Obras escogidas

Obras escogidas
Autor: 
Frédéric Bastiat

Frédéric Bastiat (1801 - 1850) nació en Bayonne, en el sur de Francia. Tal vez no ha existido un escritor más hábil para articular el pensamiento económico y para exponer los mitos que plagan el debate político que Bastiat. Durante su corta vida, escribió ensayos clásicos como "La ley" y "Lo que se ve y lo que no se ve". Poseía una notable capacidad de desarmar los sofismas del proteccionismo, el socialismo y otras ideologías propias del Estado interventor y solía hacerlo con una impresionante claridad e ingenio.

El ensayo famoso de Bastiat “La ley” muestra sus talentos como un activista a favor del libre mercado. Allí explica que la ley, lejos de ser el instrumento que permitió al Estado proteger los derechos y la propiedad de los individuos, se había convertido en el medio para lo que denominó “expoliación” o “saqueo”. De su ensayo “El Estado”, en el cual Bastiat argumenta en contra del socialismo, viene tal vez su cita más conocida: “El Estado es la gran ficción mediante la cual todo el mundo trata de vivir a expensas de los demás”.

Edición utilizada:

Bastiat, Frédéric. Obras Escogidas. Editado por Cabrillo, Francisco. Traducido por Rodríguez, Pedro Andrés. 2da. ed. Madrid: Unión Editorial, 2009.

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3. Sofismas económicos

3. Sofismas económicos

I. INTRODUCCIÓN

En economía política, hay mucho que aprender y poco que hacer.

(BENTHAM)

En este libro intento impugnar algunos de los argumentos que se oponen a la liberación del comercio.

No se trata de una batalla que yo haya entablado contra los proteccionistas. Es más bien la idea de dotar de principios a las personas sinceras que titubean, precisamente porque albergan dudas.

Yo no soy de los que dicen que el proteccionismo encubre intereses. A mí me parece que se ampara en mentiras o, si se quiere, en medias verdades. Demasiada gente tiene miedo a la libertad como para que pensemos que este temor no es sincero.

Pongo el listón muy alto, pero confieso que mi objetivo es que este folleto se convierta en el manual de los hombres convocados a elegir entre dos principios. Cuando no se está muy acostumbrado a la filosofía de la libertad, los sofismas del proteccionismo, en sus múltiples formas, se reproducen una y otra vez en la mente. Para liberar ésta, hace falta un largo proceso de análisis que no todo el mundo tiene tiempo de realizar y, menos aún, los legisladores. Así que intentaré hacerlo yo.

Se me objetará que los beneficios de la libertad deben de estar muy escondidos si sólo resultan evidentes para los profesionales de la economía. Y yo estoy de acuerdo. Nuestros adversarios en la polémica poseen una clara ventaja: ellos pueden expresar en pocas palabras una verdad a medias, pero nosotros, para desmontar esa media verdad, nos vemos obligados a elaborar largas y áridas disertaciones.

Así son las cosas: el proteccionismo beneficia de un modo muy concreto; pero el mal que causa se diluye en una masa sin contornos. Lo primero es sensible para los ojos; lo segundo sólo puede ser percibido por la mente. Justo lo contrario ocurre con la libertad.

Y así sucede con casi todas las cuestiones económicas. Si dices: «esta máquina ha enviado al paro a treinta obreros», o bien: «este millonario fomenta todas las industrias», o más aún: «la conquista de Argelia ha elevado al doble el comercio de Marsella», o finalmente: «el presupuesto asegura la vida de cien mil familias», todo el mundo lo entenderá, puesto que los mensajes son claros, simples y portadores de una verdad. La gente sacará estas conclusiones:

Las máquinas son un mal; el lujo, las conquistas y las cargas impositivas son un bien; y tu teoría tendrá tanto más éxito cuanto que se apoya en hechos irrebatibles.

Sin embargo, nosotros no podemos apoyarnos en una causa con su efecto correspondiente, pues somos conscientes de que dicho efecto, cuando se produce, puede convertirse en causa. Para juzgar una decisión determinada, se hace necesario analizarla a lo largo de una serie sucesiva de resultados, hasta llegar a conocer su efecto definitivo. Y, olvidándonos de las palabras grandilocuentes, debemos limitarnos a razonar.

Pero inmediatamente se produce un clamor que nos tacha de teóricos, de metafísicos, de ideólogos, de utopistas, de seres gobernados por principios, y entonces las cautelas de la gente se vuelven contra nosotros.

Llegados a este punto, ¿qué hacer? Invoquemos la paciencia y la buena fe del lector y pongamos en nuestros razonamientos, si somos capaces, una claridad tan obvia como para que lo verdadero y lo falso se muestren con toda crudeza y la victoria, de una vez por todas, se decante por la restricción o por la libertad.

Debo hacer ahora una observación esencial.

Algunos extractos de este libro se publicaron en el Journal des Economistes.

En una crítica (por cierto, bastante benévola) realizada por el vizconde de Romanet (ver Le Moniteur Industriel de los días 15 y 18 de mayo de 1845) éste me atribuye la idea de la supresión de las aduanas. Pero el señor de Romanet se engaña, pues lo que yo propongo es la supresión del régimen protector. Nosotros no rechazamos los impuestos del gobierno, pero desearíamos, si ello fuera posible, evitar que los gobernados se carguen con impuestos recíprocos. Napoleón dijo: «La aduana no debe ser un instrumento fiscal, sino un medio para proteger la industria.» Bien al contrario, nosotros decimos que la aduana, para los trabajadores, no debe ser un instrumento de rapiña recíproca cuando podría obrar como una aceptable vía de fiscalidad. Nosotros o, mejor (para no involucrar a nadie más en esta lucha) yo me hallo tan lejos de pensar en la supresión de las aduanas, que las considero la clave de la salud de nuestras finanzas, y una opción óptima para que el Tesoro se procure inmensos caudales; y, si se me pregunta la opinión, dada la lentitud con que se difunden las doctrinas económicas sanas y la celeridad con que se acrecienta el presupuesto público, en lo que se refiere a la reforma comercial, pongo más esperanzas en las estrecheces que haya de soportar el Tesoro que en el vigor de las opiniones sensatas.

—Pero —se me dirá—, en resumidas cuentas, ¿qué concluye usted? Y yo no necesito concluir nada. Yo lucho contra los sofismas. Nada más.

—Pero —me replicarán aún— no basta con destruir; hay que construir. Pues creo que destruir un error es edificar la verdad correspondiente.

Tras esto, no me importa declarar mis intenciones. Me gustaría que la opinión pública hiciera sancionar una ley de aduanas concebida más o menos en estos términos:

Los objetos de primera necesidad pagarán un derecho ad valorem de un 5 por ciento; los objetos de conveniencia, un 10 por ciento; y los objetos de lujo, un 15 ó un 20 por ciento.

De momento, estas distinciones se realizan en ámbitos enteramente ajenos a la economía política propiamente dicha, y yo no creo que sean tan útiles y tan justas como se supone comúnmente. Pero esto ya no es de mi incumbencia.

II. IGUALAR LAS CONDICIONES DE PRODUCCIÓN

Dicen que... pero, para que no se me acuse de poner sofismas en boca de los proteccionistas, cedo la palabra a dos de sus más vigorosos atletas.

Es sabido que, en nuestra sociedad, la protección debería ser, simplemente, la representación de la diferencia que hay entre el precio de coste de un artículo que producimos nosotros y el mismo precio de un artículo similar producido por nuestros vecinos... Un derecho protector establecido en estos términos asegura la libre competencia, la cual sólo se verifica si hay igualdad de condiciones y de obligaciones. En las carreras de caballos, se valora el peso que supone cada uno de los jinetes con el fin de igualar las condiciones de la carrera. Sin este trámite, los competidores no podrían participar. En el caso del comercio, si un vendedor puede ofrecer un precio más barato, ese vendedor deja de ser competidor y se convierte en monopolizador. Suprímase la protección que representa la diferencia en el precio de coste: lo extranjero invadirá el mercado y el monopolio será un hecho.[12]

«Cada cual debe desear para él, como para los demás, que la producción del país esté protegida de la competencia extranjera, pues ésta podría ofertar los productos aun precio más bajo[13]

Este argumento se repite una y otra vez en los escritos de la escuela proteccionista. Me propongo analizarlo cuidadosamente, así que reclamo atención y la paciencia del lector. Me ocuparé en primer lugar de las desigualdades inherentes a la naturaleza, y luego de las que se derivan de los distintos tipos de tasas.

Vemos aquí, como otras veces, cómo los teóricos de la protección adoptan el punto de vista del productor, en tanto que nosotros nos preocuparemos de los desventurados consumidores, de los cuales aquéllos nunca quieren saber nada. Los proteccionistas comparan el ámbito de la industria con el hipódromo. Pero, en el hipódromo, la carrera es medio y fin a la vez, y el público no se interesa más que por la carrera en sí misma. Cuando se hace galopar a los caballos con el único fin de descubrir al más veloz, comprendo que se les iguale la carga. Pero si el fin que se persigue fuera llevar una noticia importante y urgente, ¿no sería una incoherencia crear obstáculos a quien ofreciese la mayor rapidez? Pues eso se hace con la industria, olvidándose su cometido esencial, que es el bienestar, el cual se sacrifica en aras de una verdadera petición de principios.

Ya que no es posible atraer a nuestros adversarios hacia nuestro punto de vista, situémonos nosotros en el suyo y examinemos la cuestión en la perspectiva de la producción.

Voy a tratar de establecer:

1.° Que nivelar las condiciones del trabajo atenta contra el principio del intercambio.

2.° Que no es verdad que la competencia de las regiones más prósperas perjudique el trabajo de un país.

3.° Que las medidas protectoras no igualan las condiciones de producción.

4.° Que la libertad nivela esas condiciones.

5.° Finalmente, que los países menos restrictivos ganan en los intercambios.

I. Nivelar las condiciones del trabajo no significa sólo perjudicar algunos intercambios, sino atacar el principio del trueque, que se basa precisamente en esa diversidad o, si se prefiere, en esas desigualdades de climas, de fertilidad, de aptitudes, que se pretendería contrarrestar. Si Guyena envía vino a Bretaña y Bretaña trigo a Guyena, es porque estas provincias poseen distintas condiciones de producción. ¿Hay otra ley para los intercambios internacionales? En la medida que sea, volver contra éstos aquello que los promueve y los explica, es decir, las condiciones desiguales, implica atacarlos en su razón de ser. Si dependiera de los proteccionistas, los hombres se verían reducidos, como el caracol, al aislamiento absoluto. No hay, por lo demás, uno solo de sus sofismas que, sometido a la prueba de las deducciones rigurosas, no se compruebe que conduce a la destrucción y a la nada.

II. No es verdad en realidad que la desigualdad de las condiciones de dos industrias similares determine necesariamente la decadencia de la industria peor dotada. En el hipódromo, si uno de los competidores gana el premio, los demás lo pierden; pero si se emplean dos caballos en la producción de bienes, cada uno producirá según su capacidad, y el hecho de que el más fuerte ofrezca una mayor prestación de servicios no implica que el más débil no aporte nada. El trigo candeal se cultiva en todos los departamentos de Francia, aunque entre ellos existan enormes diferencias en cuanto a la fertilidad; y si por casualidad no se da ese tipo de cultivo en algún departamento, será sencillamente porque a éste no le conviene. Igualmente la analogía nos indicará que, en un régimen de libertad, más allá de similares diferencias, se cultiva trigo candeal en todas las naciones de Europa y, si alguna no lo hace, será porque, en su propio interés, sabrá dar un uso más adecuado a sus tierras, a sus capitales y a su fuerza de trabajo. ¿Y qué razón hay para que, probada la fertilidad de la tierra, ello no disuada a un agricultor de cultivar en el territorio del departamento menos favorable? Sencillamente, que los fenómenos económicos son flexibles y elásticos y que poseen, por así decirlo, recursos de nivelación que, al parecer, pasan enteramente inadvertidos para la escuela proteccionista. Ésta nos acusa de ser sistemáticos, pero es ella la que lo es en grado sumo si el espíritu de sistema consiste en combinar razonamientos sobre un hecho y no sobre un conjunto de hechos. En el ejemplo anterior es la diferencia en el valor de la tierra lo que compensa la diferente fertilidad. Tu terreno produce tres veces más que el mío, pero como te ha costado diez veces más, yo puedo competir contigo: ese es el secreto. Y adviértase que la superioridad en ciertos aspectos conlleva la inferioridad en otros: tu terreno es más fecundo, pero es más caro. De forma que el equilibrio se establece, o tiende a establecerse, no accidentalmente, sino necesariamente. ¿Y puede negarse que sea la libertad lo que mejor favorece esta tendencia?

He hablado de una rama de la agricultura, pero podría hacerlo de una rama de la industria: hay sastres en Quimper, pero eso no quita que los haya en París, aunque deban pagar por su alquiler, sus muebles, sus operarios o su alimentación un precio considerablemente mayor, pues también disponen de una clientela muy diferente y ello es suficiente, no sólo para nivelar la balanza, sino incluso para inclinarla del lado de París.

Cuando se habla entonces de igualar las condiciones del trabajo, haría falta comprobar, al menos, si la libertad no hace ya lo que se pretende reglamentar.

Esta nivelación natural de los fenómenos económicos es tan importante en el asunto que nos ocupa y, al tiempo, tendemos tanto a admirar la sabiduría providencial que preside el gobierno igualitario de la sociedad, que ruego se me permita detenerme un instante.

Los señores proteccionistas argumentan: Tal pueblo tiene sobre nosotros la ventaja del precio más barato del carbón, del hierro, de las máquinas, de los capitales, luego no podemos competir con él.

Esta afirmación habrá de ser examinada desde otras perspectivas, pero ahora quiero volver sobre otra cuestión, como es averiguar si, cuando la superioridad y la inferioridad hacen acto de presencia, ambas llevan consigo el elemento adecuado para alcanzar un justo equilibrio: aquélla, la superioridad, una fuerza descendente; ésta, la inferioridad, una fuerza ascendente.

Tenemos dos países: A y B.

A posee sobre B toda suerte de ventajas. Según los proteccionistas, el trabajo se concentraría en A, mientras B se sume en la más completa inanición. Por otro lado, A vende mucho más de lo que compra y B compra mucho más de lo que vende. Podría responder inmediatamente, pero voy a situarme en el terreno de aquéllos.

Según la hipótesis que contemplamos, el trabajo en A goza de una gran demanda, con lo cual pronto se encarecerá; el hierro, el carbón, la tierra, los alimentos, los capitales, son también muy solicitados en A, de modo que, a su vez, pronto se encarecerán.

Al mismo tiempo, trabajo, hierro, carbón, tierras, alimentos, capitales, todo ello está muy descuidado en B, así que en poco tiempo se abarata.

Eso no es todo. Como A vende constantemente y B compra sin cesar, el dinero se traslada de B a A, hasta abundar aquí y escasear en B.

Pero que el dinero abunde trae consigo que haga falta mucho para comprar cualquier cosa. Así, pues, en A, a la carestía real proveniente de una demanda muy activa, se añade una carestía nominal derivada de la elevada proporción de metales preciosos.

Que el dinero escasee trae consigo que haga falta poco para cada compra. Así, pues, en B, un precio barato nominal acaba combinándose con un precio barato real.

En tales circunstancias, la industria acabará teniendo muchas clases de razones o, mejor, razones elevadas a la cuarta potencia, para marcharse de A e ir a establecerse en B. Mejor aún. En honor a la verdad, debemos decir que la industria, cuya naturaleza rechaza los cambios abruptos, no hubiera aguardado la ocasión propicia, sino que más bien, en un contexto de libertad, desde un primer momento se habría repartido y distribuido entre A y B según la ley de la oferta y de la demanda, es decir, según las leyes de la justicia y de la utilidad. Y cuando afirmo que, si se diera el caso de que la industria llegara a concentrarse en un punto dado, por esta misma razón surgiría en su propio seno una fuerza irresistible de descentralización, no formulo una hipótesis vana.

Escuchemos el discurso dirigido por un fabricante (suprimiré las cifras en que éste apoyó su argumentación) a la cámara de comercio de Manchester:

«En otro tiempo exportábamos tejidos; después esta actividad dejó paso a la exportación de hilos, que son la materia prima de los tejidos; más tarde exportamos máquinas, que son los instrumentos de producción del hilo; más tarde aún, capitales, con los cuales financiamos la fabricación de nuestra máquinas; y, finalmente, exportamos nuestro talento industrial y nuestros obreros, que constituyen la fuente de nuestros capitales. Todos estos elementos de trabajo, uno tras otro, han significado una búsqueda de ventajas allí donde la vida es más barata y fácil, de manera que hoy pueden verse en Prusia, en Austria, en Sajonia, en Suiza o en Italia inmensas fábricas construidas con capitales ingleses, trabajadas por obreros ingleses y dirigidas por ingenieros ingleses.»

Obsérvese que la naturaleza, o mejor aún, la providencia más inteligente, más sabia, más previsora de lo que la estrecha y rígida teoría proteccionista supone, rechaza la concentración de trabajo y el monopolio de lo preferente que dicha teoría considera como un hecho absoluto e irremediable; y establece, por medios tan simples como infalibles, la dispersión, la irradiación, la solidaridad, el progreso simultáneo; cosas todas que las leyes restrictivas paralizan en cuanto que éstas aíslan a los pueblos (cuya natural diversidad trastrocan en obstinada y estéril separación) impidiendo toda nivelación o fusión, neutralizando los contrapesos y atacando (a esos mismos pueblos) a su feliz superioridad o a su desgraciada inferioridad.

III. En tercer lugar, afirmar que el derecho protector iguala las condiciones de producción es mentir para difundir un error. Ningún derecho iguala las condiciones de producción, las cuales, una vez consumada la actuación de aquél, se quedan como estaban. Porque lo que el derecho iguala, a lo sumo, son las condiciones de venta. Tal vez se me acuse de hacer juegos de palabras; en ese caso devuelvo la acusación a mis adversarios, pues son ellos quienes tienen que probar que producción y venta son lo mismo, o podré reprocharles, si no que juegan con las palabras, cuando menos que las confunden.

Permítaseme explicarme a través de un ejemplo. Supongamos que unos comerciantes parisinos se dedican a la producción de naranjas. A los comerciantes les consta que las naranjas de Portugal se venden en París a 10 céntimos, mientras que ellos, a causa de los gastos, de los invernaderos que precisarán, pues el frío amenazará continuamente su cosecha, deberán vender al menos a 1 franco. Entonces reclaman que las naranjas portuguesas sean castigadas con un impuesto de 90 céntimos. Según ellos, con esta medida se igualan las condiciones de producción. Como siempre, la cámara de comercio da por buena la reclamación y publica en la tarifa una carga de 90 céntimos para la naranja extranjera.

Pues bien, afirmo que, con ello, las condiciones de producción no han variado en modo alguno. La medida legislativa no altera el calor de Lisboa ni tampoco la frecuencia o la intensidad de las heladas de París. Pero la fruta se habrá obtenido naturalmente a las orillas del Tajo y artificialmente a las orillas del Sena, lo cual quiere decir que costará mucho más trabajo en el segundo caso. Como se igualan las condiciones de venta, los portugueses tendrán que vender sus naranjas a 1 franco, 90 céntimos del cual se destinarán a hacer frente a la tasa que, evidentemente, terminará siendo pagada por el consumidor francés. Nótese qué final tan absurdo: el país no perderá nada por cada naranja portuguesa adquirida, pues los 90 céntimos que el consumidor paga de más irán a parar al Tesoro, con lo cual habrá un desplazamiento de capital, pero ninguna pérdida. Sin embargo, por cada naranja francesa consumida, se producen 90 céntimos de pérdida o poco menos, pues ese dinero sale del bolsillo del comprador; y en cuanto al vendedor, sabemos que esa cantidad de dinero no se la queda él, pues, como hemos visto, está vendiendo a precio de coste.

Que los proteccionistas saquen las conclusiones.

IV. Si he insistido en la distinción entre las condiciones de producción y las de venta, distinción que, sin duda, les parecerá paradójica a los señores proteccionistas, es porque ello me permite que dichos señores se enfrenten con otra paradoja aún más extraña, y es la siguiente: ¿Queremos ver realmente igualadas las condiciones de producción? Permítaseme la libertad de comercio.

Ocuparnos ahora de esto —se me objetará— sería demasiado, y todo un desafío para la inteligencia. Pero suplico a los señores proteccionistas que, aunque sólo sea por curiosidad, lleguen hasta el final de mi argumentación. No será muy extensa. Y ahora, prosigo con mi ejemplo. Si se me permite suponer, por un momento, que los ingresos medios y diarios de un francés son de 1 franco, se admitirá que, para producir directamente una naranja en Francia, haría falta una jornada de trabajo o su equivalente; mientras que para producir lo que cuesta una naranja portuguesa, bastaría con la décima parte de dicha jornada; y esto se explica porque el sol realiza en Lisboa lo que tiene que hacerse en París a base de trabajo. Ahora bien, resulta evidente que, si es posible producir una naranja o, lo que viene a ser lo mismo, adquirirla, a cambio de una décima parte de una jornada de trabajo, nos hallaríamos, en lo que respecta a dicha producción, exactamente en las mismas condiciones que un productor portugués, excepción hecha de lo que atañe al transporte, que deberá correr a nuestro cargo. De todo lo cual se deduce que, directa o indirectamente, la libertad iguala las condiciones de producción hasta donde éstas pueden igualarse, dado que siempre subsistirá alguna diferencia inevitable, como la que se deriva del transporte.

Y añado que la libertad iguala también las condiciones de usufructo, de satisfacción o de consumo, de todo lo cual nunca se habla, siendo algo esencial, puesto que, en definitiva, el consumo es el objetivo final de todos nuestros esfuerzos industriales. Gracias a la libertad de comercio, podríamos disfrutar del sol portugués igual que los portugueses; o los habitantes de El Havre tendrían a su alcance, como los de Londres, y en las mismas condiciones, las riquezas minerales que la naturaleza ha ubicado en Newcastle.

V. Señores proteccionistas, mi humor persiste en mostrarse paradójico. Pues bien, aún puedo llegar más lejos y afirmo, seguro de lo que digo, que de dos países en desigualdad en cuanto a las condiciones de producción, «el que, por su propia naturaleza, se encuentre en condiciones más desfavorables, tendrá más que ganar con la libertad de comercio». Para probarlo, deberé apartarme un tanto del tono general de mi escrito, cosa que haré, en primer lugar, porque el asunto lo merece, y después, porque así tendré la oportunidad de exponer una ley económica de vital importancia. Esta ley, bien asimilada, tal vez contribuya a atraer a la ciencia tantas sectas que, en la actualidad, buscan en el país de las quimeras la armonía social que no han podido encontrar en la naturaleza. Adelanto la intención de ocuparme de la ley del consumo, pues a casi todos los economistas se les podría reprochar el hecho de tenerla demasiado olvidada.

El consumo es el fin, la causa final de los fenómenos económicos y, por lo tanto, la clave para comprenderlos.

Nada, favorable o desfavorable, es capaz de detener de una forma definitiva al productor. Las ventajas que la naturaleza y la sociedad puedan prodigarle, o los obstáculos que ambas fuerzas puedan poner en su camino, resbalan, por así decirlo, sobre él, tienden insensiblemente a absorberse y a fundirse en la comunidad, considerada ésta desde el punto de vista del consumo. Nos hallamos ante una regla admirable tanto en su causa como en sus efectos, y en torno a ella, a modo de ilustración, bien se podría decir algo así: «No he pasado por el mundo sin pagar mi tributo a la sociedad.»

Toda circunstancia que favorezca el proceso de producción redunda en optimismo por parte del productor, pues el efecto inmediato de aquélla será que dicho productor pueda prestar más servicios a la comunidad y, por lo tanto, reclamar una mayor remuneración. Toda circunstancia que dificulte el proceso de producción causa contrariedad en el productor, pues el efecto inmediato de esa circunstancia será limitar los servicios que pueda prestar el productor y, en consecuencia, también su remuneración.

Hacía falta que el destino del productor lo marcas en los bienes y los males inmediatos que se derivan de unas circunstancias positivas o negativas, para que los productores pusieran todo su empeño en procurarse aquéllas y en evitar éstas.

Del mismo modo, si un trabajador consigue perfeccionar su industria, recoge un beneficio inmediato, por lo cual aquél se siente estimulado para trabajar con inteligencia; es algo razonable, como lo es que todo esfuerzo coronado por el éxito conlleve una recompensa

Pero yo pienso que los efectos buenos o malos, aunque en sí mismos son inmutables, no lo resultan para el productor. De otra forma, una desigualdad progresiva y, como tal, infinita, se instalaría entre los hombres. Pero es que tales bienes y males, en un momento dado, se diluyen entre la humanidad en general.

¿Cómo llega a ocurrir tal cosa? Me explicaré con algunos ejemplos. Situémonos en el siglo XIII. Los copistas cobran, por su labor, «una remuneración estipulada, en la tabla general de beneficios». Entre los copistas, hay uno que busca y encuentra el medio de multiplicar con rapidez los ejemplares de un mismo texto: inventa la imprenta.

De momento, un hombre se enriquece pero muchos más se empobrecen. A primera vista, por maravilloso que sea el descubrimiento, surgen dudas sobre si considerarlo más perjudicial que útil. Da la impresión de que la imprenta introduce en el mundo algo que ya he señalado: un elemento de desigualdad indefinida. Guttemberg acumula beneficios y, con ellos, propaga su invento, en un proceso sin final que determina la ruina de los copistas. En cuanto al público, el consumidor nota un escaso beneficio, pues Guttemberg se cuida de no bajar el precio de los libros más que lo indispensable para vender sólo un poco por debajo del precio de sus competidores.

Pero el mismo pensamiento que ha dotado de armonía al movimiento de los cuerpos celestes, ha sabido hacerlo también con el mecanismo interno de la sociedad. Vamos a comprobar cómo las ventajas económicas del invento superan lo individual y se extienden, para siempre, al patrimonio común de las masas.

En efecto, los secretos del mecanismo van conociéndose. Guttemberg ya no es el único que imprime. Otros lo imitan y, en principio, se benefician considerablemente, pues obtienen la recompensa de ser los primeros en el proceso de imitación, el eslabón necesario para culminar el notable y definitivo logro hacia el que nos aproximamos. Ganan mucho, pero menos que el inventor, pues la competencia se pone en marcha. El precio de los libros baja paulatinamente y los beneficios de los imitadores de Guttemberg disminuyen a medida que se va alejando el día de la invención, es decir, a medida que la imitación va siendo menos meritoria. En poco tiempo, la nueva industrial lega a su normalización o, dicho en otros términos, la remuneración de los impresores deja de ser excepcional y, como la de los escribas de otro tiempo, llega a quedar estipulada en la tabla general de beneficios: véase la producción, como tal, vuelta al punto de partida. Sin embargo, el inventor no sufre menoscabo, ni deja de materializarse el ahorro de tiempo, de trabajo, de esfuerzo, en la tarea de producir libros. Y tenemos un resultado visible: el barato precio de cada volumen. Y alguien muy concreto puede acceder a un beneficio: el consumidor, que es como decir la sociedad, la humanidad. La actividad impresora, que en lo sucesivo no tendrá ya nada de excepcional, tampoco podrá gozar en el futuro de una remuneración asimismo excepcional. Como personas, es decir, como consumidores, los impresores participan sin duda de las ventajas que el nuevo invento supone para la comunidad. Pero eso es todo, porque, en su calidad de productores, habrán de asumir las condiciones ordinarias del país y verán remunerado su trabajo, pero no la utilidad del invento, que ha pasado a ser herencia común y gratuita de la humanidad en su conjunto.

Confieso que la sabiduría y la belleza de este sistema me conmueve de admiración y de respeto. En él veo el sansimonismo: «A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras.» Veo el comunismo —en esa inclinación de los bienes a convertirse en herencia común de los hombres—; pero uno y otro regidos por la previsión infinita, jamás en manos de la fragilidad, las pasiones y la arbitrariedad de los hombres.

Lo que he dicho de la imprenta podría aplicarse a todos los demás instrumentos de trabajo, desde el clavo y el martillo hasta la locomotora y el telégrafo. La sociedad disfruta de todos porque los usa todos, y los disfruta gratuitamente, porque el resultado de la mera existencia de tales instrumentos es la disminución del precio de las cosas; y esa parte del precio que se evapora, y que representa la intervención del instrumento en el proceso de producción, es, obviamente, la medida en que el producto hace gratuito. Lo que queda por pagar es el trabajo humano, que ciertamente se paga, prescindiendo del resultado debido a la invención, al menos cuando éste haya recorrido —según su destino— el ciclo que he descrito. Supongamos que contrato a un obrero; éste llega con una sierra y, después de que me haya fabricado veinticinco tablas, le abono su jornal de dos francos. Si la sierra no se hubiera inventado, el obrero tal vez no hubiera llegado a producir una sola tabla, pero no por ello hubiera dejado yo de abonarle su jornal. Por lo tanto, la utilidad generada por la sierra es para mí un don gratuito de la naturaleza o, más bien, es una parte de la herencia que, procedente de la inteligencia de nuestros ancestros, he recibido en común con todos los hombres. Si contrato dos obreros agrícolas, uno con un arado y el otro con una pala, el resultado del trabajo de ambos será ciertamente distinto, pero el precio del jornal será el mismo, porque la remuneración no es proporcional a la productividad, sino al esfuerzo, al trabajo exigido.

Pido paciencia al lector y le ruego que esté seguro de que no he perdido de vista la libertad comercial. Y que se preocupe sólo de tener presente esta mi conclusión: La remuneración no guarda relación con las UTILIDADES que el productor aporta al mercado, sino con su trabajo.[14]

Hasta ahora, he tomado mis ejemplos de los inventos humanos. Hablemos a continuación de las ventajas naturales.

En todo proceso de producción intervienen la naturaleza y el ser humano. Pero la porción de productividad que corresponde a la naturaleza siempre es gratuita. La parte que corresponde al trabajo humano se aporta con la intención de producir un objeto con el que comerciar y, por tanto, con el que conseguir una remuneración que, indudablemente, varía en función de la intensidad del trabajo, de la habilidad necesaria, de la rapidez, de la oportunidad, de la necesidad que exista, de la ausencia momentánea de competencia, etc., etc. Pero no es menos cierto que la intervención de las leyes naturales, que son patrimonio de todos, no forma parte del precio del producto.

No tenemos que pagar nada por el aire que respiramos, y eso que nos resulta tan útil que, sin él, dejaríamos de vivir en apenas dos minutos. Y no pagamos nada porque la naturaleza nos lo suministra sin intervención alguna del trabajo humano. Pero si pretendiéramos separar uno de los gases que componen ese aire para realizar, por ejemplo, un experimento, tendríamos que tomarnos una cierta molestia; y en el caso de que se la transfiriésemos a alguien, deberíamos realizar una inversión que hubiéramos podido destinar a cualquier otra cosa. De donde se deduce que todo intercambio se concreta con dichas molestias, con esfuerzos, con trabajos. Ciertamente, no es el oxígeno lo que se paga, pues éste es, por entero, de libre disposición, sino el trabajo que ha costado desprender el gas. Se objetará que aún quedan cosas por pagar, como materiales o aparatos, pero todo ello forma parte del trabajo que se remunera: el coste del carbón empleado representa el trabajo que se ha invertido en extraerlo y transportarlo.

Tampoco pagamos la luz del sol, porque la naturaleza nos la regala. Pero pagamos el gas, el sebo, el aceite, la cera, pues en ellos hay un trabajo humano que remunerar; y obsérvese que lo que se remunera es ese trabajo y no la utilidad, ya que puede darse el caso de que una de las formas de alumbrado señaladas, aunque sea más potente que las otras, resulte más barata; basta para ello que se precise menos trabajo humano para obtenerla.

Cuando el aguador me trae su producto a casa, si yo le pagara en razón de la utilidad absoluta del agua, mi capital no sufriría merma alguna. Pero yo le pago por su trabajo. Y si ese aguador pretendiera cobrarme más, yo podría acudir a otros o, finalmente, en caso de necesidad, iría yo mismo por el agua, la cual no constituye realmente el objeto de mercado, sino que lo constituye el trabajo que gira en torno a ella. Este punto de vista es tan esencial, y las consecuencias que del mismo pueden derivarse tan esclarecedoras en cuanto a la libertad del comercio internacional, que todavía considero necesario expresarlo que pienso mediante algunos ejemplos.

La cantidad de sustancia alimenticia que contienen las patatas no resulta muy cara, porque se puede obtener mucha con poco trabajo. Se paga más por el trigo, pues, para producirlo, la naturaleza exige una gran cantidad de trabajo humano. Es evidente que, si la naturaleza se comportara igual con ambos productos, los precios de éstos tenderían a nivelarse. Pero es imposible que el productor de trigo gane siempre mucho más que el que produce patatas: la ley de la competencia lo impide.

Si, por un feliz milagro, la fertilidad de toda la tierra productiva se acrecentara, las ventajas de ese fenómeno irían a parar no tanto al agricultor como al propio consumidor, pues todo redundaría en una gran abundancia y en precios más baratos, ya que habría menos trabajo invertido por cada kilogramo de trigo producido, y el agricultor debería asumir, a la hora de comerciar, esa menor inversión de trabajo en cada producto. Si, por el contrario, la fecundidad del suelo disminuyera súbitamente, la aportación de la naturaleza en el proceso de producción sería menor, habría que invertir una mayor cantidad de trabajo y, consecuentemente, el producto se encarecería. Creo, pues, que yo tenía razón cuando afirmaba que es en el consumo, es decir, en la humanidad, donde, a largo plazo, se encuentra la resolución de todos los fenómenos económicos. Mientras no se analicen éstos hasta el final, mientras se tengan en consideración solamente los efectos inmediatos, relacionados con un hombre o con una clase de hombres en tanto que productores, no podremos decir que nos hallamos ante verdaderos economistas. Sería como llamar médico a quien, en vez de tener en cuenta todo el organismo a la hora de analizar los efectos de una medicina, se limitara a observar cómo afecta ésta al paladar o a la garganta.

Las regiones tropicales resultan muy favorables para la producción de azúcar o café. Esto quiere decir que la naturaleza realiza la mayor parte de la tarea productiva, quedando reducida al mínimo la intervención del trabajo humano. Pero ¿quién se beneficia de esta ventaja? Desde luego, no aquellas regiones, pues la competencia hace que reciban sólo la remuneración que se deriva del trabajo. La beneficiada es la humanidad, ya que el efecto de la generosidad de la naturaleza es un precio barato que se dispersa por el mundo entero.

Imaginemos un territorio de clima templado en el que el carbón y el hierro se encuentran prácticamente en la superficie de la tierra, resultando muy fácil su explotación. En principio, es lógico que los habitantes de la región se beneficien de su feliz circunstancia. Pero en un momento dado, aparecerá la competencia, el precio del carbón y del hierro bajará extendiéndose así la generosidad de la naturaleza por todo el mundo, y el trabajo humano derivado de la explotación mineral se remunerará según la tabla general de beneficios.

Así es como los bienes naturales y el perfeccionamiento de los procesos de producción se convierten, en virtud de la ley de la competencia, en patrimonio común y gratuito de los consumidores y, en definitiva, de toda la humanidad. Y los países que no posean las ventajas mencionadas podrán prosperar comerciando con los que las posean, puesto que los intercambios se realizan con los trabajos, abstracción hecha de las ventajas naturales que dichos trabajos conlleven; y, evidentemente, son los países más favorecidos los que suman a su trabajo sus propias ventajas naturales, de forma que, como sus productos exigen un menor coste laboral, cuestan menos, es decir, son más baratos. Y si la generosidad de la naturaleza se traduce en precios baratos, de ello podrá beneficiarse tanto el país que produce como el que consume.

De ahí lo absurdo de que un país llegue a rechazar un producto precisamente porque es barato. Es como si dijera: «Desprecio lo que regala la naturaleza. Se me exige una inversión equivalente a 2 para adquirir un producto que me costaría invertir 4. Quien me lo propone se aprovecha de que la naturaleza le hace la mitad del trabajo en el proceso de producción. Pues bien, espero que un cambio climático lo fuerce a exigirme una inversión equivalente a 4 para poder negociar con él en pie de igualdad

A es un país privilegiado, mientras que B es un país maltratado por la naturaleza. Yo afirmo que, si comerciaran entre ellos, ambos se beneficiarían, pero sobre todo el país que identificamos como B, puesto que el intercambio no se efectúa con productos sino con valores. Ahora bien, A dispone de más productos por el mismo valor, ya que un producto nace de lo que aportan la naturaleza y el trabajo, en tanto que el valor sólo corresponde a lo que aporta este último. De manera que B comercia con todo a su favor, pues al productor de A sólo le paga su trabajo y obtiene un producto derivado de unas ventajas naturales de las que carece.

Enunciemos la regla general:

El comercio es un trueque de valores. Como el valor queda reducido, en virtud de la competencia, a representar el trabajo, el comercio es, en definitiva, un intercambio de dicho trabajo. Lo que la naturaleza aporta a los productos con los que se comercia se da por ambas partes gratuitamente y por debajo del mercado, de donde se sigue rigurosamente que los cambios realizados con los países más favorecidos por la naturaleza son los más ventajosos.

La teoría, cuyas líneas básicas he intentado plasmar en este capítulo, exigiría un desarrollo mucho más amplio. Aquí me he limitado a examinarla en relación con mi protagonista principal, la libertad comercial. Pero tal vez le baste al lector atento para recoger el germen fecundo de un fruto que, cuando crezca, deberá asfixiar, junto al proteccionismo, el fourierismo, el sansimonismo, el comunismo y todas las escuelas que pretenden excluir del gobierno del mundo la ley de la COMPETENCIA. Considerada desde el punto de vista del productor, la competencia hiere sin duda, a menudo, nuestros intereses individuales e inmediatos; pero si se tiene en cuenta el interés genérico de cualquier actividad, el del bienestar universal, en una palabra, el del consumo, se verá que la competencia juega, en el orden moral, el mismo papel que el equilibrio en el orden material. La competencia es el fundamento del verdadero comunismo, del verdadero socialismo, de esa igualdad de bienestar y de condiciones tan deseada en nuestros días; y si tantos publicistas sinceros, tantos reformadores de buena fe buscan todo esto en la arbitrariedad, es porque no entienden la libertad.[15]

III. CONFLICTO DE PRINCIPIOS

Hay una cosa que no alcanzo a comprender, y es la siguiente: Publicistas sinceros que analizan, aunque sólo desde el punto de vista de la producción, la economía de la sociedad, establecen esta doble formulación: «Los gobiernos deben promover un tipo de consumidor sumiso a unas leyes que den preferencia al trabajo nacional.» «Los gobiernos, a través de las leyes, deben orientar a los consumidores lejanos para que den preferencia al trabajo nacional.»

La primera de estas fórmulas se llama Protección; la segunda, Exportaciones. Ambas se basan en una idea que se denomina Balanza comercial: «Un pueblo se empobrece cuando realiza importaciones y se enriquece cuando exporta.»

En consecuencia, si toda compra al exterior es un tributo pagado, una pérdida, sería muy fácil de evitar, bastaría con prohibir las importaciones. Y si toda venta al exterior es un tributo recibido, un beneficio, lo natural sería generar exportaciones, incluso por la fuerza.

Sistema protector, sistema colonial: ello no viene a ser más que dos aspectos de una misma teoría. Impedir a nuestros conciudadanos que realicen compras a los extranjeros y obligar a los extranjeros a que realicen compras a nuestros conciudadanos, no son sino dos consecuencias de un principio idéntico.

Ahora bien, es imposible no admitir que, si esta doctrina es cierta, el interés general se basa en el monopolio, es decir, la expoliación interior, y en la conquista, es decir, la expoliación exterior.

Entremos en una de esas casitas construidas en las laderas de nuestros Pirineos. El padre de familia cobra un magro salario por su trabajo. El cierzo glacial hiela a los niños medio desnudos en la casa, con el hogar apagado y la mesa vacía de alimentos. Hay lana, madera y maíz más allá de la montaña, pero estos bienes están prohibidos para la familia del pobre jornalero porque el otro lado de los montes no es de Francia. El abeto extranjero no alegrará el hogar de la humilde casita, los hijos del pastor no podrán conocer el sabor de la mantequilla vizcaína y la lana de Navarra no llegará a calentar los miembros entumecidos de esos niños, pero así lo quiere el interés general: ¡En buena hora! Pero habremos de admitir que todo esto es rotundamente injusto.

Disponer legislativamente de los consumidores, reservarlos para el trabajo nacional, equivale a usurpar su libertad y a prohibirles una actividad que no tiene nada de inmoral, como es el comercio. En definitiva, estamos hablando de una injusticia.

Y sin embargo —se argumenta—, todo ello es necesario o, si no, aniquilaremos el trabajo nacional y daremos un golpe mortal a la prosperidad pública.

Los escritores de la escuela proteccionista llegan, pues, a esta triste conclusión, que presenta una incompatibilidad radical entre la justicia y utilidad.

Por otro lado, si cada pueblo pretende vender y no comprar, el estado natural de sus relaciones será la acción y la reacción violentas, pues cada uno tratará de imponer sus productos a los demás y todos procurarán rechazar los del otro.

Una venta, en efecto, implica una compra, y puesto que, según esta doctrina, vender equivale a un beneficio y comprar significa una pérdida, toda transacción internacional traerá consigo la mejora para un pueblo y el deterioro para otro.

Pero, por una parte, los hombres tienden inevitablemente hacia lo que les beneficia y, por otra, se resisten instintivamente a lo que les perjudica. De esto hay que sacarla conclusión de que cada pueblo lleva en sí mismo una fuerza natural de expansión y otra, no menos natural, de resistencia, las cuales resultan igualmente perjudiciales para los demás. En otras palabras: el antagonismo y la guerra son el estado natural de la sociedad humana.

Así, la teoría que yo debato se resume en los siguientes dos axiomas: la utilidad es incompatible con la justicia en el interior: la utilidad es incompatible con la paz para con el exterior.

Pues bien, lo que me causa extrañeza y confusión es que un publicista, más aún, un hombre de Estado que tan sinceramente se adhiere a una doctrina económica cuyo principio choca con tanta violencia con otros principios elementales, pueda tener un solo instante de paz espiritual.

Sinceramente creo que, si no viera tan claro que libertad, utilidad, justicia, paz, son conceptos no sólo compatibles, sino estrechamente ligados entre sí, me esforzaría por olvidar todo lo que he aprendido y me diría a mí mismo:

«¿Cómo ha podido Dios establecer que los hombres sólo alcancen la prosperidad a través de la injusticia y de la guerra? ¿Y asimismo establecer que si los hombres renuncian a la guerra y a la injusticia, sea a costa de su propio bienestar?

»¿No me induce al error, a través de una luz engañosa, la ciencia que me orienta a la horrible blasfemia que encierran tales alternativas? ¿Podría yo tal vez atreverme a tomarla como base para el gobierno de un pueblo? Y cuando tantos sabios ilustres obtienen de ella conclusiones tan positivas, afirmando que ahí se concilian la justicia y la paz que, sin chocar nunca, se alinean paralelamente hasta el infinito, ¿no podrían siquiera tratar de imaginarlo que nosotros conocemos de la bondad y de la sabiduría de Dios, y que se manifiesta en la armonía de la creación material? ¿Debo aceptar a la ligera entonces, contrariando a tan eminentes autoridades, que el mismo Dios ha decidido imponer el antagonismo y la discordancia en las leyes del mundo moral? Diré que no, antes de aceptar que los fundamentos de la sociedad se atacan, chocan, se neutralizan y mantienen entre ellos un conflicto anárquico, eterno e irremediable. Antes de imponer a mis conciudadanos el cruel sistema que se deduce de mis razonamientos, revisaré mi pensamiento para asegurarme de que no me he extraviado en algún punto del camino.»

Si, tras intentar veinte veces un examen sincero, llegara siempre a esta horrorosa conclusión: que hay que elegir entre el Bien y lo Bueno, rechazaría ciertamente desanimado la ciencia, me hundiría en una ignorancia voluntaria y, ante todo, declinaría toda colaboración en los asuntos de mi país, dejando para hombres de otro talante el peso y la responsabilidad de optar por una elección tan penosa.

IV. ¿ELEVA LA PROTECCIÓN EL NIVEL DE LOS SALARIOS?

Un ateo despotricaba contra la religión, contra los curas, contra Dios. Uno que lo oía, y que a su vez no era muy creyente, le espetó: «Si continúas así, vas a lograr que me convierta.»

Del mismo modo, cuando oigo a nuestros imberbes escritorzuelos, novelistas, reformadores, refinados folletinistas, todos ellos bien perfumados y hartos de helado champán, portando en su cartera los Ganneron, los Nord y los Mackenzie o escribiendo con letras de oro contra el egoísmo y el individualismo de hoy día; cuando les oigo, digo, lanzar proclamas contra la dureza de nuestras instituciones y lamentarse por el asalariado y el proletariado; y cuando les veo elevar al cielo unos ojos enternecidos por la miseria de las clases trabajadoras, una miseria que ellos sólo visitarán para que les inspire lucrativas descripciones, a uno le entran ganas de decirles: Si continuáis así, vais a conseguir que la situación de los obreros me resulte indiferente.

¡Ay, el esnobismo, nauseabunda enfermedad de este tiempo! Obreros: un hombre adusto, sincero filántropo, ha narrado vuestra miseria; su libro ha causado tal impresión, que inmediatamente una turba de reformadores se apoderó de su presa para analizarla una y otra vez, para sacarle provecho, exagerar sobre ella y exprimirla hasta la náusea. Por todo remedio, se os ofrecen las grandes palabras: organización, asociación. Os halagan, os adulan, y al cabo ya no sois obreros sino esclavos, de manera que las personas razonables terminan por avergonzarse de tomar parte públicamente en semejante polémica, pues, ¿cómo sería posible poner algo de sensatez en medio tan insípidas declamaciones?

Pero ¿hemos de rechazar una cobarde indiferencia que no justificaría el esnobismo que la provoca?

¡Obreros, vuestra situación es singular! Os expolian, como demostraré a continuación... Pero no, retiro esta palabra; desterremos de nuestro lenguaje toda expresión violenta y acaso falsa, en el sentido de que la expoliación, envuelta en los sofismas que la disimulan, se ejerce, hay que creerlo, contra la voluntad del expoliador y con la conformidad del expoliado. Pero en fin, os arrebatan la debida remuneración de vuestro trabajo y nadie se ocupa de haceros justicia. Si para consolaros bastara con ruidosas llamadas a la filantropía, o con la impotente caridad, o con la degradante limosna; si bastara con las grandes palabras: organización, comunismo, falansterio, todo ello no se os ahorraría. Pero justicia, lo que se dice pura y simplemente justicia, nadie se preocupa de que la tengáis. Y, sin embargo, ¿lo justo no sería que, cuando tras una larga jornada de trabajo hubierais cobrado vuestro módico salario, lo pudierais cambiar por la mayor cantidad posible de bienes que voluntariamente pudierais obtener de un hombre, cualquiera que éste fuese?

Tal vez un día os hable de asociación y de organización y podremos comprobar lo que se puede esperar de unas quimeras por las cuales os dejáis extraviar en una búsqueda de supercherías.

Mientras tanto, preguntémonos si no se comete una injusticia con vosotros cuando, par medio de la ley, se decide a quiénes os está permitido comprar las cosas que necesitáis: el pan, la carne, los tejidos, la ropa; y preguntémonos también por el precio artificial (vamos a llamarlo así) que os veis obligados a pagar.

¿Es cierto que el proteccionismo, que, según se reconoce, os obliga pagar un precio más alto por las cosas y, en consecuencia, os perjudica en este aspecto, eleva proporcionalmente el nivel de vuestros salarios?

¿De qué depende el nivel de los salarios?

Uno de vosotros ha sabido expresarlo adecuadamente: Cuando dos obreros persiguen a un amo, los salarios bajan; pero suben cuando dos amos persiguen a un obrero.

Permitidme, para abreviar, que me sirva de una frase más científica, aunque tal vez menos diáfana: «El nivel de los salarios depende de la relación de la oferta con la demanda de trabajo.»

Ahora bien, ¿de qué depende la oferta de mano de obra?

De la cantidad de ésta que se encuentre disponible y al respecto, la protección no podría hacer que cambiara nada.

¿De qué depende la demanda de mano de obra?

Del capital nacional disponible. Pero la ley que dice: «No se traerá tal producto de fuera, se producirá dentro», ¿aumenta tal capital? En ninguna parte. Esa ley lo desvía de un sitio y lo coloca en otro distinto, pero no lo acrecienta ni un ápice y, consecuentemente, tampoco produce un aumento de la demanda de mano de obra.

Veamos esa fábrica que nos muestran con orgullo. ¿Acaso fue construida y se la mantiene en funcionamiento con capitales caídos del cielo? Desde luego que no: ha habido que sacar el dinero de la agricultura, o de la navegación, o quizá de la industria vinícola. He ahí la razón por la que, tras el reinado de las tarifas protectoras, podrá haber más obreros en las galerías de nuestras minas o en los suburbios de nuestras ciudades industriales, pero habrá menos marinos en los puertos, menos labradores en el campo y menos vendimiadores en los viñedos.

Podría yo disertar largo y tendido sobre este asunto, pero prefiero intentar hacerme comprender con un ejemplo.

Un campesino poseía un capital de veinte hectáreas, valorado en 10.000 francos. Había dividido su tierra en cuatro partes, estableciendo la siguiente rotación de cultivos: 1.° maíz; 2.° trigo; 3.° trébol; 4.° centeno. Satisfacía las necesidades de su familia con una módica cantidad de grano, carne y lácteos que producía su granja, vendiendo el excedente para adquirir aceite, lino, vino, etc. La producción total se destinaba a hacer frente a los gastos por hipotecas, salarios, pagos de cuentas, jornales de obreros; y, como había ganancias, el capital, de año en año, iba creciendo; nuestro campesino sabía muy bien que un capital debe estar en producción, e invertía en la construcción de cercas, en la roturación de tierras, en la mejora de los aperos de labranza o en la reforma de los edificios de la granja, de lo cual se derivaba un inequívoco beneficio para la clase obrera. Además, metía algunos ahorros en el banco de la ciudad más próxima, el cual no los mantenía ociosos en su caja fuerte, sino que los prestaba a armadores o constructores, de manera que el dinero terminaba siempre significando un sueldo para alguien.

Un día, el campesino falleció y, tan pronto como su hijo se hizo cargo de la herencia, dijo para sí: Hay que reconocer que mi padre fue un ingenuo durante toda su vida. Compraba aceite y un tributo se iba para Provenza, cuando en nuestra tierra, con todos sus rigores, podrían germinarlos olivos. Compraba vino, lino, naranjas, y el tributo iba para Bretaña, para el Médoc, para las islas Hyères, cuando la vid, el cáñamo y el naranjo podrían de una u otra forma, producir algo en nuestras tierras. Pagaba también un tributo al molinero y al tejedor, cuando nuestros criados bien podrían tejer nuestro lino y moler el trigo aun con dos piedras. Mi padre iba a la ruina y, encima, daba a ganar sueldos a extraños con esa forma tan suya de repartir el dinero.

Persuadido por este razonamiento, nuestro visionario cambió la rotación de cultivos de sus tierras, dividió éstas en veinte partes y se puso a plantar olivos, moreras, vides, trigo, etc., etc. Así, consiguió proveer a su familia de todo lo necesario y hacerla independiente. Ya no adquiría nada en el mercado, aunque tampoco ponía nada en él, pero ¿era por ello más rico? Pues no, porque su tierra no era adecuada para el cultivo de la vid y el clima no dejaba prosperar los olivos, así que, en definitiva, su familia estaba peor provista de todo que en la época en que el padre compraba en el mercado.

En cuanto a los obreros, no había ahora más trabajo que antes. Se cultivaban más terrenos, pero el tamaño de éstos era mucho más pequeño; se producía aceite, pero también mucho menos trigo; se cultivaba lino, pero ya no se vendía centeno. No podía invertirse en salarios más que el capital disponible, y éste, merced a la nueva distribución de la producción, disminuía sin parar. Una gran parte se gastaba en edificios y utensilios de todo tipo, indispensables para las nuevas tareas que se habían emprendido. Como colofón, se redujo la oferta de mano de obra, pues los medios para pagarla se habían desvanecido y, como no podía ser de otra forma, sobrevino una reducción de salarios.

Así será también un país que se aísle bajo un régimen proteccionista. Ya sé que poseerá una gran diversidad de industrias, pero el país será menos importante; se habrá dotado, por decirlo así, de una rotación industrial muy compleja, pero no más fecunda sino al contrario, puesto que el capital y la mano de obra se toparán con obstáculos insalvables: el capital fijo absorbe una gran parte del capital circulante, es decir, del fondo que se destina a los salarios. Lo que queda se ramifica mucho, pero ello no aumenta su total. Es como si se pensara que el agua de un estanque aumentaría su volumen por distribuirla en mil y un depósitos, cuando lo único que sucedería es que, precisamente por ello, el agua se evaporaría y se perdería.

Un capital y una mano de obra determinados serán más o menos productivos según los obstáculos que hayan de superar. No cabe duda de que las barrera internacionales fuerzan, en cada país, que el capital y la mano de obra hayan de superar inconvenientes de clima y temperatura que frenan la producción o, lo que viene a ser lo mismo, impiden que la humanidad obtenga mayor cantidad de bienes. Y si la producción disminuye genéricamente, ¿cómo puede pretenderse que pueda incrementarse la que depende de la mano de obra? ¿Hay que creer entonces que los ricos, los que hacen la ley, no sólo asumirían la disminución de capital que les corresponda, sino que estarían dispuestos a hacerse cargo de la que afecte a la clase obrera? Trabajadores, ¿pensáis que esto es posible? ¿No parece una sospechosa generosidad que, por cautela, deberíais rechazar?

V. PETICIÓN

de los fabricantes de velas, bujías, lámparas, candeleros, faroles, despabiladeras, apagadores; y de los productores de sebo, aceite, resina, alcohol, y en general de todo lo que se relaciona con el alumbrado.

A los señores diputados.

Señores,

Estáis en el buen camino, puesto que rechazáis las teorías abstractas; la productividad y los buenos precios no os incumben y os preocupa sobre todo el productor, al cual pretendéis proteger de la competencia exterior. En resumen, aspiráis a reservar el mercado nacional para el trabajo nacional.

Queremos ofreceros una buena ocasión para que apliquéis, ¿cómo diríamos? ¿vuestra teoría? No, nada resulta más engañoso que la teoría. ¿Vuestra doctrina? ¿Vuestro sistema? ¿Vuestro principio? Pero a vosotros no os gustan las doctrinas, os repugnan los sistemas y, en cuanto a los principios, bien claro habéis dejado que éstos no existen en la economía social. Hablaremos, pues, de vuestra práctica. Vuestra práctica sin teoría ni principio.

Nosotros tenemos que sufrir la intolerable competencia de un extranjero situado, por lo que parece, en unas condiciones de producción de luz tan superiores a las nuestras, que es capaz de inundar nuestro mercado nacional a un precio fabulosamente reducido. Hasta el punto de que, cuando aparece, podemos dar por finalizadas nuestras ventas, pues todos los consumidores se van con él. De manera que un sector de la industria francesa, cuyas ramificaciones son innumerables, se ve de repente amenazado por el estancamiento más completo. Este rival, que no es otro que el sol, nos ataca tan encarnizadamente que albergamos la sospecha de que cuenta con el respaldo de la pérfida Albión (¡qué diplomacia la de hoy día!), ya que, con esa orgullosa isla, muestra unos miramientos que nunca nos dedica a nosotros.

En consecuencia, pedimos que se dicte una ley que ordene el cierre de toda ventana, tragaluz, pantalla, contraventana, postigo, persiana, cuarterón, claraboya, toldo; en una palabra: de toda abertura, agujero, hendidura y fisura por la que la luz del sol acostumbra a penetrar en las casas, para perjuicio de las bonitas industrias con que, lo declaramos con orgullo, hemos sabido dotar al país; que nos sería muy ingrato si, ante este combate tan desigual, hoy nos abandonara.

Señores diputados, cuidaos de no tomar por una sátira nuestra demanda, y no la rechacéis sin al menos oír las razones que tenemos para sustentarla.

Para empezar, si restringís en la medida de lo posible el acceso a la natural, fomentando de esta forma el consumo de luz artificial, toda la industria francesa saldría beneficiada.

Al consumirse más sebo, será necesario ganado vacuno y ovino, con lo cual, proliferarán las praderas y se producirá carne, lana, cuero y, en especial, pastos, que son la base de toda riqueza agrícola.

Al consumirse más aceite, se extenderá el cultivo del olivo y de la colza, plantas ricas y productivas que sacarán provecho de la fertilidad que la cría de ganado supondrá para nuestra tierra.

Nuestros páramos se llenarán de árboles resinosos. Enjambres de abejas cosecharán en las montañas los perfumados tesoros que en la actualidad se evaporan inútilmente, lo mismo que las flores que los contienen. Ningún sector de la agricultura dejará de alcanzar un enorme desarrollo.

Lo mismo ocurrirá con la industria del mar: miles de barcos zarparán para pescar ballenas y, en poco tiempo, nuestra marina podrá sustentar el honor de Francia y corresponder al patriotismo de los que firman este escrito, los comerciantes de velas, etc.

¿Y qué decir del artículo París? Vemos ya los dorados, los bronces, los cristales de candeleros, lámparas, arañas y candelabros, brillando en espaciosos almacenes rodeados de tiendas.

No habrá ni un pobre resinero en el monte, ni un minero en la negra galería, sin notar cómo aumentan su salario y su bienestar.

Señores, reflexionad con atención y os convenceréis de que, posiblemente, desde el rico accionista de Anzin hasta el más humilde vendedor de cerillas, no quedará un solo francés para quien nuestra acertada propuesta no suponga un progreso seguro.

Como podríamos muy bien, señores, anticiparnos a vuestras objeciones, sabemos que no podríais presentar una sola que no provenga de los libros que manejan los partisanos de la libertad comercial. Y os desafiamos a que pronunciéis contra nosotros alguna palabra que, al instante, no se vuelva contra vosotros mismos y contra los principios que rigen vuestra política.

Si adujerais que, si nosotros ganamos con el proteccionismo Francia no gana nada, pues es el consumidor el que corre con los gastos, responderíamos lo siguiente:

No tenéis ningún derecho a invocar los intereses del consumidor, al cual siempre habéis sacrificado en su lucha con el productor. Y lo habéis hecho para fomentar el trabajo, para acrecentar el dominio del trabajo. Por el mismo motivo debéis hacerlo ahora.

Y si sois coherentes en lo anterior, cuando os digan: al consumidor le interesa la libre importación de hierro, carbón, sésamo, trigo o tejidos, bien podríais responder que, muy al contrario, eso no le interesa al productor. Y que, del mismo modo, si a los consumidores les interesa que se admita la luz natural, a los productores les viene mejor que se prohíba. Más aún, como el productor y el consumidor vienen a ser lo mismo, si un fabricante gana con la protección, también se beneficiará el agricultor. Y si la agricultura prospera, se elevará el nivel de ventas de las fábricas. Por lo tanto, si nos concede el monopolio del alumbrado durante el día, primero invertiremos en la compra de sebo, carbón, aceite, resina, cera, alcohol, plata, hierro, bronce y cristal para el abastecimiento de nuestra industria, con lo cual, nos enriqueceremos nosotros y nuestros proveedores, aumentará el consumo y el bienestar se extenderá por todos los sectores del trabajo nacional.

Podrá objetarse que la luz del sol es un don gratuito, y que rechazarlo sería como rechazar la riqueza misma con el objeto de facilitar los medios con los que ésta pueda ser adquirida.

Pero tened en cuenta que semejante idea acabaría con la esencia de vuestra política, pues, hasta la fecha, siempre habéis desdeñado un producto extranjero porque equivale casi a un don gratuito. Por lo tanto, para condescender con la exigencia de monopolistas extraños tenéis medio motivo. Pero para asumir nuestra petición tenéis un motivo entero, y rechazarla con la justificación que precisamente más nos justifica a nosotros sería como admitir la ecuación: + x + = –. En otras palabras, sería como añadir absurdo sobre absurdo.

El trabajo y la naturaleza colaboran en proporciones diversas, de acuerdo con los países y los climas, en la creación de un producto. La parte que corresponde a la naturaleza resulta siempre gratuita, siendo la que corresponde al trabajo la que constituye un valor y, de acuerdo con ello, la que se paga.

Si una naranja de Lisboa se vende a la mitad del precio de una naranja de París es porque el calor natural, es decir, gratuito, pone en aquélla lo que en ésta debe ponerse a partir de un calor artificial, y, en consecuencia, costoso.

Así pues, cuando traemos una naranja de Portugal, puede decirse que la mitad llega de forma gratuita, mientras que la otra mitad supone un cierto gasto. En otras palabras, cuesta la mitad que una naranja de París.

Ahora bien, es precisamente esta media gratuidad (perdón por la palabra) lo que argumentáis para rechazar esa naranja, diciendo: ¿cómo puede soportar el trabajo nacional la competencia del trabajo extranjero, cuando aquél lo tiene todo por hacer mientras que a éste le basta con realizar la mitad de la tarea, puesto que el sol se encarga del resto? Pero si la media gratuidad os hace rechazar la competencia, ¿cómo vais a admitirla frente a la gratuidad completa? En aras de la lógica, si repudiáis la semigratuidad como perjudicial para nuestro trabajo nacional, debéis repudiar, a fortiori y con celo redoblado, la gratuidad entera.

Es obvio que, cuando el producto que sea, carbón, hierro, trigo o tejido, nos llega de fuera y podemos adquirirlo con menos trabajo que si lo produjéramos nosotros mismos, la diferencia derivada es un don gratuito que se nos confiere. Este don será más o menos considerable según sea dicha diferencia, es decir, un cuarto, la mitad o las tres cuartas partes del valor del producto, de acuerdo con lo que el extranjero nos exija como pago. Pero el don podría ser por el valor en su totalidad si el donante, como es el caso del sol con la luz, no nos reclama nada. La cuestión, que nosotros planteamos formalmente, es saber si deseáis para Francia el beneficio del consumo gratuito u optáis por las presuntas ventajas de la producción onerosa. Debéis elegir, pero, al mismo tiempo, ser coherentes. Ya que, si rechazáis, como soléis hacer, el carbón, el hierro, el trigo o los tejidos extranjeros «en la medida» en que su precio se aproxime a cero, ¿no sería una incoherencia consentir la luz del sol (cuyo precio es cero) durante todo el día?

VI. LA MANO DERECHA Y LA MANO IZQUIERDA

(Informe al rey)

Señor,

Cuando se ve a esos hombres del Libre-Échange difundir audazmente su doctrina, sostener que el derecho de compra y venta forma parte del derecho de propiedad (insolencia que el señor Billault ha ensalzado como un abogado), es lícito estimar que serios peligros se ciernen sobre el destino del trabajo nacional. Porque, cuando sean libres, ¿qué harán los franceses con sus brazos y con su inteligencia?

La administración que habéis honrado con vuestra confianza ha debido atender a tan grave situación, buscando en vuestra sabiduría una protección que pueda sustituir a la que se pone en un riesgo cierto. Esa administración os propone prohibir a vuestros fieles súbditos el uso de la mano derecha.

Señor, no nos inflijáis la ofensa de pensar que hemos adoptado a la ligera una medida que, a primera vista, puede parecer extravagante. El estudio pormenorizado del régimen protector nos ha revelado el silogismo en el que dicho régimen se basa por completo:

A más trabajo, mayor riqueza. Mientras más obstáculos haya que superar, más habrá que trabajar. Ergo mientras más obstáculos haya que superar, se obtendrá más riqueza.

¿Qué es, en efecto, la protección, sino una aplicación ingeniosa y en su debida forma de este razonamiento, tan conciso que incluso resistiría la sutileza del propio señor Billault?

Personifiquemos el país. Considerémoslo como un ser colectivo con treinta millones de bocas y, por una deducción natural, con sesenta millones de brazos. Imaginemos que construye una péndola que pretende cambiar en Bélgica por diez quintales de hierro. Pero le hacemos una propuesta: Produce tú mismo el hierro. No puedo hacerlo —responde—, porque me costaría mucho tiempo, no sería capaz de producir más de cinco quintales en el tiempo en que hago una péndola. ¡Utopista! —le replicamos—, por eso mismo te prohibimos hacer la péndola y te ordenamos producir el hierro. ¿No te das cuenta de que te proporcionamos trabajo?

Señor, no habrá escapado a vuestra sagacidad que es como si le dijéramos al país: Trabaja con la mano izquierda y no con la derecha.

Crear obstáculos para otorgar al trabajo la ocasión de desarrollarse, tal es el principio de la restricción que se muere. También es el principio de la restricción que va a nacer. Señor, la reglamentación que proponemos no implica innovar, sino perseverar.

En cuanto a la eficacia de la medida, es incontestable. Resulta dificultoso, mucho más de lo que se cree, realizar con la mano izquierda lo que se tiene por costumbre hacer con la derecha. Os convenceréis de ello, Señor, si os dignáis experimentar nuestro sistema con un acto que os sea familiar como, por ejemplo, el de barajar las cartas. Bien podemos, pues, jactarnos de abrir para el trabajo horizontes ilimitados.

Cuando los obreros de toda condición se vean limitados al uso de su mano izquierda, imaginemos, Señor, cuántos harán falta para hacer frente a las necesidades del consumo actual, que suponemos invariable, como hacemos siempre que comparamos sistemas de producción. La enorme demanda de mano de obra seguro que determinará una subida considerable de los salarios, y la pobreza desaparecerá del país como por ensalmo.

Señor, vuestro paternal corazón se regocijará al constatar que los beneficios de la ordenanza alcanzarán también a esa porción tan significativa de la gran familia, cuya suerte demanda vuestro interés. ¿Cuál es el sino de las mujeres en Francia? El sexo más audaz y endurecido por el trabajo las arranca insensiblemente de todo tipo de profesión.

En otro tiempo, a las mujeres les quedaba el recurso de los despachos de lotería, pero éstos, por culpa de una despiadada filantropía, se han cerrado. ¿Y cuál ha sido el pretexto? Para ahorrar —dicen— el dinero del pobre. Pero ¿acaso el pobre ha podido nunca obtener, con sólo una moneda, goce tan dulce e inocente como el que guarda para él la misteriosa urna de la fortuna? Privado de todos los placeres de la vida, ¿tal vez no ha dispensado unos momentos deliciosos a su familia arriesgando, moneda a moneda, todo su jornal en el juego de la lotería? La esperanza siempre tenía un sitio en el hogar familiar. La buhardilla se llenaba de ilusiones: la mujer se imaginaba eclipsando a sus vecinas con el esplendor de sus vestidos, el hijo se veía hecho todo un caballero, la hija soñaba con el trayecto hacia el altar del brazo de su novio.

¡Qué es mejor que un bello sueño!

¡Oh, la lotería, era la poesía del pobre y hemos permitido que se nos escape!

Con la lotería difunta, ¿de qué medios disponemos para proveer a nuestros protegidos?: el tabaco y el correo.

El tabaco, en buena hora, vemos que progresa, gracias al cielo y a los distinguidos hábitos que augustos ejemplos han sabido, muy hábilmente, hacer que prevalezcan entre nuestra elegante juventud.

Pero el correo... Nada diremos de él, pero será objeto de un informe especial.

Entonces, excepto el tabaco, ¿qué les queda a vuestras súbditas? Sólo el bordado, las labores de punto y la costura, tristes recursos que, cada día que pasa, se ven restringidos por la bárbara ciencia de la mecánica.

Pero tan pronto como aparezca vuestra ordenanza, en cuanto las manos sean cortadas o atadas, todo cambiará de plano. Un número de bordadoras, modistas, costureras, planchadoras y camiseras, multiplicado por veinte o por treinta, no tendrán que sufrir por el consumo (vergüenza para quien piense mal) del reino, un consumo que suponemos invariable, según nuestra forma de razonar.

Es verdad que tal suposición podrá ser cuestionada por fríos teórico, pues los vestidos serán más caros, y también las camisas. Lo mismo dicen del hierro que la nación extrae de nuestras minas, comparándolo con lo que se podría vendimiar en nuestras viñas. Este argumento no es, pues, más admisible contra la torpeza que contra la protección, desde el momento en que la carestía no sería más que el resultado y la expresión del excedente de esfuerzos y de trabajos, el cual es justamente la base sobre la que, en cualquier caso, pretendemos fundar la prosperidad de la clase obrera.

Sí, pintamos con trazos conmovedores el cuadro de la prosperidad de la industria costurera. ¡Qué movimiento! ¡Qué actividad! ¡Qué vida! Cada vestido mantendrá ocupados cien dedos en lugar de diez. No habrá ya ninguna joven ociosa y no necesitamos, Señor, señalar a vuestra perspicacia las consecuencias morales de esta gran revolución. No sólo habrá más chicas ocupadas, sino que cada una de ellas ganará más, pues les resultará imposible abastecer toda la demanda. Y si surge algún tipo de competencia, no será entre las obreras que confeccionan los vestidos, será entre las señoras que los lucen.

Comprobadlo vos mismo, Señor, nuestra proposición, además de guardar conformidad con las tradiciones económicas del gobierno, resulta esencialmente moral y democrática.

Para apreciar sus efectos, vamos a suponerla realizada, transportándonos por el pensamiento al porvenir, e imaginemos el sistema en acción después de veinte años. La ociosidad está desterrada del país; el bienestar y la concordia, la felicidad y la moralidad, de la mano del trabajo, se extienden por todas las familias; como la mano izquierda es muy torpe en las tareas, el trabajo abunda sobremanera y la remuneración resulta satisfactoria. Los operarios llenan los talleres y todo funciona a la perfección. ¿No es cierto, Señor, que si repentinamente los utopistas llegaran a reclamar la libertad de la mano derecha, provocarían la alarma del país, trastornando todas las vidas? Como nuestro sistema es bueno, no podría ser destruido sin dolor.

Y, sin embargo, tenemos el triste presentimiento de que un día se constituirá (tan grande es la perversidad humana) una asociación en pro de la libertad de las manos derechas.

Nos parece oír ya a los libre-diestristas el siguiente discurso en la sala Montesquieu:

«Pueblo, te crees más rico porque te han suprimido el uso de una mano. Tan sólo ves el aumento de trabajo que ello supone, cuando debieras fijarte también en la subida de los precios, en la disminución forzosa del consumo. Esta medida no acrecienta la fuente de los salarios, que es el capital. Las aguas que fluyen del gran depósito se desparraman por otros canales, pero el volumen no aumenta, y el resultado definitivo para la nación es un desperdicio de bienestar equivalente al que millones de manos derechas podrían producir: tanto como el que producen las manos izquierdas. Así pues, unámonos y, pagando el precio de algunos desarreglos inevitables, conquistemos el derecho de que todas las manos puedan trabajar.»

Afortunadamente, Señor, se constituirá una «asociación para la defensa del trabajo de la mano izquierda», y los «Siniestristas» no tendrán reparo alguno en reducir a la nada todas estas generalidades e idealidades, suposiciones y abstracciones, ensueños y utopías. Sólo tendrán que exhumar el Moniteur industriel de 1846 (13 de octubre): encontrarán ahí argumentos redondos contra la libertad de comercio que, además, pulverizan tan maravillosamente la libertad de la mano derecha, que les bastará con copiar una palabra tras otra.

«La liga parisina por la libertad de comercio no duda de la colaboración de los obreros. Pero éstos no son ya hombres que se dejen llevar. Tienen los ojos abiertos y conocen la economía política mejor que nuestros profesores... La libertad de comercio —aducen los obreros— nos quitaría el trabajo, y éste es nuestra propiedad real, grande, soberana: con el trabajo, con mucho trabajo, el precio de las mercancías nunca resulta inaccesible. Pero sin trabajo, el obrero está condenado a morir de hambre. Ahora bien, vuestras doctrinas, en lugar de aumentar el número de puestos trabajo en Francia, lo disminuirán, es decir, nos condenaréis a la miseria.»

«Cuando hay demasiadas mercancías a la venta, su precio se abarata; pero como el salario disminuye cuando la mercancía pierde su valor, resulta que, en lugar de encontrarnos en situación de comprar, no podemos ya comprar nada. Así pues, cuando la mercancía tiene un precio insignificante, el obrero es más desgraciado.» (Gauthier de Rumilly, Moniteur industriel del 17 de noviembre.)

No estará de más que los Siniestristas introduzcan algunas amenazas en sus bellas teorías. Aquí está el modelo:

¡Cómo! Pretender sustituir con el trabajo de la mano derecha el de la mano izquierda y provocar así la caída forzosa, si no la aniquilación del salario, único recurso de casi toda la nación!

Y esto en el momento en que unas exiguas cosechas ya imponen penosos sacrificios al obrero, inquietan su porvenir, lo vuelven más accesible a los malos consejos y lo predisponen a abandonar la sensata conducta que ha mantenido hasta aquí!

Confiamos, Señor, en que, gracias a razonamientos tan sabios, si se entabla la lucha, la mano izquierda saldrá victoriosa.

Quizá se forme una asociación con el fin de investigar si ambas manos, la derecha y la izquierda, no están equivocadas, y si no habrá entre ellas una tercera mano que pueda conciliarlas.

Tras retratar a los Dexteristas como seducidos por «la liberalidad aparente de un principio cuya experiencia no ha verificado aún su exactitud» y a los Sinistristas acantonándose en las posiciones conquistadas:

«¡Y se niega —dirá la asociación— que haya un tercer partido que tomar en medio del conflicto! ¡No vemos que los obreros tienen que defenderse a la vez de los que no quieren cambiar nada de la situación actual, porque la encuentran ventajosa, y de los que sueñan con un trastorno económico cuya extensión y alcance no han calculado!» (Nacional del 16 de octubre).

No obstante, no queremos ocultar a Vuestra Majestad, Señor, que nuestro proyecto tiene un flanco vulnerable, pues alguien podría decirnos: En veinte años, todas las manos izquierdas serán tan hábiles como lo son ahora las manos derechas y ya no se podrá contar con la torpeza para acrecentar el trabajo nacional.

Respondemos a esto que, según doctos médicos, la parte izquierda del cuerpo humano tiene una debilidad natural muy tranquilizadora para el porvenir del trabajo.

Y, después de todo, consentid, Señor, en firmar la ordenanza y habrá prevalecido un gran principio: «Toda riqueza proviene de la intensidad del trabajo.» Nos resultará fácil extender y variar las aplicaciones. Podremos decretar, por ejemplo, que sólo se permita trabajar con el pie. Esto no es más imposible (puesto que se ha visto) que extraer hierro del cieno del Sena. Se sabe hasta de hombres que han logrado escribir con la espalda. Podéis ver, Señor, que no nos faltarán medios para acrecentar el trabajo nacional. Y en caso de desesperación, nos quedaría el recurso ilimitado de las amputaciones.

En fin, Señor, si este informe no fuera a hacerse público, llamaríamos vuestra atención sobre la gran influencia que todos los sistemas análogos al que os presentamos poseen para dotar a los hombres de poder. Pero esta es una materia que nos reservamos para tratar en consejo privado.

VII. CUENTO CHINO

¡Hay un clamor contra la codicia, el egoísmo de nuestro tiempo!

Por mi parte, compruebo que el mundo, y París en particular, está poblado por Decios.

Echad un vistazo a los miles de libros, de periódicos, de folletines que las prensas parisinas vierten a diario sobre el país. Todo ello parece una tarea de modestos santos.

¡Qué inspiración para mostrar los vicios que nos rodean! ¡Qué ternura conmovedora para las masas! ¡Con qué generosidad se insta a los ricos a que compartan con los pobres o a éstos para que hagan otro tanto con los ricos! ¡Cuántos planes para que se reforme, para que mejore, para que se organice la sociedad! ¿Habrá algún mediocre escritor cuyo objetivo no sea el bienestar de las clases trabajadoras? Sólo hay que procurar que éstas dispongan del tiempo suficiente para entregarse a las reflexiones humanitarias.

¡Y todavía se habla del egoísmo y del individualismo de nuestra época!

No hay nada que no persiga el bienestar y la educación moral del pueblo, nada, ni tan siquiera la Aduana. ¿Acaso creéis que ésta es una máquina de impuestos tal que el fielato o el peaje al final de un puente? En absoluto. Se trata de una institución esencialmente civilizadora, fraternal e igualitaria. ¿Qué queréis?, es la moda. Hay que actuar, o aparentar que se actúa, con sentimiento. Sentimentalismo en todo caso, incluso en la garita del «¿qué lleváis ahí?».

Pero (hemos de confesarlo) para llevar a cabo tales aspiraciones filantrópicas, la aduana utiliza procedimientos singulares.

De entrada, pone en pie un ejército de directores, subdirectores, inspectores, subinspectores, controladores, supervisores, recaudadores, jefes, subjefes, empleados, supernumerarios, aspirantes-supernumerarios y aspirantes a aspirantes, sin contar el servicio activo, y todo para acabar ejerciendo sobre la industria del pueblo una acción negativa que se resume en la palabra impedir.

Fijaos en que no digo tasar, sino muy concretamente impedir.

E impedir no desde luego actos reprobados por las costumbres o contrarios al orden público, sino transacciones inocentes e incluso favorables (y esto es obvio) para la paz y la unión de los pueblos.

Sin embargo, la humanidad es tan flexible y adaptable que, de una u otra forma, siempre se sobrepone a los impedimentos. Cuestión de lograr que se acreciente el trabajo.

Impedid que un pueblo traiga sus alimentos del exterior y los producirá en casa: será más trabajoso, pero hay que vivir. Impedid que atraviese un valle y remontará las montañas: será más largo, pero hay que llegar.

Esto es tal vez triste, pero resulta divertido: cuando la ley contribuye a levantar una determinada serie de obstáculos, de manera que, para superarlos se hace necesario de traer cierta cantidad de trabajo, desaparece el derecho de reclamar la reforma de dicha ley. Si mostráramos el obstáculo, nos señalarían el trabajo que éste genera; y si adujéramos que no se trata de trabajo creado, sino detraído, nos responderían como L’Esprit publique: «Solo el empobrecimiento es seguro e inmediato, mientras que el enriquecimiento es más hipotético.»

Esto me recuerda una historia china que paso a narraros.

Había en China dos grandes ciudades: Tchin y Tchan. Un canal magnífico las comunicaba. El emperador juzgó conveniente cegar el canal con enormes bloques de roca, con el fin de inutilizarlo.

Ante esto, el primer mandarín, Kuang, le dijo: —Hijo del Cielo, cometéis un error. El emperador respondió: —Kuang, lo que dices es una tontería. Entiéndase que sólo refiero la sustancia del diálogo.

Al cabo de tres lunas, el celeste emperador llamó al mandarín y le dijo: —Kuang, observa.

Y éste vio, a cierta distancia del canal, una multitud de hombres trabajando. Unos hacían desmontes, otros terraplenes; los de aquí nivelaban, los de allá ponían adoquines; el mandarín, que era muy sabio, pensó: están construyendo una carretera.

Al cabo de tres lunas, el emperador llamó de nuevo a Kuang y le dijo: —Observa. Y Kuang observó.

Vio que la carretera ya se había construido y pudo comprobar que a lo largo del camino, de trecho en trecho, se levantaban hosterías. Numerosos peones, carros y palanquines iban y venían, y una muchedumbre de chinos, abrumados por el cansancio, transportaban pesadas cargas de Tchin a Tchan y de Tchan a Tchin. Kuang cayó en la cuenta de que era la destrucción del canal lo que proporcionaba trabajo a aquella pobre gente, pero reflexionó con la idea de que ese trabajo había sido detraído de otros empleos.

Transcurrieron tres lunas y el emperador le dijo a Kuang: —Observa. Y Kuang así lo hizo.

Comprobó que las hosterías estaban siempre llenas de viajeros y que, como éstos necesitaban comer, habían proliferado las carnicerías, las panaderías, las charcuterías y los comerciantes de nidos de golondrinas. Dado que la gente tiene que vestirse, se habían establecido también sastres, zapateros y vendedores de quitasoles y de abanicos; y como nadie duerme al raso, ni siquiera en el Celeste Imperio, habían acudido también carpinteros, albañiles y techadores. Después llegaron los oficiales de policía, los jueces, los médicos. En resumen, se formó toda una ciudad con sus arrabales.

Entonces el emperador le preguntó a Kuang: —¿Qué os parece?

Y Kuang le respondió que jamás hubiera creído que la destrucción de un canal pudiera crear tanto trabajo para el pueblo, y que mantenía la idea de que no se trataba de trabajo creado sino detraído, y que los viajeros se detenían al pasar por el canal después de ser obligados a usar la carretera.

En medio de la conmoción de sus súbditos, murió el emperador, y el hijo del Cielo fue depositado en la tierra.

Su sucesor llamó a Kuang y le ordenó que despejara el canal.

Kuang le dijo al nuevo emperador: —Hijo del Cielo, cometéis un error. El emperador repuso: —Kuang, lo que dices es una tontería. Pero Kuang insistió y preguntó: —Señor, ¿cuál es vuestro objetivo? —Mi objetivo —dijo el emperador— es facilitar el tránsito de los hombre y de las cosas entre Tchin y Tchan y, haciendo que el transporte resulte menos costoso, lograr que el pueblo obtenga té y ropa a un precio más barato.

Pero Kuang se había preparado. Tenía en su poder algunos números de El Monitor Industrial, diario chino. Sabiéndose bien la lección, pidió permiso para responder y, cuando lo hubo obtenido, tras golpear el suelo con su frente nueve veces, dijo:

—Señor, pretendéis reducir, a partir de la facilidad del transporte, el precio de los objetos de consumo y poner éstos al alcance del pueblo, al cual priváis del trabajo que generó la destrucción del canal. Señor, en economía política, el precio barato absoluto...

El emperador: —Me parece que estás recitando. Kuang: —Es cierto. Me será más cómodo leer.

Y desplegando el Espíritu Público, leyó: «En economía política, el precio barato absoluto de los objetos de consumo es algo secundario. El problema reside en el equilibrio del precio del trabajo con el de los objetos necesarios para la existencia. La abundancia de trabajo es la riqueza de las naciones, y el mejor sistema económico es el que abastece a aquéllas de la mayor cantidad de trabajo posible. No hay que preocuparse de si es mejor pagar una u otra tasa por el té o por una camisa, eso son puerilidades indignas de un espíritu serio. La cuestión está en si es mejor pagar más por un objeto y disponer, por la abundancia y el precio del trabajo, de más medios para adquirirlo. O bien si es preferible empobrecer las fuentes del trabajo, disminuir la masa de la producción nacional, transportar por “caminos que marchan” los objetos de consumo a mejor precio, ciertamente, y al mismo tiempo ampliar a una parte de nuestros trabajadores las posibilidades de comprar también con estos precios reducidos.»

Viendo que el emperador no parecía muy convencido, Kuang dijo: —Atended, Señor. Aún tengo más cosas de El Monitor Industrial. Pero el emperador contestó: —No necesito diarios chinos para saber que crear «obstáculos» es atraer trabajo a esta parte. Esa no es mi tarea. Ve y despeja el canal. Después reformaremos la aduana. Y Kuang se marchó, mesándose los cabellos y gritando: —¡Oh, Fô, oh, Pê, oh, Lî y todos los dioses monosilábicos y circunflejos de Cathay, tened piedad de vuestro pueblo, pues nos ha llegado un emperador de la «escuela inglesa» y veo que pronto nos faltará todo, pues ya no tendremos nada que hacer!

VIII. TRABAJO HUMANO, TRABAJO NACIONAL

La destrucción de las máquinas y el rechazo de las mercancías extranjeras son actitudes que provienen de la misma doctrina.

Es frecuente encontrarse con personas que aplauden la presentación en sociedad de un gran invento y que, sin embargo, son partidarias del régimen proteccionista, demostrando con ello una patente incoherencia.

¿Qué es lo que se le reprocha a la libertad de comercio? Que los extranjeros, con más habilidad o mejores condiciones, nos ofrezcan cosas que, de otro modo, tendríamos que producir nosotros. En pocas palabras: se le reprocha que es perjudicial para el trabajo nacional.

En esa línea, ¿no habría que acusar a las máquinas de causar un daño al trabajo humano por llevar a cabo lo que, sin ellas, habría que hacer a fuerza de brazos?

El obrero extranjero que se encuentre en mejores condiciones que uno francés puede convertirse con respecto a éste en una verdadera máquina económica capaz de abrumar con su competencia. Del mismo modo, una máquina que realice una actividad a un precio menor que un cierto número de brazos constituye, en relación con ellos, un verdadero competidor extranjero que los dejará en paro cuando entre a funcionar.

Si resultara pertinente proteger el trabajo nacional de la competencia del trabajo extranjero, no lo sería menos proteger el trabajo humano de la rivalidad del trabajo mecánico.

Igualmente, quien se adhiera al régimen protector, si actuara con lógica, no debería conformarse con la prohibición de los productos extranjeros, sino que también debería rechazar todo lo que se obtiene a partir de la lanzadera o el arado.

Por eso entiendo mejor la actitud de aquellos que, estando en contra de la invasión de mercancías foráneas, al menos tienen la valentía de mostrar su rechazo al exceso de producción derivado de la poderosa inventiva del espíritu humano.

Como, por ejemplo, el señor de Saint-Chamans: «Uno de los argumentos rotundos contra la libertad de comercio y el excesivo empleo de las máquinas es que muchos obreros se quedan sin trabajo, sea por la competencia extranjera que hace descender la producción manufacturera, sea por los instrumentos que desplazan a los hombres de los talleres» (Del sistema de impuestos, p. 438).

El señor de Saint-Chamans capta a la perfección la analogía, mejor dicho, la identidad que existe entre las importaciones y las máquinas. Esa es la razón por la que proscribe ambas. Y resulta agradable mantener una controversia con argumentadores que, incluso en el error, saben llevar un razonamiento hasta el final.

¡Pero veréis qué dificultades los aguardan!

Si a priori es verdad que el ámbito de la invención y el del trabajo sólo pueden extenderse uno a expensas del otro, los países donde hay más máquinas, el Lancaster por ejemplo, tendrán menos obreros. Si, por el contrario, se constata de hecho que la mecánica y la mano de obra coexisten en los países desarrollados a un nivel más alto que en los más atrasados, hay que concluir necesariamente que ambas fuerzas laborales no se excluyen.

No puedo explicarme que un ser pensante pueda tener un instante de reposo ante este dilema:

O los inventos humanos, como los hechos generales certifican, no perjudican el trabajo, puesto que unos y otro proliferan más entre los ingleses o los franceses que en las tribus de los Hurones o los Cheroquis y, en este caso, me he equivocado de camino aunque no sepa dónde ni cuándo me he extraviado.

O bien los descubrimientos del espíritu limitan la mano de obra, como los hechos particulares parecen indicar puesto que compruebo a diario cómo una máquina sustituye a veinte o a cien trabajadores, y entonces me veo obligado a constatar una flagrante, eterna, incurable antítesis entre la potencia intelectual y la potencia física del hombre, entre su progreso y su bienestar, y no puedo dejar de decir que el Hacedor del hombre debió dotarle de la razón o de los brazos, de la fuerza moral o de la fuerza bruta, pero que se burla de él confiriéndole a la vez facultades que se destruyen entre sí.

La dificultad es apremiante. Ahora bien, ¿sabemos cómo solventarla? Pues con este singular apotegma: «En economía política no hay un principio absoluto.»

En expresión inteligible y vulgar, esto significa: «Desconozco dónde reside lo verdadero y lo falso. Ignoro lo que constituye el bien o el mal general. No me preocupa. El efecto inmediato de cada medida sobre mi bienestar personal, tal es la única ley que reconozco.»

¡No existen los principios! Pero es como decir: No existen los hechos. Pues los principios no son sino fórmulas que resumen todo un orden de hechos perfectamente constatados.

Ciertamente, las máquinas y las importaciones producen efectos que pueden ser buenos o malos, y en cuanto a esto se puede discrepar. Pero sea cual fuere la opinión que se adopte, se formulará a través de uno de estos principios: Las máquinas son un bien; o las máquinas son un mal. Las importaciones son beneficiosas; o las importaciones son perjudiciales. Pero decir: «No existen los principios», es ciertamente el último grado de abyección al que puede descender el espíritu humano, y confieso que siento vergüenza de mi país cuando oigo semejante herejía en unas cámaras francesas, con su asentimiento, es decir, en presencia y con el asentimiento de la elite de nuestros conciudadanos. Y todo para justificar la imposición de unas leyes con un perfecto desconocimiento de causa.

Pero en fin, se me dirá, destruya el sofisma. Pruebe que las máquinas no dañan el trabajo humano, ni las importaciones el trabajo nacional.

En un trabajo como este, tales demostraciones no podrían ser exhaustivas. Lo que yo pretendo es exponer los problemas antes que resolverlos, y estimular la reflexión, no llevarla a sus límites. No existe para el espíritu mejor convicción que la que alcanza por sí mismo. No obstante, intentaré mostrar el camino.

Lo que confunde a los adversarios de las importaciones y de las máquinas es que las juzgan por sus efectos inmediatos y transitorios, en vez de buscar las consecuencias generales y definitivas.

El efecto cercano de una máquina ingeniosa es que convierte en superflua, para determinados objetivos, cierta cantidad de mano de obra. Pero el efecto de aquélla no acaba ahí. Como se obtiene un producto con menos esfuerzos, se puede vender a un precio más bajo, pero lo que ahorran los compradores pueden invertirlo en la compra de otras cosas, con lo cual estimularán la mano de obra en general, precisamente con lo que se obtiene de la mano de obra especial de la industria perfeccionada. De suerte que el nivel del trabajo no desciende y el de la posibilidad de acceder a satisfacciones se eleva.

Expresemos este conjunto de efectos con un ejemplo.

Voy a suponer que se compran en Francia diez millones de sombreros a 15 francos, que aportan a la industria sombrerera una cantidad de 150 millones. Se inventa una máquina que permite ofrecer los sombreros a 10 francos. La aportación para la industria se reduce a 100 millones, admitiendo que el consumo no aumenta. Pues esos 50 millones no los pierde el trabajo humano. Economizados por los compradores de sombreros, servirán para satisfacer otras necesidades y, en consecuencia, para remunerar por ese importe a la industria en su conjunto: con esos cinco francos de ahorro, Juan comprará un par de zapatos, Santiago un libro, Jerónimo un mueble, etc. El trabajo humano, concebido en su totalidad, continuará teniendo un fomento hasta la suma de 150 millones; pero esta cantidad producirá el mismo número de sombreros que antes, más todas las satisfacciones correspondientes a los 50 millones que la máquina ha ahorrado. Tales satisfacciones son el producto neto que la nación habrá obtenido del invento. Se trata de un don gratuito, un tributo que el genio del hombre habrá impuesto a la naturaleza. No se puede negar que en el curso de la transformación se ha desplazado cierta masa de trabajo; pero también es innegable que ésta no se ha destruido ni ha disminuido.

Lo mismo ocurre con las importaciones. Retomemos el ejemplo. Francia fabricaba diez millones de sombreros cuyo precio de venta era de 15 francos. El extranjero invadió el mercado ofreciendo los sombreros a 10 francos. Yo mantengo que el trabajo nacional no habrá disminuido en absoluto.

Porque ese trabajo deberá producir hasta la suma de 100 millones para pagar 10 millones de sombreros a 10 francos.

Y después, restará a cada comprador 5 francos de ahorro por sombrero o, en total, 50 millones que pagarán con otros bienes, es decir, con otros trabajos.

Pues la masa de trabajo quedará como estaba y los bienes suplementarios, representados por 50 millones de economía sobre los sombreros, supondrán el provecho neto de la importación o de la libertad de comercio.

No es necesario que nadie intente asustarnos con el cuadro de sufrimientos que, en esta hipótesis, acompañarían al desplazamiento del trabajo.

Pues si la prohibición no hubiera existido nunca, el trabajo se habría establecido según la ley del intercambio y no se habría producido ningún tipo de desplazamiento.

Si, por el contrario, la prohibición ha traído una clasificación artificial e improductiva del trabajo, es ella y no la libertad la responsable del desplazamiento inevitable en la transición del mal al bien.

A menos que se pretenda que, porque un abuso no puede ser destruido sin molestar a quienes aprovecha, basta con que exista durante un momento para que deba durar siempre.

Notas al pie de página

[12]

El señor vizconde de Romanet.


[13]

Matthieu de Dombasle.


[14]

Es cierto que el trabajo no recibe una remuneración uniforme. Lo hay más o menos intenso, peligroso, hábil, etc. La competencia establece para cada categoría un precio, y a esta variación me refiero.


[15]

La teoría esbozada en este capítulo es la que cuatro años más tarde fue desarrollada en las Armonías económicas. Remuneración exclusivamente reservada al trabajo humano; gratuidad de los agentes naturales; conquista progresiva de dichos agentes en provecho de la humanidad, con lo cual se convierten en patrimonio común; elevación del bienestar general y tendencia a la nivelación relativa de las condiciones.