5. La ley
¡La ley pervertida! ¡La ley —y con ella todas las fuerzas colectivas de la nación—, la ley, digo, no sólo desviada de su fin, sino aplicada a perseguir un fin directamente contrario al que le es propio! ¡La ley convertida en instrumento de todas las codicias en lugar de ser su freno! ¡La ley que perpetra por sí misma la iniquidad que tenía por misión castigar! Si realmente es así, se trata sin duda de un hecho grave, sobre el cual se me permitirá que llame la atención de mis conciudadanos.
Hemos recibido de Dios el don que los encierra a todos, la vida: la vida física, intelectual y moral. Pero la vida no se sostiene por sí misma. Quien nos la dio nos dejó el cuidado de mantenerla, desarrollarla y perfeccionarla.
Para ello nos ha dotado de un conjunto de facultades maravillosas; nos ha sumergido en un medio de elementos diversos. Mediante la aplicación de nuestras facultades a estos elementos se realiza el fenómeno de la asimilación, de la apropiación, por el que la vida recorre el círculo que le ha sido asignado.
Existencia, facultades, asimilación —en otros términos, personalidad, libertad, propiedad—, tal es el hombre. De estas tres cosas puede decirse, al margen de toda sutileza demagógica, que son anteriores y superiores a toda legislación humana. La personalidad, la libertad y la propiedad no existen porque los hombres hayan proclamado las leyes, sino que, por el contrario, los hombres promulgan leyes porque la personalidad, la libertad y la propiedad existen.
¿Qué es, pues, la ley? Como he dicho en otra parte, la ley es la organización colectiva del derecho individual de legítima defensa.
Cada uno de nosotros recibe ciertamente de la naturaleza, de Dios, el derecho a defender su personalidad, su libertad y su propiedad, puesto que estos son los tres elementos que constituyen y conservan la vida, elementos que se complementan entre sí y que no pueden comprenderse aisladamente. Pues ¿qué son nuestras facultades sino una prolongación de nuestra personalidad, y qué es la propiedad sino una prolongación de nuestras facultades?
Si cada hombre tiene derecho a defender, incluso por la fuerza, su persona, su libertad y su propiedad, varios hombres tienen derecho a ponerse de acuerdo, a entenderse, a organizar una fuerza común para atender eficazmente a esta defensa.
El derecho colectivo tiene, pues, en principio, su razón de ser, su legitimidad, en el derecho individual, y la fuerza común no puede tener racionalmente otro fin, otra misión, que las fuerzas aisladas a las que sustituye.
Así como la fuerza de un individuo no puede atentar legítimamente contra la persona, la libertad y la propiedad de otro individuo, así también la fuerza común no puede aplicarse legítimamente a destruir la persona, la libertad y la propiedad de los individuos o de las clases.
Esta perversión de la fuerza, tanto en un caso como en otro, estaría en contradicción con nuestras premisas. ¿Quién osará decir que la fuerza se nos ha dado, no para defender nuestros derechos, sino para aniquilar los derechos iguales de nuestros hermanos? Y si esto no puede decirse de cada fuerza individual, que actúa aisladamente, ¿cómo podría afirmarse de la fuerza colectiva, que no es sino la unión organizada de las fuerzas aisladas?
Así pues, si hay algo evidente es esto: la ley es la organización del derecho natural de legítima defensa; es la sustitución de las fuerzas individuales por la fuerza colectiva, para actuar en el ámbito en que aquéllas tienen derecho a actuar, para hacer lo que las fuerzas individuales tienen derecho a hacer, para garantizar las personas, las libertades y las propiedades, para mantener a cada uno en su derecho, para hacer reinar entre todos la justicia.
Si existiera un pueblo constituido sobre esta base, creo que en él prevalecería el orden tanto en los hechos como en las ideas. Creo que este pueblo tendría el gobierno más simple, más económico, menos pesado, menos sentido, menos responsable, el más justo, y por consiguiente el más sólido que pueda imaginarse, sea cual fuere su forma política.
Porque, bajo un tal régimen, cada uno comprendería que tiene toda la plenitud, así como toda la responsabilidad, de su propia existencia. Dado que la persona sería respetada, que el trabajo sería libre y los frutos del trabajo estarían garantizados contra todo atentado injusto, nada habría que arreglar con el Estado. En caso de ser felices, en modo alguno tendríamos que agradecerle nuestra suerte; pero en caso de que fuéramos desgraciados, tampoco tendríamos que echarle la culpa de nuestras desgracias, del mismo modo que los campesinos no le hacen responsable del granizo o de las heladas. Sólo le conoceríamos por la inestimable ventaja de la seguridad.
Puede afirmarse también que, gracias a la inhibición del Estado en lo que respecta a los asuntos privados, las necesidades y las satisfacciones se desarrollarían en el orden natural. No se vería a las familias pobres buscar la instrucción literaria antes de tener pan. No se vería que las ciudades se pueblan a costa del campo o el campo a costa de las ciudades. No se producirían esos grandes desplazamientos de capitales, del trabajo, de la población, provocados por medidas legislativas y que hacen tan inciertas y tan precarias las fuentes mismas de la existencia y que agravan, por lo tanto, en tan gran medida, la responsabilidad de los gobiernos.
Por desgracia, la ley no se ha limitado a cumplir la función que le corresponde, y cuando se ha apartado de esta función, no lo ha hecho en asuntos neutros y discutibles. Hizo algo peor: obró contra su propio fin, destruyó su propio fin; se dedicó a aniquilar la justicia que habría debido hacer reinar, a borrar entre los derechos el límite que debería haber hecho respetar; puso la fuerza colectiva al servicio de quienes quieren explotar, sin riesgo y sin escrúpulos, la persona, la libertad y la propiedad ajenas; convirtió el despojo en derecho para protegerlo y la legítima defensa en crimen para castigarlo.
¿Cómo se ha perpetrado esta perversión de la ley? ¿Cuáles han sido sus consecuencias?
La ley se ha pervertido bajo la influencia de dos causas muy distintas: el egoísmo obtuso y la falsa filantropía.
Hablemos de la primera.
Conservarse, desarrollarse, es la aspiración común a todos los hombres, de tal forma que si cada uno gozara de la libre disposición de sus productos, el proceso social sería incesante, ininterrumpido e infalible.
Pero hay otra disposición que también les es común: vivir y desarrollarse, cuando pueden, a costa unos de otros. No es una imputación aventurada, lanzada por un espíritu malhumorado y pesimista. La historia nos ofrece abundantes pruebas en las guerras incesantes, las migraciones de los pueblos, las opresiones sacerdotales, la universalidad de la esclavitud, los fraudes industriales y los monopolios de los que los anales están llenos.
Esta funesta disposición brota de la constitución misma del hombre, de ese sentimiento primitivo, universal, invencible, que le impele hacia el bienestar y hace que evite el dolor.
El hombre no puede vivir y disfrutar sino por una asimilación, una apropiación continua; es decir, por una continua aplicación de sus facultades sobre las cosas, o por el trabajo. De ahí la propiedad.
Pero, de hecho, puede vivir y disfrutar asimilando, apropiándose del producto de las facultades de sus semejantes. De ahí la expoliación.
Ahora bien, como el trabajo es por sí mismo una carga y el hombre tiende naturalmente a evitar el dolor, se sigue —como lo demuestra la historia— que allí donde la expoliación es menos onerosa que el trabajo, prevalece la expoliación; y prevalece sin que ni la religión ni la moral puedan hacer nada, en este caso, para impedirlo.
¿Cuándo se detiene la expoliación? Cuando resulta más peligrosa que el trabajo.
Es evidente que la ley debería tener como objetivo oponer el poderoso obstáculo de la fuerza colectiva a esta funesta tendencia; que debería tomar partido a favor de la propiedad contra la expoliación.
Pero lo normal es que la ley sea obra de un hombre o de una clase de hombres. Y como la ley no existe sin sanción, sin el apoyo de una fuerza preponderante, es lógico que, en definitiva, ponga esta fuerza en manos de los legisladores.
Este fenómeno inevitable, combinado con la funesta tendencia que hemos descubierto en el corazón del hombre, explica la perversión casi universal de la ley. Se comprende que, en lugar de ser un freno a la injusticia, se convierta a menudo en el instrumento más invencible de injusticia. Se comprende que, según el poder del legislador, destruya —en beneficio propio, y en grados diversos, en el de los demás hombres— la personalidad por la esclavitud, la libertad por la opresión, la propiedad por la expoliación.
Está en la naturaleza de los hombres reaccionar contra la iniquidad de que son víctimas. Así pues, cuando la expoliación está organizada por la ley, en beneficio de las clases que la hacen, todas las clases expoliadas tienden, por vías pacíficas o por vías revolucionarias, a participar de algún modo en la confección de las leyes. Estas clases, según el grado de ilustración a que han llegado, pueden proponerse dos fines muy distintos cuando persiguen por esta vía la conquista de sus derechos políticos: o bien quieren hacer que cese la expoliación legal, o bien aspiran a tomar parte de la misma.
¡Desdichadas, tres veces desdichadas las naciones en las que esta última actitud domina entre las masas, cuando se apoderan a su vez del poder legislativo!
Hasta ahora la expoliación la ejercía un pequeño número de individuos sobre la gran mayoría de ellos, como podemos observar en los pueblos en que el derecho a legislar se halla concentrado en unas pocas manos. Pero ahora se ha hecho universal y se busca el equilibrio en la expoliación universal. En lugar de extirpar lo que la sociedad contiene de injusticia, ésta se generaliza. Tan pronto como las clases desheredadas recuperan sus derechos políticos, lo primero que se les ocurre no es liberarse de la expoliación (lo cual supondría una inteligencia que no poseen), sino organizar un sistema de represalias contra las demás clases y en su propio perjuicio, como si fuera preciso, antes de que llegue el reino de la justicia, que una cruel retribución viniera a golpear a todas las clases, a unas a causa de su iniquidad, a otras a causa de su ignorancia.
No podría someterse a la sociedad a un cambio mayor y a una mayor desgracia que convertir la ley en instrumento de expoliación.
¿Cuáles son las consecuencias de semejante perturbación? Se necesitarían varios volúmenes para exponerlas todas. Contentémonos con destacar las más notables.
La primera es que borra de las conciencias la noción de lo justo y lo injusto.
Ninguna sociedad puede existir si en ella no reinan las leyes en alguna medida; pero lo más seguro para que las leyes sean respetadas es que sean respetables. Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir.
Pertenece de tal modo a la naturaleza de la ley hacer reinar la justicia, que ley y justicia son la misma cosa en la conciencia popular. Todos tenemos una fuerte disposición a considerar todo lo que es legal como legítimo, hasta el punto de que son muchos los que, falsamente, hacen derivar toda justicia de la ley. Basta que la ley ordene y consagre la expoliación para que ésta parezca justa y sagrada a muchas conciencias. La esclavitud, el proteccionismo y el monopolio tienen sus defensores no sólo entre quienes se benefician de ellos, sino también entre quienes los padecen. Intentad avanzar ciertas dudas sobre la moralidad de estas instituciones, y se os dirá que sois un innovador peligroso, un utópico, un teórico, un denigrador de las leyes que quebranta el basamento en que se sustenta la sociedad. Si usted sigue un curso de moral o de economía política, se encontrará con multitud de cuerpos oficiales para transmitir al gobierno este ruego: Que, a partir de ahora, la ciencia se enseñe, no ya sólo desde el punto de vista del libre cambio (de la libertad, la propiedad y la justicia), como ha sucedido hasta ahora, sino también y sobre todo desde el punto de vista de los hechos y de la legislación (contraria a la libertad, la propiedad y la justicia) que rige la industria francesa. Que en las cátedras públicas, financiadas por el Tesoro, el profesor se abstenga rigurosamente de atentar lo más mínimo contra el respeto debido a las leyes vigentes[17] , etc.
De modo que si existe una ley que sanciona la esclavitud o el monopolio, la opresión o la expoliación bajo cualquier forma, no se podrá siquiera hablar de ello, porque ¿cómo hablar sin quebrantar el respeto que la ley inspira? Más aún, habrá que enseñar la moral y la economía política desde el punto de vista de esta ley, es decir, desde el supuesto de que esa ley es justa por el simple hecho de que es ley.
Otro efecto de esta deplorable perversión es que da a las pasiones y a las luchas políticas, y en general a la política propiamente dicha, una preponderancia exagerada. Podría probar esta proposición de mil maneras. Me limitaré, a modo de ejemplo, a relacionarla con el tema que recientemente ha ocupado a todos los espíritus: el sufragio universal.
Al margen de lo que de él piensen los seguidores de la escuela de Rousseau, que se considera muy avanzada (aunque yo entiendo que lleva veinte años de retraso), el sufragio universal (tomado el término en su acepción rigurosa) no es en absoluto uno de esos dogmas sagrados respecto a los cuales el examen y la duda misma constituyen un crimen.
Contra él pueden formularse graves objeciones.
Ante todo, la palabra «universal» oculta un burdo sofisma. Hay en Francia treinta y seis millones de habitantes. Para que el sufragio fuera realmente universal, habría que reconocer ese derecho a treinta y seis millones de electores. Ahora bien, en el sistema más generoso, sólo se les reconoce a nueve millones. Así pues, tres de cada cuatro personas quedan excluidas, y lo más grave es que es la otra cuarta parte la que les niega ese derecho. ¿En qué principio se basa esta exclusión? En el principio de la incapacidad. Sufragio universal quiere decir: sufragio universal de los capaces. Pero cabe preguntarse: ¿Quiénes son los capaces? La edad, el sexo, las condenas judiciales, ¿son los únicos signos que nos permiten reconocer la incapacidad?
Si se mira con atención, se observa enseguida el motivo por el que el derecho de voto descansa en la presunción de capacidad, y que a este respecto el sistema más generoso sólo difiere del más restringido por la apreciación de los signos que denotan esta capacidad, lo cual no constituye una diferencia de principio sino de grado.
Este motivo es que el elector no decide para sí mismo sino para todos. Si, como pretenden los republicanos de tendencia griega o romana, el derecho de voto se otorga con la vida, sería inicuo que los adultos impidieran votar a las mujeres y a los niños. ¿Por qué impedírselo? Porque se presume que son incapaces. ¿Y por qué la incapacidad es un motivo de exclusión? Porque el elector no vota sólo para él, porque cada voto compromete y afecta a toda la comunidad; porque la comunidad tiene derecho a exigir ciertas garantías en cuanto a los actos de los que depende su bienestar y su existencia.
Intuyo la respuesta. Sé qué es lo que se puede replicar. No es éste el lugar para tratar a fondo esta controversia. Lo que quiero poner de relieve es que esta controversia (al igual que la mayoría de las cuestiones políticas), que agita, apasiona y conturba a los pueblos, perdería todo su mordiente y su importancia si la ley fuera lo que siempre debería haber sido.
En efecto, si la ley se limitara a hacer que sean respetadas todas las personas, todas las libertades y todas las propiedades; si sólo fuera la organización del derecho individual de legítima defensa, el obstáculo, el freno, el castigo de todas las opresiones, de todas las expoliaciones, ¿sería concebible una discusión apasionada entre los ciudadanos a propósito del sufragio más o menos universal? ¿Cabe pensar que se cuestionaría el mayor de los bienes, la paz pública? ¿Que las clases excluidas estarían impacientes por que les llegara su turno, y que las clases admitidas defenderían con uñas y dientes su privilegio? ¿No es evidente que, al ser idéntico y común el interés, los unos obrarían, sin mayor inconveniente, por los otros?
Pero si se introduce este funesto principio; si, so pretexto de organización, de reglamentación, de protección, de estímulo, la ley puede quitar a unos para dar a otros, tomar de toda la riqueza creada por todas las clases para aumentar sólo la de una de ellas, ya sea la de los agricultores, la de los industriales, la de los comerciantes, la de los armadores, la de los artistas, la de los comediantes, entonces ciertamente no hay clase que no pretenda, con razón, meter también la mano en la ley, que no reivindique con ardor su derecho a elegir y a ser elegido, que no ponga la sociedad patas arriba con tal de conseguirlo. Los propios mendigos y vagabundos os demostrarán que también ellos poseen títulos incontestables. Os dirán: «Nosotros jamás compramos vino, tabaco o sal sin pagar impuestos, y una parte de estos impuestos se concede legislativamente en primas, subvenciones y ayudas a gente menos menesterosa que nosotros. Otros son los que hacen que la ley sirva para elevar artificialmente el precio del pan, de la carne, del hierro, de la tela. Puesto que todos explotan la ley en beneficio propio, también nosotros queremos explotarla. Queremos que se reconozca el derecho a la asistencia, que es la parte de expoliación del pobre. Para ello es preciso que seamos electores y legisladores, a fin de poder organizar en grande la limosna para nuestra clase, como vosotros habéis organizado por todo lo alto la protección para la vuestra. No digáis que vosotros lo haréis por nosotros, que nos destinaréis, según la propuesta del señor Mimerel, 600.000 francos para taparnos la boca y como un hueso que roer. Nosotros tenemos otras pretensiones y, en todo caso, queremos estipular para nosotros mismos como las demás clases han estipulado para ellas.»
¿Qué se puede responder a este argumento? Mientras se admita en principio que la ley puede ser apartada de su verdadera función, que puede violar la propiedad en lugar de protegerla, cada clase querrá hacer la ley, ya sea para defenderse de la expoliación, ya sea también para beneficiarse de ella. La cuestión política será siempre previa, dominante, absorbente; en una palabra, se luchará a las puertas del Palacio legislativo. La lucha no será menos encarnizada en el interior. Para convencerse de ello, apenas es necesario contemplar lo que sucede en las Cámaras francesa o inglesa; basta saber cómo se plantea la cuestión.
No es preciso demostrar que esta odiosa perversión de la ley es causa permanente de odio, de discordia, que puede llegar hasta la desorganización social. Fijaos en los Estados Unidos. Es el país del mundo en el que la ley permanece más en su función, que consiste en garantizar a todos su libertad y su propiedad. Es también el país del mundo en el que el orden social parece estar apoyado en las bases más sólidas. Sin embargo, también aquí se plantean dos cuestiones —y solamente dos— que, desde el principio, han puesto muchas veces en peligro el orden político. Estas dos cuestiones son la esclavitud y los aranceles, es decir, precisamente las dos únicas cuestiones en que, al contrario del espíritu general de esta república, la ley ha tomado un carácter expoliador. La esclavitud es una violación, sancionada por la ley, de los derechos de la persona. El proteccionismo es una violación, perpetrada por la ley, del derecho de propiedad. Y no deja de ser sorprendente que, en medio de tantos otros debates, este doble azote legal, triste herencia del mundo antiguo, sea el único que puede ocasionar, y que tal vez ocasionará, la ruptura de la Unión. En efecto, es imposible imaginar en una sociedad un hecho más extraño que este: la ley convertida en instrumento de injusticia. Y si este hecho engendra consecuencias tan formidables en Estados Unidos, donde no es más que una excepción, imaginaos lo que puede ser en nuestra Europa, donde es un principio, un sistema.
El señor Montalembert, haciendo suya una idea del señor Carlier, decía que hay que hacer la guerra al socialismo; y podemos pensar que por socialismo, según la definición de Charles Dupin, entendía la expoliación. Pero ¿a qué expoliación se refería? Porque existen dos clases de expoliación: la extra-legal y la legal.
Por lo que respecta a la explotación extra-legal, que llamamos robo o estafa, que está definida, prevista y castigada por el Código penal, no creo que se le pueda aplicar el nombre de socialismo. No es la que amenaza sistemáticamente a la sociedad en sus mismas bases. Por lo demás, la guerra contra esta clase de expoliación no ha esperado a la señal del señor Montalembert o del señor Carlier. Es algo que se persigue desde el principio del mundo. Francia se había ocupado de ella desde mucho antes de la revolución de febrero, desde mucho antes de la aparición del socialismo, con todo un aparato de magistrados, policías, gendarmes, cárceles, presidios, patíbulos. Es la propia ley la que dirige esta guerra, y lo deseable sería, a mi entender, que la ley mantuviera siempre esta actitud respecto a la expoliación.
Pero la realidad no es esa. La ley toma a veces partido a favor de la expoliación. A veces la perpetra con sus propias manos, con el fin de ahorrar al beneficiario la vergüenza, el peligro y el escrúpulo. A veces pone todo este aparato de magistrados, policías y prisiones al servicio del expoliador, y trata como criminal al expoliado que trata de defenderse. En una palabra, existe la expoliación legal, y, sin duda, de ella es de la que habla Montalembert.
Esta expoliación puede ser, en la legislación de un pueblo, sólo una mancha excepcional, y en este caso lo mejor que puede hacerse, sin tanta palabrería y tantos lamentos, es acabar con ella lo más pronto posible, a pesar de los clamores de los interesados. ¿Cómo reconocerla? Muy sencillo. Hay que examinar si la ley quita a unos lo que les pertenece para dar a otros lo que no les pertenece. Hay que examinar si la ley perpetra, en beneficio de un ciudadano y en detrimento de los demás, un acto que ese ciudadano no podría realizar por sí mismo sin cometer un delito. Apresuraos a derogar esta ley, pues no sólo es una iniquidad, sino una fuente fecunda de iniquidades, por cuanto apela a las represalias, y si no tenéis cuidado, el hecho excepcional se extenderá, se multiplicará y se hará sistemático. Sin duda, quien de él se beneficia pondrá el grito en el cielo; invocará los derechos adquiridos; dirá que el Estado debe proteger e impulsar la industria; alegará que es bueno que el Estado se enriquezca, puesto que al ser más rico podrá gastar más, derramando así una lluvia de salarios sobre los pobres obreros. No prestéis oídos a este sofisma, pues precisamente la sistematización de estos argumentos es la que llevará a sistematizar la expoliación legal.
Eso es lo que ha sucedido. La quimera de nuestro tiempo consiste en enriquecer a todas las clases a costa de las demás; se trata de generalizar la expoliación con el pretexto de organizarla. Ahora bien, la expoliación legal puede ejercerse con una infinita multitud de maneras, y de ahí se deriva una multitud infinita de planes de organización: aranceles, proteccionismo, primas, subvenciones, incentivos, impuesto progresivo, instrucción gratuita, derecho al trabajo, derecho al beneficio, derecho al salario, derecho a la asistencia, derecho a los instrumentos de trabajo, gratuidad del crédito, etc., etc. Y es el conjunto de todos estos planes, en lo que todos ellos tienen de común, la expoliación legal, lo que recibe el nombre de socialismo.
Ahora bien, el socialismo así definido constituye un cuerpo de doctrina, ¿y qué guerra queréis hacerle si no es una guerra en el plano doctrinal? Si descubrís que esta doctrina es falsa, absurda, abominable, refutadla. La tarea os será tanto más fácil cuanto más falsa, absurda y abominable sea la doctrina. Sobre todo, si queréis dar muestras de valentía, comenzad por extirpar de vuestra legislación todo lo que en ella ha podido filtrarse de socialismo, una labor ciertamente no pequeña.
Se le ha reprochado a Montalembert que quiere emplear contra el socialismo la fuerza bruta. Es un reproche del que debe ser exonerado, pues lo que realmente ha dicho es que la guerra que hay que hacer al socialismo es la que es compatible con la ley, el honor y la justicia.
Pero Montalembert no se da cuenta de que se mueve en un círculo vicioso. No se puede oponer la ley al socialismo cuando precisamente el socialismo invoca la ley. No aspira a la expoliación extra-legal, sino a la expoliación basada en la ley. Lo que él pretende es convertir la ley, al igual que los monopolios de todo tipo, en un instrumento; y una vez con la ley en la mano, ¿cómo vais a volver la ley contra él? ¿Cómo vais a ponerlo bajo la acción de vuestros tribunales, de vuestros gendarmes y de vuestras prisiones?
¿Qué hacer entonces? Queréis impedir que meta la mano en la confección de las leyes. Queréis mantenerlo fuera del Palacio legislativo. Está bien, pero me atrevo a pronosticar que no lo conseguiréis mientras desde dentro se legisle siguiendo el principio de la expoliación legal. Es demasiado inicuo, demasiado absurdo.
Es absolutamente necesario solventar esta cuestión de la expoliación legal, y sólo son posibles tres soluciones: que un pequeño número de individuos expolie a la gran mayoría; que todos expolien a todos; que nadie expolie a nadie. Hay que elegir entre expoliación parcial, expoliación universal y ausencia de expoliación. La ley sólo puede perseguir uno de estos tres resultados: Expoliación parcial: es el sistema que ha prevalecido mientras el electorado era parcial, sistema al que se acude para evitar la invasión del socialismo. Expoliación universal: es el sistema con el que se nos ha amenazado cuando el electorado se ha hecho universal, y la masa concibe la idea de legislar de acuerdo con el principio que siguieron los legisladores anteriores. Ausencia de expoliación: es el principio de justicia, de paz, de orden, de estabilidad, de conciliación y de buen sentido que yo proclamaría con todas las fuerzas de mis pulmones, hasta el último aliento.
Y, sinceramente, ¿se le puede pedir otra cosa a la ley? La ley, al tener como sanción necesaria la fuerza, ¿puede emplearse razonablemente en algo distinto que en mantener a cada uno en su derecho? Desafío a que se le haga salir de este círculo sin apartarla de su fin y, consiguientemente, sin volver la fuerza contra el derecho. Y como aquí radica la más funesta, la más ilógica perturbación social que pueda imaginarse, es preciso reconocer que la verdadera solución, tan buscada, del problema social se encierra en estas simples palabras: la ley es la justicia organizada.
Ahora bien, conviene insistir en que organizar la justicia por la ley, esto es, por la fuerza, excluye organizar por la ley o por la fuerza cualquier manifestación de la actividad humana: trabajo, caridad, agricultura, comercio, industria, instrucción, bellas artes o religión, ya que es imposible que una de estas organizaciones secundarias deje de destruir la organización esencial. ¿Cómo imaginar, en efecto, que la fuerza actúe contra la libertad de los ciudadanos sin atacar a la justicia, sin actuar contra su propio fin?
Aquí nos sale al paso el más popular de los prejuicios de nuestra época. No sólo se quiere que la ley sea justa, sino que también sea filantrópica. La gente no se contenta con que la ley garantice a cada ciudadano el libre e inofensivo ejercicio de sus facultades, aplicadas a su desarrollo físico, intelectual y moral; se exige de ella que difunda directamente sobre la nación el bienestar, la instrucción y la moralidad. Es el aspecto seductor del socialismo.
Pero, repito, estas dos misiones de la ley se contradicen. Es preciso elegir. El ciudadano no puede al mismo tiempo ser libre y no serlo. Lamartine me escribió en alguna ocasión: «Vuestra doctrina no es más que la mitad de mi programa; usted se ha quedado en la libertad, mientras que yo estoy en la fraternidad.» Yo le contesté: «La segunda mitad de vuestro programa destruirá a la primera.» Y, en efecto, me resulta totalmente imposible separar la palabra fraternidad de la palabra voluntaria. Me resulta del todo imposible concebir la fraternidad como legalmente forzada sin que la libertad sea legalmente destruida y la justicia legalmente pisoteada.
La expoliación legal tiene dos raíces: una —acabamos de verlo— es el egoísmo humano; la otra es la falsa filantropía.
Ante de proseguir, creo conveniente hacer alguna aclaración sobre el término expoliación.
Yo no lo entiendo —como suele hacerse con frecuencia— como una acepción vaga, indeterminada, aproximativa, metafísica, sino en un sentido rigurosamente científico en cuanto expresa la idea opuesta a la de propiedad. Cuando una cierta riqueza pasa de aquel que la ha adquirido, sin su consentimiento y sin compensación, a manos de quien no la ha creado, ya sea por la fuerza o por el engaño, digo que se atenta contra la propiedad, que hay expoliación. Digo que esto es justamente lo que la ley debería reprimir siempre y por doquier; que si la ley realiza por sí misma el acto que debería reprimir, existe igualmente expoliación, e incluso, socialmente hablando, con circunstancia agravante. Sólo que, en este caso, el responsable de la expoliación no es quien se beneficia de ella, sino la ley, el legislador, la sociedad, y aquí es donde radica el peligro político.
Es una pena que este término tenga algo de ofensivo. He buscado en vano otro término, porque en ningún momento, y ahora menos que nunca, quisiera emplear en nuestros debates una palabra hiriente. Así, créase o no, declaro que no pretendo reprochar las intenciones ni la moralidad de nadie. Critico una idea que considero falsa, un sistema que me parece injusto, y ello tan al margen de las intenciones, que cada uno de nosotros se beneficia sin quererlo y lo padece sin darse cuenta. Hay que escribir bajo la influencia del espíritu de partido o del temor para poner en duda la sinceridad del proteccionismo, del socialismo e incluso del comunismo, que no son sino una única e idéntica planta en tres periodos distintos de su crecimiento. Lo único que podría decirse es que la expoliación es más visible, por su parcialidad, en el proteccionismo, [18] y por su universalidad, en el comunismo; de donde se sigue que, de los tres sistemas, el socialismo es el más vago, el más indeciso y, por consiguiente, el más sincero.
Sea lo que fuere, convenir en que la falsa filantropía es una de las raíces de la expoliación es, evidentemente, salvar las intenciones.
Dicho esto, examinemos qué vale, de dónde viene y a qué conduce esta aspiración popular que pretende plasmar el bien general mediante la expoliación generalizada.
Los socialistas dicen que, si la ley organiza la justicia, ¿por qué no habría de organizar también el trabajo, la enseñanza o la religión? Pues sencillamente porque no puede organizar el trabajo, la instrucción y la religión sin desorganizar o corromper la justicia. Recordad que la ley significa coacción y que, por consiguiente, el ámbito de la ley no puede exceder legítimamente el legítimo ámbito de la coacción.
Cuando la ley y la coacción mantienen a un hombre en el ámbito de la justicia, no le imponen más que una pura negación. Sólo le imponen la necesidad de abstenerse de hacer daño. No atentan contra su persona, su libertad y su propiedad, al tiempo que salvaguardan la personalidad, la libertad y la propiedad de los demás. Se mantienen a la defensiva, defienden el derecho igual de todos. Cumplen una misión cuyo carácter único es evidente, su utilidad palpable y su legitimidad incuestionable.
Tan es así, que —como me hacía observar uno de mis amigos— decir que el fin de la ley consiste en hacer que reine la justicia es servirse de una expresión que no es rigurosamente exacta. Habría que decir: el fin de la ley es impedir que reine la injusticia. En efecto, no es la justicia la que tiene existencia propia, sino la injusticia. La una resulta de la ausencia de la otra.
Pero cuando la ley —por medio de su agente necesario, la fuerza o coacción— impone un modo de trabajar, un método o una manera de enseñar, una fe o un culto, actúa sobre los hombres no de forma negativa sino positiva. Sustituye por la voluntad del legislador sus voluntades propias; por la iniciativa del legislador sus propias iniciativas. Los individuos no tienen ya que consultarse, que comparar, que prever. La ley lo hace por ellos. La inteligencia se les convierte en un mueble inútil; dejan de ser hombres; pierden su personalidad, su libertad, su propiedad.
Tratad de imaginar una forma de trabajo impuesta por la fuerza que no sea un ataque a la libertad; una transmisión de riqueza impuesta por la fuerza que no sea un ataque a la propiedad. Si lo conseguís, reconoced que la ley no puede organizar el trabajo y la industria sin organizar la injusticia.
Cuando, desde su estudio, un publicista pasea su mirada sobre la sociedad, le sorprende el espectáculo de desigualdad que se le ofrece. Se lamenta de los sufrimientos que padecen muchos de nuestros hermanos, sufrimientos tanto más lamentables cuanto mayor es su contraste con el lujo y la opulencia de algunos.
Acaso debería preguntarse si semejante estado social no es producto de antiguas expoliaciones, ejercidas por la vía de la conquista, o de expoliaciones nuevas, ejercidas por medio de las leyes. Debería preguntarse si, dada la aspiración de todos los hombres al bienestar y al perfeccionamiento, el reino de la justicia no basta para desplegar la mayor actividad de progreso y la mayor suma de igualdad compatibles con esta responsabilidad individual que Dios ha dispuesto como justa retribución de las virtudes y de los vicios.
Nuestro publicista no sólo sueña. Su pensamiento vuela hacia combinaciones, arreglos, organizaciones legales o de hecho. Busca el remedio en la perpetuidad y la exageración de lo que ha producido el mal. Porque, fuera de la justicia —que, como hemos visto, no es sino pura negación—, ¿hay alguno de estos arreglos legales que no obedezca al principio de la expoliación?
Denunciáis la existencia de hombres que carecen completamente de riqueza y queréis hallar remedio en la ley. Pero la ley no es una ubre que se llene por sí misma o cuyas venas lactíferas se abastezcan en otra parte que en la sociedad. Nada se ingresa en el Tesoro público, en favor de un ciudadano o de una clase, a no ser lo que los demás ciudadanos y las demás clases se han visto forzados a ingresar. Si cada uno recibe sólo el equivalente de lo que ha ingresado, vuestra ley, ciertamente, no es expoliadora, pero nada hace a favor de los hombres que carecen de riqueza, nada hace por la igualdad. Sólo puede ser un instrumento de igualación en la medida en que toma de unos para darlo a otros, y entonces es un instrumento de expoliación. Examinad desde este punto de vista los aranceles, las primas o incentivos, el derecho al beneficio, el derecho al trabajo, el derecho a la asistencia, el impuesto progresivo, la gratuidad del crédito, el taller social: en el fondo encontraréis siempre la expoliación legal, la injusticia organizada.
Denunciáis la existencia de hombres sin instrucción, y también ahora apeláis a la ley. Pero la ley no es un faro que irradia a lo lejos un resplandor propio. Se cierne sobre una sociedad en la que hay hombres que saben y otros que no saben; ciudadanos que tienen necesidad de aprender y otros que están dispuestos a enseñar. La ley sólo puede hacer una de estas dos cosas: dejar que estas transacciones se hagan libremente y que del mismo modo se satisfagan estas necesidades; o bien forzar a este respecto las voluntades y quitar a unos para pagar a los profesores encargados de instruir gratuitamente a los otros. Pero, en el segundo caso, no puede evitar que se produzca un atentado contra la libertad y la propiedad, esto es, una expoliación legal.
Denunciáis asimismo la existencia de hombres que carecen de moralidad o de religión, y apeláis igualmente a la ley. Pero la ley es fuerza coactiva, y no es necesario decir que hacer intervenir a la coacción en estas materias es también una empresa violenta y disparatada.
Parece que el socialismo, en el fondo de sus sistemas y de sus esfuerzos, y por más complaciente que sea para consigo mismo, no puede menos de percibir el monstruo de la expoliación por medio de la ley. Pero ¿qué es lo que hace? Lo oculta hábilmente a todas las miradas, incluso a las suyas propias, bajo los nombres seductores de fraternidad, solidaridad, organización, asociación. Y como no le pedimos tanto a la ley, sólo exigimos de ella justicia, supone que rechazamos la fraternidad, la solidaridad, la organización, la asociación, y nos echa en cara el reproche de individualistas.
Pero lo que nosotros rechazamos no es la organización natural, sino la organización forzada. No la asociación libre, sino las formas de asociación que se pretende imponernos. No la fraternidad espontánea, sino la fraternidad legal. No la solidaridad providencial, sino la solidaridad artificial, que no es sino el desplazamiento injusto de la responsabilidad.
El socialismo, como la vieja política de la que procede, confunde gobierno y sociedad. Por eso, cada vez que no queremos que el gobierno haga algo, concluye que nosotros no queremos que esto se haga en absoluto. Nosotros rechazamos la instrucción por el Estado; por tanto, rechazamos de plano toda instrucción. Rechazamos una religión de Estado; por tanto, rechazamos toda religión. Rechazamos la igualación por el Estado; por tanto, somos contrarios a la igualdad, etc., etc. Es como si se nos acusara de que no queremos que los hombres coman, porque somos contrarios a que el Estado se dedique al cultivo del trigo.
¿Cómo ha podido imponerse en el mundo político la extraña idea de derivar de la ley lo que nada tiene que ver con ella: el bien, en forma positiva, la riqueza, la ciencia, la religión?
Los publicistas modernos, especialmente los de orientación socialista, fundamentan sus distintas teorías en una hipótesis común, y sin duda la más extraña, la más orgullosa que pueda caber en cabeza humana. Dividen a la humanidad en dos partes. La primera está constituida por todos los hombres menos uno, mientras que la segunda lo está por el publicista, él solo forma la segunda, que, por supuesto, es la más importante.
En efecto, comienzan por suponer que los hombres no tienen un principio de acción, ni un medio de discernimiento; que carecen de iniciativa; que están hechos de materia inerte, de moléculas pasivas, de átomos sin espontaneidad; a lo sumo, una vegetación indiferente a su propio modo de existencia, capaz de recibir, de una voluntad y de una mano externas, un número infinito de formas más o menos simétricas, artísticas, perfectas.
Luego cada uno de ellos da por supuesto, sin el menor escrúpulo, que él es, bajo los nombres de organizador, de revelador, de legislador, de instructor, de fundador, esta voluntad y esta mano, este móvil universal, este poder creador cuya sublime misión consiste en reunir en sociedad estos materiales dispersos que son los hombres.
A partir de este dato, como los jardineros cortan, según su capricho, los árboles en forma de pirámides, de parasoles, de cubos, de conos, vasos, espalderas, ruecas, abanicos, cada socialista, siguiendo su quimera, recorta a la pobre humanidad en grupos, en series, en centros, en subcentros, en alvéolos, en talleres sociales, armónicos, contrastados, etc., etc.
Y como el jardinero, para manipular los árboles, precisa de hachas, de sierras, de podaderas y tijeras, el publicista, para dar forma a su sociedad, precisa de unas fuerzas que sólo puede encontrar en las leyes: la ley de aduanas, la ley fiscal, la ley sobre asistencia, educación, etc.
Es cierto que los socialistas consideran a la humanidad como materia de combinaciones sociales; que si, por casualidad, no están muy seguros del éxito de estas combinaciones, reclaman al menos una parcela de humanidad como materia de experiencias; es sabido cuán popular es entre ellos la idea de experimentar todos los sistemas, y hemos visto cómo uno de sus jefes pedía, con toda serie dad, a la Asamblea constituyente una comuna con todos sus habitantes para realizar su ensayo.
Así es como todo inventor hace su máquina en pequeño antes de hacerla en grande. Así es como el químico sacrifica algunos reactivos, como el agricultor sacrifica algunas semillas y un rincón de su terreno para experimentar una idea.
Pero ¡qué enorme distancia la que existe entre el jardinero y sus árboles, entre el inventor y su máquina, entre el químico y sus reactivos, entre el agricultor y sus semillas! El socialista cree de buena fe que la misma distancia le separa de la humanidad.
No hay que extrañarse de que los publicistas del siglo XIX consideren a la sociedad como una creación artificial salida del genio del legislador. Esta idea, fruto de la educación clásica, ha dominado en todos los pensadores, en todos los grandes escritores de nuestro país. Todos han visto entre la humanidad y el legislador las mismas relaciones que existen entre la arcilla y el alfarero.
Más aún, si se han dignado reconocer en el corazón del hombre un principio de acción y en su inteligencia un principio de discernimiento, han pensado que con esto Dios le otorgaba un don funesto, y que la humanidad, bajo la influencia de estos dos motores, tiende fatalmente hacia su degradación. Han sostenido de hecho que, abandonada a sus inclinaciones, la humanidad no se ocuparía de religión sino para acabar en el ateísmo, de enseñana sino para llegar a la ignorancia, de trabajo y de comercio sino para caer en la miseria.
Por suerte, según estos mismos escritores, hay algunos hombres, llamados gobernantes, legisladores, que han recibido del cielo, no sólo para ellos sino también para los demás, unas tendencias opuestas.
Mientras que la humanidad se inclina al mal, ellos se inclinan al bien; mientras que la humanidad camina hacia las tinieblas, ellos aspiran a la luz; mientras que la humanidad es arrastrada al vicio, ellos son atraídos por la virtud. Y, por esta razón, reclaman la coacción para poder así sustituir por sus propias tendencias las tendencias del género humano.
Basta abrir al azar un libro de filosofía, de política o de historia, para ver cuán arraigada está en nuestro país esta idea —hija de los estudios clásicos y madre del socialismo— de que la humanidad es una materia inerte que recibe del poder la vida, la organización, la moralidad y la riqueza; o bien, lo que es aún peor, que por sí misma la humanidad tiende a su degradación y que sólo la mano misteriosa del legislador puede detenerla en esta pendiente. El convencionalismo clásico nos muestra por doquier, tras la sociedad pasiva, un poder oculto que, bajo el nombre de ley, legislador, o bajo esa expresión más cómoda y más vaga del impersonal se, mueve la humanidad, la anima, la enriquece y la moraliza.
BOSSUET: Una de las cosas que se [¿por quién?] grababa con más fuerza en el espíritu de los egipcios era el amor a la patria. [...] No se permitía ser inútil para el Estado; la ley asignaba a cada uno su empleo, que se perpetuaba de padres a hijos. Nadie podía tener dos profesiones o cambiar de profesión. [...] Pero había una ocupación que debía ser común: el estudio de las leyes y de la sabiduría. La ignorancia de la religión y de la civilización del país no se toleraba en ninguna situación. Por lo demás, cada profesión tenía su cantón, que le era asignado [¿por quién?] [...]. Lo mejor de todo, entre tantas buenas leyes, era que todos eran formados [¿por quién] en el espíritu de observarlas. [...] Sus mercurios llenaron Egipto de inventos maravillosos, y casi nada permitieron ignorar de lo que podía hacer la vida cómoda y tranquila.
Así, según Bossuet, los hombres no tienen nada por sí mismos: patriotismo, riquezas, actividad, sabiduría, inventos, laboreo, ciencias; todo lo reciben de la actuación de las leyes o de los reyes. Lo único que tienen que hacer es se laisser faire. Y por esta razón, cuando Diodoro acusa a los egipcios de rechazar la lucha y la música, Bossuet le reprende por ello. ¿Cómo es esto posible, dice, si estas artes habían sido inventadas por Trismegisto?
Y lo mismo cabe decir respecto a los persas:
Una de las primeras preocupaciones del príncipe era impulsar la agricultura. [...] Lo mismo que había encargados del comportamiento de los ejércitos, los había también para velar sobre los trabajos del campo. [...] El respeto que se inspiraba a las personas por la autoridad real llegaba hasta el exceso.
Los griegos, aunque llenos de espíritu, no eran menos ajenos a sus propios destinos, hasta el punto de que por sí mismos no se habrían elevado, como los perros y los caballos, a la altura de los juegos más simples. Entre los clásicos es algo convenido que a los pueblos todo les viene de fuera.
Los griegos, naturalmente llenos de espíritu y de valor, fueron cultivados muy pronto por reyes y colonos llegados de Egipto. De ellos aprendieron los ejercicios corporales, la carrera a pie, a caballo y en carros. [...] Lo mejor que les enseñaron los egipcios fue la docilidad, dejarse formar por las leyes para el bien público.
FÉNELON: Formado en el estudio y la admiración por la antigüedad, testigo del poder de Luis XIV, Fénelon apenas podía escapar a esta idea de que la humanidad es pasiva y que tanto sus venturas como sus desventuras, sus virtudes y sus vicios, proceden de una acción externa ejercida por la ley o por quienes la hacen. Por eso, en su utópico Salente, pone a los hombres, con sus intereses, sus facultades, sus deseos y sus bienes, bajo la absoluta discreción del legislador. Sea cual fuere la materia de que se trate, jamás son ellos los que juzgan por sí mismos, sino el príncipe. La nación no es más que una materia informe cuya alma es el príncipe. En él reside el pensamiento, la previsión, el principio de toda organización, de todo progreso, y, por consiguiente, la responsabilidad.
Para demostrar esta afirmación tendría que transcribir aquí todo el Libro X del Telémaco. A él remito al lector, y me limitaré a citar algunos pasajes tomados al azar de este célebre poema, al que, en todos los demás aspectos, soy el primero en rendir justicia.
Con esa credulidad sorprendente que caracteriza a los clásicos, Fénelon admite, a pesar de la autoridad del razonamiento y de los hechos, que la felicidad de los egipcios fue general, y la atribuye, no a su propia sabiduría, sino a la de sus reyes.
No podíamos dirigir nuestra mirada a ambas orillas sin descubrir ciudades opulentas, casas de campo con un grato emplazamiento, tierras que todos los años se cubrían de dorada mies, sin descansar jamás; prados cuajados de rebaños; labradores curvados bajo el peso de los frutos que la tierra vertía de su seno; pastores que hacían repetir los dulces sones de sus flautas y de sus caramillos a todos los ecos del entorno. «Feliz —decía Mentor— el pueblo que es gobernado por un rey sabio.»
Luego Mentor me hacía notar el gozo y la abundancia expandida por todo el campo de Egipto, en el que podían contarse hasta veintidos mil poblados; la justicia ejercida a favor del pobre y contra el rico; la buena educación de los niños, a los que se acostumbraba a la obediencia, al trabajo, a la sobriedad, al amor a las artes y a las letras; la precisión en todas las ceremonias religiosas; el desinterés, el aprecio del honor, la fidelidad para con los hombres y el temor a los dioses que cada padre inspiraba a sus hijos. No dejaba de admirar este orden magnífico. «Dichoso el pueblo —me decía— que así es conducido por un rey sabio.»
Aún más seductora es la visión idílica que Fénelon describe a propósito de Creta. Luego añade por boca de Mentor: Todo cuanto veréis en esta isla maravillosa es fruto de las leyes de Minos. La educación que él daba a los niños formaba cuerpos sanos y robustos. Se les acostumbra ante todo a una vida sencilla, frugal y laboriosa; se supone que toda molicie ablanda el cuerpo y el espíritu; no se les propone jamás otro placer que el de ser invencibles por la virtud y de adquirir mucha gloria. [...] Aquí se castigan tres vicios que no se castigan en otros pueblos: la ingratitud, el disimulo y la avaricia. En cuanto al fasto y la molicie, no hay jamás necesidad de reprimirlos, pues son desconocidos en Creta. [...] No se permiten ni muebles preciosos, ni ropajes magníficos, ni festines deliciosos, ni palacios dorados.
De este modo prepara Mentor a su alumno a triturar y manipular, con las más filantrópicas intenciones sin duda, al pueblo de Ítaca, y, para mayor seguridad, le propone el ejemplo de Salente.
He aquí cómo recibimos nuestras primeras nociones políticas. Se nos enseña a tratar a los hombres poco más o menos como Olivier de Serres enseña a los agricultores a tratar y mezclar las tierras.
MONTESQUIEU: Para mantener el espíritu de comercio, es preciso que todas las leyes le favorezcan; que estas mismas leyes, por sus disposiciones, dividiendo las fortunas a medida que el comercio las aumenta, proporcionando a los ciudadanos pobres una situación desahogada para que puedan trabajar como los demás, y haciendo que los ciudadanos ricos pasen sus apuros para que tengan necesidad de trabajar para conservar o para adquirir. [...]
De este modo las leyes disponen de todas las fortunas.
Aunque en la democracia la igualdad real es el alma del Estado, es sin embargo tan difícil de establecer que, a este respecto, no convendría aplicar siempre un rigor extremo. Basta que se establezca un censo que reduzca o fije las diferencias en un determinado punto. Después de lo cual, son las leyes particulares las que tienen que igualar, por decirlo así, las desigualdades, mediante las cargas que imponen a los ricos y las ayudas que prestan a los pobres...
También aquí tenemos la igualación de las fortunas por la ley, por la fuerza.
En Grecia había dos especies de repúblicas. Unas eran militares, como Lacedemonia; otras eran comerciantes, como Atenas. En unas se quería que los ciudadanos estuvieran ociosos; en otras se intentaba despertar el amor al trabajo.
Ruego que se preste un poco de atención a la magnitud del genio que debieron de tener estos legisladores para ver que, chocando contra todos los usos recibidos y confundiendo todas las virtudes, mostraran al mundo su sabiduría. Licurgo, mezclando el hurto con el espíritu de justicia, la más severa esclavitud con la más extrema libertad, los sentimientos más atroces con la mayor moderación, proporcionó la estabilidad a su ciudad. Parece que le priva de todos los recursos, las artes, el comercio, el dinero, las murallas: se tiene ambición sin esperanza de mejorar; se tienen sentimientos naturales y no se es ni hijo, ni marido, ni padre; incluso se le quita el pudor a la castidad. Tal fue el camino que condujo a Esparta a la grandeza y a la gloria.
Lo que de extraordinario se veía en las instituciones de Grecia, lo hemos visto en la hez y en la corrupción de los tiempos modernos. Un legislador honesto ha formado a un pueblo en el que la probidad parecía tan natural como la valentía en los espartanos. El señor [William] Penn es un auténtico Licurgo, y aunque el primero tuviera por objetivo la paz como el otro la guerra, se parecen en el singular camino en que ambos pusieron a sus pueblos, en el ascendente que tuvieron entre los hombres libres, en los prejuicios que vencieron, en las posiciones que sometieron. [...]
Paraguay puede ofrecernos otro ejemplo. Se ha querido convertir en un crimen a la Sociedad, que considera el placer de mandar como el único bien de la vida; pero siempre estará bien gobernar a los hombres haciéndolos más felices. [...]
Quienes quieran construir instituciones semejantesestablecerán la comunidad de bienes de la república de Platón, el respeto que él exigía para con los dioses, la exclusión de los extranjeros para conservar las costumbres y el comercio en manos de la ciudad y no de los ciudadanos; darán nuestras artes sin nuestro lujo y nuestras necesidades sin nuestros deseos.
El entusiasmo vulgar podrá exclamar: ¡Es Montesquieu, y por tanto es magnífico, sublime! Por mi parte, sostengo que es algo horrible, abominable. Tendré el valor de declarar mi opinión y decir: ¿Es que tenéis la cara de afirmar que esto es bello? Estos extractos, que podría multiplicar, muestran que en opinión de Montesquieu las personas, las libertades, las propiedades y la humanidad entera no son más que materiales aptos para que con ellos se ejercite la sagacidad del legislador.
ROUSSEAU: Aunque este publicista, suprema autoridad para los demócratas, fundamente el edificio social en la voluntad general, nadie como él ha admitido la hipótesis de la total pasividad del género humano ante el legislador: «Si es cierto que un gran príncipe es algo excepcional, ¿qué será de un gran legislador? El primero no tiene más que seguir el modelo que el otro debe proponerle. Éste es el mecánico que inventa la máquina, aquél no es sino el obrero que la monta y la hace funcionar.»
¿Y qué pintan los hombres en todo esto? ¡Son la máquina que alguien monta y pone en marcha, o más bien la materia bruta con que se hace la máquina!
Así, entre el legislador y el príncipe, entre el príncipe y los sujetos, existen las mismas relaciones que entre el agrónomo y el agricultor, el agricultor y la gleba. A qué altura por encima de la humanidad se coloca, pues, el publicista, que regenta a los propios legisladores y les enseña su oficio en estos perentorios términos:
¿Deseáis dar consistencia al Estado? Aproximad los grados extremos todo lo posible. No permitáis que haya gente opulenta ni indigente. Si el terreno es ingrato y estéril, o el país demasiado angosto para los habitantes, optad por la industria y las artes, cuyos productos cambiaréis por los alimentos que os faltan. [...] Si disponéis de un buen terreno y escasean los habitantes, dirigid todos vuestros cuidados a la agricultura, que multiplica los hombres, y desechad las artes, que no harían más que acabar de despoblar al país. [...] Ocupaos de las riberas amplias y cómodas, cubrid el mar de barcos, y tendréis una existencia brillante y fácil. Si el mar no baña en vuestras costas más que rocas inaccesibles, permaneced bárbaros e ictiófagos, viviréis más tranquilos, mejores tal vez, y, con toda seguridad, más felices. En una palabra, además de las máximas comunes a todos, cada pueblo encierra en sí alguna causa que los ordena de una manera particular, y hace que su legislación sea propia de él solo. Así es como en otro tiempo los hebreos y recientemente los árabes han tenido como objeto principal la religión; los atenienses, las letras; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra, y Roma, la virtud. El autor del Espíritu de las leyes ha mostrado de qué modo el legislador dirige la institución hacia cada uno de estos objetivos. [...] Pero si el legislador, equivocándose en su objetivo, toma un principio distinto del que brota de la naturaleza de las cosas, según el cual uno tiende a la servidumbre y otro a la libertad, uno a las riquezas y otro a la población, uno a la paz y otro a las conquistas, se verá cómo las leyes se debilitan sensiblemente, la constitución se altera, y el Estado no dejará de estar agitado hasta ser destruido o transformado, y la invencible naturaleza vuelva por sus fueros.
Pero si la naturaleza es bastante invencible para volver por sus fueros y retomar su imperio, ¿por qué Rousseau no admite que no tenía ninguna necesidad del legislador para tomar este imperio desde el principio? ¿Por qué no admite que, obedeciendo a su propia iniciativa, los hombres se dirigirán por sí mismos al comercio en las riberas amplias y cómodas, sin que un Licurgo, un Solón o un Rousseau se entrometa, con el riesgo de equivocarse?
Sea como fuere, se comprende la terrible responsabilidad que Rousseau hace pesar sobre los inventores, instructores, conductores, legisladores y manipuladores de sociedades. Por ello es muy exigente a este respecto:
Quien osa emprender la tarea de instituir un pueblo debe sentirse en condiciones de poder cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo más grande, del que este individuo recibe, total o parcialmente, su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla, de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, es preciso que prive al hombre de sus propias fuerzas para darle otras que le son ajenas.
¡Pobre especie humana! ¿Qué harían de tu dignidad los seguidores de Rousseau?
REYNAL: «El clima, es decir el cielo y el suelo, es la primera regla del legislador. Sus recursos le dictan sus deberes. Lo primero que debe consultar es su posición local. Un pueblo asentado en las costas marítimas tendrá sus leyes relativas a la navegación. [...] Si la colonia está tierra adentro, el legislador deberá prever su género y su grado de fecundidad. [...]
Es sobre todo en la distribución de la propiedad donde brilla la sabiduría de la legislación. En general, y en todos los países del mundo, cuando se funda una colonia, hay que distribuir tierras entre todos los hombres, es decir a cada uno una extensión suficiente para mantener a una familia. [...]
En una isla salvaje poblada de niños, no habría más que dejar brotar los gérmenes de la verdad en los desarrollos de la razón. [...] Pero se establece un pueblo ya viejo en un país nuevo, la habilidad consiste en no dejarle más que las opiniones y las costumbres perjudiciales de las que no se le puede curar y corregir. Si se quiere impedir que éstas se transmitan, se vigilará sobre la segunda generación mediante una educación común y pública de los niños. Un príncipe, un legislador jamás debería fundar una colonia sin enviar por delante algunos hombres cultos para instruir a la juventud. [...] En una colonia que se forma, todas las facilidades están abiertas a las precauciones del legislador que quiere depurar la sangre y las costumbres de su pueblo. Si existe genio y virtud, las tierras y los hombres que tendrá en sus manos inspirarán a su alma un plan social que un escritor jamás podrá diseñar sino de manera vaga y sujeta a la inestabilidad de las hipótesis, que varían y se complican con una infinidad de circunstancias demasiado difíciles de prever y de cambiar [...]
¿No parece esta la voz de un profesor de agricultura que dice a sus alumnos: el clima es la primera regla del agricultor? Sus recursos le dictan sus deberes. Lo primero que debe consultar es su posición. Si se encuentra con un suelo arcilloso, deberá comportarse de una determinada manera. ¿Se trata de una tierra arenosa? Deberá comportarse así y así. El agricultor que quiere limpiar y mejorar su terreno cuenta con todas las facilidades. Si es hábil, las tierras y los abonos que tendrá en sus manos le inspirarán un plan de explotación que un profesor jamás podrá confeccionar a no ser de una manera vaga y sujeta a la inestabilidad de las hipótesis, que varían y se complican con una infinidad de circunstancias demasiado difíciles de prever y de cambiar.
Pero, ¡oh sublimes escritores!, ¿querréis acaso acordaros por una sola vez de esta arcilla, esta arena, este estiércol de los que disponéis tan arbitrariamente? Son hombres como vosotros, gente inteligente y libre como vosotros, que ha recibido de Dios, como vosotros, la facultad de ver, de prever, de pensar y de juzgar por sí mismos.
MABLY. (Supone que las leyes se desgastan por el moho del tiempo, la negligencia de la seguridad, y prosigue así:)
En estas circunstancias, hay que convenir que los resortes del gobierno se han aflojado. Tensadlos (Mably se dirige al lector) y el mal quedará curado. [...] Pensad menos en castigar las faltas que en fomentar las virtudes que necesitáis. Con este método daréis a vuestra república el vigor de la juventud. La ignorancia de este método es lo que ha hecho que los pueblos libres perdieran su libertad. Pero si los progresos del mal son tales que los magistrados ordinarios no pueden remediarlo eficazmente, recurrid a una magistratura extraordinaria que emplee poco tiempo y tenga un poder considerable. Entonces la imaginación de los ciudadanos recibirá una sacudida.
Y de esta guisa a lo largo de veinte volúmenes.
Ha habido una época en la que, bajo la influencia de tales enseñanzas, que constituyen el fondo de la educación clásica, todos han querido situarse fuera y por encima de la humanidad con el fin de adecuarla, organizarla y modelarla a su gusto.
CONDILLAC: Erigíos, señor, en Licurgo o en Solón. Antes de proseguir la lectura de este escrito, divertíos dando leyes a algún pueblo salvaje de América o de África. Estableced en moradas fijas a estos hombres errantes, enseñadles a cuidar los rebaños [...]. Trabajad en desarrollar las cualidades sociales que la naturaleza ha puesto en ellos. [...] Ordenadles que empiecen a practicar los deberes de la humanidad. [...] Envenenad mediante el castigo los placeres que prometen las pasiones, y veréis cómo estos bárbaros, con cada artículo de vuestra legislación, pierden un vicio y ganan una virtud.
Todos los pueblos han tenido leyes. Pero pocos han sido felices. El motivo es que los legisladores han ignorado casi siempre que el objetivo de la sociedad es unir las familias para perseguir un interés común.
La imparcialidad de las leyes consiste en dos cosas: en establecer la igualdad de las fortunas y en garantizar la dignidad de los ciudadanos. [...] A medida que vuestras leyes establezcan una mayor igualdad, serán más estimadas por todos los ciudadanos [...] ¿Cómo la avaricia, la ambición, el placer, la pereza, la ociosidad, la envidia, el odio, los celos, podrían incentivar a unos hombres que fueran iguales en fortuna y en dignidad, y a los que las leyes no dejaran la esperanza de romper la igualdad?
No es de extrañar que los siglos XVII y XVIII consideraran al género humano como una materia inerte que espera, que lo recibe todo, forma, figura, impulso, movimiento y vida de un gran príncipe, de un gran legislador, de un gran genio. Estos siglos estaban imbuidos en el estudio de la antigüedad, y la antigüedad nos ofrece por doquier, en Egipto, en Persia, en Grecia, en Roma, el espectáculo de algunos hombres que manipulan a placer a la humanidad, sometida por la fuerza o la impostura. ¿Qué demuestra esto? Que, como el hombre y la sociedad son perfectibles, el error, la ignorancia, el despotismo, la esclavitud, la superstición tienen que acumularse más al comienzo de los tiempos. El error de los escritores que he citado no consiste en haber constatado el hecho, sino en haberlo propuesto, como regla, a la admiración y a la imitación de las razas futuras. Su error consiste en haber admitido, con una inconcebible falta de crítica y con un convencionalismo pueril, lo que no es admisible, a saber: la grandeza, la dignidad, la moralidad y el bienestar de estas sociedades del mundo antiguo; en no haber comprendido que el tiempo produce y propaga la luz, que a medida que la luz se va imponiendo, la fuerza se pone del lado del derecho y la sociedad retoma la posesión de sí misma.
Y, en efecto, ¿cuál es el trabajo político al que asistimos? No es otro que el esfuerzo instintivo de todos los pueblos hacia la libertad. ¿Y qué es la libertad, esta palabra que tiene el poder de hacer latir todos los corazones y de agitar el mundo, sino el conjunto de todas las libertades, libertad de conciencia, de enseñanza, de asociación, de prensa, de movimiento, de trabajo, de comercio; en otros términos, el libre ejercicio para todos de todas las facultades que no perjudican a los demás; y más todavía, en otras palabras, la destrucción de todos los despotismos, incluso del que se vale de la ley, y la reducción de la ley a su única atribución racional, que consiste en regular el derecho individual de legítima defensa o de reprimir la injusticia?
Hay que reconocer que esta tendencia del género humano recibe la fuerte oposición, especialmente en nuestra patria, de la funesta actitud —fruto de la educación clásica— común a todos los publicistas de situarse fuera de la humanidad para ordenarla, organizarla y conformarla a su placer.
n efecto, mientras la sociedad se agita para realizar la libertad, los grandes hombres que se colocan a su cabeza, imbuidos de los principios de los siglo XVII y XVIII, no piensan más que en doblegarla bajo el filantrópico despotismo de sus fantasías sociales y en obligarle a llevar dócilmente, según la expresión de Rousseau, el yugo de la felicidad pública, tal como ellos lo han imaginado.
Ya se vio en 1789. Apenas se destruyó el antiguo régimen legal, centraron sus preocupaciones en someter la sociedad nueva a otros arreglos artificiales, partiendo siempre del principio, dado por supuesto, de la omnipotencia de la ley.
SAINT-JUST: «El legislador manda en el futuro. Él es quien quiere el bien. Él es quien hace que los hombres sean lo que él quiere que sean.»
ROBESPIERRE: «La función del gobierno es dirigir las fuerzas físicas y morales de la nación hacia el fin para el que ésta existe como institución.»
VILLAUD-VARENNES: «Es preciso crear de nuevo el pueblo que se recupere la libertad. Porque es necesario destruir antiguos prejuicios, cambiar antiguas costumbres, perfeccionar afecciones depravadas, restringir necesidades superfluas, extirpar vicios inveterados; se precisa, pues, una acción fuerte, un impulso enérgico. [...] Ciudadanos, la inflexible austeridad de Licurgo fue para Esparta el basamento inquebrantable de la república; el carácter débil y confiado de Solón sumergió a Atenas en la esclavitud. Este paralelo encierra toda la ciencia del gobierno.»
LE PELLETIER: «Considerando hasta qué punto se ha degradado la especie humana, me he convencido de la necesidad de operar una completa regeneración y, si puedo expresarme así, de crear un nuevo pueblo.»
Como se ve, los hombres no son más que viles materiales. No son ellos los que quieren el bien, pues son incapaces de quererlo; es el legislador quien lo quiere, según Saint-Just. Los hombres no son más que lo que él quiere que sean.
Según Robespierre, que copia literalmente a Rousseau, el legislador empieza por asignar el fin u objetivo de la institución de la nación. Los gobernantes no tienen más que dirigir hacia este fin todas las fuerzas físicas y morales. La nación en cuanto tal permanece siempre pasiva en todo esto, y Villaud-Varennes nos dice que sólo debe tener los prejuicios, las costumbres, las afecciones y las necesidades que el legislador autorice. Llega incluso a afirmar que la inflexible austeridad de un hombre es la base de la república.
Hemos visto que, en el caso de que el mal sea tan grande que los magistrados ordinarios no puedan hacerle frente, Mably aconseja la dictadura para hacer florecer la virtud. «Recurrid —dice— a una magistratura extraordinaria, en la que los plazos sean cortos y el poder considerable. La imaginación de los ciudadanos tiene que ser impactada.» Esta doctrina sigue vigente. Oigamos a Robespierre:
El principio del gobierno republicano es la virtud, y su medio, mientras se establece, el terror. Nosotros queremos sustituir, en nuestro país, el egoísmo por la moral, el honor por la probidad, los usos por los principios, el decoro por los deberes, la tiranía de la moda por el imperio de la razón, el desprecio de la desgracia por el desprecio del vicio, la insolencia por el orgullo, la vacuidad por la grandeza de alma, el amor al dinero por el amor a la gloria, la buena compañía por la buena gente, la intriga por el mérito, el espíritu ocurrente por el genio, el brillo por la verdad, el aburrimiento del placer por el encanto de la felicidad, la pequeñez de los grandes por la grandeza del hombre, un pueblo amable, frívolo, miserable por un pueblo magnánimo, poderoso, feliz; es decir, todos los vicios y todas las ridiculeces de la monarquía por todas las virtudes y todos los milagros de la república.
¡A qué altura por encima de la humanidad se coloca aquí Robespierre! Reparad en la circunstancia en que habla. No se limita a expresar el deseo de una gran renovación del corazón humano; tampoco espera que esa renovación sea el resultado del gobierno ordinario. No, quiere actuar por sí mismo y mediante el terror. El discurso del que se ha tomado este pueril y laborioso montón de antítesis tenía por objeto exponer los principios morales en que debe inspirarse un gobierno revolucionario. Observad que, cuando Robespierre reclama la dictadura, no es sólo para expulsar al extranjero y combatir las facciones, sino para hacer que prevalezcan por el terror, y al margen del juego de la constitución, sus propios principios morales. Su pretensión no aspira a menos que a extirpar del país, por el terror, el egoísmo, el honor, las costumbres, la urbanidad, la moda, la vanidad, el amor al dinero, la buena compañía, la intriga, la cultura, la voluptuosidad y la miseria. Sólo después de que él, Robespierre, haya obrado estos milagros —como los llama con razón— permitirá que las leyes reanuden su labor. ¡Miserables! ¿Os creéis tan grandes que juzgáis a la humanidad tan pequeña que queréis reformarlo todo? ¡Basta que os reforméis a vosotros mismos!
Sin embargo, en general, los señores reformadores y publicistas no exigen ejercer sobre la humanidad un despotismo inmediato. No, son demasiado moderados y demasiado filántropos. Sólo reclaman el despotismo, el absolutismo, la omnipotencia de la ley. Sólo aspiran a hacer la ley.
Para mostrar cuán universal ha sido en Francia esta extraña disposición de los espíritus, así como habría tenido que copiar todo Mably, todo Raynal, todo Rousseau, todo Fénelon, y amplios extractos de Bossuet y Montesquieu, así también tendría que reproducir íntegramente las actas de las sesiones de la Convención. Me guardaré de ello y remitiré al lector a su lectura.
Se piensa que esta idea tuvo que agradarle a Bonaparte. Él la acogió con entusiasmo y la puso en práctica enérgicamente. Considerándose como un químico, sólo veía en Europa una materia de experiencias. Pero esta materia no tardó en manifestarse como un reactivo poderoso. Se desengañó muy pronto, en Santa Elena, y pareció reconocer que los pueblos tienen cierta iniciativa, por lo que se mostró menos hostil a la libertad. Esto, sin embargo, no le impidió dar como testamento esta lección a su hijo: «Gobernar es distribuir la moralidad, la instrucción y el bienestar. »
¿Es necesario señalar ahora con fastidiosas citas de dónde proceden Morelly, Babeuf, Owen, Saint-Simon, Fourier? Me limitaré a someter al lector algunos extractos del libro de Louis Blanc sobre la organización del trabajo. «En nuestro proyecto, la sociedad recibe el impulso del poder » (p. 126). ¿En qué consiste el impulso que el poder da a la sociedad? En imponer el proyecto del señor L. Blanc. Por otro lado, la sociedad es el género humano. Por tanto, en definitiva, el género humano recibe el impulso del señor Blanc.
Naturalmente, el género humano es libre de seguir los consejos de cualquiera. Pero no es eso lo que piensa el señor Blanc. Él piensa que su proyecto debe convertirse en ley y, por consiguiente, que debe imponerlo coactivamente el poder.
En nuestro proyecto, el Estado no hace sino dar al trabajo una legislación (perdonad que sea tan poco) en virtud de la cual el movimiento industrial puede y debe realizarse con toda libertad. [El Estado] no hace más que poner la libertad en una pendiente (nada más que esto), por la que ésta desciende, una vez colocada en ella, por la sola fuerza de las cosas y como natural consecuencia del mecanismo establecido.
Pero ¿cuál es esta pendiente? La que indica el señor Blanc. ¿Acaso no conduce al abismo? No, sino que conduce a la felicidad. ¿Por qué la sociedad no se coloca a sí misma en esa pendiente? Porque no sabe lo que quiere, y necesita recibir un impulso. ¿Quién le dará este impulso? El poder. ¿Y quién impulsará al poder? El inventor del mecanismo, el señor L. Blanc.
No salimos nunca del círculo: la sociedad pasiva y un gran hombre que la mueve por medio de la ley.
Puesta ya sobre esta pendiente, ¿gozará la sociedad al menos de cierta libertad? Sin duda. Pero ¿qué es la libertad?
Digámoslo de una vez por todas: la libertad consiste no solamente en el derecho concedido, sino en el poder que se le da al hombre para ejercer, para desarrollar sus facultades, bajo el impulso de la justicia y bajo la salvaguardia de la ley.
No se trata de una vana distinción: su sentido es profundo y sus consecuencias inmensas. Porque desde el momento en que se admite que el hombre, para ser verdaderamente libre, precisa del poder de ejercer y desarrollar sus facultades, resulta que la sociedad debe a cada uno de sus miembros la instrucción conveniente, sin la cual el espíritu humano no puede desarrollarse, y los instrumentos de trabajo, sin los cuales la actividad humana nada puede hacer. Ahora bien, ¿por medio de quién dará la sociedad a cada uno de sus miembros la instrucción conveniente y los instrumentos de trabajo necesarios, si no es por medio del Estado?
De modo que la libertad es el poder. ¿En qué consiste el poder? En poseer la instrucción y los instrumentos de trabajo. ¿Quién dará la instrucción y los instrumentos de trabajo? La sociedad, que debe hacerlo. ¿Por medio de quién dará la sociedad los instrumentos de trabajo a quienes no los tienen? Por medio del Estado. ¿De quién los tomará el Estado?
Es el lector quien debe dar la respuesta y decirnos adónde conduce todo esto.
Uno de los fenómenos más curiosos de nuestro tiempo, y que sin duda nos creará desasosiego, es que la doctrina que se basa en esta triple hipótesis —la inercia radical de la humanidad, la omnipotencia de la ley, la infalibilidad del legislador— es el símbolo sagrado del partido que se proclama en exclusiva democrático.
Es cierto que también se llama social. En cuanto democrático, tiene una fe ilimitada en la humanidad. En cuanto social, la arrastra por los suelos.
Se trata de derechos políticos, de hacer que el legislador intervenga, y entonces se descubre que el pueblo tiene la ciencia infusa, que está dotado de un tacto admirable, que su voluntad es siempre recta, que la voluntad general no puede equivocarse. El sufragio no será nunca demasiado universal. Ninguna garantía se le debe a la sociedad. La voluntad y la capacidad de elegir correctamente se dan siempre por supuestas. ¿Acaso puede equivocarse el pueblo? ¿Acaso no estamos en el siglo de las luces? ¿Deberá el pueblo permanecer siempre bajo tutela? ¿Acaso no ha conquistado sus derechos con enormes esfuerzos y sacrificios? ¿No ha dado suficientes pruebas de su inteligencia y de su sabiduría? ¿No ha alcanzado ya la madurez? ¿No se halla en condiciones de juzgar por sí mismo? ¿No conoce sus intereses? ¿Existe algún hombre o alguna clase que se atreva a reivindicar el derecho de reemplazar al pueblo, de decidir y obrar por él? No, el pueblo quiere ser libre y lo será. Quiere dirigir sus propios asuntos y los dirigirá.
Pero una vez que el legislador abandona los comicios, el lenguaje cambia. La nación cae en la pasividad, en la inercia, en la nada, y el legislador toma posesión de la omnipotencia. A él le corresponde la invención, la dirección, el impulso, la organización. La humanidad sólo tiene que dejarse llevar; ha sonado la hora del despotismo. Y observad que esto es fatal, porque este pueblo, hace un momento tan ilustrado, tan moral, tan perfecto, no tiene tendencia alguna, y si las tiene, todas le empujan a la degradación. Acaso se le deje un poco de libertad. Pero ¿no sabéis que, según el señor Considérant, la libertad conduce fatalmente al monopolio? ¿No sabéis que la libertad es la competencia, y que la competencia, según el señor Blanc, es para el pueblo un sistema de exterminio y para la burguesía una causa de ruina? ¿Que por eso los pueblos padecen el exterminio y la ruina tanto más cuanto más libres son, por ejemplo Suiza, Holanda, Inglaterra y Estados Unidos? ¿No sabéis que, siempre según el señor L. Blanc, la competencia conduce al monopolio y que, por la misma razón, el mercado libre conduce a que los precios se disparen? ¿Que la competencia tiende a agotar las fuentes del consumo e impulsa la producción a una actividad desenfrenada? ¿Que la competencia fuerza la producción a aumentar y el consumo a disminuir —de donde se sigue que los pueblos libres producen para no consumir—, que es a la vez opresión y demencia, y que es de todo punto necesario que el señor L. Blanc intervenga?
or lo demás, ¿qué libertad podría dejarse a los hombres? ¿La libertad de conciencia? En ese caso, todos se aprovecharán de ella para hacerse ateos. ¿La libertad de enseñanza? Los padres se apresurarán a poner unos profesores para que enseñen a sus hijos la inmoralidad y el error. Por otra parte, si creemos al señor Thiers, si la enseñanza se dejara a la libertad nacional, dejaría de ser nacional, y nosotros educaríamos a nuestros hijos en las ideas de los turcos o de los indios, en lugar de que, gracias al despotismo legal de la universidad, tengan la dicha de ser instruidos en las nobles ideas de los romanos. ¿La libertad de trabajo? Pero esto sería caer en la competencia, cuyo efecto es que los productos no se consumen, la exterminación del pueblo y la ruina de la burguesía. ¿La libertad de comercio? Ya sabemos —pues los proteccionistas lo han demostrado hasta la saciedad— que un hombre se arruina cuando cambia libremente y que, para enriquecerse, es preciso intercambiar sin libertad. ¿La libertad de asociación? Pero, según la doctrina socialista, libertad y asociación se excluyen, ya que precisamente no aspiramos a arrebatar la libertad a los hombres sino para forzarles a asociarse.
Ya se ve cómo los demócratas socialistas no pueden, en buena conciencia, dejar a los hombres libertad alguna, pues, por su propia naturaleza, y si estos señores no ponen orden, tienden por todas partes a todo género de degradación y pérdida de la moralidad.
Queda por saber, en este caso, con qué fundamentos se reclama para ellos, con tanta insistencia, el sufragio universal.
Las pretensiones de los organizadores plantean otra cuestión, que con frecuencia yo les he planteado, y a la cual, que yo sepa, ellos no han contestado nunca. Puesto que las tendencias naturales de la humanidad son tan malas que justifican el que se le prive de su libertad, ¿cómo es que las tendencias de los organizadores son tan buenas? ¿Acaso no son los organizadores y sus agentes parte del género humano? ¿Se consideran amasados con otro barro que el resto de los hombres? Dicen que la sociedad, abandonada a ella misma, corre fatalmente al abismo porque sus instintos son perversos. Ellos pretenden frenar esta inclinación e imprimirle una dirección mejor. Han recibido del cielo una inteligencia y unas virtudes que les sitúan fuera y por encima de la humanidad. ¡Que muestren sus títulos! Quieren ser pastores y que nosotros seamos el rebaño, lo cual supone en ellos una superioridad de naturaleza cuya prueba previa tenemos todo el derecho a exigirles.
Observad que lo que yo les niego no es el derecho a inventar combinaciones sociales, a difundirlas, aconsejarlas y experimentarlas en ellos mismos, a su costa y riesgo, sino el derecho a imponérnoslas por medio de la ley, es decir, de la coacción y de los impuestos.
Solicito que los cabetistas, los fourieristas, los proudhonianos, los universitarios y los proteccionistas renuncien, no a sus particulares ideas, sino a su común pretensión de someternos por la fuerza a sus grupos y series, a sus talleres sociales, a su banca gratuita, a su moral greco- romana, a sus trabas comerciales. Lo que les pido es que nos dejen la facultad de juzgar sus planes y no asociarnos a ellos, directa o indirectamente, si pensamos que hieren nuestros intereses o repugnan a nuestra conciencia.
Porque la pretensión de hacer intervenir el poder y el fisco, además de ser opresiva y expoliadora, implica también esta hipótesis perjudicial: la infalibilidad del organizador y la incompetencia de la humanidad. Y si la humanidad es incompetente para juzgar por sí misma, ¿a qué viene eso de hablarnos del sufragio universal?
Esta contradicción en las ideas se ha reproducido por desgracia también en los hechos, y mientras el pueblo francés se ha adelantado a todos los demás en la conquista de sus derechos, o más bien de sus garantías políticas, no por ello deja de ser el más gobernado, dirigido, administrado, sujeto a impuestos, entorpecido y explotado entre todos los pueblos. Es también aquel en que mayor es la amenaza de revolución, y con razón.
Desde el momento en que se parte de esta idea, admitida por todos nuestros publicistas y tan enérgicamente expresada por L. Blanc con estas palabras: «La sociedad recibe el impulso del poder»; desde el momento en que los hombres se consideran a sí mismos sensibles pero pasivos, incapaces de elevarse por su propio discernimiento y por su propia energía a cualquier grado de moralidad o de bienestar, y se ven reducidos a esperarlo todo de la ley; en una palabra, cuando admiten que sus relaciones con el Estado son las del rebaño con el pastor, es claro que la responsabilidad del poder tiene que ser inmensa. Los bienes y los males, las virtudes y los vicios, la igualdad y la desigualdad, la opulencia y la miseria, todo deriva de él. Él se ocupa de todo, lo emprende todo, lo hace todo; por tanto, responde de todo. Si somos felices, reclama con razón nuestro reconocimiento; pero si somos miserables, sólo con él podemos meternos. ¿No dispone, en principio, de nuestras personas y de nuestros bienes? ¿No es omnipotente la ley? Al crear el monopolio universitario, se obliga a responder a las esperanzas de los padres de familia privados de libertad. Y si estas esperanzas no se cumplen, ¿de quién es la culpa? Cuando reglamenta la industria, se obliga a hacer que ésta prospere, pues de lo contrario habría sido inútil privarle de su libertad; y si la industria va mal, ¿de quién será la culpa? Cuando interviene para manipular la balanza comercial por medio de los aranceles, se obliga a mejorarla; y si, lejos de mejorar, se deteriora, ¿de quién será la culpa? Cuando concede su protección a los armamentos marítimos a cambio de su libertad, se echa encima la obligación de hacerlos rentables; si son una carga, ¿de quién es la culpa?
Así pues, no hay desgracia en la nación de la que el gobierno no se haya hecho voluntariamente responsable. Por eso no es de extrañar que cada desventura sea motivo de revolución.
¿Y cuál es el remedio que se propone? Ampliar indefinidamente el ámbito de la ley, es decir, de la responsabilidad del gobierno.
Pero si el gobierno se encarga de elevar y regular los salarios y no lo consigue; si se encarga de remediar todos los infortunios, de garantizar las pensiones a todos los trabajadores, de proporcionar a todos los obreros los instrumentos de trabajo, de abrir a todos los que desean obtener préstamos un crédito gratuito... y no puede hacerlo; si, según las palabras que con pena hemos visto escapar de la pluma de Lamartine, «el Estado se atribuye la misión de ilustrar, desarrollar, ampliar, fortificar, espiritualizar y santificar el alma de los pueblos», y fracasa, ¿no es evidente que al cabo de cada decepción —por desgracia, más que probable— habrá una no menos inevitable revolución?
Retomo mi tesis y afirmo: inmediatamente tras la ciencia económica y en el umbral de la ciencia política,[19] se plantea una cuestión dominante. Esta: ¿Qué es la ley? ¿Qué debe ser? ¿Cuál es su ámbito? ¿Cuáles son sus límites? ¿Dónde terminan, por consiguiente, las atribuciones del legislador?
Y no dudo en responder: la ley es la fuerza común organizada para impedir la injusticia. En una palabra, la ley es la justicia.
No es cierto que el legislador tenga sobre nuestras personas y nuestras propiedades un poder absoluto, puesto que son anteriores a la ley, y la labor de ésta consiste en rodearlas de garantías.
No es cierto que la ley tenga por misión regir nuestras conciencias, nuestras ideas, nuestras voluntades, nuestra instrucción, nuestros sentimientos, nuestros trabajos, nuestros intercambios, nuestros dones, nuestras alegrías. Su misión consiste en impedir que en cualquiera de estas materias el derecho de uno usurpe el derecho de otro.
La ley, que tiene como sanción necesaria la fuerza, no puede tener como dominio legítimo más que el legítimo dominio de la fuerza: la justicia.
Y como cada individuo no tiene derecho a recurrir a la fuerza sino en caso de legítima defensa, la fuerza colectiva, que no es otra cosa que la unión de las fuerzas individuales, no puede aplicarse racionalmente a un fin distinto.
La ley, pues, no es más que la organización del derecho individual preexistente de legítima defensa.
La ley es la justicia.
Es tan falso que pueda oprimir a las personas o expoliar las propiedades, aunque sea con un fin filantrópico, que su misión es, en cambio, protegerlas.
Y no se diga que por lo menos puede ser filantrópica, siempre que se abstenga de toda opresión, de toda expoliación, pues esto es contradictorio. La ley no puede actuar sobre nuestras personas o nuestros bienes; si no los garantiza, los viola por el hecho mismo de actuar, por el solo hecho de ser.
La ley es la justicia.
Todo esto es claro, simple, perfectamente definido y delimitado, accesible a toda inteligencia, visible a toda mirada, inmutable, inalterable, que no admite ni más ni menos.
Abandonad este criterio, haced que la ley sea religiosa, fraternal, igualitaria, filantrópica, industrial, literaria, artística, y habréis caído inmediatamente en lo indefinido, lo incierto, lo desconocido, en la utopía impuesta, o, lo que es peor, en la multitud de utopías que combaten para apoderarse de la ley e imponerse; porque la fraternidad, la filantropía, a diferencia de la justicia, no tienen límites fijos. ¿Dónde os detenéis? ¿Dónde se detendrá le ley? Algunos, como el señor Saint-Cricq, limitarán su filantropía a algunas clases de industriales y pedirán a la ley que disponga de los consumidores a favor de los productores. Otros, como el señor Considérant, se harán adalides de la causa de los trabajadores y reclamarán para ellos de la ley un mínimo asegurado, el vestido, el alojamiento, la comida y todo lo necesario para conservar la vida. Un tercero, como L. Blanc, dirá, con razón, que esta es sólo una fraternidad insinuada, bosquejada, y que la ley debe dar a todos los instrumentos de trabajo y la instrucción. Un cuarto observará que semejante disposición deja aún espacio para la desigualdad y que la ley debe llevar hasta las aldeas más apartadas el lujo, la literatura y las artes. De este modo acabaréis en el comunismo, o más bien la ley será... lo que ya es: el campo de batalla de todas las ensoñaciones y de todas las codicias.
La ley es la justicia.
En este círculo se concibe un gobierno simple, inquebrantable. Y reto a que alguien me diga de dónde podría venir la idea de una revolución, de una insurrección, de una simple revuelta contra una fuerza pública que se limita a reprimir la injusticia. En un régimen así habría más bienestar, el bienestar estaría mejor repartido, y en cuanto a los sufrimientos inseparables de la condición humana, nadie pensaría en echarle la culpa al gobierno, que sería tan ajeno a ellos como a los cambios de temperatura. ¿Se ha visto alguna vez al pueblo levantarse contra el Tribunal Supremo o irrumpir en el despacho del juez de paz para reclamar el salario mínimo, el crédito gratuito, los instrumentos de trabajo, unos aranceles favorables o un taller social? Sabe perfectamente que estas atribuciones no son competencia del juez, y comprendería fácilmente que tampoco lo son de la ley.
Pero si la ley se basa en el principio de fraternidad, si se proclama que de ella derivan los bienes y los males, que es responsable de todo dolor individual, de toda desigualdad social, quedará abierta la puerta a una serie sin fin de quejas, de odios, de desórdenes y de revoluciones.
La ley es la justicia.
Y sería extraño que pudiera ser equitativamente otra cosa. ¿Acaso la justicia no es el derecho? ¿Los derechos no son iguales? ¿Cómo intervendría la ley para someterme a los planes sociales de los señores Mimerel, Melun, Thiers o Louis Blanc, en lugar de someter a estos señores a mis planes? ¿Creerá alguien que no he recibido de la naturaleza imaginación bastante para inventar a mi vez una utopía? ¿Acaso es función de la ley optar entre tantas quimeras y poner la fuerza pública al servicio de una de ellas?
La ley es la justicia.
Y no se diga, como se dice continuamente, que, así concebida, la ley atea, individualista y sin entrañas haría la humanidad a su imagen. Es una deducción absurda, digna de ese apasionamiento por el gobierno que ve a la humanidad en la ley.
Porque, veamos: Del hecho de que seamos libres ¿se sigue que dejaremos de obrar? De que no recibamos el impulso de la ley ¿ha de seguirse que carecemos de todo impulso? De que la ley se limite a garantizarnos el libre ejercicio de nuestras facultades ¿se sigue que nuestras facultades serán víctimas de la inercia? De que la ley no nos imponga ninguna forma de religión, modos de asociación, métodos de enseñanza, procedimientos de trabajo, orientaciones para el intercambio, planes de caridad, ¿se sigue que nos precipitaremos en el ateísmo, en el aislamiento, la ignorancia, la miseria y el egoísmo? ¿Se sigue que ya no sabremos reconocer el poder y la bondad de Dios, asociarnos, ayudarnos unos a otros, amar y socorrer a nuestros hermanos desgraciados, estudiar los secretos de la naturaleza, aspirar al perfeccionamiento de nuestro ser?
La ley es la justicia.
Y bajo la ley de justicia, bajo el régimen del derecho, bajo la influencia de la libertad, de la seguridad, de la estabilidad, de la responsabilidad, cada hombre alcanzará la plenitud de su valor, toda la dignidad de su ser, y la humanidad realizará con orden, con calma, lentamente sin duda, pero con plena seguridad, el progreso al que está destinada.
Creo que la teoría está de mi parte, pero, sea cual fuere la cuestión que someto a razonamiento, ya sea religiosa, filosófica, política o económica, ya se trate de bienestar, de moralidad, de igualdad, de derecho, de justicia, de progreso, de responsabilidad, de solidaridad, de propiedad, de trabajo, de intercambio, de capital, de salarios, de impuestos, de población, de crédito o de gobierno, en cualquier lugar del horizonte científico en que sitúe el punto de partida de mis indagaciones, siempre, invariablemente, llego a la conclusión de que la solución al problema social está en la libertad.
También la experiencia está a mi favor. Contemplad el globo. ¿Cuáles son los pueblos más felices, más morales, más pacíficos? Aquellos en los que la ley interviene lo menos posible en la actividad privada, en los que el gobierno menos se deja sentir, en los que la individualidad tiene más cancha y la opinión pública más influencia, en los que los mecanismos administrativos son menos numerosos y menos complicados, los impuestos menos gravosos y menos desiguales, el descontento popular menos excitado y menos justificable; en los que la responsabilidad de los individuos y de las clases es más activa, y en los que, por consiguiente, si las costumbres no son perfectas, tienden inexorablemente a rectificarse; en los que las transacciones, las convenciones y las asociaciones tropiezan con menos trabas; en los que el trabajo, los capitales y la población sufren menos desplazamientos artificiales; en los que la humanidad obedece más a su propia inclinación; en los que la idea de Dios prevalece más que las ocurrencias de los hombres. En una palabra, aquellos que más se acercan a esta solución: en los límites del derecho, todo por la libre y perfectible espontaneidad del hombre; nada por la ley y por la fuerza sino la justicia universal.
Debemos reconocer que hay demasiados grandes hombres en el mundo; demasiados legisladores, creadores de sociedades, conductores de pueblos, padres de naciones, etc. Demasiada gente se coloca por encima de la humanidad para regirla, demasiada gente tiene por oficio ocuparse de ella.
Alguien me dirá: Usted hace bien en ocuparse de estas cosas escribiendo sobre ellas. Así es, en efecto. Pero habrá que convenir que lo hace en un sentido y desde un punto de vista diferentes, y si me mezclo con los reformadores es para hacerles soltar su presa.
Yo me ocupo de estas cosas no como Vaucanson se ocupa de su autómata, sino como filósofo del organismo humano: para estudiarle y admirarle. Me ocupo con el espíritu que animaba a un viajero famoso.
Este llega a una tribu salvaje. Acaba de nacer un niño, y una multitud de adivinos, brujos y gente práctica le rodea, armados de anillos, ganchos y cuerdas. Uno dice: este niño no olerá jamás el perfume de la pipa si no le ensancho la nariz. Otro dice: carecerá del sentido del oído si no le bajo las orejas hasta los hombros. Un tercero: no verá la luz del sol si no doy a sus ojos una dirección oblicua. Un cuarto: no se mantendrá de pie si no le curvo las piernas. Un quinto: no pensará si no le comprimo el cerebro. ¡Atrás!, dice el viajero: Dios ha hecho bien lo que ha hecho; no pretendáis saber más que Él, y puesto que ha dado unos órganos a esta frágil criatura, dejad que sus órganos se desarrollen, se fortifiquen por el ejercicio, el ensayo, la experiencia y la libertad.
Del mismo modo, Dios ha dotado a la humanidad de todo lo que necesita para cumplir su destino. Existe una fisiología social providencial, lo mismo que existe una fisiología humana providencial. Los órganos sociales están también constituidos de tal forma que puedan desarrollarse armoniosamente al aire libre de la libertad. ¡Fuera los empíricos manipuladores y reformadores! ¡Fuera sus anillos, sus cadenas, sus ganchos, sus tenazas! ¡Fuera sus medios artificiales! ¡Fuera sus talleres sociales, sus falansterios, su gubernamentalismo, su centralización, sus aranceles, sus universidades, sus religiones de Estado, sus bancos gratuitos o sus bancos monopolizados, sus compresiones, sus restricciones, su moralización y su afán de establecer la igualdad mediante los impuestos! Y puesto que han impuesto vanamente al cuerpo social tantos sistemas, que se acabe por donde debía haberse empezado: que se rechacen los sistemas, que por fin se ponga a prueba la libertad, que es un acto de fe en Dios y en su obra.
Notas al pie de página
[17] Consejo General de las Manufacturas, de la Agricultura y del Comercio (sesión del 6 de mayo de 1850).
[18] Si la protección se concediera, en Francia, a una sola clase, por ejemplo a los herreros, sería tan absurdamente expoliadora que no podría mantenerse. Por eso vemos cómo todas las industrias protegidas se unen, hacen causa común e incluso se comportan de tal forma que parezca que comprenden a todo el trabajo nacional. Sienten instintivamente que la expoliación se disimula al generalizarse.
[19] La economía política precede a la política: aquella establece si los intereses humanos son naturalmente armónicos o antagónicos, algo que la política debería saber antes de fijar las atribuciones del gobierno.