pero lo que todavía ignora es que, «inevitablemente», debe financiarla él. Al pueblo se le hace creer que, si hasta un punto ha llevado la peor parte de la carga, la República tiene medios para lograr que, si aquélla se acrecienta, su peso acabará recayendo en los ricos. ¡Funesta ilusión! Es cierto que, si las contribuciones afectan a personas determinadas, se puede hacer que el dinero se detraiga de los ricos. Pero en materia de impuestos, las cosas no son tan sencillas. Hay un trabajo ulterior en la sociedad; hay reacciones que cambian el valor de los servicios y no puede evitarse que, a la postre, se reparta el peso entre todos, incluidos los pobres. El verdadero interés estriba, pues, no en que se castigue a una determinada clase social, sino en que, ligados por la solidaridad, todos los ciudadanos obtengan un beneficio.
Ahora bien, ¿hay algo que anuncie que ha llegado la hora de que se recorten los impuestos?
Lo digo con sinceridad: creo que entramos en una senda en que, con formas muy suaves, muy sutiles, muy ingeniosas y adornadas con los bonitos nombres de «solidaridad » y «fraternidad», la expoliación va a alcanzar un desarrollo cuyas proporciones pueden ser incalculables. La forma es la siguiente: bajo la denominación de «Estado », se considera al conjunto de los ciudadanos como un ser real dotado de vida propia, independiente de la vida y de la riqueza de esos mismos ciudadanos, los cuales acuden a ese ser ficticio en busca de instrucción, trabajo, crédito, alimentos, etc., etc. Pero el caso es que el Estado no puede dar a sus ciudadanos más que lo que previamente les haya quitado. Los únicos efectos de este intermediario son, en primer lugar, un gran desperdicio de energías y, después, la completa destrucción de la «equivalencia de los servicios», porque cada cual procurará entregar lo menos que pueda a las arcas del Estado y sacar de ellas lo más posible, con lo cual el Tesoro público será un mero objeto de pillaje. ¿No vemos ya hoy día algo de eso? ¿Qué sector social no solicita los favores del Estado? Dejando aparte la innumerable especie de sus propios agentes, la agricultura, la industria, el comercio, las artes, los teatros, las colonias, la navegación, lo esperan todo de él. Se pretende que él desmonte los terrenos y los riegue, que colonice, que enseñe y hasta que divierta. Cada cual le reclama una prima, una subvención, un estímulo y, ante todo, la «gratuidad» de ciertos servicios, como la enseñanza y el crédito. ¿Y por qué no pedir al Estado la gratuidad de todos los servicios? ¿Por qué no exigirle la manutención, el vestido y el alojamiento gratuito de todos los ciudadanos? Una sola clase permaneció ajena a tan locas pretensiones:
Una pobre criada al menos me quedó, que de este mal aire no se infectó.
Era el pueblo propiamente dicho, la innumerable clase de los trabajadores, que ahora también espera su turno. El pueblo da dinero en abundancia al Tesoro y, en buena ley, según el principio de igualdad, tiene tanto derecho a esa dilapidación universal como las clases que le han dado ejemplo. Pero es muy de lamentar que haya hecho oír su voz, no para poner coto al pillaje, sino para reclamar su parte. En todo caso, ¿debería el pueblo haber demostrado más lucidez que los demás? ¿No es excusable que se haya dejado engañar por la ilusión que nos ciega a todos?
Con todo, el mero hecho de que el número de solicitantes de favores sea igual al de los ciudadanos muestra que el error de que me ocupo no puede durar mucho, y yo por mi parte creo que dentro de poco no pedirán al Estado más servicios que aquellos que son de su competencia: justicia, defensa nacional, obras públicas, etc.
Hay también otra causa de desigualdad acaso más activa que todas las demás: «la guerra al capital». Pero el proletariado sólo puede emanciparse si se produce un crecimiento del capital nacional. Cuando éste aumenta con más rapidez que la población, se producen infaliblemente dos efectos que contribuyen a mejorar las condiciones de vida de los obreros: la baja del precio de los productos y el alza del nivel de los salarios. Mas para que el capital se incremente, necesita antes que nada «seguridad», porque si teme algo, se esconde, emigra, se disipa y se destruye; entonces el trabajo se paraliza y la mano de obra se ofrece con rebaja. Por eso la mayor desgracia para los trabajadores ha sido dejarse conducir por aduladores a una funesta y absurda guerra contra el capital. Esto implica una constante amenaza de expoliación, peor que la expoliación misma.
En resumen, si es verdad, como he tratado de demostrar, que la libertad significa la libre disposición de las propiedades y, consecuentemente, la consagración suprema del derecho de propiedad; si es verdad, digo, que la libertad tiende irresistiblemente a garantizar «la justa equivalencia de los servicios», a establecer progresivamente la igualdad, a situar a los hombres en un plano cada vez más elevado, no es la propiedad la que debe responder de la desoladora desigualdad que constatamos en el mundo, sino su principio opuesto, la expoliación. Que es la que ha desencadenado en nuestro planeta las guerras, la esclavitud, la servidumbre, el feudalismo, la explotación de la ignorancia y la credulidad públicas, los privilegios, los monopolios, las restricciones, los préstamos públicos, los fraudes mercantiles, los impuestos excesivos y, por último, la guerra al capital y la absurda pretensión de vivir y desenvolverse cada uno a expensas de todos.
Notas al pie de página
[20] Véase el folleto publicado por el señor Considérant con el título de Théorie du Droit de propriété et du Droit au travail.
[21] Considérant no es el único que la profesa, como lo demuestra el siguiente pasaje tomado del Judío errante de Eugène Sue: «Mortificación expresaría mejor la falta completa de estas cosas esencialmente vitales, que una sociedad equitativamente organizada debería necesariamente garantizar a todo trabajador activo y probo, ya que la civilización le ha despojado de todo derecho al suelo y nace con sus brazos como único patrimonio.
»El salvaje no disfruta de las ventajas de la civilización, pero, al menos, cuenta para alimentarse con los animales del bosque, las aves del aire, los peces de los ríos, los frutos de la tierra, y, para abrigarse y calentarse, con los árboles de los grandes bosques.
»El hombre civilizado, desheredado de estos dones de Dios y que considera la Propiedad como algo santo y sagrado, puede, pues, a cambio de su rudo trabajo diario que enriquece al país, exigir un salario suficiente para vivir convenientemente; nada más y nada menos.»
[22] «No basta que el valor no esté en la materia o en las fuerzas naturales. No basta que esté exclusivamente en los servicios. Es preciso también que los propios servicios no puedan tener un valor exagerado. Pues ¿qué le importa a un pobre obrero pagar caro el trigo, porque el propietario se hace pagar los poderes productivos del suelo, o bien se hace pagar desmesuradamente su intervención? La función de la competencia consiste en igualar los servicios sobre la base de la justicia. La misma trabaja sin cesar. » (Pensamiento inédito del autor.)
[23] Hace poco oímos negar la legitimidad del arrendamiento. Sin llegar a tanto, a muchos les resulta difícil comprender la perennidad del arriendo de capitales. ¿Cómo es posible, dicen, que un capital, una vez formado, pueda dar una renta eterna? Expliquemos con un ejemplo esta legitimidad y esta perennidad.
Tengo cien sacos de trigo con los que podría vivir durante el tiempo en que ejerzo un trabajo útil. En lugar de esto, los presto durante un año. ¿Qué me debe el prestatario? La restitución íntegra de mis cien sacos de trigo. ¿Sólo me debe esto? En este caso, yo habría hecho un servicio sin recibir nada a cambio. Me debe, pues, además de la simple restitución de lo prestado, un servicio, una remuneración que estará determinada por las leyes de la oferta y la demanda: eso es el interés. Resulta, pues, que al cabo de un año vuelvo a tener cien sacos de trigo que puedo prestar, y así sucesivamente durante una eternidad. El interés es una pequeña porción del trabajo que, gracias a mi préstamo, ha podido realizar el prestatario. Si dispongo de suficientes sacos de trigo para que los intereses basten para mi subsistencia, puedo vivir sin trabajar y sin perjudicar a nadie, y podría demostrar que el ocio así conquistado es incluso uno de los motivos que impulsan el progreso de la sociedad.