Obras escogidas

Frédéric Bastiat
Obras escogidas

1

Armonías económicas

[...] Quisiera poneros en el camino de esta verdad: Todos los intereses legítimos son armónicos. Es la idea dominante de este escrito, cuya importancia no se puede desconocer.

Durante algún tiempo, ha podido estar de moda el reírse del llamado problema social; y, es preciso decirlo, algunas de las soluciones propuestas justifican plenamente esta risa. Pero el problema, en sí mismo, nada tiene de risible; es la sombra de Banquo en el festín de Macbeth, sólo que no es una sombra muda, y, con voz formidable, grita a la sociedad aterrada: ¡Una solución, o la muerte!

Mas esta solución, como bien sabéis, será muy distinta según sean los intereses naturalmente armónicos o antagónicos. En el primer caso, es necesario pedirla a la libertad; en el segundo, a la coacción. En el uno, basta no contrariar; en el otro, es preciso contrariar.

Pero la libertad tiene sólo una forma. Cuando existe la convicción de que cada una de las moléculas que componen un líquido contiene en sí misma la fuerza de la que resulta el nivel general, se deduce claramente que no hay medio más sencillo ni seguro para conseguir este nivel que no intervenir. Todos los que adopten este punto de partida: los intereses son armónicos, estarán igualmente de acuerdo sobre la solución práctica del problema social: abstenerse de contrariar y desplazar los intereses.

La coacción, por el contrario, puede manifestarse en formas infinitas. Las escuelas que parten de este principio: los intereses son antagónicos, no han hecho aún nada para resolver el problema, si no es el haber eliminado la libertad. Les falta todavía examinar, entre las infinitas formas de la coacción, cuál es la buena, si es que ciertamente la hay. Después, como última dificultad, tendrán que hacer que se acepte universalmente por hombres, por agentes libres, esta forma preferida de coacción.

Mas, en esta hipótesis, si los intereses humanos son impulsados por su naturaleza hacia un choque fatal, si este choque no puede evitarse a no ser por la invención contingente de un orden social artificial, la suerte de la humanidad es bien azarosa, y podrá preguntarse con preocupación:

1.º ¿Se hallará un hombre que encuentre una forma satisfactoria de coacción?

2.º ¿Atraerá ese hombre a su idea las innumerables escuelas que hayan concebido formas diferentes?

3.º ¿Se dejará imponer la humanidad esa forma que, según la hipótesis, contrariará todos los intereses individuales?

4.º Admitiendo que la humanidad se deje disfrazar con ese vestido, ¿qué sucederá si un nuevo inventor se presenta con un vestido mejor? ¿Permitirá que se siga con una mala organización, sabiendo que es mala, o se resolverá a cambiar de organización todos los días, según los caprichos de la moda o la fecundidad de los inventores?

5.º ¿No se unirán todos los inventores cuyo plan se haya desechado contra el preferido, con tantas más probabilidades de trastornar la sociedad, cuanto más choque este plan, por su naturaleza y por su objeto, contra todos los intereses?

6.º Y, por último, ¿hay fuerza humana capaz de vencer un antagonismo que se supone ser la esencia misma de las fuerzas humanas?

Podría multiplicar indefinidamente estas preguntas, y proponer, por ejemplo, la siguiente dificultad: Si el interés individual es opuesto al interés general, ¿dónde colocaréis el principio de acción de la coacción? ¿Dónde estará el punto de apoyo? ¿Estará tal vez fuera de la humanidad? Sería necesario que así fuese, para librarse de las consecuencias de vuestra ley. Porque si os confiáis a la arbitrariedad de unos hombres, comprobad que esos hombres estén formados de otro barro que nosotros; que no serán también movidos por el fatal principio del interés, y que, puestos en una situación que excluye la idea de todo freno, de toda resistencia eficaz, su espíritu se vea libre de errores, sus manos de rapacidad, y de codicia su corazón.

Lo que separa radicalmente las distintas escuelas socialistas (esto es, las que buscan en una organización artificial la solución del problema social) de la escuela economista, no es tal o cual detalle, tal o cual combinación gubernamental; es el punto de partida, es esta cuestión preliminar e importantísima: los intereses humanos, dejados a sí mismos, ¿son armónicos o antagónicos?

Es evidente que si los socialistas se dedican a buscar una organización artificial es porque piensan que la organización natural es mala o insuficiente, y piensan que ésta es insuficiente o mala porque creen ver en los intereses un antagonismo radical, pues de otro modo no recurrirían a la coacción. No es necesario compeler a la armonía lo que es armónico por sí mismo.

Así ven antagonismo por todas partes: entre el propietario y el proletario; entre el capital y el trabajo; entre el pueblo y la burguesía; entre el agricultor y el fabricante; entre el campesino y el habitante de la ciudad; entre el nacional y el extranjero; entre el productor y el consumidor; entre la civilización y la organización. En una palabra, entre la libertad y la armonía.

Y esto explica por qué, aun abrigando en su corazón una especie de filantropía sentimental, destila odio de sus labios. Cada uno de ellos reserva todo su amor para la sociedad que ha soñado; pero en lo que respecta a aquella en que nos ha tocado vivir, su deseo sería verla cuanto antes desplomarse, para levantar sobre sus ruinas la nueva Jerusalén.

He dicho que la escuela economista, partiendo de la armonía natural de los intereses, conduce a la libertad. Debo, no obstante, convenir en que, si bien los economistas, en general, se encaminan a la libertad, por desgracia no podemos decir con idéntica seguridad que sus principios establezcan sólidamente el punto de partida: la armonía de los intereses.

Antes de proseguir, y a fin de preveniros contra las conclusiones que no dejarán de sacarse de esta afirmación, debo decir algo de la situación respectiva del socialismo y de la economía política.

Sería una insensatez por mi parte asegurar que el socialismo no ha encontrado nunca una verdad y que la economía política jamás ha caído en un error.

Lo que separa profundamente a ambas escuelas es la diferencia de métodos. Una, como la astrología y la alquimia, procede a través de la imaginación; otra, como la astronomía, actúa por medio de la observación.

Dos astrónomos, observando el mismo hecho, pueden no llegar al mismo resultado. Pero, a pesar de esta disidencia pasajera, se hallan unidos por un procedimiento común que tarde o temprano la hará desaparecer. Se reconocen de la misma comunión. En cambio, entre el astrónomo que observa y el astrólogo que imagina, hay un profundo abismo, aunque puedan alguna vez encontrarse por casualidad.

Así acontece con la economía política y el socialismo. Los economistas observan al hombre, las leyes de su organización y las relaciones sociales que resultan de estas leyes. Los socialistas imaginan una sociedad fantástica, y luego un corazón humano adecuado a esta sociedad.

Mas si la ciencia no se engaña, los sabios sí se engañan. No niego que los economistas puedan hacer observaciones falsas, y aun añado que han debido necesariamente empezar por ahí.

Pero ved lo que acontece. Si los intereses son armónicos, toda observación mal hecha conducirá lógicamente al antagonismo. ¿Y cuál es la táctica de los socialistas? Recoger en los escritos de los economistas algunas malas observaciones, sacar todas sus consecuencias y manifestar que son desastrosas. Hasta aquí están en su derecho. Se levantan en seguida contra el observador, que se llama, supongo, Malthus o Ricardo. Están todavía en su derecho. Pero no se paran aquí. Se revuelven contra la ciencia, acusándola de ser implacable y de querer el mal. En esto ofenden a la razón y a la justicia, pues la ciencia no es responsable de una mala observación. Por último, van todavía más allá y se rebelan contra la sociedad y amenazan con destruirla para volver a construirla; ¿y por qué? Porque, según dicen, está demostrado por la ciencia que la sociedad actual camina hacia el abismo. En esto chocan con el buen sentido: porque, o la ciencia no se engaña, y entonces ¿por qué la atacan?, o se engaña, y en tal caso, dejen tranquila a la sociedad, puesto que no está amenazada.

Mas esta táctica, a pesar de su falta de lógica, no es menos funesta para la ciencia económica, sobre todo si los que la cultivan tienen, por una benevolencia muy natural, la desgraciada idea de hacerse solidarios unos de otros y de sus antecesores. La ciencia es una reina cuya marcha debe ser libre y desembarazada. La atmósfera del pandillaje la mata.

Ya lo he dicho: no es posible, en economía política, que deje de encontrarse el antagonismo en toda proposición errónea. Por otro lado, no es posible que los numerosos escritos de los economistas, aun los más eminentes, dejen de contener alguna falsa proposición. A nosotros corresponde señalarlas y rectificarlas por interés de la ciencia y de la sociedad. Obstinarnos en sostenerlas por lealtad corporativa sería no solamente exponernos, lo que es poca cosa, sino exponer la verdad misma, que es más grave, a los golpes del socialismo.

Establecido esto, afirmo que la conclusión de los economistas es la libertad. Mas para que esta conclusión obtenga el asentimiento de las inteligencias y atraiga los corazones, es necesario que se funde sólidamente en esta premisa: los intereses, dejados a sí mismos, tienden a formar combinaciones armónicas, a la preponderancia progresiva del bien general.

Ahora bien, muchos economistas, entre los cuales no faltan quienes poseen cierta autoridad, han formulado proposiciones que, de consecuencia en consecuencia, conducen lógicamente al mal absoluto, a la injusticia necesaria, a la desigualdad fatal y progresiva, al empobrecimiento inevitable, etc.

Así, hay muy pocos, que yo sepa, que no hayan atribuido valor a los agentes naturales, a los dones que Dios prodiga gratuitamente a su criatura. La palabra valor indica que no cedemos la cosa que lo tiene sino mediante una remuneración. Vemos cómo ciertos hombres, en particular los propietarios del suelo, venden por trabajo efectivo los beneficios de Dios, y reciben una recompensa por unas utilidades a las que no ha concurrido su trabajo. Injusticia evidente, pero necesaria, dicen estos escritores.

Viene después la célebre teoría de Ricardo. Ésta se resume del modo siguiente: el precio de los alimentos se establece por el trabajo, que exige, para producirlos, el más pobre de los terrenos cultivados. El aumento de la población obliga a recurrir a terrenos cada vez más ingratos. Luego la humanidad entera (menos los propietarios) se ve forzada a dar una suma de trabajo siempre creciente por una cantidad igual de subsistencias, o, lo que es lo mismo, a recibir una cantidad siempre menor de alimentos por una suma igual de trabajo, en tanto que los poseedores del suelo ven crecer sus rentas cada vez que se emprende el cultivo de una tierra de calidad inferior. Conclusión: opulencia progresiva de los ociosos y miseria progresiva de los trabajadores; o sea: desigualdad fatal.

Aparece por último la teoría, todavía más célebre, de Malthus. La población tiende a aumentar con más rapidez que las subsistencias, y esto en cada momento dado de la vida de la humanidad. Los hombres no pueden ser felices ni vivir en paz si no tienen de qué alimentarse. No hay más que dos obstáculos a este excedente siempre amenazador de población: la disminución de los nacimientos, o el aumento de la mortalidad en todas las horribles formas que la acompañan y la realizan. La coacción moral, para que fuera eficaz, debería ser universal, y nadie dispone de ella. No queda, pues, sino recurrir a la represión, el vicio, la miseria, la guerra, la peste, el hambre y la muerte; esto es: empobrecimiento inevitable.

No mencionaré otros sistemas de menor importancia, y que dan también por resultado un conflicto desconsolador. Por ejemplo, M. de Tocqueville, y otros muchos con él, dicen: si se admite el derecho de primogenitura, se llega a la aristocracia más concentrada; si no se admite, se llega a la pulverización y a la improductividad del territorio.

Y lo más notable es que estos cuatro desoladores sistemas no se contradicen unos a otros. Si así fuera, podríamos consolarnos pensando que todos ellos son falsos, puesto que recíprocamente se destruyen. Pero no: concuerdan entre sí, forman parte de una misma teoría general que se apoya en hechos numerosos y especiales y parece que explican el estado convulso de la sociedad moderna; una teoría reforzada con el asentimiento de muchos maestros de la ciencia, que se presenta al espíritu desanimado y confundido con una espantosa autoridad.

Sólo queda comprender cómo quienes formularon esta triste teoría pudieron establecer como principio la armonía de los intereses, y como conclusión la libertad.

Porque, en efecto, si la humanidad se ve fatalmente impelida por las leyes del valor a la injusticia, por las de la renta a la desigualdad, por las de la población a la miseria y por las de la sucesión a la esterilidad, no puede decirse que Dios haya hecho del mundo social —como del mundo material— una obra armónica; es preciso confesar, bajando la cabeza, que le plugo fundarlo en una disonancia irremediable y repugnante.

No creáis, jóvenes, que los socialistas han refutado y desechado lo que llamaré, por no ofender a nadie, la teoría de las disonancias. No: digan ellos lo que quieran, la han reconocido como verdadera; y justamente porque la tienen por verdadera es por lo que proponen sustituir la libertad por la coacción, la organización natural por la organización artificial, la obra de Dios por la obra de su invención. Dicen a sus adversarios (y en esto no sé si son más consecuentes que ellos): si, como habéis anunciado, los intereses humanos, dejados a sí mismos, tienden a combinarse armónicamente, nada mejor podríamos hacer que acoger y glorificar, como vosotros, la libertad. Pero habéis demostrado de manera irrefutable que los intereses, si se les deja desarrollarse libremente, impelen a la humanidad hacia la injusticia, la desigualdad, el empobrecimiento y la esterilidad. Pues bien, nosotros atacamos vuestra teoría, precisamente porque es verdadera; queremos destruir la sociedad actual, porque obedece a las leyes fatales que habéis descrito; queremos ensayar nuestro poder, puesto que el poder de Dios ha fracasado.

Así, convienen en el punto de partida y no se separan sino sobre la conclusión.

Los economistas a quienes he aludido dicen: las grandes leyes providenciales precipitan la sociedad hacia el mal; mas es necesario guardarse de turbar su acción, porque ésta se halla felizmente contrarrestada por otras leyes secundarias que retardan la catástrofe final, y toda intervención arbitraria sólo serviría para debilitar el dique sin detener el fatal empuje del agua.

Los socialistas dicen: las grandes leyes providenciales precipitan la sociedad hacia el mal; es preciso abolirlas y escoger otras en nuestro inagotable arsenal.

Los católicos dicen: las grandes leyes providenciales precipitan la sociedad hacia el mal; es necesario librarnos de ellas renunciando a los intereses humanos, refugiándonos en la abnegación, el sacrificio, el ascetismo y la resignación.

Y en medio de este barullo, de estos gritos de agonía y de dolor, de estas excitaciones a la subversión o a la desesperación resignada, intento yo hacer que se oiga esta palabra, ante la cual, si puede justificarse, toda disidencia debe desaparecer: no es cierto que las grandes leyes providenciales precipiten la sociedad hacia el mal.

Así, todas las escuelas se dividen y combaten con motivo de las conclusiones que deben sacarse de su premisa común. Yo niego la premisa. ¿No es este el medio de que cese la división y el combate?

La idea dominante de este escrito, la armonía de los intereses, es sencilla. ¿No es la sencillez la piedra de toque de la verdad? Las leyes de la luz, del sonido y del movimiento nos parecen tanto más verdaderas cuanto más sencillas son; ¿por qué no ha de ser lo mismo con la ley de los intereses?

Es conciliadora. ¿Qué más conciliador que lo que muestra el acuerdo de las industrias, de las clases, de las naciones y de las mismas doctrinas?

Es consoladora, puesto que señala lo que hay de falso en los sistemas que dan por resultado el mal progresivo.

Es religiosa, pues nos dice que no es solamente la mecánica celeste, sino también la mecánica social, la que nos revela la sabiduría de Dios y nos manifiesta su gloria.

Es practicable, pues no se puede concebir nada más fácilmente practicable que esto: dejad a los hombres trabajar, cambiar, aprender, asociarse, influir los unos en los otros, puesto que, según los decretos providenciales, de ello no puede resultar sino orden, armonía, progreso, bien, lo mejor, lo mejor hasta el infinito.

He ahí, diréis, el optimismo de los economistas. Son de tal manera esclavos de sus sistemas, que cierran los ojos a los hechos por temor a verlos. En presencia de todas las miserias, de todas las injusticias, de todas las opresiones que afligen a la humanidad, niegan el mal imperturbablemente. El olor de la pólvora de las insurrecciones no llega a sus sentidos embotados; las barricadas no tienen lenguaje para ellos; se desplomará la sociedad, y todavía repetirán: «Todo es lo mejor en el mejor de los mundos.»

No, no pensamos que todo sea lo mejor.

Tengo completa fe en la sabiduría de las leyes providenciales, y por esto la tengo en la libertad. La cuestión es saber si tenemos libertad. La cuestión es saber si esas leyes obran en su plenitud, si su acción no está profundamente turbada por la acción opuesta de las instituciones humanas.

¡Negar el mal! ¡Negar el dolor! ¿Quién podrá hacerlo? Sería preciso olvidar que se habla del hombre. Sería preciso olvidar que uno también es hombre. Para que las leyes providenciales se consideren armónicas, no hay necesidad de que excluyan el mal. Basta que éste tenga su explicación y su misión, que se sirva de límite a sí mismo, que se destruya por su propia acción, y que cada dolor prevenga un dolor más grande reprimiendo su propia causa.

La sociedad tiene como elemento al hombre, que es una fuerza libre. Siendo libre el hombre, puede escoger; si puede escoger, puede engañarse; si puede engañarse, puede sufrir.

Digo más: debe engañarse y sufrir, porque su punto de partida es la ignorancia, y ante la ignorancia se abren vías infinitas y desconocidas, todas las cuales, menos una, conducen al error.

Todo error produce sufrimiento. O el sufrimiento recae en el que se ha extraviado, y entonces pone en acción la responsabilidad; o va a herir a seres inocentes, y en este caso hace obrar el maravilloso aparato de la solidaridad.

La acción de estas leyes, combinada con el don que poseemos de ligar los efectos a las causas, debe conducirnos, por el mismo dolor, al camino del bien y de la verdad.

Así, no solamente admitimos el mal, sino que le reconocemos una misión, tanto en el orden social como en el orden material.

Mas para que aquél cumpla su misión, no hay necesidad de extender artificialmente la solidaridad de manera que destruya la responsabilidad; en otros términos: es menester respetar la libertad.

Si las instituciones humanas vienen a contrariar en esto a las leyes divinas, no por eso el mal deja de seguir al error; solamente varía de dirección. Ofende al que no debía ofender; ya no advierte; ya no es una enseñanza; ya no tiende a limitarse y a destruirse por su propia acción; persiste, se agrava, como sucedería en el orden fisiológico, si las imprudencias y los excesos cometidos por los hombres de un hemisferio no hiciesen sentir sus tristes efectos sino sobre los hombres del hemisferio opuesto.

Esta es precisamente la tendencia, no sólo de la mayor parte de nuestras instituciones gubernamentales, sino también, y principalmente, de aquellas que se procura hacer prevalecer como remedios a los males que nos afligen. Bajo el filantrópico pretexto de desarrollar entre los hombres una solidaridad ficticia, la responsabilidad resulta cada vez más inerte e ineficaz. Por una intervención abusiva de la fuerza pública, se altera la relación entre el trabajo y su recompensa, se perturban las leyes de la industria y del cambio, se violenta el desarrollo natural de la instrucción, se desvían los capitales y los brazos, se falsean las ideas, se excitan las pretensiones absurdas, se hace concebir esperanzas quiméricas, se ocasiona una pérdida incalculable de fuerzas humanas, varían los centros de población, se acusa de ineficaz la misma experiencia; en una palabra, se dan a todos los intereses bases ficticias, se contraponen unos a otros, y luego se exclama: Mirad, los intereses son antagónicos. La libertad es la causa de todo mal. Maldigamos y aniquilemos la libertad.

Y, sin embargo, como esta palabra sagrada tiene todavía el poder de hacer palpitar los corazones, se despoja a la libertad de su prestigio quitándole su nombre; y bajo el nombre de competencia es, como una víctima, conducida al altar, en medio de los aplausos de la multitud, que, dócil, se somete a las cadenas de la esclavitud.

No bastaba, pues, exponer en su majestuosa armonía las leyes naturales del orden social; era necesario también señalar las causas perturbadoras que paralizan su acción. Esto es lo que he intentado en la segunda parte de este libro.

He procurado evitar la controversia. Esto era indudablemente perder la ocasión de dar a los principios que yo quería que prevaleciesen la estabilidad que resulta de una discusión profunda. ¿Mas no sería distraer la atención del conjunto con tales digresiones? Si presento el edificio tal cual es, ¿qué importa la manera como los otros lo han visto, aun cuando ellos me hayan enseñado a verlo?

Y ahora apelo con confianza a los hombres de todas las escuelas que colocan la justicia, el bien general y la verdad sobre sus sistemas.

Economistas: como vosotros, yo me dirijo a la libertad; y si destruyo alguna de esas premisas que entristecen vuestros corazones generosos, tal vez veréis en esto un motivo más para amar y servir a nuestra santa causa. Socialistas: vosotros tenéis fe en la asociación. Yo os pido que digáis, después de leer este escrito, si la sociedad actual, fuera de sus abusos y sus trabas, es decir, bajo la condición de la libertad, no es la más bella, la más completa, la más duradera, universal y equitativa de todas las asociaciones.

Defensores de la igualdad: vosotros no admitís sino un principio, la mutualidad de servicios. Que las transacciones humanas sean libres, y yo afirmo que no son ni pueden ser otra cosa que un cambio recíproco de servicios, siempre disminuyendo en valor y siempre aumentando en utilidad.

Comunistas: queréis que los hombres, convertidos en hermanos, gocen en común de los bienes que les ha prodigado la Providencia. Yo pretendo demostrar que la sociedad actual no necesita más que conquistar la libertad para realizar y exceder a vuestros deseos y esperanzas, pues todo es común a todos, con la única condición de que cada uno se tome el trabajo de recoger los dones de Dios, lo que es muy natural, o restituya libremente este trabajo a los que lo toman por él, lo cual es muy justo.

Cristianos de todas las comuniones: a no ser que seáis los únicos que pongáis en duda la sabiduría divina, manifestada en la más magnífica de sus obras, que nos ha sido dado conocer, no hallaréis una sola palabra en este escrito que ofenda vuestra más severa moral ni vuestros más misteriosos dogmas.

Propietarios: sea cual fuere la magnitud de vuestra posesión, si demuestro que el derecho que hoy se os disputa se limita, como el del más humilde obrero, a recibir servicios por servicios prestados positivamente por vosotros o por vuestros padres, ese derecho descansará en adelante sobre la base más indestructible.

Proletarios: tengo el deber de demostraros que obtenéis los frutos del campo que no poseéis con menos esfuerzos y trabajos que si estuvierais obligados a hacerlos crecer con vuestro trabajo directo, que si se os diere ese campo en su estado primitivo, tal y como estaba antes de haber sido preparado por el trabajo para la producción.

Capitalistas y obreros: creo que puedo establecer esta ley: «A medida que los capitales se acumulan, el interés absoluto del capital en el resultado total de la producción aumenta, y su interés proporcional disminuye; el trabajo ve aumentar su parte relativa, y con mayor razón su parte absoluta. El efecto inverso se produce cuando los capitales se disipan.» Si se establece esta ley, se desprende claramente la armonía de los intereses entre los trabajadores y los que los emplean.

Discípulos de Malthus, filántropos sinceros y calumniados, cuya única falta es preservar a la humanidad de una ley fatal: creyéndola fatal, puedo presentaros otra ley más consoladora: «La densidad creciente de la población equivale a una facilidad creciente de producción.» Y si esto es así, no seréis vosotros los que os afligiréis de ver caer de la frente de nuestra querida ciencia su corona de espinas.

Hombres de la expoliación: vosotros que, por la fuerza o por la astucia, y con desprecio de las leyes o por medio de las leyes, engordáis con la sustancia de los pueblos; vosotros que vivís de los errores que propagáis, de la ignorancia que mantenéis, de las guerras que encendéis, de las trabas que ponéis a las transacciones; vosotros, que ponéis tasa al trabajo después de haberle esterilizado; vosotros, que os hacéis pagar por crear obstáculos, a fin de tener luego ocasión de que se os pague también por quitar una parte de ellos; manifestaciones vivientes del egoísmo en su peor sentido, excrecencias parásitas de la falsa política, preparad la tinta corrosiva de vuestra crítica; vosotros sois los únicos a quienes no puedo invocar, porque este libro tiene por objeto sacrificaros, o más bien sacrificar vuestras injustas pretensiones. Aunque deba amarse la conciliación, hay dos principios que no se podrían conciliar: la libertad y la coacción.

Para que las leyes providenciales sean armónicas, necesitan obrar libremente; sin esto no serían armónicas por sí mismas. Cuando observamos un defecto de armonía en el mundo, no puede corresponder sino a una falta de libertad, a la ausencia de la justicia. Opresores, expoliadores, enemigos de la justicia: vosotros no podéis entrar en la armonía universal, porque sois los que la turbáis.

¿Significa esto que el resultado de este libro será debilitar el poder, destruir su estabilidad, disminuir su autoridad? Me he propuesto el objetivo enteramente contrario. Pero entendámonos.

La ciencia política consiste en discernir lo que debe estar o lo que no debe estar entre las atribuciones del Estado, y para esto es necesario no perder de vista que el Estado obra siempre por medio de la fuerza. Impone a la vez los servicios que presta y los servicios que se hace pagar a cambio, con el nombre de contribuciones.

La cuestión, pues, es ésta: ¿Cuáles son las cosas que los hombres tienen el derecho de imponerse unos a otros por la fuerza? Yo no sé que haya más que una en ese caso, que es la justicia. No tengo el derecho de forzar a nadie a ser religioso, caritativo, instruido o laborioso, pero tengo el derecho de forzarle a ser justo; tal es el caso de legítima defensa.

Ahora bien, no puede existir en el conjunto de los individuos derecho alguno que no preexista en los individuos mismos. Luego si el empleo de la fuerza individual no se justifica sino por la legítima defensa, basta reconocer que la acción gubernamental se manifiesta siempre por la fuerza para deducir que está esencialmente limitada a hacer que reine el orden, la seguridad y la justicia.

Toda acción gubernamental, fuera de este límite, es una usurpación de la conciencia, de la inteligencia, del trabajo; en una palabra, de la libertad humana.

Esto supuesto, apliquémonos sin descanso y sin piedad a librar de las invasiones del poder el dominio completo de la actividad privada; con esta condición solamente es como podremos conquistar la libertad o el libre juego de las leyes armónicas, que Dios ha dispuesto para el desarrollo y el progreso de la humanidad.

¿Se debilitará por esto el Poder? ¿Perderá alguna parte de su estabilidad porque haya perdido en extensión? ¿Tendrá menos autoridad porque tenga menos atribuciones? ¿Inspirará menos respeto porque se le dirijan menos quejas? ¿Será más el juguete de las facciones, cuando disminuyan esos presupuestos enormes y esa influencia tan codiciada, que son el incentivo de las facciones? ¿Correrá más peligros cuando tenga menos responsabilidad?

Me parece evidente, por el contrario, que encerrar la fuerza pública en su misión única, pero esencial, incontestada, benéfica, deseada, aceptada por todos, es garantizarle el respeto y el concurso universales. No veo de dónde podrían venir las oposiciones sistemáticas, las luchas parlamentarias, las insurrecciones de las calles, las revoluciones, las peripecias, las facciones, las ilusiones, las pretensiones de todos a gobernar con todas las formas, esos sistemas tan peligrosos como absurdos que enseñan al pueblo a esperarlo todo del gobierno, esa diplomacia comprometedora, esas guerras siempre en perspectiva o esas paces armadas casi tan funestas, esos impuestos abrumadores e imposibles de repartir con igualdad, esa intervención absorbente y tan poco natural de la política en todas las cosas, esas grandes mudanzas violentas del capital y del trabajo, fuente de pérdidas inútiles, de fluctuaciones, de crisis y paralizaciones. Todas estas causas y otras mil de perturbaciones, de irritación, de desafección, de codicia y de desorden no tendrían razón de ser; y los depositarios del poder, en vez de turbarla, concurrirían a la armonía universal. Armonía que no excluye el mal, pero que le deja sólo el espacio, cada vez más pequeño, que le dan la ignorancia y la perversidad de nuestra débil naturaleza, y cuya misión es precaverlo y castigarlo.

2

Lo que se ve y lo que no se ve[9]

En el ámbito económico, un acto, un hábito, una institución, una ley, no producen sólo un efecto, sino una serie de efectos. De éstos, únicamente el primero es inmediato, y dado que se manifiesta a la vez que su causa, lo vemos. Los demás, como se desencadenan sucesivamente, no los vemos; bastante habrá con preverlos.

La diferencia entre un mal economista y uno bueno se reduce a que, mientras el primero se fija en el efecto visible, el segundo tiene en cuenta el efecto que se ve, pero también aquellos que es preciso prever.

Sin embargo, esta diferencia es enorme, pues casi siempre ocurre que, cuando la consecuencia inmediata es favorable, las consecuencias ulteriores resultan funestas, y viceversa.

De donde se sigue que el mal economista procura un exiguo bien momentáneo al que seguirá un gran mal duradero, mientras que el verdadero economista procura un gran bien perdurable a cambio de un mal tan sólo pasajero.

Eso mismo acontece en higiene y en moral. Muchas veces, cuanto más grato es el primer resultado de una costumbre, tanto más amargas serán las imprevistas consecuencias ulteriores, como sucede con la incontinencia, la pereza y la prodigalidad, entendidas como rutina. Así pues, cuando alguien experimenta el efecto que se ve, sin haber aprendido a discernir los que no se ven, se abandona a hábitos funestos, no ya sólo por inclinación, sino por cálculo.

Esto explica la evolución fatalmente dolorosa de la humanidad, que, cercada en su nacimiento por la ignorancia, se ve obligada a determinar sus actos por las primeras consecuencias de los mismos, pues son las únicas que, en principio, puede captar. Sólo con el tiempo aprende a tomar en consideración las demás. Para ello, cuenta con dos maestros claramente diferenciados, a saber, la experiencia y la previsión. La experiencia enseña con eficacia, pero también con brutalidad: haciendo que los experimentemos, nos instruye acerca de todos los efectos de un acto, y así, a fuerza de quemarnos, necesariamente aprenderemos que el fuego quema. A mí me gustaría poder sustituir ese rudo método por otro más suave: el de la previsión. Con este fin pretendo indagar sobre las consecuencias de algunos fenómenos económicos, poniendo las que no se ven cara a cara con las que se ven.

I. EL CRISTAL ROTO

Veamos el ejemplo del hombre cuyo atolondrado hijo rompe un cristal. Ante semejante espectáculo, seguro que hasta treinta hipotéticos espectadores sabrían ponerse de acuerdo para ofrecer al atribulado padre un consuelo unánime: «No hay mal que por bien no venga. Así se fomenta la industria. Todo el mundo tiene derecho a la vida. ¿Qué sería de los vidrieros si nadie rompiese cristales?»

Pues bien, en esta formulación subyace toda una teoría en la que conviene percibir un flagrante delito (si bien, en este caso, leve), pero que es exactamente la misma que, por desgracia, gobierna la mayoría de nuestras instituciones económicas.

Suponiendo que haya que gastar seis francos en la reparación del desperfecto, si se mantiene que, gracias a ello, ese dinero ingresa en la industria vidriera, la cual se ve favorecida en tal cantidad, estaré de acuerdo y sin nada que objetar, pues el razonamiento es válido. Vendrá el vidriero, hará su trabajo y cobrará los seis francos, frotándose las manos y bendiciendo en su fuero interno la torpeza del chico. Esto es lo que se ve.

Mas, si por vía de deducción se quiere significar, como sucede con demasiada frecuencia, que es útil romper los cristales porque de este modo circula el dinero fomentando la industria en general, habré de objetar que, siendo cierto que semejante teoría se ocupa de lo que se ve, pasa por alto lo que no se ve.

No se ve que, puesto que nuestro hombre se ha gastado seis francos en una cosa, ya no los podrá gastar en ninguna otra. No se ve que, de no haber tenido que reponer el cristal, habría repuesto, por ejemplo, su calzado, o tal vez habría adquirido un libro para su biblioteca. Es decir, que hubiera dispuesto de seis francos para emplearlos en cualquier cosa.

Hagamos las cuentas de la industria en general.

Con la rotura del cristal, la industria vidriera recibe un estímulo a razón de seis francos: esto es lo que se ve.

De no haberse roto el vidrio, la industria del calzado (o la de cualquier otro ramo) se habría beneficiado de ese dinero: esto es lo que no se ve.

Y si se tomase en consideración lo que no se ve, por ser un hecho negativo, lo mismo que lo que se ve, por ser un hecho positivo, se comprendería que la industria en general, o el conjunto del trabajo nacional, no tiene el menor interés en que se rompan o dejen de romperse los cristales.

Vamos ahora con las cuentas de nuestro ciudadano.

En la primera hipótesis, que es la del vidrio roto, el hombre gasta seis francos y obtiene de nuevo lo que ya poseía.

En la segunda, si el incidente no se hubiera producido, habría invertido los seis francos en calzado y tendría en su poder, además del cristal, un par de zapatos.

Y como el ciudadano forma parte de la sociedad, hay que concluir que, tomada en su conjunto, y calculando el trabajo y su producto, la sociedad ha perdido el valor del vidrio roto.

Consecuencia que, si generalizamos, nos lleva a la inesperada conclusión de que la sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente; o al enunciado, para pasmo de los proteccionistas, de que romper y derrochar no estimulan el trabajo nacional; o a la sencilla afirmación de que la destrucción no conlleva beneficio.

Me gustaría conocer lo que al respecto puedan decir el Moniteur Industrielo los partidarios del buen señor de Saint-Chamans, quien con tanta exactitud calculó lo que ganaría la industria, si ardiese todo París, por las casas que habría que reedificar.

Estoy consternado por desbaratar sus ingeniosas cuentas, cuyo espíritu ha introducido en nuestra legislación. Pero le suplicaría que las echara de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que no se ve junto a lo que se ve.

Es necesario que el lector considere que en el breve drama que acabo de someter a su atención no hay solamente dos personajes, sino tres. El primero, el ciudadano, representa al consumidor, limitado a un solo goce en lugar de los dos de que disponía antes de la destrucción. El otro, personificado en el vidriero, representa al productor, a quien el accidente fomenta su industria. El último es el zapatero (u otro industrial cualquiera), cuyo trabajo pierde en estímulo otro tanto de lo que el anterior ha ganado y precisamente por la misma causa. Este tercer personaje, a quien se mantiene siempre en la oscuridad y que representa lo que no se ve, es un término necesario del problema. Es el que nos hace comprender el gran absurdo que hay en ver un beneficio en la destrucción. El que nos ha de demostrar en breve que no es menos absurdo esperar un beneficio de la restricción, que, al fin y al cabo, no es más que una destrucción parcial. De manera que, si se examina el fondo de todos los argumentos que en su favor se emplean, no encontraremos más que una paráfrasis del dicho vulgar: ¿qué sería de los vidrieros si nunca se rompiesen los cristales?

II. EL LICENCIAMIENTO

Sucede con un pueblo lo que con un hombre: que cuando quiere proporcionarse una satisfacción, él mismo debe calcular si vale lo que ha de costarle. Para una nación, la seguridad es el mayor de los bienes. Si para adquirirla tiene que movilizar a cien mil hombres y gastar cien millones, no tengo nada que objetar: es un bien pagado con un sacrificio. Que no se malinterprete, pues, el alcance de mi reflexión.

Propone un diputado que se licencie a cien mil hombres para ahorrar cien millones a los contribuyentes.

Si se le contestara simplemente que esos cien mil hombres y los cien millones son indispensables para la seguridad nacional; que significan un sacrificio, pero que sin ese sacrificio la nación acabaría despedazada por uno u otro bando o invadida por los extranjeros, nada tendría yo que oponer a ese argumento, que será fundado o no, pero que en teoría no encierra ninguna herejía económica. La herejía comienza cuando se trata de presentar el sacrificio como una ventaja, dado que alguien saldría beneficiado.

Pues bien, o mucho me engaño, o apenas dejara la tribuna el autor de la propuesta, otro orador la ocuparía inmediatamente para formular cuestiones como las siguientes: ¿Cuál será el porvenir de esos cien mil hombres? ¿De qué vivirán? ¿Se olvida que el trabajo escasea, que las salidas profesionales están bloqueadas? ¿Se pretende echarlos a la calle, aumentar la competencia por el empleo y lastrar el nivel de los salarios? En momentos en los que resulta tan duro ganarse la vida, ¿no es una suerte que el Estado proporcione un empleo a cien mil personas? Considérese, además, que el ejército consume vino, ropa, armas, y que ello redunda en la actividad de las fábricas y de las plazas de guarnición, y que asimismo resulta providencial para innumerables proveedores. ¿No es una idea siniestra aniquilar este inmenso movimiento industrial?

Este discurso resuelve favorablemente la conservación de los cien mil soldados, no ya en atención a las necesidades del servicio, sino por consideraciones económicas: éstas son, por tanto, las que paso a refutar.

Cien mil hombres, que cuestan cien millones a los contribuyentes, viven y hacen vivir a sus proveedores en proporción a todo lo que pueden dar de sí los cien millones: esto es lo que se ve.

Pero cien millones que salen del bolsillo de los contribuyentes dejan de aportar a éstos y a sus proveedores la parte proporcional de lo que podrían dar de sí los susodichos cien millones: esto es lo que no se ve. Echemos cuentas y que alguien sepa decirme dónde está el beneficio para la masa social.

Yo, por mi parte, señalaré dónde está la pérdida y, para simplificar, en vez de hablar de cien mil hombres y de cien millones, haré cálculos sobre un hombre y mil francos.

Estamos en el pueblo de A. Los reclutadores hacen su ronda y se llevan a un hombre. Los recaudadores hacen la suya y se llevan mil francos. Con este dinero, el hombre es trasladado a Metz, donde vivirá por espacio de un año, sin hacer nada. Si se mira exclusivamente hacia Metz, la medida resulta claramente ventajosa; pero si fijamos la atención en el pueblo de A., el juicio será muy diferente. Se verá que este pueblo ha perdido a un trabajador, los mil francos que servían de remuneración a su trabajo y además la actividad que producía el gasto de ese dinero.

A primera vista parece que exista compensación, porque el fenómeno que se materializaba en A. ha pasado a materializarse en Metz, pero vamos a comprobar que hay pérdida. En el pueblo había un hombre que labraba y sembraba la tierra: era un trabajador. Ahora, en Metz, ese hombre gira a derecha e izquierda: es un soldado. El dinero y la circulación son iguales en ambos casos. Pero en el primero había trescientos días de trabajo productivo, mientras que en el segundo hay trescientos días de trabajo improductivo, partiendo, por supuesto, de que parte del ejército no es indispensable para la seguridad pública.

Vamos ahora al licenciamiento. Se me dice que provocaría un exceso de cien mil trabajadores, una competencia laboral exacerbada y una presión añadida sobre los precios de los salarios: esto es lo que se quiere ver.

Pero hay cosas que no se ven. No se ve que licenciar a cien mil soldados no es destruir cien millones, sino devolvérselos a los contribuyentes. No se ve que lanzar a cien mil trabajadores al mercado es lanzar en él al mismo tiempo los cien millones destinados a pagar su trabajo, y que, por consiguiente, la misma medida que aumenta la oferta de fuerza de trabajo aumenta también la demanda, de donde se deduce que la supuesta baja de salarios es ficticia. No se ve que, tanto antes como después del licenciamiento, hay en el país cien millones que corresponden a cien mil hombres; y que la diferencia estriba en que, antes, el país entregaba los cien millones a los cien mil hombres por no hacer nada, mientras que después se los entrega por trabajar. No se ve, en fin, que cuando el contribuyente da su dinero a un soldado sin compensación alguna, o cuando se lo da a un trabajador a cambio de lo que sea, las consecuencias ulteriores de la circulación de ese dinero son las mismas. Sólo que en el segundo caso el contribuyente recibe algo y en el primero no recibe nada. Resultado: una pérdida evidente para la nación.

El sofisma que aquí combato no resiste la prueba de la progresión, que es la piedra de toque de los principios. Si, tomado todo en consideración y examinados todos los intereses, hay beneficio nacional en aumentar el ejército, ¿por qué no llamar al servicio a toda la población masculina del país?

III. LOS IMPUESTOS

Se oye decir alguna vez que los impuestos son la inversión más rentable, una especie de rocío fecundo que ayuda a vivir a muchas familias y que repercute favorablemente sobre la industria. En definitiva, que es lo infinito, la vida.

Para combatir esta doctrina, he de reproducir la refutación anterior. La economía política sabe perfectamente que sus argumentos no resultan tan divertidos como para que se les pueda aplicar el repetita placent. Así pues, ha alterado el aforismo a su conveniencia, convencida de que, en sus labios, repetita docent.

El beneficio que encuentran los funcionarios cuando cobran sus haberes es lo que se ve. El que redunda para sus proveedores es, todavía, lo que se ve. Esto salta a la vista.

Pero la desventaja que los contribuyentes sienten al tener que afrontarlo es lo que no se ve, y el perjuicio resultante para sus proveedores es lo que no se verá nunca, aunque esto hay que verlo con los ojos del espíritu.

Cuando un funcionario público gasta en provecho propio cinco francos más, es porque un contribuyente gasta en provecho propio cinco francos menos. El gasto del funcionario se ve, porque se verifica; pero el del contribuyente no se ve, porque, ¡ay!, se le impide realizarlo.

Suele compararse la nación con un terreno árido, mientras que los impuestos serían como una lluvia fecunda: aceptémoslo. Pero deberíamos preguntarnos dónde están los manantiales de esa lluvia, y si no será la contribución la que absorbe la humedad del suelo, y, por lo tanto, la causa de su aridez.

Deberíamos preguntarnos también si es posible que el suelo reciba por medio de la lluvia una cantidad de esa preciosa agua, igual a la que ha perdido por medio de la evaporación.

Lo que no admite duda es que, cuando el ciudadano da cinco francos al recaudador, no recibe nada a cambio. Y que, cuando después los gaste el funcionario y reviertan así al ciudadano, aquél recibirá un valor igual en productos o en trabajo. El resultado definitivo es una pérdida de cinco francos para el ciudadano.

Es cierto que a veces (tantas como se quiera) el funcionario público presta al ciudadano un servicio equivalente. En este caso, no hay pérdida por una ni por otra parte, sino trueque. Por lo tanto, mi argumentación no se dirige en modo alguno a las funciones útiles. Lo que digo es: si se pretende crear una función, demuéstrese antes su utilidad. Demuéstrese que vale para el ciudadano, por los servicios que le presta, el equivalente de lo que le cuesta. Pero, haciendo abstracción de esa utilidad intrínseca, no se invoquen como argumento las ventajas que proporciona al funcionario, a su familia y a sus proveedores, ni se alegue que favorece el trabajo.

Cuando el ciudadano da cinco francos a un funcionario a cambio de un servicio realmente útil, sucede exactamente lo mismo que cuando se los da a un zapatero a cambio de un par de zapatos: es un toma y daca, y por lo tanto, quedan en paz. Pero cuando el ciudadano da cinco francos a un funcionario para no recibir servicio alguno, y aun para que lo mortifique, es como si se los diera a un ladrón. Poco importa decir que el funcionario gastará esos cinco francos en provecho del trabajo nacional: otro tanto hubiera hecho el ladrón, incluso el mismo ciudadano, de no haberse encontrado con un parásito legal o extralegal.

Acostumbrémonos, pues, a juzgar las cosas no sólo por lo que se ve, sino por lo que no se ve.

El año pasado pertenecí a la comisión de Hacienda, pues, con la Asamblea Constituyente, los miembros de la oposición no eran excluidos sistemáticamente de todas las comisiones. En este aspecto, la Constituyente obraba con mucho acierto. Oímos al señor Thiers decir: «He pasado mi vida combatiendo a los hombres del partido legitimista y a los del partido clerical. Desde que el peligro común nos ha aproximado, desde que frecuento su trato y los conozco y hablamos cordialmente, he visto que no son aquellos monstruos que me había figurado.»

En efecto, la desconfianza se exagera, los odios se enconan entre los partidos que no se entremezclan; y si la mayoría permitía que penetrasen en el seno de las comisiones algunos miembros de la minoría, tal vez era porque unos y otros reconocían que ni sus ideas ni sus intenciones eran tan contrapuestas como se podía pensar.

Como quiera que fuese, el año pasado pertenecí a la comisión de Hacienda. Siempre que alguno de sus miembros hablaba de reducir a una cantidad módica los sueldos del Presidente de la República, de los ministros y de los embajadores, le contestaban:

«Por el bien del propio servicio, es preciso que ciertas funciones posean brillo y dignidad. Sólo así podrán ser desempeñadas por las personas que las ostentan. Acude mucha gente al Presidente de la República en demanda de un remedio para sus desgracias, y se vería situado en una posición muy penosa si no se le facilitasen los medios para mitigarlas. El papel de los gobiernos representativos se fundamenta en determinadas representaciones en los salones ministeriales y diplomáticos, etc., etc.»

Aunque tales argumentos se prestan a la controversia, son merecedores de un profundo examen, pues demuestran una preocupación por el bien público, mejor o peor entendido. Por mi parte, les doy más importancia que muchos Catones, a los que mueve un mezquino espíritu de tacañería o de envidia.

Pero lo que subleva mi conciencia de economista, lo que me avergüenza, por el prestigio intelectual de mi país, es ver que se llega (y se llega con frecuencia) a trivialidades absurdas, que siempre son bien acogidas:

«Por lo demás, el lujo de los grandes funcionarios fomenta las artes, la industria, el trabajo. El Jefe del Estado y sus ministros no pueden organizar festines y veladas sin hacer circular la vida por todas las venas del cuerpo social. Reducir sus honorarios es devaluar la industria parisiense y, de rebote, la industria nacional.»

Por amor de Dios, señores, respeten al menos la aritmética y no vengan a decir ante la Asamblea Nacional de Francia, que puede llegar a reprobarlo, que una suma da un resultado distinto según se haga la operación de arriba abajo o de abajo arriba.

Escúchenme: yo voy a hacer un contrato con un peón para que por cinco francos abra una zanja en mi campo. Al cerrar el trato, se presenta el cobrador de contribuciones, me reclama mis cinco francos y se los entrega al ministro del Interior. Mi contrato no se realiza, pero el ministro pondrá un plato más en una cena. No se puede mantener que semejante dispendio oficial constituya un estímulo para la industria nacional. ¿No se comprende que de ello sólo deriva una simple desviación de satisfacción y de trabajo? Es cierto que un ministro tendrá su mesa mejor provista, pero no lo es menos que un agricultor tendrá un campo peor roturado. Estoy de acuerdo en que un restaurante parisino habrá ganado cinco francos, pero no se me podrá discutir que un peón provinciano habrá dejado de ganar asimismo cinco francos. Todo lo que se puede decir es que el plato oficial y el hostelero satisfecho son lo que se ve, y que el campo anegado y el peón en paro son lo que no se ve.

¡Cuánto trabajo para probar, en economía política, quedos y dos son cuatro! Y cuando lo consigues, te dicen: «Está tan claro que resulta aburrido.» Pero, al votar, obrarán como si nada se les hubiera probado.

IV. TEATROS, BELLAS ARTES

¿Debe el Estado subvencionar las artes?

Al respecto, se pueden decir muchas cosas en pro y en contra.

A favor del sistema de las subvenciones puede decirse que las artes ensanchan, enaltecen y poetizan el alma de un pueblo, evadiéndolo de las preocupaciones materiales, comunicándole el sentimiento de lo bello e influyendo favorablemente en sus maneras, hábitos, costumbres y hasta en su industria. Podemos preguntarnos qué sería de la música en Francia sin el Teatro Italiano y el Conservatorio, qué sería del arte dramático sin el Teatro Francés y qué sería de la pintura y de la escultura sin nuestras colecciones y sin nuestros museos. Aún se puede ir más lejos y preguntar si, de no ser por la centralización y, en consecuencia, por la subvención de las bellas artes, se habría desarrollado ese gusto exquisito que constituye el noble patrimonio del trabajo francés, y cuyos productos se valoran en todo el mundo. Ante este panorama, ¿no resultaría una gran imprudencia liberar a los ciudadanos de una módica cotización que, en definitiva, ratifica la superioridad y la gloria de Francia en toda Europa?

A estas y a otras muchas razones, cuya fuerza no pongo en duda, se pueden oponer algunas otras no menos poderosas. En primer lugar, podría decirse que hay aquí una cuestión de justicia distributiva. Me pregunto si el legislador tiene derecho a recortar el salario del trabajador con el objeto de aumentar los beneficios del artista. El señor Lamartine, hablando de la supresión de la subvención a un teatro, se ha cuestionado sobre los límites que tendría ese camino, aduciendo que, por esa lógica, pueden suprimirse las facultades universitarias, los museos, los institutos y las bibliotecas. A esto se podría contestar que, si de subvencionar todo lo que es bueno y útil se trata, ¿en qué punto estableceremos a su vez los límites? Lógicamente, nos veríamos arrastrados a constituir una lista civil para la agricultura, la industria, el comercio, la beneficencia o la instrucción. Además de que habría que ver si las subvenciones favorecen el progreso del arte. Esta cuestión no está resuelta, ni mucho menos, si bien lo que no admite duda es que los teatros que prosperan son los que viven por sí mismos. Por último: elevándonos a consideraciones superiores, puede decirse que las aspiraciones y las necesidades nacen unas de otras, y se elevan a regiones más y más depuradas a medida que el caudal público permite satisfacerlas. Y que el gobierno no tiene por qué mezclarse en esta relación, puesto que, sobre la base de la riqueza disponible, no podría, por medio de los impuestos, fomentar las industrias superfluas sin causar un perjuicio a las industrias vitales, alterando así la marcha natural de la civilización. Debe observarse que una desviación artificial de las necesidades, de los gustos, del trabajo y de la población, colocan a los pueblos en una situación precaria y peligrosa, carente de una base sólida.

Tales razones alegan los adversarios de la intervención del Estado en lo que concierne a las prioridades de los ciudadanos frente a la satisfacción de sus necesidades y de sus deseos y, consecuentemente, frente a los objetivos de su actividad. Yo, lo confieso, soy de los que piensan que la capacidad de elección y el impulso deben venir de abajo, no de arriba, y de los ciudadanos, no del legislador. La doctrina contraria me parece que conduce al aniquilamiento de la libertad y de la dignidad humanas.

Pero resulta difícil discernir de qué no se nos puede llegar a acusar (partiendo de deducciones tan falsas como injustas) a los economistas. Cuando desaprobamos una subvención, se dice que rechazamos aquello que se trata de subvencionar. Se nos acusa de ser enemigos de todo género de actividad, sólo porque deseamos que toda actividad sea libre y busque en sí misma su recompensa. Si pedimos que el Estado no intervenga por medio de los impuestos en cuestiones de naturaleza religiosa, se nos acusa de ateos. Si pedimos que el Estado no intervenga, de igual manera, en la educación, se nos llama enemigos de las luces. ¿Decimos que el Estado no debe valerse de los impuestos para dar al suelo o a tal industria una vida ficticia? Se nos llama enemigos de la propiedad y del trabajo? ¿Es que el Estado no debe subvencionar a los artistas? Pues somos unos bárbaros, que consideramos inútiles las artes.

Protesto con toda mi energía contra semejantes deducciones.

Lejos de abrigar la absurda idea de aniquilar la religión, la educación, la propiedad, el trabajo y las artes, cuando pedimos que el Estado proteja el libre desarrollo de todos esos órdenes de la actividad humana, sin favorecer a unos a expensas de otros, creemos, por el contrario, que el conjunto de esas fuerzas vivas de la sociedad se desarrollaría armoniosamente bajo el influjo de la libertad. Y que ninguna de ellas se convertiría, como sucede hoy, en semillero de disturbios, abusos, tiranías y desórdenes.

Nuestros adversarios creen que toda actividad no reglamentada ni subvencionada languidece hasta la aniquilación. Nosotros creemos lo contrario. La fe de aquéllos está puesta en el legislador. La nuestra, en la humanidad.

Decía el señor Lamartine que, en nombre de ese principio, será necesario abolirlas exposiciones públicas, que constituyen la honra y la riqueza del país.

Contesto al señor Lamartine que, a su modo de ver, no subvencionar es lo mismo que abolir, porque, partiendo del principio de que nada existe sino por la voluntad del Estado, deduce que nada vive, a no ser lo que el impuesto vivifica. Pero yo vuelvo en su contra el ejemplo que ha elegido, y le hago observar que la más grande, la más noble de las exposiciones, la que fue concebida con el concepto más liberal, universal, y aun puedo decir sin exageración alguna, humanitario, es la exposición que se preparó en Londres. La única en la que no se mezcló ningún gobierno, la única que no recibió subvención alguna.

Volviendo a las bellas artes, repito que se pueden aducir razones muy sólidas en pro y en contra del sistema de subvenciones. El lector comprenderá que no es objetivo especial de este escrito exponer tales razones ni decidir entre ellas.

Pero el señor Lamartine prosiguió con un argumento que, como vuelve a entrar en el muy reducido círculo de este estudio económico, no me es posible dejar pasar en silencio.

Dijo: «La cuestión económica en materia de teatros se resume en una sola palabra: trabajo. Poco importa la naturaleza de este trabajo, que resulta tan fecundo, tan productivo, como cualquier otra clase de actividad en una nación. Los teatros, como se sabe, proporcionan un salario a no menos de ochenta mil trabajadores en Francia: pintores, albañiles, decoradores, sastres, arquitectos, etc., que son la misma vida y la energía de muchos barrios de esta capital, de forma que los teatros bien merecen ser acreedores de vuestras simpatías.»

¡Vuestras simpatías! Entiéndase, vuestras subvenciones. Y continuó: «Los placeres de París son el trabajo y el dispendio de las provincias, y el lujo del rico es el salario y la manutención para doscientos mil trabajadores de toda clase, que viven de la múltiple industria de los teatros a lo largo de la República y reciben de ellos nobles placeres que ilustran a Francia, el alimento de su vida y los recursos para sus familias. A ellos es a quienes daréis esos sesenta mil francos.» (¡Muy bien, muy bien! Grandes demostraciones de aprobación.)

En cuanto a mí, no puedo menos que decir: ¡Muy mal, muy mal!, limitando, se entiende, este mi juicio al asunto económico que nos ocupa.

En efecto, los sesenta mil francos de que se trata irán a parar (al menos en parte) a los trabajadores de los teatros, aun cuando se extravíe algún pico por el camino, ya que, si se examinara la cosa de cerca, quizá descubriríamos que el dinero cambió de dirección. ¡Dichosos los trabajadores, si les quedan algunas migajas del pastel! Pero admitamos que la subvención entera vaya a parar a los pintores, a los decoradores, a los sastres, a los peluqueros, etc. Esto es lo que se ve.

Pero ¿de dónde sale la subvención? Este es el reverso de la cuestión, tan digno de ser examinado como el anverso. Cuál es el origen de esos sesenta mil francos. Y adónde irían, si una votación legislativa no los hubiera dirigido primeramente a la calle de Rivoli, y desde ahí a la calle de Grenelle. Esto es lo que no se ve.

Supongo que nadie pretenderá que el voto legislativo haya hecho brotar esa suma de la urna del escrutinio, que ese dinero sea un simple añadido de la riqueza nacional, o que, de no ser por aquel voto milagroso, los sesenta mil francos hubieran permanecido invisibles e impalpables para siempre. Preciso es admitir que todo cuanto pudo hacer la mayoría parlamentaria fue resolver que se sacarían de algún sitio para colocarlos en otro, y que si se destinaban a un objeto, era sólo porque se los desviaba de cualquier otro.

Siendo así, queda claro que el contribuyente a quien se haga pagar un franco dejará de tener ese franco a su disposición. Queda claro también que se verá privado de un beneficio por su valor, y que el trabajador, sea cual fuere, que se lo hubiese procurado, habrá perdido un salario de la misma cantidad.

No caigamos, pues, en la ilusión pueril de creer que el voto del 16 de mayo añada la menor cosa al bienestar y al trabajo nacional. Ese voto desvía las ganancias, desvía los salarios. Ni más ni menos.

Se nos podrá decir que una clase de beneficio y de trabajo es sustituida por beneficios y trabajos más urgentes, más morales, más razonables. Bien podría yo combatir en este terreno. Bien podría yo decir que, arrebatando sesenta mil francos a los contribuyentes, se rebajan los salarios de toda la gente del campo, de los carpinteros, de los forjadores, en tanto que se aumentan los sueldos de los cantantes, de los peluqueros, de los tapiceros y de los sastres. No hay prueba alguna de que esta última clase de trabajadores sea más interesante que la otra. Tampoco lo supone así el señor Lamartine. Él dice que el trabajo de los teatros es tan fecundo, tan productivo, como cualquier otro (y no más). Idea que podría ser rebatida de nuevo, porque la mejor prueba de que el trabajo de los teatros no es tan fecundo como los demás es que éstos tienen que subvencionar a aquél.

Pero esta comparación entre el valor y el mérito intrínseco de las diversas clases de trabajo no entra en el asunto que nos ocupa. Todo cuanto tengo que hacer aquí es demostrar que, si el señor Lamartine y las personas que aplaudieron sus argumentos vieron con el ojo izquierdo los salarios ganados por los proveedores de los cómicos, hubieran debido ver con el ojo derecho los salarios perdidos por los proveedores de los contribuyentes. En cuyo defecto, se han expuesto al ridículo de tomar una desviación por una ganancia. Si fuesen consecuentes con su doctrina, deberían pedir subvenciones hasta lo infinito, pues lo que es adecuado para un franco y para sesenta mil francos, debería serlo, en idénticas circunstancias, para mil millones.

Cuando se trata de impuestos, hay que demostrar su utilidad con sólidos argumentos, y no con el malhadado aserto de que «el gasto público hace vivir a la clase obrera». Esta afirmación tiene el defecto de disimular un hecho esencial, a saber, que el gasto público sustituye siempre al gasto privado, y que, en consecuencia, contribuye al sustento de un trabajador determinado, pero no aporta nada en beneficio de la clase trabajadora considerada en su conjunto. Aquel aserto podrá estar hoy de moda, pero es demasiado absurdo como para pretender engañar a la razón.

V. OBRAS PÚBLICAS

Es natural que una nación, después de persuadirse de que la ciudadanía puede beneficiarse de un gran proyecto, decida emprender éste con el producto de una cotización común. Pero pierdo la paciencia, lo confieso, cuando oigo aducir, en apoyo de aquella resolución, el siguiente ejemplo de corrupción económica: «Es un medio de crear trabajo para los obreros.»

El Estado abre un camino, levanta un palacio, reforma una calle, construye un canal. De esta forma, proporciona trabajo a cierta clase de trabajadores: esto es lo que se ve. Pero, por otro lado, priva de trabajo a algunos otros, y esto es lo que no se ve.

Se inicia la construcción de una carretera. Por la mañana acuden al trabajo mil obreros que, al volver a casa, se llevan un jornal: esto es cierto. Si no se hubiera decidido llevar a efecto la obra, si para ello no se hubieran dotado los fondos necesarios, aquellas buenas gentes no se habrían encontrado allí, ni tendrían aquel trabajo ni aquel salario: también esto es cierto.

Pero ¿esto es todo? La operación en su conjunto, ¿no abarca alguna otra cosa? En el momento en el que el señor Dupin pronuncia las palabras sacramentales: «La Asamblea ha decidido», ¿descienden milagrosamente los millones por un rayo de luna hacia las arcas de los señores Fould y Bineau? Para que la operación, como suele decirse, sea completa, ¿no es preciso que el Estado organice tanto el ingreso como el gasto, que ponga en marcha a sus recaudadores y a sus contribuyentes a contribuir?

Estúdiense, pues, los dos elementos de la cuestión. Dejando constancia del destino que el Estado da a los millones dotados, no se olvide constatar también el que le hubieran podido dar (algo que ya no podrán hacer) los contribuyentes. Así se comprenderá que una empresa pública es una medalla de dos caras. En el anverso puede verse la figura de un trabajador ocupado, con esta divisa: lo que se ve. Y en el reverso, la figura de un obrero en el paro, con este otro lema: lo que no se ve.

El sofisma que combato en este escrito es tanto más peligroso, aplicado a las obras públicas, en cuanto que sirve para justificar los proyectos y los despilfarros más desaforados. Cuando un ferrocarril o un puente tienen una utilidad real, basta con invocarla. Pero si no se puede, ¿qué se hace? Se apela a la siguiente falacia: «Hay que dar una ocupación a los trabajadores.»

Dicho esto, se da la orden de hacer y deshacer los terrenos del Campo de Marte. El gran Napoleón, todo el mundo lo sabe, creía hacer una obra filantrópica mandando abrir y rellenar fosos. También era de los que dicen ¿qué importa el resultado? Lo único que interesa es ver la riqueza esparcida entre las clases laboriosas.

Vamos al fondo de las cosas. El dinero nos deslumbra. Pedir la colaboración de los ciudadanos para una obra común, y pedirla en forma de dinero, significa en realidad pedir tal colaboración en especie, ya que cada uno de ellos se procurará, por medio del trabajo, la cantidad que le corresponda. Ahora bien, si se reúne a todos los ciudadanos para hacerles ejecutar en colaboración una obra útil para todos, se comprenderá que su recompensa la hallen en los resultados de la obra misma. Pero que, después de convocarlos, se les obligue a hacer caminos por donde nadie haya de pasar y palacios que nadie habitará, so pretexto de proporcionarles trabajo, sería un absurdo, y los ciudadanos tendrían mucha razón para decir que semejante trabajo no les importa nada, y que preferirían trabajar por su cuenta.

El procedimiento que consiste en hacer contribuir a los ciudadanos en dinero, y no en trabajo, no altera los resultados generales: la pérdida se reparte entre todos. Pero, por el otro procedimiento, quienes reciben ocupación por parte del Estado se liberan de la parte de pérdida que les correspondería, y la hacen pesar sobre la que ya soportan por su cuenta los demás ciudadanos.

Hay un artículo de la Constitución que dice: «La sociedad favorece y fomenta el desarrollo del trabajo... por medio de obras públicas con las que el Estado, las provincias y los municipios darán trabajo a quienes no lo tengan.»

Como medida transitoria en un periodo de crisis, durante un crudo invierno, la intervención del contribuyente puede producir buenos efectos. Ésta opera en el mismo sentido que los seguros: no aumenta el trabajo ni el salario, sino que descuenta algo del trabajo y de los salarios en los tiempos normales, para prevenir, aunque con pérdida, los tiempos difíciles.

Como medida permanente, general, sistemática, no es otra cosa que una superchería ruinosa, una imposibilidad, que muestra un poco de trabajo estimulado, que se ve, y oculta mucho trabajo enajenado, que no se ve.

VI. LOS INTERMEDIARIOS

La sociedad es el conjunto de los servicios que los hombres se prestan forzosa o voluntariamente unos a otros, es decir, el conjunto de los servicios públicos y de los servicios privados.

Los primeros, impuestos y reglamentados por la ley (la cual no es fácil de alterar cuando más conviene), pueden sobrevivir largo tiempo en su propia utilidad y continuar conservando el apelativo de servicios públicos aun después de haber dejado de ser servicios para convertirse en públicas inconveniencias. Los segundos pertenecen al dominio de la voluntad y de la responsabilidad individual. Ambos prestan y reciben lo que quieren y lo que pueden, tras un debate contradictorio. Tienen siempre de su parte la presunción de utilidad real, medida exactamente por su valor comparativo. De forma que aquéllos caen con frecuencia en la paralización, mientras que éstos obedecen a la ley del progreso.

Mientras que el desarrollo exagerado de los servicios públicos, merced al desperdicio de fuerzas que conlleva, tiende a constituir en el seno de la sociedad un parasitismo funesto, resulta llamativo que muchas sectas modernas, atribuyendo ese carácter parasitario a los servicios libres y privados, traten de transformar las profesiones en funciones.

Estas sectas se alzan contra los que ellos llaman los intermediarios. Suprimirían de buena gana al capitalista, al banquero, al especulador, al empresario, al vendedor y al negociante, acusándolos de interponerse entre el productor y el consumidor para extorsionar a ambos sin devolver nada a cambio. E incluso preferirían transferir al Estado la actividad que los denominados intermediarios desempeñan, ya que no les es posible suprimirla también.

El sofisma de los socialistas, en este punto, consiste en demostrar que el público paga a los intermediarios a cambio de unos servicios, y en ocultar que, de otro modo, se deberían pagar al Estado. Siempre la misma lucha entre lo que aparece ante los ojos y lo que sólo ve la mente: entre lo que se ve y lo que no se ve.

En 1847, con motivo de la carestía, fue cuando las escuelas socialistas procuraron y consiguieron popularizar su funesta teoría. Harto sabían que no hay propaganda, por absurda que sea, que no tenga siempre probabilidades de éxito entre los que sufren: malesuada fames.

Y apelando a la fraseología de «explotación del hombre por el hombre», «especular con el hambre», «acaparamiento », se dieron a denigrar el comercio y a cubrir con un velo los beneficios que la actividad comercial reporta.

¿Por qué —decían— dejar a los negociantes el cometido de hacer llegar provisiones de Estados Unidos o de Crimea? ¿Por qué el Estado, las provincias, los municipios, no organizan un servicio de aprovisionamiento y almacenes de reserva? Venderían a precio de coste y el pueblo, el pobre pueblo, se liberaría del tributo que paga al comercio libre, egoísta, individualista y anárquico.

El tributo que el pueblo paga al comercio libre es lo que se ve. El tributo que pagaría al Estado o a sus agentes, en el sistema socialista, es lo que no se ve.

¿En qué consiste ese supuesto tributo que el pueblo paga al comercio? En lo siguiente: dos hombres se hacen recíprocamente servicios, con toda libertad, bajo la presión de la competencia y del regateo.

Cuando el estómago que tiene hambre se encuentra en París, y el trigo que puede satisfacer esa apremiante necesidad está en Odessa, el sufrimiento no podrá cesar más que poniendo el trigo al alcance del estómago. Tres medios hay para que tal aproximación se verifique:

1.º Los hambrientos pueden ir por sí mismos a buscar el trigo.

2.º Pueden poner el asunto en manos de profesionales.

3.º Pueden cotizar en un fondo común y encargar la operación a funcionarios públicos.

De estos tres medios, ¿cuál es el más ventajoso?

Siempre y en todas partes, cuanto más libres, ilustrados y expertos han sido los hombres, más se han decidido voluntariamente por el segundo método. Esta razón me basta para considerarlo el más oportuno y conveniente, pues mi mente se resiste a admitir la idea de que la humanidad en masa se haya equivocado en un asunto que la afecta de forma tan directa.

Pero veamos:

Que treinta y seis millones de ciudadanos dejen su país para ir a Odessa a buscar el trigo que necesitan es cosa evidentemente impracticable. El primer medio es, pues, inútil. No pudiendo los consumidores obrar por sí mismos, es obligado que apelen a los intermediarios, sean éstos funcionarios o sean negociantes.

Conviene observar, sin embargo, que el primer medio sería el más natural. Al fin y al cabo, es el que tiene hambre el que debería ir por trigo, asumiendo una molestia que está obligado a tomarse y haciéndose un servicio que se debe a sí mismo. Si otra persona, por el motivo que se quiera, le presta ese servicio o se toma dicha molestia por él, esa otra persona tendrá derecho a una compensación. Digo esto para dejar sentado que los servicios de los intermediarios llevan en sí mismos el principio de la remuneración.

Como quiera que sea, y si hay que apelar a los que se califica de parásitos, ¿cuál es el parásito menos exigente, el negociante o el funcionario?

El comercio (lo supongo libre, pues, de no ser así, ¿cómo razonar?), por interés propio, tiene que estudiar las estaciones; tiene que enterarse, día por día, del estado de las cosechas; tiene que recibir noticias de todos los impuestos del globo, prever las necesidades y tomar sus precauciones con la debida antelación. Tiene barcos siempre dispuestos, representantes en todas partes e interés inmediato en comprar lo más barato posible, en economizar en todos los pormenores de la operación y en alcanzar los mejores resultados con los menores esfuerzos. No sólo son los negociantes franceses, son los negociantes del mundo entero los que se ocupan del aprovisionamiento de Francia en el momento preciso; y si el interés los conduce a cumplir con su cometido con el menor gasto posible, la competencia que unos a otros se hacen los lleva también, inevitablemente, a hacer participar a los consumidores en el beneficio obtenido a partir de las economías realizadas. Llega el trigo. El comercio está interesado en venderlo lo más pronto posible para acabar con los riesgos, reunir sus fondos y volver a empezar, si es posible. Guiado por la comparación de precios, distribuye los alimentos por toda la superficie del país, comenzando siempre por el punto más caro, es decir, por donde más apremiante es la necesidad. No es, pues, posible imaginar una organización mejor concebida en pro de los que tienen hambre. Y la belleza de esta organización, que no es percibida por los socialistas, resulta precisamente de que es libre.

Ciertamente, el consumidor está obligado a reembolsar al comercio los gastos de transporte, transbordo, almacenaje, comisión, etc., pero ¿en qué sistema dejaría de ser necesario que el que consuma el trigo reembolse los gastos que haya ocasionado la operación de ponerlo a su alcance? Tiene que pagar, además, la remuneración por el servicio recibido, si bien su importe queda reducido al minimum establecido por la competencia; y en cuanto a su congruencia, extraño sería que los artesanos de París no trabajasen para los negociantes de Marsella, cuando los negociantes de Marsella trabajan para los artesanos de París.

Realícese la invención socialista. Sustituya el Estado al comercio: ¿qué sucederá? Me gustaría que se me mostrase dónde radicará el ahorro para el público. ¿Estará en el precio de compra?: no hay más que representarse a los comisionados de cuarenta mil municipios llegando a Odessa un día determinado y en el momento adecuado. ¿Estará en los gastos?: no hay por qué suponer que se necesitarán menos barcos, menos marinos, menos transbordos, menos almacenajes o que no habrá que pagar todas estas cosas. ¿Estará, pues, en el beneficio de los negociantes?: es seguro que no irán gratis a Odessa los delegados y funcionarios, ni que viajen o trabajen por pura fraternidad. Y que tendrán que vivir de una cosa u otra. Y que habrá que pagarles el tiempo que pierdan. ¿Y tal vez lo que perciban no excederá mil veces del dos o el tres por ciento que gana el negociante, módico beneficio, pero que el negociante estaría dispuesto a suscribir?

Téngase en cuenta además la dificultad de implantar tantos impuestos y la de repartir tantos alimentos. Considérense las injusticias y los abusos, inseparables de tamaña empresa. Sin olvidar la responsabilidad que pesaría sobre el gobierno.

Los socialistas que tales locuras inventan, y que en los días de desgracia las alientan en las masas, se atribuyen generosamente el título de hombres avanzados, y el uso tirano de los idiomas ratifica el dictado y el juicio que tal título entraña, lo cual no carece de peligro. ¡Avanzados! Esto supone que esos señores tienen la vista más larga que nadie, que su único defecto consiste en haberse anticipado al siglo y que, si todavía no ha llegado el tiempo de suprimir ciertos servicios libres, supuestamente parásitos, la culpa es del público, que se les queda rezagado. Para mi conciencia, lo cierto es todo lo contrario, y no sé a qué siglo bárbaro habría que remontarse para hallar la altura de la experiencia socialista sobre este asunto.

Los sectarios modernos oponen constantemente la asociación a la sociedad existente. No se dan cuenta de que, en un régimen de libertad, la sociedad constituye una verdadera asociación muy superior a todas las que su fecunda imaginación ha concebido.

Aclaremos este punto por medio de un ejemplo.

Para que un hombre pueda ponerse un traje al levantarse, fue necesario cercar y desmontar un terreno, roturarlo, cultivarlo y sembrarlo de ciertos vegetales; fue necesario que el terreno alimentara a algunos rebaños; que los rebaños dieran lana; que esta lana fuera hilada, tejida, teñida y convertida en paño, y que alguien cortara, cosiera y convirtiera el paño en un traje. Esta serie de operaciones conlleva otras muchas, pues supone el empleo de arados, corrales, fábricas, hulla, máquinas, coches, etc.

Si la sociedad no fuese una asociación muy real, el que quisiera tener un vestido se vería obligado a hacérselo por su cuenta, aisladamente, y a verificar por sí mismo los innumerables actos de aquella serie de operaciones, desde el primer golpe de azadón hasta la última puntada.

Gracias, empero, a la sociabilidad, que es el carácter distintivo de nuestra especie, estas operaciones se han distribuido entre una multitud de trabajadores, y se han ido subdividiendo, para beneficio general, a medida que, activándose el consumo, cada uno de los actos especiales ha podido alimentar una nueva industria. Después viene el reparto del producto, que se verifica en función del valor que cada uno ha vertido en el total de la obra. Si esto no es asociación, quisiera que se me explicara lo que es.

Llamo la atención sobre el hecho de que ninguno de los trabajadores se vio obligado a hacer brotar de la nada la menor partícula de materia, sino que hubo una prestación recíproca de servicios, de forma que, unos en relación con otros, todos los trabajadores pueden ser considerados como intermediarios. Si, por ejemplo, en el transcurso de la operación el transporte llega a ser tan importante que puede llegar a ocupar a una persona, el hilado a otra y el tejido a una tercera, no cabe suponer más parásita a la primera que a las dos siguientes, dado que el transporte resulta indispensable, y quien lo realiza le consagra su tiempo y su trabajo. Y los demás no realizan una labor superior. Y todos están sometidos por igual (en cuanto a la remuneración y al reparto del producto) a la ley del regateo. En cuanto a esta división de operaciones, se ha hecho libremente y en interés del bien general. ¿Qué falta hace, pues, que un socialista, bajo el pretexto de la mejor organización, venga a destruir despóticamente nuestros convenios voluntarios, a suspender la división del trabajo, a sustituir los esfuerzos aislados por los asociados y a hacer que la civilización retroceda?

La asociación, tal cual yo la describo, ¿deja de serlo porque los hombres entren y salgan libremente de ella, elijan el puesto que más les convenga, juzguen y estipulen por sí mismos y bajo su responsabilidad y aporten la fuerza y la garantía del interés personal? Para que merezca el nombre de asociación, ¿será necesario que un supuesto reformador nos imponga su fórmula y su voluntad y concentre, digámoslo así, la humanidad en su persona?

Cuanto más se examinan esas escuelas avanzadas, más se convence uno de que lo que encierran en el fondo es la ignorancia proclamándose infalible y reclamando un poder despótico en nombre de su infalibilidad.

Disculpe el lector esta digresión. Aunque quizá no esté de más en un momento en el que, fugándose de las publicaciones sansimonianas, falansterianas e icarianas, las proclamas contra los intermediarios invaden las columnas de los periódicos y las tribunas, y amenazan gravemente la libertad del trabajo y de las transacciones.

VII. RESTRICCIÓN

El señor Prohíbo (no soy yo quien lo ha nombrado, es el señor Charles Dupin, aquel que después... aunque antes...) empleaba su tiempo y su capital en convertir en hierro el mineral de sus tierras. Como la naturaleza se mostró más pródiga con los belgas, éstos vendían hierro a los franceses a mejor precio que el señor Prohíbo. Lo cual quiere decir que todos los ciudadanos (o sea, Francia) podían obtener una cantidad dada de hierro con menos trabajo, comprándosela a los honrados flamencos. Guiados los franceses por su interés, lo hacían así, en efecto, y todos los días se veía a una multitud de fabricantes de clavos, herreros, carreteros, mecánicos, herradores y labradores que, personalmente o por intermediarios, iba a proveerse a Bélgica. Esto disgustó mucho al señor Prohíbo.

Primero se le ocurrió poner coto al abuso valiéndose de sus propias fuerzas. Esto era lo mínimo, puesto que sólo él sufría el perjuicio. Cojo mi escopeta —dice para sí—, me cuelgo cuatro pistolas del cinto, lleno mi canana, me ciño la espada y me pongo en la frontera. Al primer herrero, fabricante de clavos, herrador, mecánico o cerrajero que se presente con la intención de ir a buscarlo que le conviene a él y no a mí, lo quito de en medio para que aprenda a vivir. Iba a ponerse en marcha, pero se hizo ciertas reflexiones que templaron un tanto su ardor guerrero. Lo primero que pensó fue que no era imposible que los compradores de hierro (compatriotas suyos, pero, a la vez, sus enemigos) se tomaran mal el asunto y lo matasen, en vez de dejarse matar. Además, aun llevando consigo a todos los criados, no podría controlar la línea de la frontera. Por último, el procedimiento saldría muy caro: iba a costar más que el resultado que podría obtener.

El señor Prohíbo casi se resignaba ya a ser tan libre como todos los demás, cuando un rayo de luz iluminó su mente. Recordó que en París había una gran fábrica de leyes. ¿Qué es una ley? —se preguntó—. Una medida que, buena o mala, una vez decretada, todos quedan sometidos a su acción. Para que tenga debido efecto, se organiza una fuerza pública; y para organizar ésta, se cogen fondos y hombres de la nación.

De manera que, si yo pudiese conseguir que de la gran fábrica parisiense saliera un trozo de ley proclamando: «Queda prohibido el hierro belga», obtendría los siguientes resultados: en lugar de los criados que yo debía llevarme a la frontera, el gobierno enviaría a veinte mil, de entre los hijos de los fabricantes de clavos, herreros, herradores, cerrajeros, artesanos, maquinistas y labradores recalcitrantes. Luego, para conservar la salud y el buen ánimo de estos veinte mil aduaneros, el gobierno distribuiría entre ellos veinticinco millones de francos que habría sacado de los mismos herreros, artesanos, labradores, etc. Las fronteras estarían mejor guardadas sin costarme nada; no quedaría yo expuesto a la brutalidad de los chalanes del oficio; vendería el hierro al precio que se me antojase y, al fin, gozaría de la grata delicia de ver a nuestro gran pueblo vergonzantemente engañado. La cosa resultaría divertida y merece la pena intentarla.

Inmediatamente, se dirigió el señor Prohíbo a la fábrica de leyes. En otra ocasión daré cuenta de sus oscuros manejos. Hoy sólo quiero hablar de su conducta ostensible. Ante los legisladores, expuso la consideración siguiente:

«El hierro de Bélgica se vende en Francia a diez francos, lo cual me obliga a vender el mío al mismo precio. Yo preferiría venderlo a quince francos, pero no me es posible por culpa del hierro belga, que Dios confunda. Haced una ley que prohíba la entrada del hierro belga en Francia. Entonces podré subir el precio en cinco francos, lo cual tendrá las siguientes consecuencias:

»Por cada quintal de hierro que yo venda, recibiré quince francos en lugar de diez. Me enriqueceré antes, ampliaré mi negocio y el número de empleados, los cuales gastarán más, beneficiando a los proveedores en muchas leguas a la redonda. Éstos harán más encargos a la industria y, de unos en otros, ganará en actividad todo el país. La bienaventurada pieza de cinco francos que haréis caer en mi caja de caudales, tal que la piedra que se arroja a un lago, proyectará un número infinito de círculos concéntricos.»

Encantados por este discurso, maravillados por la noticia de que tan fácilmente se pudiera aumentar con la legislación la fortuna de un pueblo, los fabricantes de leyes votaron la restricción. ¿Para qué hablar de trabajo y de economía?—se dijeron—. ¿Por qué emplear medios penosos para aumentar la riqueza nacional, si ello se puede conseguir con un simple decreto?

Efectivamente, la ley tuvo todas las consecuencias que anunciaba el señor Prohíbo. Sólo que tuvo además otras, porque, hagámosle justicia, su razonamiento no era falso, sino incompleto. Al reclamar un privilegio, había indicado los efectos que se ven, pero no los que no se ven. Y al fin, había mostrado dos personajes, cuando son tres los que debe haber en escena. La reparación de ese olvido, involuntario o premeditado, nos corresponde a nosotros.

En efecto, la moneda impulsada legislativamente hacia la caja de caudales del señor Prohíbo constituye un beneficio para él y para aquellos cuyo trabajo debe fomentar. Y si el decreto hubiese hecho descender la moneda de las nubes, el beneficio resultante no hubiera producido, de rebote, ningún mal efecto. Desgraciadamente, la moneda no cae de las nubes, sino que sale del bolsillo de un herrero, de un fabricante de clavos, de un carretero, de un herrador, de un labrador, de un constructor, en fin, de un ciudadano que la entrega sin recibir un miligramo de hierro más que cuando pagaba cinco francos menos. A simple vista hay que reconocer que esto varía mucho la cuestión, puesto que evidentemente el beneficio del señor Prohíbo está cimentado en la pérdida del ciudadano. Y todo lo que pueda hacer el señor Prohíbo con aquella moneda, para fomentar el trabajo nacional, lo hubiera hecho el mismo ciudadano: la piedra ha caído en un punto del lago sólo porque legislativamente se ha impedido que cayese en otro.

Así pues, lo que se ve compensa lo que no se ve, y el producto de la operación no es más que una injusticia y, ¡cosa deplorable!, una injusticia perpetuada por la ley.

Y eso no es todo. He dicho que se dejaba en la sombra a un tercer personaje, que es preciso hacer aparecer para que nos revele una segunda pérdida de cinco francos. De este modo tendremos completo el resultado de la operación.

El ciudadano posee 15 francos, fruto de sus sudores. Estamos todavía en la época en la que era libre. ¿Qué hace con sus 15 francos? Compra un artículo de moda por 10 francos, y con este artículo paga (o lo hace su intermediario) el quintal de hierro belga. Le quedan al ciudadano 5 francos. No los tira al río, pero (y esto es lo que no se ve) se los da a un industrial por algún producto, por ejemplo, se los da a un librero a cambio del Discurso sobre la Historia universal de Bossuet.

Así pues, el trabajo nacional ha recibido 15 francos, a saber: 10 francos que ingresan en el mundo de la moda; 5 francos que van a la librería.

En cuanto al ciudadano, obtiene por sus 15 francos dos objetos que le satisfacen: un quintal de hierro y un libro.

Sobreviene el decreto. ¿Cómo afecta al ciudadano y al trabajo nacional? El ciudadano, entregando los 15 francos, sin faltar un céntimo, al señor Prohíbo a cambio de un quintal de hierro, no adquiere otro bien más que ese quintal de hierro, y pierde el libro o cosa equivalente. Es decir, que pierde 5 francos. Esto hay que admitirlo, y no puede dejar de admitirse porque es evidente que, cuando la restricción sube el precio de las cosas, el consumidor pierde la diferencia.

Pero se nos dice: el trabajo nacional la gana.

No, señor, no la gana. Porque, después del decreto, no tiene más estímulo que el que cabe en 15 francos, lo mismo que antes.

Sólo que, después del decreto, los 15 francos del ciudadano van íntegramente a la metalurgia, y antes del decreto se repartían entre la industria de la moda y la del libro. La violencia que el señor Prohíbo, con su mano o con la mano de la ley, ejerce en la frontera, puede ser juzgada de muy distinto modo bajo el punto de vista de la moral. Hay gente que cree que la expoliación, con tal de que sea legal, pierde todo carácter de inmoralidad. Yo, en cambio, considero esta circunstancia como la más agravante que puede imaginarse. Sea como fuere, lo cierto es que los resultados económicos son idénticos en uno y en otro caso.

Se mire como se mire, la expoliación, legal o ilegal, no produce nada positivo. Nadie discute que para el señor Prohíbo, o para su negocio, o, si se quiere, para el trabajo nacional, no haya un beneficio de 5 francos. Pero afirmamos también que resultan de ello dos pérdidas: una para el ciudadano, que paga 15 francos por lo que sólo vale 10, y otra para el trabajo nacional, que no saca partido alguno de la diferencia. De entre ellas, elíjase la que parezca mejor para compensar el beneficio del que hemos hablado. Al menos, la segunda no constituye una pérdida pura.

Moraleja: violentar no es producir, es destruir. Si violentar fuese producir, nuestra Francia sería más rica de lo que es.

VIII. LAS MÁQUINAS

¡Malditas sean las máquinas! Su potencia creciente hace caer en la pobreza cada día a millones de obreros, dejándolos sin trabajo, sin salario y sin pan. ¡Malditas sean las máquinas!

Este es el grito que exhala el prejuicio vulgar, cuyo eco resuena en todos los periódicos.

Pero maldecir las máquinas es maldecir el ingenio humano. Y me llena de confusión pensar que pueda existir alguien que adopte en conciencia semejante doctrina.

Porque entonces, ¿cuál sería la consecuencia? Simplemente, que no podría haber actividad, bienestar, riqueza ni felicidad posibles sino para los pueblos estúpidos, enfermos de inmovilidad mental, a los cuales Dios no hubiese otorgado los funestos dones de pensar, observar, combinar, inventar y obtener grandes cosas con menores medios. Al contrario: los harapos, las viviendas inmundas, la pobreza, la inanición, son la herencia inevitable de toda nación que busca y encuentra en el hierro, el fuego, el viento, la electricidad, el magnetismo, las leyes de la química y de la mecánica, en una palabra, en las fuerzas de la naturaleza, un suplemento a sus propias fuerzas. Aquí estaría adecuado proclamar, con Rousseau: «Todo hombre que piensa es un animal depravado.»

Y no es eso todo: si aquella doctrina es verdadera, como los hombres piensan e inventan, como todos, en efecto, desde el primero al último y en cada momento de su existencia, procuran cooperar con las fuerzas de la naturaleza, obtener más con menos, reducir la mano de obra y conseguir el mayor número de satisfacciones con el mínimo esfuerzo, habría que concluir que la humanidad enterase ve arrastrada a su decadencia precisamente por esta aspiración inteligente hacia el progreso que agita a cada uno de sus miembros.

La estadística tendría, pues, que hacer constar que los habitantes de Lancaster, huyendo de aquella patria de máquinas, van a buscar trabajo a Irlanda, donde no las hay; y la historia enseñaría que la barbarie oscurece las épocas de civilización, y que la civilización brilla en los templos de la ignorancia y de la barbarie.

Evidentemente, hay en ese cúmulo de contradicciones algo sorprendente e indicativo de que el problema esconde una incógnita que no ha sido bien despejada.

Este es el misterio: detrás de lo que se ve, está lo que no se ve. Intentaré ponerlo de manifiesto, si bien mi demostración no podrá ser más que una repetición de lo tratado anteriormente, porque se trata de un problema idéntico.

Los hombres, a no ser que se lo impida la violencia, tienen una inclinación natural hacia lo barato. Es decir, que se sienten inclinados hacia aquello que les proporciona una satisfacción determinada con un ahorro de trabajo, ya se lo proporcione un hábil productor extranjero o ya un hábil productor mecánico.

La objeción teórica que se hace a esa inclinación es la misma en uno y en otro caso. Se le reprocha la inercia a que aparentemente condena al trabajo, pues lo que determina dicha inclinación no es el trabajo inerte, sino el disponible.

Por esa razón, en ambos casos se opone también el mismo obstáculo práctico: la violencia. El legislador prohíbe la competencia extranjera y cuestiona la competencia mecánica. Ya que, ¿qué otro medio puede utilizarse para contener una inclinación natural en todos los hombres, sino el de quitarles la libertad?

Cierto que en muchos países el legislador se contenta con impedir una de las dos competencias mientras se lamenta por la otra. Esto sólo prueba que el legislador es inconsecuente, lo cual no debe sorprendernos.

Desde el momento en que se toma un mal camino, hay que ser inconsecuente, o se acabaría con la humanidad. No se ha visto ni se verá un principio falso llevado a sus últimas consecuencias. He dicho ya en otra parte que la inconsecuencia es el límite de lo absurdo, y aun pude añadir que es al mismo tiempo la prueba del absurdo.

Vamos a nuestra demostración. Seremos breves.

El ciudadano tenía dos francos y se los daba a ganar a dos obreros. Un día se le ocurre una combinación de cuerdas y de pesas que le permite ahorrar la mitad del trabajo. Como obtiene la misma productividad que antes y como ahorra un franco, despide a un operario.

Despide a un operario: esto es lo que se ve.

Si sólo se tiene en cuenta esto, se dirá: véase cómo la miseria acompaña a la civilización y cómo la libertad es funesta para la igualdad. El ingenio humano realiza una conquista, e inmediatamente cae un obrero en el pozo de la pobreza, para siempre. Puede que el ciudadano continúe dando trabajo a los dos operarios, pero ya no les dará más que medio franco a cada uno, porque entrarán en competencia y ofrecerán su trabajo a menos precio. Así se enriquecen de día en día los ricos y se empobrecen al mismo paso los pobres. Hay que reconstruir la sociedad.

Linda conclusión, digna por cierto del exordio.

Afortunadamente, preámbulo y conclusión son falsos, porque, detrás de la mitad del fenómeno que se ve, está la otra mitad, que no se ve. No se ve el franco ahorrado por el ciudadano ni se ven los efectos necesarios de su ahorro.

Puesto que, gracias a su invención, el ciudadano no gasta más que un franco en mano de obra, le queda otro para obtener una satisfacción determinada. Y si hay un obrero que ofrece sus brazos sin empleo, hay también un capitalista que dispone de un franco para invertir. Estos dos elementos se encuentran y se combinan.

Queda, pues, tan claro como la luz, que no ha variado en lo más mínimo la relación entre la oferta y la demanda del trabajo, ni entre la oferta y la demanda del salario: el invento, y un operario pagado con el primer franco, hacen ahora el trabajo que antes hacían dos operarios. El segundo operario, pagado con el segundo franco, realiza una obra nueva. Lo que ha cambiado es que existe una posibilidad más de satisfacción en el orden nacional, es decir, el invento es una conquista gratuita, un beneficio gratuito para la humanidad.

De la forma que he dado a mi demostración, podrá deducirse lo siguiente: el capitalista es quien recoge todo el provecho de las máquinas. La clase trabajadora, aunque no se vea perjudicada más que momentáneamente, no obtiene ningún beneficio, puesto que si las máquinas desvían una parte del trabajo nacional sin disminuirlo, tampoco lo aumentan.

No me propongo resolver todas las objeciones en este opúsculo, cuyo único objeto es combatir un prejuicio vulgar muy peligroso y ampliamente difundido. Quería yo probar que una máquina nueva deja en situación de disponibilidad cierto número de brazos, pero poniendo también, y forzosamente, en disponibilidad la equivalencia remunerativa de los salarios. Estos brazos y esta remuneración se combinan para producir lo que antes no podía producirse. De donde se sigue que la máquina da como resultado definitivo un acrecentamiento de satisfacciones, por el mismo trabajo.

¿Quién recoge este excedente de satisfacciones?

Desde luego, es el capitalista, el inventor, el primero que emplea con éxito la máquina, recompensa del genio y de la audacia. En este caso, como acabamos de ver, el capitalista realiza sobre los gastos de producción una economía que, cualquiera que sea el objeto en el que la emplee (y no deja de emplearla nunca), dará trabajo a un número de brazos igual al que la máquina ha dejado sin él.

Pero, al poco tiempo, la competencia le obliga a bajarlos precios de venta, dentro de los términos del ahorro de que hemos tratado.

Entonces ya no es el inventor quien recoge el fruto de la invención, sino el comprador del producto, el consumidor, el público, los mismos operarios. En una palabra, la humanidad.

Y lo que no se ve es que el ahorro proporcionado a todos los consumidores constituye un fondo en el que el salario encuentra un alimento que reemplaza al que la máquina ha agotado.

Siguiendo nuestro ejemplo, el ciudadano obtiene un producto gastando dos francos en salarios.

Merced a su invento, la mano de obra no le cuesta más que un franco. Mientras vende al mismo precio, hay un operario menos ocupado en la elaboración de dicho producto: esto es lo que se ve. Pero hay un operario más ocupado con el franco que ahorra el ciudadano: esto es lo que no se ve.

Cuando, por la marcha natural de las cosas, el ciudadano se ve obligado a bajar un franco en el precio del producto, deja de tener un ahorro y ya no dispone del franco que daba al trabajo nacional para la inversión en un producto nuevo. Pero, mirándolo bajo este punto de vista, el comprador pasa a ocupar su puesto, y el comprador es la humanidad: todo el que compra el producto, lo adquiere un franco más barato, luego ahorra un franco. Este ahorro le queda para suplir lo que ha bajado su salario. Esto es también lo que no se ve.

A este problema de las máquinas se le ha dado otra solución fundamentada en los hechos.

Se ha dicho: la máquina reduce los gastos de producción y hace bajar el precio del producto. La merma del precio provoca un crecimiento del consumo, que exige un aumento de la producción y, en definitiva, la intervención de otros tantos o más operarios que antes. En apoyo de este argumento tendríamos la imprenta, los hilados, la prensa, etc. Este razonamiento no es científico, pues sería necesario deducir que, si el consumo del producto especial de que se trata permaneciese estacionario o poco menos, la máquina sería perjudicial para el trabajo, y esto no es cierto.

Supongamos que en un país toda la gente lleva sombrero. Si, por medio de una máquina, se consigue reducir el precio de los sombreros a la mitad, no se deduciría que su consumo tuviera que aumentar necesariamente el doble.

¿Se dirá en este caso que parte del trabajo nacional queda inerte? Sí, según la apreciación vulgar. No, según la mía. Porque suponiendo que en aquel país no se comprase un sombrero más que antes, no por ello el fondo íntegro de los salarios quedaría menos a salvo, pues lo que dejara de percibir la industria sombrerera se quedaría en el ahorro realizado por todos los consumidores y pasaría al trabajo que la máquina hubiese inutilizado y a provocar un nuevo desarrollo en todas las industrias.

Y así es como sucede. Yo he visto los periódicos a 80 francos; ahora están a 48: economía de 32 francos para los suscriptores. No es cierto, o al menos no es necesario, que los 32 francos continúen fomentando la industria del periodismo. Pero lo que viene a ser cierto y necesario es que, si no fomentan esta industria, fomentarán otra. La gente empleará aquel ahorro en comprar más periódicos, en alimentarse mejor, en adquirir ropa o en tener mejores muebles.

De forma que las industrias son solidarias. Forman un vasto conjunto, cuyas partes se comunican por medio de canales secretos. Lo que se ahorra en una se emplea en la otra. Lo que importa es comprender bien que nunca, jamás, se realizan los ahorros a expensas del trabajo y de los salarios.

IX. CRÉDITO

En todos los tiempos, pero sobre todo en los últimos años, se ha intentado universalizar la riqueza generalizando el crédito.

No sería exagerado afirmar que, desde la revolución de febrero, las imprentas parisienses han vomitado más de diez mil folletos preconizando esa solución para el problema social. Dicha solución tendría como base una pura ilusión óptica, si es que una ilusión puede ser la base de algo.

Se empieza por confundir el dinero efectivo con los productos, y después el papel moneda con el dinero efectivo. Y de ambas confusiones se pretende que surja una realidad.

En esta cuestión es absolutamente indispensable arrojar al olvido el dinero, la moneda, los billetes y demás instrumentos por cuyo medio pasan los productos de mano en mano, y fijarse exclusivamente en los productos mismos, que son la verdadera materia del préstamo.

Cuando un labrador toma prestados cincuenta francos para comprar un arado, en realidad no se le prestan los cincuenta francos, sino precisamente un arado.

Y cuando un comerciante toma prestados veinte mil francos para comprar una casa, no queda a deber veinte mil francos, sino una casa.

El dinero sólo aparece allí para facilitar el arreglo entre las distintas partes.

Supongamos que un tal Pedro puede no hallarse en disposición de prestar su arado, mientras que Jaime puede estar dispuesto a prestar su dinero. ¿Qué hace entonces Guillermo? Toma prestado el dinero de Jaime, y con él compra el arado de Pedro.

Pero de hecho, ninguno toma prestado el dinero por el dinero en sí, sino como un medio para obtener un producto.

Ahora bien, en ningún sitio pueden pasar de una mano a otra más productos que aquellos de los que se disponga: sea cual fuere la cantidad de dinero y de papel puesta en circulación, el conjunto de los prestatarios no puede recibir mayor número de arados, casas, útiles, provisiones o materias primas que el que sea capaz de proporcionar el conjunto de los prestamistas.

Fijémonos bien en la idea de que si hay un prestatario tiene que haber un prestamista, igual que si hay un empréstito tiene que haber un préstamo. Esto sentado, el bien que pueden proporcionar las instituciones de crédito consiste en facilitar a los prestatarios y a los prestamistas el medio de encontrarse y de entenderse. Lo que aquéllas no pueden hacer es aumentar caprichosamente la masa de los objetos prestados.

Pero ese aumento es lo que debería conseguirse para que los reformadores alcanzaran su objetivo, que consiste nada menos que en poner arados, casas, útiles, provisiones y materias primas en manos de todos los que aspiran a su posesión. Así es como aquellos reformadores llegan a la idea de dar al préstamo la garantía del Estado. Profundicemos, pues, en la materia, porque encierra algo que se ve y algo que no se ve. Procuremos ver ambas cosas.

Supongamos de nuevo que no haya más que un arado en el mundo, y que dos labradores lo pretenden: Pedro es poseedor del único arado que hay disponible en Francia. Juan y Jaime desean tomarlo prestado. Juan, por su probidad, sus propiedades y su buena fama, ofrece garantías, se puede creer en él, tiene crédito. Jaime, por su parte, no inspira confianza o la inspira en menor medida. Naturalmente, Pedro presta su arado a Juan.

Sin embargo, a partir de la inspiración socialista, interviene el Estado y le dice a Pedro que debe prestar su arado a Jaime. A cambio, el Estado garantiza el reembolso, una garantía que vale más que la de Juan, que no se tiene más que a sí mismo para responder de sus propios actos, mientras que el Estado, aunque no posee nada, dispone de la fortuna de todos los contribuyentes, con cuyo dinero abonará el capital y los intereses.

Consecuencia: Pedro presta su arado a Jaime. Esto es lo que se ve.

Y los socialistas se frotan las manos y celebran el triunfo de su estrategia. Gracias a la intervención del Estado, el pobre Jaime tendrá su arado y no se verá obligado a cavarla tierra. Ya está en el camino del éxito. Es un logro para él y para la nación entera.

Pues yo digo que no existe tal beneficio para la nación, y señalo lo que no se ve.

No se ve que, si Jaime tiene el arado, es porque lo ha perdido Juan.

No se ve que, si Jaime ara en vez de cavar, Juan se queda sin poder arar.

Por lo tanto, aquello que se quiere considerar aumento no es más que desviación de préstamo.

Y además, tampoco se ve que esta desviación implica profundas injusticias: injusticia con respecto a Juan, a quien se despoja del crédito que había merecido y obtenido merced a su carácter probo y activo; injusticia con respecto a los contribuyentes, a quienes se expone a pagar una deuda que no han contraído.

Se aducirá que el gobierno ofrece a Juan las mismas posibilidades que a Jaime. Pero si no existe más que un arado disponible, no es posible prestar dos. El argumento vuelve a reducirse a que, merced a la intervención del Estado, habrá más empréstitos que préstamos posibles, puesto que el arado representa aquí la masa de los capitales disponibles.

Ciertamente, he reducido la operación a los términos más sencillos, pero sométanse a este esquema las instituciones gubernamentales de créditos más complejos y se verá que su resultado no puede ser otro que el de desviar el crédito, nunca aumentarlo. En un país y en una época dados, no hay más que cierta cantidad de capitales disponibles, y todos tienen un determinado destino. Garantizando el Estado a los insolventes, puede aumentar el número de los prestatarios y hacer que suba la tasa del interés (siempre en perjuicio del contribuyente), pero lo que no puede hacer es aumentar el número de los prestamistas y la magnitud del total de los préstamos.

Que no se me impute, sin embargo, una conclusión que yo nunca podría asumir. Digo que la ley no puede favorecer artificialmente los empréstitos. Pero no que deba impedirlos artificialmente. Si se encuentran en nuestro régimen hipotecario, o donde quiera que sea, obstáculos para la difusión y para la propagación del crédito, derríbense: nada más justo. Pero sólo esto y la libertad deben pedir a la ley los reformadores dignos de tal calificativo.

X. ARGELIA

Pues aquí tenemos a cuatro oradores que se disputan la tribuna. Hablan primero todos a la vez y luego uno tras otro. Para decir, por cierto, muy lindas cosas sobre el poderío y la grandeza de Francia, sobre la necesidad de sembrar para recoger, sobre el brillante porvenir de nuestra vasta colonia, sobre la ventaja de «verter» lejos nuestro excedente de población, etc., etc.: magníficos retazos de elocuencia, siempre aderezados con esta perorata: «Votad cincuenta millones (más o menos) para construir puertos y carreteras en Argelia, para enviar allí colonos a los que habrá que construir casas y cuyos campos habrá que roturar. De este modo, protegeréis al trabajador francés, fomentaréis el trabajo en África y haréis fructificar el comercio en Marsella. Todo es beneficio.»

Y todo ello sería muy cierto si se consideran los citados millones sólo desde el momento en el que el Estado los gasta; si se mira adónde van y no de dónde vienen; si se tiene en cuenta lo que ese dinero producirá al salir de la caja de los recaudadores, pero no lo que se ha impedido que produzca si hubiera quedado en poder de éstos. Desde un punto de vista limitado, ciertamente, todo es beneficio. La casa edificada en Berbería es lo que se ve; el puerto construido en Berbería es lo que se ve; el trabajo estimulado en Berbería es lo que se ve; un número menor de brazos ociosos en Francia es lo que se ve; un gran movimiento de mercancías en Marsella es, de todos modos, lo que se ve.

Pero hay una cosa que no se ve. Y es que los cincuenta millones gastados por el Estado no han podido ser gastados por los contribuyentes. De todo el bien atribuido al gasto público ya verificado, hay, pues, que descontar todo el mal derivado del gasto privado reprimido, a menos que se pretenda sostener la idea de que el ciudadano no habría empleado en nada los francos que supo ganar y que los impuestos le arrebatan. (Lo que sería absurdo, puesto que, si se tomó el trabajo de ganar el dinero, sería porque esperaba tener la satisfacción de gastarlo en algo.) Así pues, el ciudadano habría mandado levantar la cerca de su jardín y no podrá hacerlo: esto no se ve; habría comprado más útiles; estaría mejor alimentado, mejor vestido; habría podido mejorar la instrucción de sus hijos; habría contratado una póliza de seguros... No podrá hacer nada de esto. Por una parte, los bienes que se le han quitado y las iniciativas que se han destruido. Por la otra, el trabajo del peón, del carpintero, del herrero, del sastre, del profesor, trabajo que el ciudadano habría fomentado y que ha sido aniquilado: todo esto no se ve.

Se fía mucho a la futura prosperidad de Argelia. Aceptémoslo. Pero dígase algo también del marasmo en el que, mientras tanto, Francia se hunde inevitablemente. Me hablan del comercio marsellés; pero si este se apoya en el producto del impuesto, entonces hablaré yo del comercio que se destruye en el resto del país. Se dice: «Ya tenemos un colono en Berbería. Es un alivio para la población que queda en el país.» Pero yo me pregunto cómo puede afirmarse tal cosa, puesto que, al llevar a ese colono a Argel, se envía con él un capital dos o tres veces mayor que el que bastaba para que el ciudadano pudiese vivir en Francia.[10]

No me propongo más objeto que hacer comprender al lector el hecho de que, en todo gasto público, detrás del bien aparente hay un mal más difícil de discernir. Pretendo que se vea una cosa y la otra y que se tengan ambas en cuenta.

Cuando se propone un gasto público, es preciso examinarlo en sí mismo, haciendo abstracción del supuesto estímulo que ha de transmitir al trabajo, y dado que tal estímulo es una quimera. A este respecto, lo que hace el gasto público lo hubiera hecho igualmente el gasto privado, ya que en este caso el interés del trabajo no es lo que se discute.

No pretendo valorar en este escrito el mérito intrínseco de los gastos públicos asignados a Argelia. Pero no puedo dejar de hacer una observación general, y es que la presunción está siempre en contra de los gastos colectivos verificados por medio del impuesto. ¿Por qué? Vamos a verlo.

En primer lugar, porque, poco o mucho, siempre perjudican a la justicia. Puesto que el ciudadano se molestó en ganar su dinero con el fin de procurarse una satisfacción, resulta cuando menos enojoso que el fisco intervenga para privarle de dicha satisfacción y proporcionársela a otro. El fisco y quienes lo activan son los que deben justificarse con razones. Pero el Estado da una muy mala cuando dice: «Con ese dinero daré trabajo a unos cuantos obreros», puesto que el ciudadano (cuando se le caiga la venda de los ojos) sabrá contestar: «¡Toma! ¡Con ese dinero también yo los haría trabajar!»

Dejando de lado esta razón, aparecen las otras en toda su desnudez, y el debate entre el fisco y el pobre ciudadano queda muy simplificado. Si el Estado le dice: «Te cobro cinco francos para pagar al gendarme que vela por tu seguridad; para empedrar la calle que atraviesas todos los días; para retribuir al magistrado que hace respetar tu propiedad y tu libertad; para alimentar al soldado que vigila nuestras fronteras», o mucho me engaño, o el ciudadano pagará sin decir una palabra. Pero si el Estado le dice: «Te tomo cinco francos para darte uno de prima en el caso de que hayas cultivado bien tu campo; o para enseñar a tus hijos lo que tú no deseas que aprendan; o para que el señor ministro añada el plato número ciento uno en su recepción; o para levantar una cabaña en Argelia, sin perjuicio de quitarte otros cinco francos todos los años para subvencionar a un colono que la habite, y otros cinco para mantener a un soldado que guarde al colono, y otros cinco para pagar al general que mande al soldado, etc., etc.», ya me parece estar oyendo al pobre ciudadano gritar: «¡Este régimen legal es muy parecido al régimen de la selva de Bondy!» Y como el Estado prevé esta objeción, ¿qué hace? Lo embrolla todo y saca a relucir justamente la detestable razón que no debería tener influencia alguna en este asunto. Y habla del efecto que producen los cinco francos aplicados al trabajo. Y muestra al cocinero y al proveedor del ministro; muestra a un colono, a un soldado y a un general que viven de aquellos cinco francos; muestra, en fin, lo que se ve. Y mientras el ciudadano no aprenda a cotejarlo con lo que no se ve, será un ingenuo. Por eso insisto una vez y otra: para que aprenda.

Puesto que los gastos públicos desplazan el trabajo sin acrecentarlo, resulta contra ellos otra presunción grave. Desplazar el trabajo es también desplazar a los trabajadores, turbando las leyes naturales que presiden la distribución de la población por el territorio. Cuando se dejan al contribuyente cincuenta millones, como el contribuyente está en todas partes, ese dinero alimenta el trabajo de los cuarenta mil municipios de Francia; obra de acuerdo con los vínculos que nos retienen a todos en el país natal; se reparte entre los trabajadores y en todas las industrias imaginables. Si el Estado sustrae esos cincuenta millones y, en su totalidad, los gasta en un punto dado, atrae sobre ese punto una cantidad proporcional de trabajo desplazado, su correspondiente número de trabajadores desorientados y una población flotante, inclasificada, y aun me atrevo a decir, peligrosa en cuanto se agoten los fondos. Pero sucede (y aquí vuelvo a mi asunto) lo siguiente: esa actividad febril y, por decirlo así, concentrada en un estrecho espacio, salta a la vista de todos. Es lo que se ve. Y el pueblo aplaude, se maravilla de la belleza y de la facilidad del procedimiento y pide que se renueve y que se extienda. Lo que no se ve es que un cúmulo de trabajo, probablemente más adecuado, perece de inanición en el resto de Francia.

XI. AHORRO Y LUJO

No es sólo en materia de gastos públicos donde lo que se ve eclipsa lo que no se ve. Si se deja en la sombra la mitad de la economía política, se llega al establecimiento de una falsa moral, que conduce a las naciones a considerar como antagonistas tanto los intereses morales como los de orden material. Lo cual resulta de lo más triste y desconsolador. Veamos:

No hay padre de familia que no considere como un deber la inculcación a sus hijos del orden, el espíritu de conservación, la economía, la moderación en los gastos. Del mismo modo, no hay religión que no clame contra el fasto y el lujo. Ahora bien, por otro lado, son muy populares sentencias como las siguientes:

«Acumular riquezas es secar las venas del pueblo.»

«El lujo de los grandes hace el bienestar de los pequeños.»

«Los pródigos se arruinan pero enriquecen al Estado.»

«Lo superfluo del rico es el pan del pobre.»

He aquí una contradicción flagrante entre la idea moral y la social, aunque muchos hombres eminentes la han constatado a lo largo del tiempo. Y creo que no puede haber nada más terrible que observar en la humanidad dos tendencias contrapuestas. ¿Será posible que la humanidad caiga en la degradación desde un extremo y desde su contrario? Si economiza, se hunde en la miseria. Y si es pródiga, cae en el aniquilamiento moral.

Pero, afortunadamente, las máximas vulgares se equivocan en su concepción del ahorro y del lujo, pues sólo consideran las consecuencias inmediatas que se ven, ignorando los efectos ulteriores que no se ven. Procuremos rectificar esta incompleta visión.

Mondor y su hermano Aristo, que compartieron la herencia de su padre, poseen cincuenta mil francos de renta cada uno. Mondor practica la filantropía con diligencia. Como un verdadero verdugo del dinero, cambia su mobiliario varias veces al año, renueva su indumentaria todos los meses y da que hablar por su probada inventiva ante el empeño de acabar cuanto antes con lo que posee. En suma, eclipsaría con su disipada vida incluso a Balzac y a Alejandro Dumas. Pero sería cosa de oír la cantidad de alabanzas de los que lo rodean. Su nombre va de boca en boca tal que el de un bienhechor de los trabajadores, como si fuera la providencia del pueblo. Bien es cierto que se entrega a las orgías, que su coche salpica de lodo a los transeúntes, que su dignidad y la dignidad humana salen malparadas, pero si Mondor no vale por sí mismo, lo vale su riqueza. Al fin y al cabo, hace circular su dinero y los proveedores que acuden a su casa se retiran siempre satisfechos. ¿No dicen que, si el dinero es redondo, es para que ruede?

Aristo ha adoptado un plan de vida muy diferente. Si bien no es egoísta, es, cuando menos, individualista, ya que mide sus gastos, no busca más que placeres moderados y razonables, piensa en el porvenir de sus hijos y, en fin, soltemos ya la palabra: economiza.

También es cosa de oír lo que de él dice la gente. Que para qué sirve ese mal rico, ese avaro. Que hay algo de imponente, de grave, en la sencillez de su vida. Que si es humano, bienhechor, generoso, también calcula. Desde luego, él no es de los que dilapidan sus rentas, ni su casa resplandece en una vorágine. ¿Qué tienen que agradecerle los tapiceros, los cocheros, los chalanes y los confiteros?

Estos juicios, funestos para la moral, se fundamentan en que hay una cosa que salta a la vista, que es el gasto del pródigo, y otra que permanece oculta: el gasto igual, y aun superior, del que economiza.

Pero las cosas están tan admirablemente combinadas por el divino inventor del orden social que, en esto como en todo, la economía política y la moral, lejos de hallarse en contradicción, están de acuerdo. De forma que la prudencia de Aristo no sólo es más digna, sino más provechosa que la locura de Mondor.

Y cuando digo más provechosa no quiero decir que lo sea solamente para Aristo y para la sociedad en general, sino también para los obreros y para la industria.

Para demostrarlo, basta ofrecer a la mente esas consecuencias ocultas de las acciones humanas que los ojos corporales no ven.

Sí, la prodigalidad de Mondor tiene efectos visibles para todas las miradas. Todo el mundo puede ver sus berlinas, sus landós, las delicadas pinturas de sus techos, sus ricos tapices, el brillo que envuelve su mansión. Todo el mundo sabe que sus caballos purasangre corren en el hipódromo. Las recepciones que organiza en su palacio de París convocan a multitudes en los alrededores y se oye comentar: «Este es un hombre valiente, que, lejos de guardar sus rentas, seguramente está haciendo mermar su capital.» Esto es lo que se ve.

No es tan fácil de ver, desde el punto de vista del interés de los trabajadores, lo que sucede con las rentas de Aristo. Seguiremos su pista y llegaremos al convencimiento de que todo su dinero, hasta el último óbolo, genera tanto trabajo como el dinero de Mondor. Sólo hay una diferencia: el disparatado gasto de Mondor está abocado a decrecer sin cesar hasta llegar a su final. Por el contrario, el prudente gasto de Aristo irá cada día en aumento. Y si esto sucede así, el interés público estará de acuerdo con la moral.

Aristo gasta, para él y para su casa, veinte mil francos al año. Si esto no bastase para su felicidad, no merecería el apelativo de prudente. Aristo siente los males que pesan sobre las clases pobres. Cree, en conciencia, que debe contribuir a su alivio, y emplea diez mil francos en actos de beneficencia. Entre los negociantes, los fabricantes y los agricultores, tiene amigos que pasan por apuros económicos momentáneos. Se informa de su situación a fin de socorrerlos con prudencia y eficacia, a cuyo objeto destina otros diez mil francos. Por último, no echa en el olvido que tiene que dotar a sus hijas y asegurar el porvenir de sus hijos y, en consecuencia, se impone la obligación de ahorrar y colocar todos los años diez mil francos.

Veamos, pues, el empleo que hace de sus rentas:

1.º Gastos personales................... 20.000 francos

2.º Beneficencia ....................... 10.000 francos

3.º Servicios de amistad .............. 10.000 francos

4.º Ahorros ............................ 10.000 francos

Examinemos cada uno de estos capítulos y se verá que no queda un solo óbolo que no contribuya al trabajo nacional.

1.º Gasto personal. Este gasto, dado que se refiere a operarios y proveedores, tiene unos efectos absolutamente idénticos a un gasto similar hecho por Mondor. Esto se evidencia por sí mismo y no es preciso dedicarle más atención.

2.º Beneficencia. Los diez mil francos empleados en este apartado pasan también a alimentar la industria. Llegan al panadero, al carnicero, a los comerciantes de ropa y de muebles. El pan, la carne y los vestidos no sirven directamente a Aristo, pero sí a quienes lo sustituyen. Y esta simple sustitución de un consumidor por otro no afecta en nada a la industria en general. Que Aristo gaste cinco francos o que ruegue a un desventurado que los gaste en su lugar, el resultado es el mismo.

3.º Servicios de amistad. El amigo a quien Aristo presta o da diez mil francos, no los recibe para esconderlos. Lo contrario resultaría inverosímil, ya que serán empleados en el pago de mercancías o deudas. En el primer caso, fomenta la industria. ¿Habrá quien se atreva a decir que ésta sale más beneficiada de la compra de un caballo purasangre que de la de diez mil francos de telas? Si la cantidad se emplea en pagar una deuda, el resultado será que aparezca un tercer personaje, el acreedor, que cobrará los diez mil francos y que indudablemente los empleará en algo relativo a su comercio, su industria o su oficio. Es un intermediario más entre Aristo y los operarios. Los nombres propios cambian, pero el gasto es el mismo y el fomento de la industria también.

4.º Ahorro. Quedan los diez mil francos ahorrados. Y es aquí donde, bajo el punto de vista del fomento de las artes, de la industria, del trabajo y de los operarios, Mondor parece muy superior a Aristo por más que, en relación con la moral, Aristo parezca algo superior a Mondor.

Nunca veo sin cierto disgusto físico, que llega hasta el sufrimiento, la aparición de semejantes contradicciones entre las leyes esenciales de la naturaleza. Si la humanidad se viera abocada a elegir entre dos opciones, de forma que una lastimara sus intereses y la otra su conciencia, sólo nos quedaría la desesperación como horizonte de porvenir. Afortunadamente, no es así. Y para ver a Aristo recuperar la preeminencia económica, tal como ostenta la superioridad moral, bastará con entender un consolador axioma que, no por parecer paradójico, deja de ser verdadero: ahorrar es gastar.

¿Cuál es el objetivo que se propone Aristo al economizar diez mil francos? Desde luego, no el de enterrarlos en un escondrijo de su jardín. Lo que se propone es aumentar su capital y su renta. Por lo tanto, el dinero que no emplea en costear satisfacciones de índole personal, lo destina a la adquisición de tierras, casas, rentas del Estado, acciones industriales. O bien lo deposita en la oficina de un negociante o de un banquero. Sigamos el rastro de su dinero en todas las hipótesis y podremos comprobar que, de la mano de vendedores o de prestamistas, termina alimentando el trabajo igual que si, imitando a su hermano, lo hubiese invertido en muebles, joyas y caballos.

Porque, cuando Aristo compra tierras o rentas por el valor de diez mil francos, lo hace determinado por la consideración de que no necesita gastar aquella suma, hecho que podría ser objeto de reproches. Pero también quien le vende las tierras o las rentas lo hace llevado por la consideración de que necesita aquellos diez mil francos para gastarlos en una cosa o en otra. De forma que, en última instancia, el gasto se verifica, bien lo realice Aristo o alguien en su lugar.

Desde el punto de vista de la clase obrera, es decir, del fomento del trabajo, no hay más que una diferencia entre la conducta de Aristo y la de Mondor: el gasto de Mondor, como lo realiza él y se verifica cerca de él, se ve. El de Aristo se lleva a efecto por medio de intermediarios y lejos de él, y, por lo tanto, no se ve. Pero de hecho, y para los que saben atribuir los efectos a sus verdaderas causas, el gasto que no se ve resulta tan positivo como el que se ve. La prueba está en que en ambos casos el dinero circula y no permanece en la caja de caudales del derrochador ni tampoco en la del inversor prudente.

Es, por consiguiente, falso decir que el ahorro causa un perjuicio cierto a la industria. En este concepto, es tan beneficioso como el lujo, y podrá comprobarse cómo supera a este si el análisis, en lugar de ceñirse a un momento concreto, abarca un largo periodo.

Han transcurrido diez años. ¿Adónde han ido a parar Mondor, su fortuna y su gran popularidad? Todo se ha desvanecido, Mondor está arruinado. En vez de derramar sesenta mil francos cada año por el cuerpo social, ahora tal vez resulta una carga. En cualquier caso, ya no es el encanto de sus proveedores, ni se cuenta entre los que promueven las artes y la industria, ni sirve de nada a los obreros. Como su familia, a la que deja en la miseria.

Al mismo tiempo, Aristo, además de continuar poniendo en circulación sus rentas, las acrecienta cada año. Con ello acrecienta el capital nacional o, lo que es lo mismo, el fondo que alimenta los salarios, y, como la demanda de trabajadores depende de la cuantía de aquel fondo, las rentas contribuyen a acrecentar progresivamente la remuneración de la clase obrera. Y cuando desaparezca, Aristo dejará a sus hijos en condiciones de reemplazarlo en esa tarea de progreso y civilización.

Desde un punto de vista moral, la superioridad del ahorro sobre el dispendio es incontestable. Consuela pensar que quien no se detenga a valorar la cuestión en sus efectos inmediatos y sepa llevar sus consideraciones hasta los efectos definitivos, llegará a la misma conclusión desde un punto de vista económico.

XII. DERECHO AL TRABAJO, DERECHO AL BENEFICIO

«Hermanos, escotad para proporcionarme trabajo al precio que estiméis.» Este es el derecho al trabajo, el socialismo elemental o de primer grado.

«Hermanos, escotad para proporcionarme trabajo, cuyo precio estimaré yo.» Este es el derecho al beneficio, el socialismo refinado o de segundo grado.

Uno y otro viven de los efectos que se ven. Pero morirán por efecto de lo que no se ve.

Lo que se ve radica en el trabajo y en el beneficio proporcionados por la cotización social. Lo que no se ve se halla a su vez en el trabajo y en el beneficio que produciría el mismo escote si se dejara en manos de los contribuyentes.

En 1848, el derecho al trabajo se manifestó durante un instante con dos caras. Esto bastó para arruinarlo ante la opinión pública.

Una de estas caras se llamaba taller nacional.

La otra, cuarenta y cinco céntimos.

Todos los días, pasaban millones de francos de la calle de Rivoli a los talleres nacionales. Este era el lado bonito de la medalla.

Pero véase su reverso: para que salgan de una caja los millones, es preciso que hayan entrado en ella. Por eso los creadores del derecho al trabajo se dirigieron a los contribuyentes.

Y los aldeanos veían que, al tener que pagar 45 céntimos, tenían que privarse de hacerse un traje, de abonar el campo y de reparar la casa.

Y los operarios del campo veían que, como el amo se privaba de hacerse un traje, había menos trabajo para el sastre; y como no abonaba sus campos, había menos trabajo para el labrador; y como no mandaba reparar su casa, había menos trabajo para el albañil y para el carpintero.

Y entonces quedó probado que no se sacan de un saco dos moliendas, y que el trabajo pagado por el gobierno se ejecuta a expensas del trabajo pagado por el contribuyente. Esta fue la muerte del derecho al trabajo, que había nacido como una quimera y como una injusticia.

Y, sin embargo, el derecho al beneficio, que no es más que la exageración del derecho al trabajo, continúa viviendo y goza de la más perfecta salud.

¿No hay algo de vergonzoso en el papel que el proteccionista hace representar a la sociedad? Él dice: «Es menester que me des trabajo, y lo que es más, un trabajo lucrativo. Yo he elegido tontamente una industria que me ocasiona una pérdida del diez por ciento. Si impones una contribución de veinte francos a mis conciudadanos y me la entregas, mi pérdida se convertirá en beneficio. Pues el beneficio es un derecho y me lo debes.»

La sociedad que presta oídos a este sofisma, que se carga de impuestos para satisfacerlo, que no se da cuenta de que la pérdida que sufre una industria no deja de serlo por más que obligue a las demás industrias a resarcirla, esa sociedad merece la carga que se le impone.

De modo que (ya lo hemos visto en los varios ejemplos que he citado) no conocer la economía política es dejarse deslumbrar por el efecto inmediato de un fenómeno, y conocerla es abarcar con el pensamiento el conjunto de los efectos.[11]

Aquí podría yo someter a la misma prueba otras muchas cuestiones. Pero retrocedo ante la monotonía de una demostración siempre uniforme y concluyo aplicando a la economía política lo que Chateaubriand dijo de la Historia:

Hay dos consecuencias en la historia: la una inmediata, que se deja conocer al instante, y la otra remota, que no se distingue al principio. Estas consecuencias están en contradicción muchas veces. Emanan las unas de nuestro limitado conocimiento y las otras de la sabiduría eterna. El hecho providencial aparece después del hecho humano. Detrás de los hombres, se eleva Dios. Negad cuanto queráis el supremo consejo, no consintáis su acción, discutid sobre las palabras, llamad fuerza de las cosas o razón a lo que el vulgo llama Providencia, pero reflexionad sobre el término de un hecho consumado y veréis que siempre produce lo contrario de lo que se esperaba, cuando no se ha establecido desde el principio sobre la moral y sobre la justicia.

(CHATEAUBRIAND, Memorias de ultratumba)

3

Sofismas económicos

I. INTRODUCCIÓN

En economía política, hay mucho que aprender y poco que hacer.

(BENTHAM)

En este libro intento impugnar algunos de los argumentos que se oponen a la liberación del comercio.

No se trata de una batalla que yo haya entablado contra los proteccionistas. Es más bien la idea de dotar de principios a las personas sinceras que titubean, precisamente porque albergan dudas.

Yo no soy de los que dicen que el proteccionismo encubre intereses. A mí me parece que se ampara en mentiras o, si se quiere, en medias verdades. Demasiada gente tiene miedo a la libertad como para que pensemos que este temor no es sincero.

Pongo el listón muy alto, pero confieso que mi objetivo es que este folleto se convierta en el manual de los hombres convocados a elegir entre dos principios. Cuando no se está muy acostumbrado a la filosofía de la libertad, los sofismas del proteccionismo, en sus múltiples formas, se reproducen una y otra vez en la mente. Para liberar ésta, hace falta un largo proceso de análisis que no todo el mundo tiene tiempo de realizar y, menos aún, los legisladores. Así que intentaré hacerlo yo.

Se me objetará que los beneficios de la libertad deben de estar muy escondidos si sólo resultan evidentes para los profesionales de la economía. Y yo estoy de acuerdo. Nuestros adversarios en la polémica poseen una clara ventaja: ellos pueden expresar en pocas palabras una verdad a medias, pero nosotros, para desmontar esa media verdad, nos vemos obligados a elaborar largas y áridas disertaciones.

Así son las cosas: el proteccionismo beneficia de un modo muy concreto; pero el mal que causa se diluye en una masa sin contornos. Lo primero es sensible para los ojos; lo segundo sólo puede ser percibido por la mente. Justo lo contrario ocurre con la libertad.

Y así sucede con casi todas las cuestiones económicas. Si dices: «esta máquina ha enviado al paro a treinta obreros», o bien: «este millonario fomenta todas las industrias», o más aún: «la conquista de Argelia ha elevado al doble el comercio de Marsella», o finalmente: «el presupuesto asegura la vida de cien mil familias», todo el mundo lo entenderá, puesto que los mensajes son claros, simples y portadores de una verdad. La gente sacará estas conclusiones:

Las máquinas son un mal; el lujo, las conquistas y las cargas impositivas son un bien; y tu teoría tendrá tanto más éxito cuanto que se apoya en hechos irrebatibles.

Sin embargo, nosotros no podemos apoyarnos en una causa con su efecto correspondiente, pues somos conscientes de que dicho efecto, cuando se produce, puede convertirse en causa. Para juzgar una decisión determinada, se hace necesario analizarla a lo largo de una serie sucesiva de resultados, hasta llegar a conocer su efecto definitivo. Y, olvidándonos de las palabras grandilocuentes, debemos limitarnos a razonar.

Pero inmediatamente se produce un clamor que nos tacha de teóricos, de metafísicos, de ideólogos, de utopistas, de seres gobernados por principios, y entonces las cautelas de la gente se vuelven contra nosotros.

Llegados a este punto, ¿qué hacer? Invoquemos la paciencia y la buena fe del lector y pongamos en nuestros razonamientos, si somos capaces, una claridad tan obvia como para que lo verdadero y lo falso se muestren con toda crudeza y la victoria, de una vez por todas, se decante por la restricción o por la libertad.

Debo hacer ahora una observación esencial.

Algunos extractos de este libro se publicaron en el Journal des Economistes.

En una crítica (por cierto, bastante benévola) realizada por el vizconde de Romanet (ver Le Moniteur Industriel de los días 15 y 18 de mayo de 1845) éste me atribuye la idea de la supresión de las aduanas. Pero el señor de Romanet se engaña, pues lo que yo propongo es la supresión del régimen protector. Nosotros no rechazamos los impuestos del gobierno, pero desearíamos, si ello fuera posible, evitar que los gobernados se carguen con impuestos recíprocos. Napoleón dijo: «La aduana no debe ser un instrumento fiscal, sino un medio para proteger la industria.» Bien al contrario, nosotros decimos que la aduana, para los trabajadores, no debe ser un instrumento de rapiña recíproca cuando podría obrar como una aceptable vía de fiscalidad. Nosotros o, mejor (para no involucrar a nadie más en esta lucha) yo me hallo tan lejos de pensar en la supresión de las aduanas, que las considero la clave de la salud de nuestras finanzas, y una opción óptima para que el Tesoro se procure inmensos caudales; y, si se me pregunta la opinión, dada la lentitud con que se difunden las doctrinas económicas sanas y la celeridad con que se acrecienta el presupuesto público, en lo que se refiere a la reforma comercial, pongo más esperanzas en las estrecheces que haya de soportar el Tesoro que en el vigor de las opiniones sensatas.

—Pero —se me dirá—, en resumidas cuentas, ¿qué concluye usted? Y yo no necesito concluir nada. Yo lucho contra los sofismas. Nada más.

—Pero —me replicarán aún— no basta con destruir; hay que construir. Pues creo que destruir un error es edificar la verdad correspondiente.

Tras esto, no me importa declarar mis intenciones. Me gustaría que la opinión pública hiciera sancionar una ley de aduanas concebida más o menos en estos términos:

Los objetos de primera necesidad pagarán un derecho ad valorem de un 5 por ciento; los objetos de conveniencia, un 10 por ciento; y los objetos de lujo, un 15 ó un 20 por ciento.

De momento, estas distinciones se realizan en ámbitos enteramente ajenos a la economía política propiamente dicha, y yo no creo que sean tan útiles y tan justas como se supone comúnmente. Pero esto ya no es de mi incumbencia.

II. IGUALAR LAS CONDICIONES DE PRODUCCIÓN

Dicen que... pero, para que no se me acuse de poner sofismas en boca de los proteccionistas, cedo la palabra a dos de sus más vigorosos atletas.

Es sabido que, en nuestra sociedad, la protección debería ser, simplemente, la representación de la diferencia que hay entre el precio de coste de un artículo que producimos nosotros y el mismo precio de un artículo similar producido por nuestros vecinos... Un derecho protector establecido en estos términos asegura la libre competencia, la cual sólo se verifica si hay igualdad de condiciones y de obligaciones. En las carreras de caballos, se valora el peso que supone cada uno de los jinetes con el fin de igualar las condiciones de la carrera. Sin este trámite, los competidores no podrían participar. En el caso del comercio, si un vendedor puede ofrecer un precio más barato, ese vendedor deja de ser competidor y se convierte en monopolizador. Suprímase la protección que representa la diferencia en el precio de coste: lo extranjero invadirá el mercado y el monopolio será un hecho.[12]

«Cada cual debe desear para él, como para los demás, que la producción del país esté protegida de la competencia extranjera, pues ésta podría ofertar los productos aun precio más bajo[13]

Este argumento se repite una y otra vez en los escritos de la escuela proteccionista. Me propongo analizarlo cuidadosamente, así que reclamo atención y la paciencia del lector. Me ocuparé en primer lugar de las desigualdades inherentes a la naturaleza, y luego de las que se derivan de los distintos tipos de tasas.

Vemos aquí, como otras veces, cómo los teóricos de la protección adoptan el punto de vista del productor, en tanto que nosotros nos preocuparemos de los desventurados consumidores, de los cuales aquéllos nunca quieren saber nada. Los proteccionistas comparan el ámbito de la industria con el hipódromo. Pero, en el hipódromo, la carrera es medio y fin a la vez, y el público no se interesa más que por la carrera en sí misma. Cuando se hace galopar a los caballos con el único fin de descubrir al más veloz, comprendo que se les iguale la carga. Pero si el fin que se persigue fuera llevar una noticia importante y urgente, ¿no sería una incoherencia crear obstáculos a quien ofreciese la mayor rapidez? Pues eso se hace con la industria, olvidándose su cometido esencial, que es el bienestar, el cual se sacrifica en aras de una verdadera petición de principios.

Ya que no es posible atraer a nuestros adversarios hacia nuestro punto de vista, situémonos nosotros en el suyo y examinemos la cuestión en la perspectiva de la producción.

Voy a tratar de establecer:

1.° Que nivelar las condiciones del trabajo atenta contra el principio del intercambio.

2.° Que no es verdad que la competencia de las regiones más prósperas perjudique el trabajo de un país.

3.° Que las medidas protectoras no igualan las condiciones de producción.

4.° Que la libertad nivela esas condiciones.

5.° Finalmente, que los países menos restrictivos ganan en los intercambios.

I. Nivelar las condiciones del trabajo no significa sólo perjudicar algunos intercambios, sino atacar el principio del trueque, que se basa precisamente en esa diversidad o, si se prefiere, en esas desigualdades de climas, de fertilidad, de aptitudes, que se pretendería contrarrestar. Si Guyena envía vino a Bretaña y Bretaña trigo a Guyena, es porque estas provincias poseen distintas condiciones de producción. ¿Hay otra ley para los intercambios internacionales? En la medida que sea, volver contra éstos aquello que los promueve y los explica, es decir, las condiciones desiguales, implica atacarlos en su razón de ser. Si dependiera de los proteccionistas, los hombres se verían reducidos, como el caracol, al aislamiento absoluto. No hay, por lo demás, uno solo de sus sofismas que, sometido a la prueba de las deducciones rigurosas, no se compruebe que conduce a la destrucción y a la nada.

II. No es verdad en realidad que la desigualdad de las condiciones de dos industrias similares determine necesariamente la decadencia de la industria peor dotada. En el hipódromo, si uno de los competidores gana el premio, los demás lo pierden; pero si se emplean dos caballos en la producción de bienes, cada uno producirá según su capacidad, y el hecho de que el más fuerte ofrezca una mayor prestación de servicios no implica que el más débil no aporte nada. El trigo candeal se cultiva en todos los departamentos de Francia, aunque entre ellos existan enormes diferencias en cuanto a la fertilidad; y si por casualidad no se da ese tipo de cultivo en algún departamento, será sencillamente porque a éste no le conviene. Igualmente la analogía nos indicará que, en un régimen de libertad, más allá de similares diferencias, se cultiva trigo candeal en todas las naciones de Europa y, si alguna no lo hace, será porque, en su propio interés, sabrá dar un uso más adecuado a sus tierras, a sus capitales y a su fuerza de trabajo. ¿Y qué razón hay para que, probada la fertilidad de la tierra, ello no disuada a un agricultor de cultivar en el territorio del departamento menos favorable? Sencillamente, que los fenómenos económicos son flexibles y elásticos y que poseen, por así decirlo, recursos de nivelación que, al parecer, pasan enteramente inadvertidos para la escuela proteccionista. Ésta nos acusa de ser sistemáticos, pero es ella la que lo es en grado sumo si el espíritu de sistema consiste en combinar razonamientos sobre un hecho y no sobre un conjunto de hechos. En el ejemplo anterior es la diferencia en el valor de la tierra lo que compensa la diferente fertilidad. Tu terreno produce tres veces más que el mío, pero como te ha costado diez veces más, yo puedo competir contigo: ese es el secreto. Y adviértase que la superioridad en ciertos aspectos conlleva la inferioridad en otros: tu terreno es más fecundo, pero es más caro. De forma que el equilibrio se establece, o tiende a establecerse, no accidentalmente, sino necesariamente. ¿Y puede negarse que sea la libertad lo que mejor favorece esta tendencia?

He hablado de una rama de la agricultura, pero podría hacerlo de una rama de la industria: hay sastres en Quimper, pero eso no quita que los haya en París, aunque deban pagar por su alquiler, sus muebles, sus operarios o su alimentación un precio considerablemente mayor, pues también disponen de una clientela muy diferente y ello es suficiente, no sólo para nivelar la balanza, sino incluso para inclinarla del lado de París.

Cuando se habla entonces de igualar las condiciones del trabajo, haría falta comprobar, al menos, si la libertad no hace ya lo que se pretende reglamentar.

Esta nivelación natural de los fenómenos económicos es tan importante en el asunto que nos ocupa y, al tiempo, tendemos tanto a admirar la sabiduría providencial que preside el gobierno igualitario de la sociedad, que ruego se me permita detenerme un instante.

Los señores proteccionistas argumentan: Tal pueblo tiene sobre nosotros la ventaja del precio más barato del carbón, del hierro, de las máquinas, de los capitales, luego no podemos competir con él.

Esta afirmación habrá de ser examinada desde otras perspectivas, pero ahora quiero volver sobre otra cuestión, como es averiguar si, cuando la superioridad y la inferioridad hacen acto de presencia, ambas llevan consigo el elemento adecuado para alcanzar un justo equilibrio: aquélla, la superioridad, una fuerza descendente; ésta, la inferioridad, una fuerza ascendente.

Tenemos dos países: A y B.

A posee sobre B toda suerte de ventajas. Según los proteccionistas, el trabajo se concentraría en A, mientras B se sume en la más completa inanición. Por otro lado, A vende mucho más de lo que compra y B compra mucho más de lo que vende. Podría responder inmediatamente, pero voy a situarme en el terreno de aquéllos.

Según la hipótesis que contemplamos, el trabajo en A goza de una gran demanda, con lo cual pronto se encarecerá; el hierro, el carbón, la tierra, los alimentos, los capitales, son también muy solicitados en A, de modo que, a su vez, pronto se encarecerán.

Al mismo tiempo, trabajo, hierro, carbón, tierras, alimentos, capitales, todo ello está muy descuidado en B, así que en poco tiempo se abarata.

Eso no es todo. Como A vende constantemente y B compra sin cesar, el dinero se traslada de B a A, hasta abundar aquí y escasear en B.

Pero que el dinero abunde trae consigo que haga falta mucho para comprar cualquier cosa. Así, pues, en A, a la carestía real proveniente de una demanda muy activa, se añade una carestía nominal derivada de la elevada proporción de metales preciosos.

Que el dinero escasee trae consigo que haga falta poco para cada compra. Así, pues, en B, un precio barato nominal acaba combinándose con un precio barato real.

En tales circunstancias, la industria acabará teniendo muchas clases de razones o, mejor, razones elevadas a la cuarta potencia, para marcharse de A e ir a establecerse en B. Mejor aún. En honor a la verdad, debemos decir que la industria, cuya naturaleza rechaza los cambios abruptos, no hubiera aguardado la ocasión propicia, sino que más bien, en un contexto de libertad, desde un primer momento se habría repartido y distribuido entre A y B según la ley de la oferta y de la demanda, es decir, según las leyes de la justicia y de la utilidad. Y cuando afirmo que, si se diera el caso de que la industria llegara a concentrarse en un punto dado, por esta misma razón surgiría en su propio seno una fuerza irresistible de descentralización, no formulo una hipótesis vana.

Escuchemos el discurso dirigido por un fabricante (suprimiré las cifras en que éste apoyó su argumentación) a la cámara de comercio de Manchester:

«En otro tiempo exportábamos tejidos; después esta actividad dejó paso a la exportación de hilos, que son la materia prima de los tejidos; más tarde exportamos máquinas, que son los instrumentos de producción del hilo; más tarde aún, capitales, con los cuales financiamos la fabricación de nuestra máquinas; y, finalmente, exportamos nuestro talento industrial y nuestros obreros, que constituyen la fuente de nuestros capitales. Todos estos elementos de trabajo, uno tras otro, han significado una búsqueda de ventajas allí donde la vida es más barata y fácil, de manera que hoy pueden verse en Prusia, en Austria, en Sajonia, en Suiza o en Italia inmensas fábricas construidas con capitales ingleses, trabajadas por obreros ingleses y dirigidas por ingenieros ingleses.»

Obsérvese que la naturaleza, o mejor aún, la providencia más inteligente, más sabia, más previsora de lo que la estrecha y rígida teoría proteccionista supone, rechaza la concentración de trabajo y el monopolio de lo preferente que dicha teoría considera como un hecho absoluto e irremediable; y establece, por medios tan simples como infalibles, la dispersión, la irradiación, la solidaridad, el progreso simultáneo; cosas todas que las leyes restrictivas paralizan en cuanto que éstas aíslan a los pueblos (cuya natural diversidad trastrocan en obstinada y estéril separación) impidiendo toda nivelación o fusión, neutralizando los contrapesos y atacando (a esos mismos pueblos) a su feliz superioridad o a su desgraciada inferioridad.

III. En tercer lugar, afirmar que el derecho protector iguala las condiciones de producción es mentir para difundir un error. Ningún derecho iguala las condiciones de producción, las cuales, una vez consumada la actuación de aquél, se quedan como estaban. Porque lo que el derecho iguala, a lo sumo, son las condiciones de venta. Tal vez se me acuse de hacer juegos de palabras; en ese caso devuelvo la acusación a mis adversarios, pues son ellos quienes tienen que probar que producción y venta son lo mismo, o podré reprocharles, si no que juegan con las palabras, cuando menos que las confunden.

Permítaseme explicarme a través de un ejemplo. Supongamos que unos comerciantes parisinos se dedican a la producción de naranjas. A los comerciantes les consta que las naranjas de Portugal se venden en París a 10 céntimos, mientras que ellos, a causa de los gastos, de los invernaderos que precisarán, pues el frío amenazará continuamente su cosecha, deberán vender al menos a 1 franco. Entonces reclaman que las naranjas portuguesas sean castigadas con un impuesto de 90 céntimos. Según ellos, con esta medida se igualan las condiciones de producción. Como siempre, la cámara de comercio da por buena la reclamación y publica en la tarifa una carga de 90 céntimos para la naranja extranjera.

Pues bien, afirmo que, con ello, las condiciones de producción no han variado en modo alguno. La medida legislativa no altera el calor de Lisboa ni tampoco la frecuencia o la intensidad de las heladas de París. Pero la fruta se habrá obtenido naturalmente a las orillas del Tajo y artificialmente a las orillas del Sena, lo cual quiere decir que costará mucho más trabajo en el segundo caso. Como se igualan las condiciones de venta, los portugueses tendrán que vender sus naranjas a 1 franco, 90 céntimos del cual se destinarán a hacer frente a la tasa que, evidentemente, terminará siendo pagada por el consumidor francés. Nótese qué final tan absurdo: el país no perderá nada por cada naranja portuguesa adquirida, pues los 90 céntimos que el consumidor paga de más irán a parar al Tesoro, con lo cual habrá un desplazamiento de capital, pero ninguna pérdida. Sin embargo, por cada naranja francesa consumida, se producen 90 céntimos de pérdida o poco menos, pues ese dinero sale del bolsillo del comprador; y en cuanto al vendedor, sabemos que esa cantidad de dinero no se la queda él, pues, como hemos visto, está vendiendo a precio de coste.

Que los proteccionistas saquen las conclusiones.

IV. Si he insistido en la distinción entre las condiciones de producción y las de venta, distinción que, sin duda, les parecerá paradójica a los señores proteccionistas, es porque ello me permite que dichos señores se enfrenten con otra paradoja aún más extraña, y es la siguiente: ¿Queremos ver realmente igualadas las condiciones de producción? Permítaseme la libertad de comercio.

Ocuparnos ahora de esto —se me objetará— sería demasiado, y todo un desafío para la inteligencia. Pero suplico a los señores proteccionistas que, aunque sólo sea por curiosidad, lleguen hasta el final de mi argumentación. No será muy extensa. Y ahora, prosigo con mi ejemplo. Si se me permite suponer, por un momento, que los ingresos medios y diarios de un francés son de 1 franco, se admitirá que, para producir directamente una naranja en Francia, haría falta una jornada de trabajo o su equivalente; mientras que para producir lo que cuesta una naranja portuguesa, bastaría con la décima parte de dicha jornada; y esto se explica porque el sol realiza en Lisboa lo que tiene que hacerse en París a base de trabajo. Ahora bien, resulta evidente que, si es posible producir una naranja o, lo que viene a ser lo mismo, adquirirla, a cambio de una décima parte de una jornada de trabajo, nos hallaríamos, en lo que respecta a dicha producción, exactamente en las mismas condiciones que un productor portugués, excepción hecha de lo que atañe al transporte, que deberá correr a nuestro cargo. De todo lo cual se deduce que, directa o indirectamente, la libertad iguala las condiciones de producción hasta donde éstas pueden igualarse, dado que siempre subsistirá alguna diferencia inevitable, como la que se deriva del transporte.

Y añado que la libertad iguala también las condiciones de usufructo, de satisfacción o de consumo, de todo lo cual nunca se habla, siendo algo esencial, puesto que, en definitiva, el consumo es el objetivo final de todos nuestros esfuerzos industriales. Gracias a la libertad de comercio, podríamos disfrutar del sol portugués igual que los portugueses; o los habitantes de El Havre tendrían a su alcance, como los de Londres, y en las mismas condiciones, las riquezas minerales que la naturaleza ha ubicado en Newcastle.

V. Señores proteccionistas, mi humor persiste en mostrarse paradójico. Pues bien, aún puedo llegar más lejos y afirmo, seguro de lo que digo, que de dos países en desigualdad en cuanto a las condiciones de producción, «el que, por su propia naturaleza, se encuentre en condiciones más desfavorables, tendrá más que ganar con la libertad de comercio». Para probarlo, deberé apartarme un tanto del tono general de mi escrito, cosa que haré, en primer lugar, porque el asunto lo merece, y después, porque así tendré la oportunidad de exponer una ley económica de vital importancia. Esta ley, bien asimilada, tal vez contribuya a atraer a la ciencia tantas sectas que, en la actualidad, buscan en el país de las quimeras la armonía social que no han podido encontrar en la naturaleza. Adelanto la intención de ocuparme de la ley del consumo, pues a casi todos los economistas se les podría reprochar el hecho de tenerla demasiado olvidada.

El consumo es el fin, la causa final de los fenómenos económicos y, por lo tanto, la clave para comprenderlos.

Nada, favorable o desfavorable, es capaz de detener de una forma definitiva al productor. Las ventajas que la naturaleza y la sociedad puedan prodigarle, o los obstáculos que ambas fuerzas puedan poner en su camino, resbalan, por así decirlo, sobre él, tienden insensiblemente a absorberse y a fundirse en la comunidad, considerada ésta desde el punto de vista del consumo. Nos hallamos ante una regla admirable tanto en su causa como en sus efectos, y en torno a ella, a modo de ilustración, bien se podría decir algo así: «No he pasado por el mundo sin pagar mi tributo a la sociedad.»

Toda circunstancia que favorezca el proceso de producción redunda en optimismo por parte del productor, pues el efecto inmediato de aquélla será que dicho productor pueda prestar más servicios a la comunidad y, por lo tanto, reclamar una mayor remuneración. Toda circunstancia que dificulte el proceso de producción causa contrariedad en el productor, pues el efecto inmediato de esa circunstancia será limitar los servicios que pueda prestar el productor y, en consecuencia, también su remuneración.

Hacía falta que el destino del productor lo marcas en los bienes y los males inmediatos que se derivan de unas circunstancias positivas o negativas, para que los productores pusieran todo su empeño en procurarse aquéllas y en evitar éstas.

Del mismo modo, si un trabajador consigue perfeccionar su industria, recoge un beneficio inmediato, por lo cual aquél se siente estimulado para trabajar con inteligencia; es algo razonable, como lo es que todo esfuerzo coronado por el éxito conlleve una recompensa

Pero yo pienso que los efectos buenos o malos, aunque en sí mismos son inmutables, no lo resultan para el productor. De otra forma, una desigualdad progresiva y, como tal, infinita, se instalaría entre los hombres. Pero es que tales bienes y males, en un momento dado, se diluyen entre la humanidad en general.

¿Cómo llega a ocurrir tal cosa? Me explicaré con algunos ejemplos. Situémonos en el siglo XIII. Los copistas cobran, por su labor, «una remuneración estipulada, en la tabla general de beneficios». Entre los copistas, hay uno que busca y encuentra el medio de multiplicar con rapidez los ejemplares de un mismo texto: inventa la imprenta.

De momento, un hombre se enriquece pero muchos más se empobrecen. A primera vista, por maravilloso que sea el descubrimiento, surgen dudas sobre si considerarlo más perjudicial que útil. Da la impresión de que la imprenta introduce en el mundo algo que ya he señalado: un elemento de desigualdad indefinida. Guttemberg acumula beneficios y, con ellos, propaga su invento, en un proceso sin final que determina la ruina de los copistas. En cuanto al público, el consumidor nota un escaso beneficio, pues Guttemberg se cuida de no bajar el precio de los libros más que lo indispensable para vender sólo un poco por debajo del precio de sus competidores.

Pero el mismo pensamiento que ha dotado de armonía al movimiento de los cuerpos celestes, ha sabido hacerlo también con el mecanismo interno de la sociedad. Vamos a comprobar cómo las ventajas económicas del invento superan lo individual y se extienden, para siempre, al patrimonio común de las masas.

En efecto, los secretos del mecanismo van conociéndose. Guttemberg ya no es el único que imprime. Otros lo imitan y, en principio, se benefician considerablemente, pues obtienen la recompensa de ser los primeros en el proceso de imitación, el eslabón necesario para culminar el notable y definitivo logro hacia el que nos aproximamos. Ganan mucho, pero menos que el inventor, pues la competencia se pone en marcha. El precio de los libros baja paulatinamente y los beneficios de los imitadores de Guttemberg disminuyen a medida que se va alejando el día de la invención, es decir, a medida que la imitación va siendo menos meritoria. En poco tiempo, la nueva industrial lega a su normalización o, dicho en otros términos, la remuneración de los impresores deja de ser excepcional y, como la de los escribas de otro tiempo, llega a quedar estipulada en la tabla general de beneficios: véase la producción, como tal, vuelta al punto de partida. Sin embargo, el inventor no sufre menoscabo, ni deja de materializarse el ahorro de tiempo, de trabajo, de esfuerzo, en la tarea de producir libros. Y tenemos un resultado visible: el barato precio de cada volumen. Y alguien muy concreto puede acceder a un beneficio: el consumidor, que es como decir la sociedad, la humanidad. La actividad impresora, que en lo sucesivo no tendrá ya nada de excepcional, tampoco podrá gozar en el futuro de una remuneración asimismo excepcional. Como personas, es decir, como consumidores, los impresores participan sin duda de las ventajas que el nuevo invento supone para la comunidad. Pero eso es todo, porque, en su calidad de productores, habrán de asumir las condiciones ordinarias del país y verán remunerado su trabajo, pero no la utilidad del invento, que ha pasado a ser herencia común y gratuita de la humanidad en su conjunto.

Confieso que la sabiduría y la belleza de este sistema me conmueve de admiración y de respeto. En él veo el sansimonismo: «A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras.» Veo el comunismo —en esa inclinación de los bienes a convertirse en herencia común de los hombres—; pero uno y otro regidos por la previsión infinita, jamás en manos de la fragilidad, las pasiones y la arbitrariedad de los hombres.

Lo que he dicho de la imprenta podría aplicarse a todos los demás instrumentos de trabajo, desde el clavo y el martillo hasta la locomotora y el telégrafo. La sociedad disfruta de todos porque los usa todos, y los disfruta gratuitamente, porque el resultado de la mera existencia de tales instrumentos es la disminución del precio de las cosas; y esa parte del precio que se evapora, y que representa la intervención del instrumento en el proceso de producción, es, obviamente, la medida en que el producto hace gratuito. Lo que queda por pagar es el trabajo humano, que ciertamente se paga, prescindiendo del resultado debido a la invención, al menos cuando éste haya recorrido —según su destino— el ciclo que he descrito. Supongamos que contrato a un obrero; éste llega con una sierra y, después de que me haya fabricado veinticinco tablas, le abono su jornal de dos francos. Si la sierra no se hubiera inventado, el obrero tal vez no hubiera llegado a producir una sola tabla, pero no por ello hubiera dejado yo de abonarle su jornal. Por lo tanto, la utilidad generada por la sierra es para mí un don gratuito de la naturaleza o, más bien, es una parte de la herencia que, procedente de la inteligencia de nuestros ancestros, he recibido en común con todos los hombres. Si contrato dos obreros agrícolas, uno con un arado y el otro con una pala, el resultado del trabajo de ambos será ciertamente distinto, pero el precio del jornal será el mismo, porque la remuneración no es proporcional a la productividad, sino al esfuerzo, al trabajo exigido.

Pido paciencia al lector y le ruego que esté seguro de que no he perdido de vista la libertad comercial. Y que se preocupe sólo de tener presente esta mi conclusión: La remuneración no guarda relación con las UTILIDADES que el productor aporta al mercado, sino con su trabajo.[14]

Hasta ahora, he tomado mis ejemplos de los inventos humanos. Hablemos a continuación de las ventajas naturales.

En todo proceso de producción intervienen la naturaleza y el ser humano. Pero la porción de productividad que corresponde a la naturaleza siempre es gratuita. La parte que corresponde al trabajo humano se aporta con la intención de producir un objeto con el que comerciar y, por tanto, con el que conseguir una remuneración que, indudablemente, varía en función de la intensidad del trabajo, de la habilidad necesaria, de la rapidez, de la oportunidad, de la necesidad que exista, de la ausencia momentánea de competencia, etc., etc. Pero no es menos cierto que la intervención de las leyes naturales, que son patrimonio de todos, no forma parte del precio del producto.

No tenemos que pagar nada por el aire que respiramos, y eso que nos resulta tan útil que, sin él, dejaríamos de vivir en apenas dos minutos. Y no pagamos nada porque la naturaleza nos lo suministra sin intervención alguna del trabajo humano. Pero si pretendiéramos separar uno de los gases que componen ese aire para realizar, por ejemplo, un experimento, tendríamos que tomarnos una cierta molestia; y en el caso de que se la transfiriésemos a alguien, deberíamos realizar una inversión que hubiéramos podido destinar a cualquier otra cosa. De donde se deduce que todo intercambio se concreta con dichas molestias, con esfuerzos, con trabajos. Ciertamente, no es el oxígeno lo que se paga, pues éste es, por entero, de libre disposición, sino el trabajo que ha costado desprender el gas. Se objetará que aún quedan cosas por pagar, como materiales o aparatos, pero todo ello forma parte del trabajo que se remunera: el coste del carbón empleado representa el trabajo que se ha invertido en extraerlo y transportarlo.

Tampoco pagamos la luz del sol, porque la naturaleza nos la regala. Pero pagamos el gas, el sebo, el aceite, la cera, pues en ellos hay un trabajo humano que remunerar; y obsérvese que lo que se remunera es ese trabajo y no la utilidad, ya que puede darse el caso de que una de las formas de alumbrado señaladas, aunque sea más potente que las otras, resulte más barata; basta para ello que se precise menos trabajo humano para obtenerla.

Cuando el aguador me trae su producto a casa, si yo le pagara en razón de la utilidad absoluta del agua, mi capital no sufriría merma alguna. Pero yo le pago por su trabajo. Y si ese aguador pretendiera cobrarme más, yo podría acudir a otros o, finalmente, en caso de necesidad, iría yo mismo por el agua, la cual no constituye realmente el objeto de mercado, sino que lo constituye el trabajo que gira en torno a ella. Este punto de vista es tan esencial, y las consecuencias que del mismo pueden derivarse tan esclarecedoras en cuanto a la libertad del comercio internacional, que todavía considero necesario expresarlo que pienso mediante algunos ejemplos.

La cantidad de sustancia alimenticia que contienen las patatas no resulta muy cara, porque se puede obtener mucha con poco trabajo. Se paga más por el trigo, pues, para producirlo, la naturaleza exige una gran cantidad de trabajo humano. Es evidente que, si la naturaleza se comportara igual con ambos productos, los precios de éstos tenderían a nivelarse. Pero es imposible que el productor de trigo gane siempre mucho más que el que produce patatas: la ley de la competencia lo impide.

Si, por un feliz milagro, la fertilidad de toda la tierra productiva se acrecentara, las ventajas de ese fenómeno irían a parar no tanto al agricultor como al propio consumidor, pues todo redundaría en una gran abundancia y en precios más baratos, ya que habría menos trabajo invertido por cada kilogramo de trigo producido, y el agricultor debería asumir, a la hora de comerciar, esa menor inversión de trabajo en cada producto. Si, por el contrario, la fecundidad del suelo disminuyera súbitamente, la aportación de la naturaleza en el proceso de producción sería menor, habría que invertir una mayor cantidad de trabajo y, consecuentemente, el producto se encarecería. Creo, pues, que yo tenía razón cuando afirmaba que es en el consumo, es decir, en la humanidad, donde, a largo plazo, se encuentra la resolución de todos los fenómenos económicos. Mientras no se analicen éstos hasta el final, mientras se tengan en consideración solamente los efectos inmediatos, relacionados con un hombre o con una clase de hombres en tanto que productores, no podremos decir que nos hallamos ante verdaderos economistas. Sería como llamar médico a quien, en vez de tener en cuenta todo el organismo a la hora de analizar los efectos de una medicina, se limitara a observar cómo afecta ésta al paladar o a la garganta.

Las regiones tropicales resultan muy favorables para la producción de azúcar o café. Esto quiere decir que la naturaleza realiza la mayor parte de la tarea productiva, quedando reducida al mínimo la intervención del trabajo humano. Pero ¿quién se beneficia de esta ventaja? Desde luego, no aquellas regiones, pues la competencia hace que reciban sólo la remuneración que se deriva del trabajo. La beneficiada es la humanidad, ya que el efecto de la generosidad de la naturaleza es un precio barato que se dispersa por el mundo entero.

Imaginemos un territorio de clima templado en el que el carbón y el hierro se encuentran prácticamente en la superficie de la tierra, resultando muy fácil su explotación. En principio, es lógico que los habitantes de la región se beneficien de su feliz circunstancia. Pero en un momento dado, aparecerá la competencia, el precio del carbón y del hierro bajará extendiéndose así la generosidad de la naturaleza por todo el mundo, y el trabajo humano derivado de la explotación mineral se remunerará según la tabla general de beneficios.

Así es como los bienes naturales y el perfeccionamiento de los procesos de producción se convierten, en virtud de la ley de la competencia, en patrimonio común y gratuito de los consumidores y, en definitiva, de toda la humanidad. Y los países que no posean las ventajas mencionadas podrán prosperar comerciando con los que las posean, puesto que los intercambios se realizan con los trabajos, abstracción hecha de las ventajas naturales que dichos trabajos conlleven; y, evidentemente, son los países más favorecidos los que suman a su trabajo sus propias ventajas naturales, de forma que, como sus productos exigen un menor coste laboral, cuestan menos, es decir, son más baratos. Y si la generosidad de la naturaleza se traduce en precios baratos, de ello podrá beneficiarse tanto el país que produce como el que consume.

De ahí lo absurdo de que un país llegue a rechazar un producto precisamente porque es barato. Es como si dijera: «Desprecio lo que regala la naturaleza. Se me exige una inversión equivalente a 2 para adquirir un producto que me costaría invertir 4. Quien me lo propone se aprovecha de que la naturaleza le hace la mitad del trabajo en el proceso de producción. Pues bien, espero que un cambio climático lo fuerce a exigirme una inversión equivalente a 4 para poder negociar con él en pie de igualdad

A es un país privilegiado, mientras que B es un país maltratado por la naturaleza. Yo afirmo que, si comerciaran entre ellos, ambos se beneficiarían, pero sobre todo el país que identificamos como B, puesto que el intercambio no se efectúa con productos sino con valores. Ahora bien, A dispone de más productos por el mismo valor, ya que un producto nace de lo que aportan la naturaleza y el trabajo, en tanto que el valor sólo corresponde a lo que aporta este último. De manera que B comercia con todo a su favor, pues al productor de A sólo le paga su trabajo y obtiene un producto derivado de unas ventajas naturales de las que carece.

Enunciemos la regla general:

El comercio es un trueque de valores. Como el valor queda reducido, en virtud de la competencia, a representar el trabajo, el comercio es, en definitiva, un intercambio de dicho trabajo. Lo que la naturaleza aporta a los productos con los que se comercia se da por ambas partes gratuitamente y por debajo del mercado, de donde se sigue rigurosamente que los cambios realizados con los países más favorecidos por la naturaleza son los más ventajosos.

La teoría, cuyas líneas básicas he intentado plasmar en este capítulo, exigiría un desarrollo mucho más amplio. Aquí me he limitado a examinarla en relación con mi protagonista principal, la libertad comercial. Pero tal vez le baste al lector atento para recoger el germen fecundo de un fruto que, cuando crezca, deberá asfixiar, junto al proteccionismo, el fourierismo, el sansimonismo, el comunismo y todas las escuelas que pretenden excluir del gobierno del mundo la ley de la COMPETENCIA. Considerada desde el punto de vista del productor, la competencia hiere sin duda, a menudo, nuestros intereses individuales e inmediatos; pero si se tiene en cuenta el interés genérico de cualquier actividad, el del bienestar universal, en una palabra, el del consumo, se verá que la competencia juega, en el orden moral, el mismo papel que el equilibrio en el orden material. La competencia es el fundamento del verdadero comunismo, del verdadero socialismo, de esa igualdad de bienestar y de condiciones tan deseada en nuestros días; y si tantos publicistas sinceros, tantos reformadores de buena fe buscan todo esto en la arbitrariedad, es porque no entienden la libertad.[15]

III. CONFLICTO DE PRINCIPIOS

Hay una cosa que no alcanzo a comprender, y es la siguiente: Publicistas sinceros que analizan, aunque sólo desde el punto de vista de la producción, la economía de la sociedad, establecen esta doble formulación: «Los gobiernos deben promover un tipo de consumidor sumiso a unas leyes que den preferencia al trabajo nacional.» «Los gobiernos, a través de las leyes, deben orientar a los consumidores lejanos para que den preferencia al trabajo nacional.»

La primera de estas fórmulas se llama Protección; la segunda, Exportaciones. Ambas se basan en una idea que se denomina Balanza comercial: «Un pueblo se empobrece cuando realiza importaciones y se enriquece cuando exporta.»

En consecuencia, si toda compra al exterior es un tributo pagado, una pérdida, sería muy fácil de evitar, bastaría con prohibir las importaciones. Y si toda venta al exterior es un tributo recibido, un beneficio, lo natural sería generar exportaciones, incluso por la fuerza.

Sistema protector, sistema colonial: ello no viene a ser más que dos aspectos de una misma teoría. Impedir a nuestros conciudadanos que realicen compras a los extranjeros y obligar a los extranjeros a que realicen compras a nuestros conciudadanos, no son sino dos consecuencias de un principio idéntico.

Ahora bien, es imposible no admitir que, si esta doctrina es cierta, el interés general se basa en el monopolio, es decir, la expoliación interior, y en la conquista, es decir, la expoliación exterior.

Entremos en una de esas casitas construidas en las laderas de nuestros Pirineos. El padre de familia cobra un magro salario por su trabajo. El cierzo glacial hiela a los niños medio desnudos en la casa, con el hogar apagado y la mesa vacía de alimentos. Hay lana, madera y maíz más allá de la montaña, pero estos bienes están prohibidos para la familia del pobre jornalero porque el otro lado de los montes no es de Francia. El abeto extranjero no alegrará el hogar de la humilde casita, los hijos del pastor no podrán conocer el sabor de la mantequilla vizcaína y la lana de Navarra no llegará a calentar los miembros entumecidos de esos niños, pero así lo quiere el interés general: ¡En buena hora! Pero habremos de admitir que todo esto es rotundamente injusto.

Disponer legislativamente de los consumidores, reservarlos para el trabajo nacional, equivale a usurpar su libertad y a prohibirles una actividad que no tiene nada de inmoral, como es el comercio. En definitiva, estamos hablando de una injusticia.

Y sin embargo —se argumenta—, todo ello es necesario o, si no, aniquilaremos el trabajo nacional y daremos un golpe mortal a la prosperidad pública.

Los escritores de la escuela proteccionista llegan, pues, a esta triste conclusión, que presenta una incompatibilidad radical entre la justicia y utilidad.

Por otro lado, si cada pueblo pretende vender y no comprar, el estado natural de sus relaciones será la acción y la reacción violentas, pues cada uno tratará de imponer sus productos a los demás y todos procurarán rechazar los del otro.

Una venta, en efecto, implica una compra, y puesto que, según esta doctrina, vender equivale a un beneficio y comprar significa una pérdida, toda transacción internacional traerá consigo la mejora para un pueblo y el deterioro para otro.

Pero, por una parte, los hombres tienden inevitablemente hacia lo que les beneficia y, por otra, se resisten instintivamente a lo que les perjudica. De esto hay que sacarla conclusión de que cada pueblo lleva en sí mismo una fuerza natural de expansión y otra, no menos natural, de resistencia, las cuales resultan igualmente perjudiciales para los demás. En otras palabras: el antagonismo y la guerra son el estado natural de la sociedad humana.

Así, la teoría que yo debato se resume en los siguientes dos axiomas: la utilidad es incompatible con la justicia en el interior: la utilidad es incompatible con la paz para con el exterior.

Pues bien, lo que me causa extrañeza y confusión es que un publicista, más aún, un hombre de Estado que tan sinceramente se adhiere a una doctrina económica cuyo principio choca con tanta violencia con otros principios elementales, pueda tener un solo instante de paz espiritual.

Sinceramente creo que, si no viera tan claro que libertad, utilidad, justicia, paz, son conceptos no sólo compatibles, sino estrechamente ligados entre sí, me esforzaría por olvidar todo lo que he aprendido y me diría a mí mismo:

«¿Cómo ha podido Dios establecer que los hombres sólo alcancen la prosperidad a través de la injusticia y de la guerra? ¿Y asimismo establecer que si los hombres renuncian a la guerra y a la injusticia, sea a costa de su propio bienestar?

»¿No me induce al error, a través de una luz engañosa, la ciencia que me orienta a la horrible blasfemia que encierran tales alternativas? ¿Podría yo tal vez atreverme a tomarla como base para el gobierno de un pueblo? Y cuando tantos sabios ilustres obtienen de ella conclusiones tan positivas, afirmando que ahí se concilian la justicia y la paz que, sin chocar nunca, se alinean paralelamente hasta el infinito, ¿no podrían siquiera tratar de imaginarlo que nosotros conocemos de la bondad y de la sabiduría de Dios, y que se manifiesta en la armonía de la creación material? ¿Debo aceptar a la ligera entonces, contrariando a tan eminentes autoridades, que el mismo Dios ha decidido imponer el antagonismo y la discordancia en las leyes del mundo moral? Diré que no, antes de aceptar que los fundamentos de la sociedad se atacan, chocan, se neutralizan y mantienen entre ellos un conflicto anárquico, eterno e irremediable. Antes de imponer a mis conciudadanos el cruel sistema que se deduce de mis razonamientos, revisaré mi pensamiento para asegurarme de que no me he extraviado en algún punto del camino.»

Si, tras intentar veinte veces un examen sincero, llegara siempre a esta horrorosa conclusión: que hay que elegir entre el Bien y lo Bueno, rechazaría ciertamente desanimado la ciencia, me hundiría en una ignorancia voluntaria y, ante todo, declinaría toda colaboración en los asuntos de mi país, dejando para hombres de otro talante el peso y la responsabilidad de optar por una elección tan penosa.

IV. ¿ELEVA LA PROTECCIÓN EL NIVEL DE LOS SALARIOS?

Un ateo despotricaba contra la religión, contra los curas, contra Dios. Uno que lo oía, y que a su vez no era muy creyente, le espetó: «Si continúas así, vas a lograr que me convierta.»

Del mismo modo, cuando oigo a nuestros imberbes escritorzuelos, novelistas, reformadores, refinados folletinistas, todos ellos bien perfumados y hartos de helado champán, portando en su cartera los Ganneron, los Nord y los Mackenzie o escribiendo con letras de oro contra el egoísmo y el individualismo de hoy día; cuando les oigo, digo, lanzar proclamas contra la dureza de nuestras instituciones y lamentarse por el asalariado y el proletariado; y cuando les veo elevar al cielo unos ojos enternecidos por la miseria de las clases trabajadoras, una miseria que ellos sólo visitarán para que les inspire lucrativas descripciones, a uno le entran ganas de decirles: Si continuáis así, vais a conseguir que la situación de los obreros me resulte indiferente.

¡Ay, el esnobismo, nauseabunda enfermedad de este tiempo! Obreros: un hombre adusto, sincero filántropo, ha narrado vuestra miseria; su libro ha causado tal impresión, que inmediatamente una turba de reformadores se apoderó de su presa para analizarla una y otra vez, para sacarle provecho, exagerar sobre ella y exprimirla hasta la náusea. Por todo remedio, se os ofrecen las grandes palabras: organización, asociación. Os halagan, os adulan, y al cabo ya no sois obreros sino esclavos, de manera que las personas razonables terminan por avergonzarse de tomar parte públicamente en semejante polémica, pues, ¿cómo sería posible poner algo de sensatez en medio tan insípidas declamaciones?

Pero ¿hemos de rechazar una cobarde indiferencia que no justificaría el esnobismo que la provoca?

¡Obreros, vuestra situación es singular! Os expolian, como demostraré a continuación... Pero no, retiro esta palabra; desterremos de nuestro lenguaje toda expresión violenta y acaso falsa, en el sentido de que la expoliación, envuelta en los sofismas que la disimulan, se ejerce, hay que creerlo, contra la voluntad del expoliador y con la conformidad del expoliado. Pero en fin, os arrebatan la debida remuneración de vuestro trabajo y nadie se ocupa de haceros justicia. Si para consolaros bastara con ruidosas llamadas a la filantropía, o con la impotente caridad, o con la degradante limosna; si bastara con las grandes palabras: organización, comunismo, falansterio, todo ello no se os ahorraría. Pero justicia, lo que se dice pura y simplemente justicia, nadie se preocupa de que la tengáis. Y, sin embargo, ¿lo justo no sería que, cuando tras una larga jornada de trabajo hubierais cobrado vuestro módico salario, lo pudierais cambiar por la mayor cantidad posible de bienes que voluntariamente pudierais obtener de un hombre, cualquiera que éste fuese?

Tal vez un día os hable de asociación y de organización y podremos comprobar lo que se puede esperar de unas quimeras por las cuales os dejáis extraviar en una búsqueda de supercherías.

Mientras tanto, preguntémonos si no se comete una injusticia con vosotros cuando, par medio de la ley, se decide a quiénes os está permitido comprar las cosas que necesitáis: el pan, la carne, los tejidos, la ropa; y preguntémonos también por el precio artificial (vamos a llamarlo así) que os veis obligados a pagar.

¿Es cierto que el proteccionismo, que, según se reconoce, os obliga pagar un precio más alto por las cosas y, en consecuencia, os perjudica en este aspecto, eleva proporcionalmente el nivel de vuestros salarios?

¿De qué depende el nivel de los salarios?

Uno de vosotros ha sabido expresarlo adecuadamente: Cuando dos obreros persiguen a un amo, los salarios bajan; pero suben cuando dos amos persiguen a un obrero.

Permitidme, para abreviar, que me sirva de una frase más científica, aunque tal vez menos diáfana: «El nivel de los salarios depende de la relación de la oferta con la demanda de trabajo.»

Ahora bien, ¿de qué depende la oferta de mano de obra?

De la cantidad de ésta que se encuentre disponible y al respecto, la protección no podría hacer que cambiara nada.

¿De qué depende la demanda de mano de obra?

Del capital nacional disponible. Pero la ley que dice: «No se traerá tal producto de fuera, se producirá dentro», ¿aumenta tal capital? En ninguna parte. Esa ley lo desvía de un sitio y lo coloca en otro distinto, pero no lo acrecienta ni un ápice y, consecuentemente, tampoco produce un aumento de la demanda de mano de obra.

Veamos esa fábrica que nos muestran con orgullo. ¿Acaso fue construida y se la mantiene en funcionamiento con capitales caídos del cielo? Desde luego que no: ha habido que sacar el dinero de la agricultura, o de la navegación, o quizá de la industria vinícola. He ahí la razón por la que, tras el reinado de las tarifas protectoras, podrá haber más obreros en las galerías de nuestras minas o en los suburbios de nuestras ciudades industriales, pero habrá menos marinos en los puertos, menos labradores en el campo y menos vendimiadores en los viñedos.

Podría yo disertar largo y tendido sobre este asunto, pero prefiero intentar hacerme comprender con un ejemplo.

Un campesino poseía un capital de veinte hectáreas, valorado en 10.000 francos. Había dividido su tierra en cuatro partes, estableciendo la siguiente rotación de cultivos: 1.° maíz; 2.° trigo; 3.° trébol; 4.° centeno. Satisfacía las necesidades de su familia con una módica cantidad de grano, carne y lácteos que producía su granja, vendiendo el excedente para adquirir aceite, lino, vino, etc. La producción total se destinaba a hacer frente a los gastos por hipotecas, salarios, pagos de cuentas, jornales de obreros; y, como había ganancias, el capital, de año en año, iba creciendo; nuestro campesino sabía muy bien que un capital debe estar en producción, e invertía en la construcción de cercas, en la roturación de tierras, en la mejora de los aperos de labranza o en la reforma de los edificios de la granja, de lo cual se derivaba un inequívoco beneficio para la clase obrera. Además, metía algunos ahorros en el banco de la ciudad más próxima, el cual no los mantenía ociosos en su caja fuerte, sino que los prestaba a armadores o constructores, de manera que el dinero terminaba siempre significando un sueldo para alguien.

Un día, el campesino falleció y, tan pronto como su hijo se hizo cargo de la herencia, dijo para sí: Hay que reconocer que mi padre fue un ingenuo durante toda su vida. Compraba aceite y un tributo se iba para Provenza, cuando en nuestra tierra, con todos sus rigores, podrían germinarlos olivos. Compraba vino, lino, naranjas, y el tributo iba para Bretaña, para el Médoc, para las islas Hyères, cuando la vid, el cáñamo y el naranjo podrían de una u otra forma, producir algo en nuestras tierras. Pagaba también un tributo al molinero y al tejedor, cuando nuestros criados bien podrían tejer nuestro lino y moler el trigo aun con dos piedras. Mi padre iba a la ruina y, encima, daba a ganar sueldos a extraños con esa forma tan suya de repartir el dinero.

Persuadido por este razonamiento, nuestro visionario cambió la rotación de cultivos de sus tierras, dividió éstas en veinte partes y se puso a plantar olivos, moreras, vides, trigo, etc., etc. Así, consiguió proveer a su familia de todo lo necesario y hacerla independiente. Ya no adquiría nada en el mercado, aunque tampoco ponía nada en él, pero ¿era por ello más rico? Pues no, porque su tierra no era adecuada para el cultivo de la vid y el clima no dejaba prosperar los olivos, así que, en definitiva, su familia estaba peor provista de todo que en la época en que el padre compraba en el mercado.

En cuanto a los obreros, no había ahora más trabajo que antes. Se cultivaban más terrenos, pero el tamaño de éstos era mucho más pequeño; se producía aceite, pero también mucho menos trigo; se cultivaba lino, pero ya no se vendía centeno. No podía invertirse en salarios más que el capital disponible, y éste, merced a la nueva distribución de la producción, disminuía sin parar. Una gran parte se gastaba en edificios y utensilios de todo tipo, indispensables para las nuevas tareas que se habían emprendido. Como colofón, se redujo la oferta de mano de obra, pues los medios para pagarla se habían desvanecido y, como no podía ser de otra forma, sobrevino una reducción de salarios.

Así será también un país que se aísle bajo un régimen proteccionista. Ya sé que poseerá una gran diversidad de industrias, pero el país será menos importante; se habrá dotado, por decirlo así, de una rotación industrial muy compleja, pero no más fecunda sino al contrario, puesto que el capital y la mano de obra se toparán con obstáculos insalvables: el capital fijo absorbe una gran parte del capital circulante, es decir, del fondo que se destina a los salarios. Lo que queda se ramifica mucho, pero ello no aumenta su total. Es como si se pensara que el agua de un estanque aumentaría su volumen por distribuirla en mil y un depósitos, cuando lo único que sucedería es que, precisamente por ello, el agua se evaporaría y se perdería.

Un capital y una mano de obra determinados serán más o menos productivos según los obstáculos que hayan de superar. No cabe duda de que las barrera internacionales fuerzan, en cada país, que el capital y la mano de obra hayan de superar inconvenientes de clima y temperatura que frenan la producción o, lo que viene a ser lo mismo, impiden que la humanidad obtenga mayor cantidad de bienes. Y si la producción disminuye genéricamente, ¿cómo puede pretenderse que pueda incrementarse la que depende de la mano de obra? ¿Hay que creer entonces que los ricos, los que hacen la ley, no sólo asumirían la disminución de capital que les corresponda, sino que estarían dispuestos a hacerse cargo de la que afecte a la clase obrera? Trabajadores, ¿pensáis que esto es posible? ¿No parece una sospechosa generosidad que, por cautela, deberíais rechazar?

V. PETICIÓN

de los fabricantes de velas, bujías, lámparas, candeleros, faroles, despabiladeras, apagadores; y de los productores de sebo, aceite, resina, alcohol, y en general de todo lo que se relaciona con el alumbrado.

A los señores diputados.

Señores,

Estáis en el buen camino, puesto que rechazáis las teorías abstractas; la productividad y los buenos precios no os incumben y os preocupa sobre todo el productor, al cual pretendéis proteger de la competencia exterior. En resumen, aspiráis a reservar el mercado nacional para el trabajo nacional.

Queremos ofreceros una buena ocasión para que apliquéis, ¿cómo diríamos? ¿vuestra teoría? No, nada resulta más engañoso que la teoría. ¿Vuestra doctrina? ¿Vuestro sistema? ¿Vuestro principio? Pero a vosotros no os gustan las doctrinas, os repugnan los sistemas y, en cuanto a los principios, bien claro habéis dejado que éstos no existen en la economía social. Hablaremos, pues, de vuestra práctica. Vuestra práctica sin teoría ni principio.

Nosotros tenemos que sufrir la intolerable competencia de un extranjero situado, por lo que parece, en unas condiciones de producción de luz tan superiores a las nuestras, que es capaz de inundar nuestro mercado nacional a un precio fabulosamente reducido. Hasta el punto de que, cuando aparece, podemos dar por finalizadas nuestras ventas, pues todos los consumidores se van con él. De manera que un sector de la industria francesa, cuyas ramificaciones son innumerables, se ve de repente amenazado por el estancamiento más completo. Este rival, que no es otro que el sol, nos ataca tan encarnizadamente que albergamos la sospecha de que cuenta con el respaldo de la pérfida Albión (¡qué diplomacia la de hoy día!), ya que, con esa orgullosa isla, muestra unos miramientos que nunca nos dedica a nosotros.

En consecuencia, pedimos que se dicte una ley que ordene el cierre de toda ventana, tragaluz, pantalla, contraventana, postigo, persiana, cuarterón, claraboya, toldo; en una palabra: de toda abertura, agujero, hendidura y fisura por la que la luz del sol acostumbra a penetrar en las casas, para perjuicio de las bonitas industrias con que, lo declaramos con orgullo, hemos sabido dotar al país; que nos sería muy ingrato si, ante este combate tan desigual, hoy nos abandonara.

Señores diputados, cuidaos de no tomar por una sátira nuestra demanda, y no la rechacéis sin al menos oír las razones que tenemos para sustentarla.

Para empezar, si restringís en la medida de lo posible el acceso a la natural, fomentando de esta forma el consumo de luz artificial, toda la industria francesa saldría beneficiada.

Al consumirse más sebo, será necesario ganado vacuno y ovino, con lo cual, proliferarán las praderas y se producirá carne, lana, cuero y, en especial, pastos, que son la base de toda riqueza agrícola.

Al consumirse más aceite, se extenderá el cultivo del olivo y de la colza, plantas ricas y productivas que sacarán provecho de la fertilidad que la cría de ganado supondrá para nuestra tierra.

Nuestros páramos se llenarán de árboles resinosos. Enjambres de abejas cosecharán en las montañas los perfumados tesoros que en la actualidad se evaporan inútilmente, lo mismo que las flores que los contienen. Ningún sector de la agricultura dejará de alcanzar un enorme desarrollo.

Lo mismo ocurrirá con la industria del mar: miles de barcos zarparán para pescar ballenas y, en poco tiempo, nuestra marina podrá sustentar el honor de Francia y corresponder al patriotismo de los que firman este escrito, los comerciantes de velas, etc.

¿Y qué decir del artículo París? Vemos ya los dorados, los bronces, los cristales de candeleros, lámparas, arañas y candelabros, brillando en espaciosos almacenes rodeados de tiendas.

No habrá ni un pobre resinero en el monte, ni un minero en la negra galería, sin notar cómo aumentan su salario y su bienestar.

Señores, reflexionad con atención y os convenceréis de que, posiblemente, desde el rico accionista de Anzin hasta el más humilde vendedor de cerillas, no quedará un solo francés para quien nuestra acertada propuesta no suponga un progreso seguro.

Como podríamos muy bien, señores, anticiparnos a vuestras objeciones, sabemos que no podríais presentar una sola que no provenga de los libros que manejan los partisanos de la libertad comercial. Y os desafiamos a que pronunciéis contra nosotros alguna palabra que, al instante, no se vuelva contra vosotros mismos y contra los principios que rigen vuestra política.

Si adujerais que, si nosotros ganamos con el proteccionismo Francia no gana nada, pues es el consumidor el que corre con los gastos, responderíamos lo siguiente:

No tenéis ningún derecho a invocar los intereses del consumidor, al cual siempre habéis sacrificado en su lucha con el productor. Y lo habéis hecho para fomentar el trabajo, para acrecentar el dominio del trabajo. Por el mismo motivo debéis hacerlo ahora.

Y si sois coherentes en lo anterior, cuando os digan: al consumidor le interesa la libre importación de hierro, carbón, sésamo, trigo o tejidos, bien podríais responder que, muy al contrario, eso no le interesa al productor. Y que, del mismo modo, si a los consumidores les interesa que se admita la luz natural, a los productores les viene mejor que se prohíba. Más aún, como el productor y el consumidor vienen a ser lo mismo, si un fabricante gana con la protección, también se beneficiará el agricultor. Y si la agricultura prospera, se elevará el nivel de ventas de las fábricas. Por lo tanto, si nos concede el monopolio del alumbrado durante el día, primero invertiremos en la compra de sebo, carbón, aceite, resina, cera, alcohol, plata, hierro, bronce y cristal para el abastecimiento de nuestra industria, con lo cual, nos enriqueceremos nosotros y nuestros proveedores, aumentará el consumo y el bienestar se extenderá por todos los sectores del trabajo nacional.

Podrá objetarse que la luz del sol es un don gratuito, y que rechazarlo sería como rechazar la riqueza misma con el objeto de facilitar los medios con los que ésta pueda ser adquirida.

Pero tened en cuenta que semejante idea acabaría con la esencia de vuestra política, pues, hasta la fecha, siempre habéis desdeñado un producto extranjero porque equivale casi a un don gratuito. Por lo tanto, para condescender con la exigencia de monopolistas extraños tenéis medio motivo. Pero para asumir nuestra petición tenéis un motivo entero, y rechazarla con la justificación que precisamente más nos justifica a nosotros sería como admitir la ecuación: + x + = –. En otras palabras, sería como añadir absurdo sobre absurdo.

El trabajo y la naturaleza colaboran en proporciones diversas, de acuerdo con los países y los climas, en la creación de un producto. La parte que corresponde a la naturaleza resulta siempre gratuita, siendo la que corresponde al trabajo la que constituye un valor y, de acuerdo con ello, la que se paga.

Si una naranja de Lisboa se vende a la mitad del precio de una naranja de París es porque el calor natural, es decir, gratuito, pone en aquélla lo que en ésta debe ponerse a partir de un calor artificial, y, en consecuencia, costoso.

Así pues, cuando traemos una naranja de Portugal, puede decirse que la mitad llega de forma gratuita, mientras que la otra mitad supone un cierto gasto. En otras palabras, cuesta la mitad que una naranja de París.

Ahora bien, es precisamente esta media gratuidad (perdón por la palabra) lo que argumentáis para rechazar esa naranja, diciendo: ¿cómo puede soportar el trabajo nacional la competencia del trabajo extranjero, cuando aquél lo tiene todo por hacer mientras que a éste le basta con realizar la mitad de la tarea, puesto que el sol se encarga del resto? Pero si la media gratuidad os hace rechazar la competencia, ¿cómo vais a admitirla frente a la gratuidad completa? En aras de la lógica, si repudiáis la semigratuidad como perjudicial para nuestro trabajo nacional, debéis repudiar, a fortiori y con celo redoblado, la gratuidad entera.

Es obvio que, cuando el producto que sea, carbón, hierro, trigo o tejido, nos llega de fuera y podemos adquirirlo con menos trabajo que si lo produjéramos nosotros mismos, la diferencia derivada es un don gratuito que se nos confiere. Este don será más o menos considerable según sea dicha diferencia, es decir, un cuarto, la mitad o las tres cuartas partes del valor del producto, de acuerdo con lo que el extranjero nos exija como pago. Pero el don podría ser por el valor en su totalidad si el donante, como es el caso del sol con la luz, no nos reclama nada. La cuestión, que nosotros planteamos formalmente, es saber si deseáis para Francia el beneficio del consumo gratuito u optáis por las presuntas ventajas de la producción onerosa. Debéis elegir, pero, al mismo tiempo, ser coherentes. Ya que, si rechazáis, como soléis hacer, el carbón, el hierro, el trigo o los tejidos extranjeros «en la medida» en que su precio se aproxime a cero, ¿no sería una incoherencia consentir la luz del sol (cuyo precio es cero) durante todo el día?

VI. LA MANO DERECHA Y LA MANO IZQUIERDA

(Informe al rey)

Señor,

Cuando se ve a esos hombres del Libre-Échange difundir audazmente su doctrina, sostener que el derecho de compra y venta forma parte del derecho de propiedad (insolencia que el señor Billault ha ensalzado como un abogado), es lícito estimar que serios peligros se ciernen sobre el destino del trabajo nacional. Porque, cuando sean libres, ¿qué harán los franceses con sus brazos y con su inteligencia?

La administración que habéis honrado con vuestra confianza ha debido atender a tan grave situación, buscando en vuestra sabiduría una protección que pueda sustituir a la que se pone en un riesgo cierto. Esa administración os propone prohibir a vuestros fieles súbditos el uso de la mano derecha.

Señor, no nos inflijáis la ofensa de pensar que hemos adoptado a la ligera una medida que, a primera vista, puede parecer extravagante. El estudio pormenorizado del régimen protector nos ha revelado el silogismo en el que dicho régimen se basa por completo:

A más trabajo, mayor riqueza. Mientras más obstáculos haya que superar, más habrá que trabajar. Ergo mientras más obstáculos haya que superar, se obtendrá más riqueza.

¿Qué es, en efecto, la protección, sino una aplicación ingeniosa y en su debida forma de este razonamiento, tan conciso que incluso resistiría la sutileza del propio señor Billault?

Personifiquemos el país. Considerémoslo como un ser colectivo con treinta millones de bocas y, por una deducción natural, con sesenta millones de brazos. Imaginemos que construye una péndola que pretende cambiar en Bélgica por diez quintales de hierro. Pero le hacemos una propuesta: Produce tú mismo el hierro. No puedo hacerlo —responde—, porque me costaría mucho tiempo, no sería capaz de producir más de cinco quintales en el tiempo en que hago una péndola. ¡Utopista! —le replicamos—, por eso mismo te prohibimos hacer la péndola y te ordenamos producir el hierro. ¿No te das cuenta de que te proporcionamos trabajo?

Señor, no habrá escapado a vuestra sagacidad que es como si le dijéramos al país: Trabaja con la mano izquierda y no con la derecha.

Crear obstáculos para otorgar al trabajo la ocasión de desarrollarse, tal es el principio de la restricción que se muere. También es el principio de la restricción que va a nacer. Señor, la reglamentación que proponemos no implica innovar, sino perseverar.

En cuanto a la eficacia de la medida, es incontestable. Resulta dificultoso, mucho más de lo que se cree, realizar con la mano izquierda lo que se tiene por costumbre hacer con la derecha. Os convenceréis de ello, Señor, si os dignáis experimentar nuestro sistema con un acto que os sea familiar como, por ejemplo, el de barajar las cartas. Bien podemos, pues, jactarnos de abrir para el trabajo horizontes ilimitados.

Cuando los obreros de toda condición se vean limitados al uso de su mano izquierda, imaginemos, Señor, cuántos harán falta para hacer frente a las necesidades del consumo actual, que suponemos invariable, como hacemos siempre que comparamos sistemas de producción. La enorme demanda de mano de obra seguro que determinará una subida considerable de los salarios, y la pobreza desaparecerá del país como por ensalmo.

Señor, vuestro paternal corazón se regocijará al constatar que los beneficios de la ordenanza alcanzarán también a esa porción tan significativa de la gran familia, cuya suerte demanda vuestro interés. ¿Cuál es el sino de las mujeres en Francia? El sexo más audaz y endurecido por el trabajo las arranca insensiblemente de todo tipo de profesión.

En otro tiempo, a las mujeres les quedaba el recurso de los despachos de lotería, pero éstos, por culpa de una despiadada filantropía, se han cerrado. ¿Y cuál ha sido el pretexto? Para ahorrar —dicen— el dinero del pobre. Pero ¿acaso el pobre ha podido nunca obtener, con sólo una moneda, goce tan dulce e inocente como el que guarda para él la misteriosa urna de la fortuna? Privado de todos los placeres de la vida, ¿tal vez no ha dispensado unos momentos deliciosos a su familia arriesgando, moneda a moneda, todo su jornal en el juego de la lotería? La esperanza siempre tenía un sitio en el hogar familiar. La buhardilla se llenaba de ilusiones: la mujer se imaginaba eclipsando a sus vecinas con el esplendor de sus vestidos, el hijo se veía hecho todo un caballero, la hija soñaba con el trayecto hacia el altar del brazo de su novio.

¡Qué es mejor que un bello sueño!

¡Oh, la lotería, era la poesía del pobre y hemos permitido que se nos escape!

Con la lotería difunta, ¿de qué medios disponemos para proveer a nuestros protegidos?: el tabaco y el correo.

El tabaco, en buena hora, vemos que progresa, gracias al cielo y a los distinguidos hábitos que augustos ejemplos han sabido, muy hábilmente, hacer que prevalezcan entre nuestra elegante juventud.

Pero el correo... Nada diremos de él, pero será objeto de un informe especial.

Entonces, excepto el tabaco, ¿qué les queda a vuestras súbditas? Sólo el bordado, las labores de punto y la costura, tristes recursos que, cada día que pasa, se ven restringidos por la bárbara ciencia de la mecánica.

Pero tan pronto como aparezca vuestra ordenanza, en cuanto las manos sean cortadas o atadas, todo cambiará de plano. Un número de bordadoras, modistas, costureras, planchadoras y camiseras, multiplicado por veinte o por treinta, no tendrán que sufrir por el consumo (vergüenza para quien piense mal) del reino, un consumo que suponemos invariable, según nuestra forma de razonar.

Es verdad que tal suposición podrá ser cuestionada por fríos teórico, pues los vestidos serán más caros, y también las camisas. Lo mismo dicen del hierro que la nación extrae de nuestras minas, comparándolo con lo que se podría vendimiar en nuestras viñas. Este argumento no es, pues, más admisible contra la torpeza que contra la protección, desde el momento en que la carestía no sería más que el resultado y la expresión del excedente de esfuerzos y de trabajos, el cual es justamente la base sobre la que, en cualquier caso, pretendemos fundar la prosperidad de la clase obrera.

Sí, pintamos con trazos conmovedores el cuadro de la prosperidad de la industria costurera. ¡Qué movimiento! ¡Qué actividad! ¡Qué vida! Cada vestido mantendrá ocupados cien dedos en lugar de diez. No habrá ya ninguna joven ociosa y no necesitamos, Señor, señalar a vuestra perspicacia las consecuencias morales de esta gran revolución. No sólo habrá más chicas ocupadas, sino que cada una de ellas ganará más, pues les resultará imposible abastecer toda la demanda. Y si surge algún tipo de competencia, no será entre las obreras que confeccionan los vestidos, será entre las señoras que los lucen.

Comprobadlo vos mismo, Señor, nuestra proposición, además de guardar conformidad con las tradiciones económicas del gobierno, resulta esencialmente moral y democrática.

Para apreciar sus efectos, vamos a suponerla realizada, transportándonos por el pensamiento al porvenir, e imaginemos el sistema en acción después de veinte años. La ociosidad está desterrada del país; el bienestar y la concordia, la felicidad y la moralidad, de la mano del trabajo, se extienden por todas las familias; como la mano izquierda es muy torpe en las tareas, el trabajo abunda sobremanera y la remuneración resulta satisfactoria. Los operarios llenan los talleres y todo funciona a la perfección. ¿No es cierto, Señor, que si repentinamente los utopistas llegaran a reclamar la libertad de la mano derecha, provocarían la alarma del país, trastornando todas las vidas? Como nuestro sistema es bueno, no podría ser destruido sin dolor.

Y, sin embargo, tenemos el triste presentimiento de que un día se constituirá (tan grande es la perversidad humana) una asociación en pro de la libertad de las manos derechas.

Nos parece oír ya a los libre-diestristas el siguiente discurso en la sala Montesquieu:

«Pueblo, te crees más rico porque te han suprimido el uso de una mano. Tan sólo ves el aumento de trabajo que ello supone, cuando debieras fijarte también en la subida de los precios, en la disminución forzosa del consumo. Esta medida no acrecienta la fuente de los salarios, que es el capital. Las aguas que fluyen del gran depósito se desparraman por otros canales, pero el volumen no aumenta, y el resultado definitivo para la nación es un desperdicio de bienestar equivalente al que millones de manos derechas podrían producir: tanto como el que producen las manos izquierdas. Así pues, unámonos y, pagando el precio de algunos desarreglos inevitables, conquistemos el derecho de que todas las manos puedan trabajar.»

Afortunadamente, Señor, se constituirá una «asociación para la defensa del trabajo de la mano izquierda», y los «Siniestristas» no tendrán reparo alguno en reducir a la nada todas estas generalidades e idealidades, suposiciones y abstracciones, ensueños y utopías. Sólo tendrán que exhumar el Moniteur industriel de 1846 (13 de octubre): encontrarán ahí argumentos redondos contra la libertad de comercio que, además, pulverizan tan maravillosamente la libertad de la mano derecha, que les bastará con copiar una palabra tras otra.

«La liga parisina por la libertad de comercio no duda de la colaboración de los obreros. Pero éstos no son ya hombres que se dejen llevar. Tienen los ojos abiertos y conocen la economía política mejor que nuestros profesores... La libertad de comercio —aducen los obreros— nos quitaría el trabajo, y éste es nuestra propiedad real, grande, soberana: con el trabajo, con mucho trabajo, el precio de las mercancías nunca resulta inaccesible. Pero sin trabajo, el obrero está condenado a morir de hambre. Ahora bien, vuestras doctrinas, en lugar de aumentar el número de puestos trabajo en Francia, lo disminuirán, es decir, nos condenaréis a la miseria.»

«Cuando hay demasiadas mercancías a la venta, su precio se abarata; pero como el salario disminuye cuando la mercancía pierde su valor, resulta que, en lugar de encontrarnos en situación de comprar, no podemos ya comprar nada. Así pues, cuando la mercancía tiene un precio insignificante, el obrero es más desgraciado.» (Gauthier de Rumilly, Moniteur industriel del 17 de noviembre.)

No estará de más que los Siniestristas introduzcan algunas amenazas en sus bellas teorías. Aquí está el modelo:

¡Cómo! Pretender sustituir con el trabajo de la mano derecha el de la mano izquierda y provocar así la caída forzosa, si no la aniquilación del salario, único recurso de casi toda la nación!

Y esto en el momento en que unas exiguas cosechas ya imponen penosos sacrificios al obrero, inquietan su porvenir, lo vuelven más accesible a los malos consejos y lo predisponen a abandonar la sensata conducta que ha mantenido hasta aquí!

Confiamos, Señor, en que, gracias a razonamientos tan sabios, si se entabla la lucha, la mano izquierda saldrá victoriosa.

Quizá se forme una asociación con el fin de investigar si ambas manos, la derecha y la izquierda, no están equivocadas, y si no habrá entre ellas una tercera mano que pueda conciliarlas.

Tras retratar a los Dexteristas como seducidos por «la liberalidad aparente de un principio cuya experiencia no ha verificado aún su exactitud» y a los Sinistristas acantonándose en las posiciones conquistadas:

«¡Y se niega —dirá la asociación— que haya un tercer partido que tomar en medio del conflicto! ¡No vemos que los obreros tienen que defenderse a la vez de los que no quieren cambiar nada de la situación actual, porque la encuentran ventajosa, y de los que sueñan con un trastorno económico cuya extensión y alcance no han calculado!» (Nacional del 16 de octubre).

No obstante, no queremos ocultar a Vuestra Majestad, Señor, que nuestro proyecto tiene un flanco vulnerable, pues alguien podría decirnos: En veinte años, todas las manos izquierdas serán tan hábiles como lo son ahora las manos derechas y ya no se podrá contar con la torpeza para acrecentar el trabajo nacional.

Respondemos a esto que, según doctos médicos, la parte izquierda del cuerpo humano tiene una debilidad natural muy tranquilizadora para el porvenir del trabajo.

Y, después de todo, consentid, Señor, en firmar la ordenanza y habrá prevalecido un gran principio: «Toda riqueza proviene de la intensidad del trabajo.» Nos resultará fácil extender y variar las aplicaciones. Podremos decretar, por ejemplo, que sólo se permita trabajar con el pie. Esto no es más imposible (puesto que se ha visto) que extraer hierro del cieno del Sena. Se sabe hasta de hombres que han logrado escribir con la espalda. Podéis ver, Señor, que no nos faltarán medios para acrecentar el trabajo nacional. Y en caso de desesperación, nos quedaría el recurso ilimitado de las amputaciones.

En fin, Señor, si este informe no fuera a hacerse público, llamaríamos vuestra atención sobre la gran influencia que todos los sistemas análogos al que os presentamos poseen para dotar a los hombres de poder. Pero esta es una materia que nos reservamos para tratar en consejo privado.

VII. CUENTO CHINO

¡Hay un clamor contra la codicia, el egoísmo de nuestro tiempo!

Por mi parte, compruebo que el mundo, y París en particular, está poblado por Decios.

Echad un vistazo a los miles de libros, de periódicos, de folletines que las prensas parisinas vierten a diario sobre el país. Todo ello parece una tarea de modestos santos.

¡Qué inspiración para mostrar los vicios que nos rodean! ¡Qué ternura conmovedora para las masas! ¡Con qué generosidad se insta a los ricos a que compartan con los pobres o a éstos para que hagan otro tanto con los ricos! ¡Cuántos planes para que se reforme, para que mejore, para que se organice la sociedad! ¿Habrá algún mediocre escritor cuyo objetivo no sea el bienestar de las clases trabajadoras? Sólo hay que procurar que éstas dispongan del tiempo suficiente para entregarse a las reflexiones humanitarias.

¡Y todavía se habla del egoísmo y del individualismo de nuestra época!

No hay nada que no persiga el bienestar y la educación moral del pueblo, nada, ni tan siquiera la Aduana. ¿Acaso creéis que ésta es una máquina de impuestos tal que el fielato o el peaje al final de un puente? En absoluto. Se trata de una institución esencialmente civilizadora, fraternal e igualitaria. ¿Qué queréis?, es la moda. Hay que actuar, o aparentar que se actúa, con sentimiento. Sentimentalismo en todo caso, incluso en la garita del «¿qué lleváis ahí?».

Pero (hemos de confesarlo) para llevar a cabo tales aspiraciones filantrópicas, la aduana utiliza procedimientos singulares.

De entrada, pone en pie un ejército de directores, subdirectores, inspectores, subinspectores, controladores, supervisores, recaudadores, jefes, subjefes, empleados, supernumerarios, aspirantes-supernumerarios y aspirantes a aspirantes, sin contar el servicio activo, y todo para acabar ejerciendo sobre la industria del pueblo una acción negativa que se resume en la palabra impedir.

Fijaos en que no digo tasar, sino muy concretamente impedir.

E impedir no desde luego actos reprobados por las costumbres o contrarios al orden público, sino transacciones inocentes e incluso favorables (y esto es obvio) para la paz y la unión de los pueblos.

Sin embargo, la humanidad es tan flexible y adaptable que, de una u otra forma, siempre se sobrepone a los impedimentos. Cuestión de lograr que se acreciente el trabajo.

Impedid que un pueblo traiga sus alimentos del exterior y los producirá en casa: será más trabajoso, pero hay que vivir. Impedid que atraviese un valle y remontará las montañas: será más largo, pero hay que llegar.

Esto es tal vez triste, pero resulta divertido: cuando la ley contribuye a levantar una determinada serie de obstáculos, de manera que, para superarlos se hace necesario de traer cierta cantidad de trabajo, desaparece el derecho de reclamar la reforma de dicha ley. Si mostráramos el obstáculo, nos señalarían el trabajo que éste genera; y si adujéramos que no se trata de trabajo creado, sino detraído, nos responderían como L’Esprit publique: «Solo el empobrecimiento es seguro e inmediato, mientras que el enriquecimiento es más hipotético.»

Esto me recuerda una historia china que paso a narraros.

Había en China dos grandes ciudades: Tchin y Tchan. Un canal magnífico las comunicaba. El emperador juzgó conveniente cegar el canal con enormes bloques de roca, con el fin de inutilizarlo.

Ante esto, el primer mandarín, Kuang, le dijo: —Hijo del Cielo, cometéis un error. El emperador respondió: —Kuang, lo que dices es una tontería. Entiéndase que sólo refiero la sustancia del diálogo.

Al cabo de tres lunas, el celeste emperador llamó al mandarín y le dijo: —Kuang, observa.

Y éste vio, a cierta distancia del canal, una multitud de hombres trabajando. Unos hacían desmontes, otros terraplenes; los de aquí nivelaban, los de allá ponían adoquines; el mandarín, que era muy sabio, pensó: están construyendo una carretera.

Al cabo de tres lunas, el emperador llamó de nuevo a Kuang y le dijo: —Observa. Y Kuang observó.

Vio que la carretera ya se había construido y pudo comprobar que a lo largo del camino, de trecho en trecho, se levantaban hosterías. Numerosos peones, carros y palanquines iban y venían, y una muchedumbre de chinos, abrumados por el cansancio, transportaban pesadas cargas de Tchin a Tchan y de Tchan a Tchin. Kuang cayó en la cuenta de que era la destrucción del canal lo que proporcionaba trabajo a aquella pobre gente, pero reflexionó con la idea de que ese trabajo había sido detraído de otros empleos.

Transcurrieron tres lunas y el emperador le dijo a Kuang: —Observa. Y Kuang así lo hizo.

Comprobó que las hosterías estaban siempre llenas de viajeros y que, como éstos necesitaban comer, habían proliferado las carnicerías, las panaderías, las charcuterías y los comerciantes de nidos de golondrinas. Dado que la gente tiene que vestirse, se habían establecido también sastres, zapateros y vendedores de quitasoles y de abanicos; y como nadie duerme al raso, ni siquiera en el Celeste Imperio, habían acudido también carpinteros, albañiles y techadores. Después llegaron los oficiales de policía, los jueces, los médicos. En resumen, se formó toda una ciudad con sus arrabales.

Entonces el emperador le preguntó a Kuang: —¿Qué os parece?

Y Kuang le respondió que jamás hubiera creído que la destrucción de un canal pudiera crear tanto trabajo para el pueblo, y que mantenía la idea de que no se trataba de trabajo creado sino detraído, y que los viajeros se detenían al pasar por el canal después de ser obligados a usar la carretera.

En medio de la conmoción de sus súbditos, murió el emperador, y el hijo del Cielo fue depositado en la tierra.

Su sucesor llamó a Kuang y le ordenó que despejara el canal.

Kuang le dijo al nuevo emperador: —Hijo del Cielo, cometéis un error. El emperador repuso: —Kuang, lo que dices es una tontería. Pero Kuang insistió y preguntó: —Señor, ¿cuál es vuestro objetivo? —Mi objetivo —dijo el emperador— es facilitar el tránsito de los hombre y de las cosas entre Tchin y Tchan y, haciendo que el transporte resulte menos costoso, lograr que el pueblo obtenga té y ropa a un precio más barato.

Pero Kuang se había preparado. Tenía en su poder algunos números de El Monitor Industrial, diario chino. Sabiéndose bien la lección, pidió permiso para responder y, cuando lo hubo obtenido, tras golpear el suelo con su frente nueve veces, dijo:

—Señor, pretendéis reducir, a partir de la facilidad del transporte, el precio de los objetos de consumo y poner éstos al alcance del pueblo, al cual priváis del trabajo que generó la destrucción del canal. Señor, en economía política, el precio barato absoluto...

El emperador: —Me parece que estás recitando. Kuang: —Es cierto. Me será más cómodo leer.

Y desplegando el Espíritu Público, leyó: «En economía política, el precio barato absoluto de los objetos de consumo es algo secundario. El problema reside en el equilibrio del precio del trabajo con el de los objetos necesarios para la existencia. La abundancia de trabajo es la riqueza de las naciones, y el mejor sistema económico es el que abastece a aquéllas de la mayor cantidad de trabajo posible. No hay que preocuparse de si es mejor pagar una u otra tasa por el té o por una camisa, eso son puerilidades indignas de un espíritu serio. La cuestión está en si es mejor pagar más por un objeto y disponer, por la abundancia y el precio del trabajo, de más medios para adquirirlo. O bien si es preferible empobrecer las fuentes del trabajo, disminuir la masa de la producción nacional, transportar por “caminos que marchan” los objetos de consumo a mejor precio, ciertamente, y al mismo tiempo ampliar a una parte de nuestros trabajadores las posibilidades de comprar también con estos precios reducidos.»

Viendo que el emperador no parecía muy convencido, Kuang dijo: —Atended, Señor. Aún tengo más cosas de El Monitor Industrial. Pero el emperador contestó: —No necesito diarios chinos para saber que crear «obstáculos» es atraer trabajo a esta parte. Esa no es mi tarea. Ve y despeja el canal. Después reformaremos la aduana. Y Kuang se marchó, mesándose los cabellos y gritando: —¡Oh, Fô, oh, Pê, oh, Lî y todos los dioses monosilábicos y circunflejos de Cathay, tened piedad de vuestro pueblo, pues nos ha llegado un emperador de la «escuela inglesa» y veo que pronto nos faltará todo, pues ya no tendremos nada que hacer!

VIII. TRABAJO HUMANO, TRABAJO NACIONAL

La destrucción de las máquinas y el rechazo de las mercancías extranjeras son actitudes que provienen de la misma doctrina.

Es frecuente encontrarse con personas que aplauden la presentación en sociedad de un gran invento y que, sin embargo, son partidarias del régimen proteccionista, demostrando con ello una patente incoherencia.

¿Qué es lo que se le reprocha a la libertad de comercio? Que los extranjeros, con más habilidad o mejores condiciones, nos ofrezcan cosas que, de otro modo, tendríamos que producir nosotros. En pocas palabras: se le reprocha que es perjudicial para el trabajo nacional.

En esa línea, ¿no habría que acusar a las máquinas de causar un daño al trabajo humano por llevar a cabo lo que, sin ellas, habría que hacer a fuerza de brazos?

El obrero extranjero que se encuentre en mejores condiciones que uno francés puede convertirse con respecto a éste en una verdadera máquina económica capaz de abrumar con su competencia. Del mismo modo, una máquina que realice una actividad a un precio menor que un cierto número de brazos constituye, en relación con ellos, un verdadero competidor extranjero que los dejará en paro cuando entre a funcionar.

Si resultara pertinente proteger el trabajo nacional de la competencia del trabajo extranjero, no lo sería menos proteger el trabajo humano de la rivalidad del trabajo mecánico.

Igualmente, quien se adhiera al régimen protector, si actuara con lógica, no debería conformarse con la prohibición de los productos extranjeros, sino que también debería rechazar todo lo que se obtiene a partir de la lanzadera o el arado.

Por eso entiendo mejor la actitud de aquellos que, estando en contra de la invasión de mercancías foráneas, al menos tienen la valentía de mostrar su rechazo al exceso de producción derivado de la poderosa inventiva del espíritu humano.

Como, por ejemplo, el señor de Saint-Chamans: «Uno de los argumentos rotundos contra la libertad de comercio y el excesivo empleo de las máquinas es que muchos obreros se quedan sin trabajo, sea por la competencia extranjera que hace descender la producción manufacturera, sea por los instrumentos que desplazan a los hombres de los talleres» (Del sistema de impuestos, p. 438).

El señor de Saint-Chamans capta a la perfección la analogía, mejor dicho, la identidad que existe entre las importaciones y las máquinas. Esa es la razón por la que proscribe ambas. Y resulta agradable mantener una controversia con argumentadores que, incluso en el error, saben llevar un razonamiento hasta el final.

¡Pero veréis qué dificultades los aguardan!

Si a priori es verdad que el ámbito de la invención y el del trabajo sólo pueden extenderse uno a expensas del otro, los países donde hay más máquinas, el Lancaster por ejemplo, tendrán menos obreros. Si, por el contrario, se constata de hecho que la mecánica y la mano de obra coexisten en los países desarrollados a un nivel más alto que en los más atrasados, hay que concluir necesariamente que ambas fuerzas laborales no se excluyen.

No puedo explicarme que un ser pensante pueda tener un instante de reposo ante este dilema:

O los inventos humanos, como los hechos generales certifican, no perjudican el trabajo, puesto que unos y otro proliferan más entre los ingleses o los franceses que en las tribus de los Hurones o los Cheroquis y, en este caso, me he equivocado de camino aunque no sepa dónde ni cuándo me he extraviado.

O bien los descubrimientos del espíritu limitan la mano de obra, como los hechos particulares parecen indicar puesto que compruebo a diario cómo una máquina sustituye a veinte o a cien trabajadores, y entonces me veo obligado a constatar una flagrante, eterna, incurable antítesis entre la potencia intelectual y la potencia física del hombre, entre su progreso y su bienestar, y no puedo dejar de decir que el Hacedor del hombre debió dotarle de la razón o de los brazos, de la fuerza moral o de la fuerza bruta, pero que se burla de él confiriéndole a la vez facultades que se destruyen entre sí.

La dificultad es apremiante. Ahora bien, ¿sabemos cómo solventarla? Pues con este singular apotegma: «En economía política no hay un principio absoluto.»

En expresión inteligible y vulgar, esto significa: «Desconozco dónde reside lo verdadero y lo falso. Ignoro lo que constituye el bien o el mal general. No me preocupa. El efecto inmediato de cada medida sobre mi bienestar personal, tal es la única ley que reconozco.»

¡No existen los principios! Pero es como decir: No existen los hechos. Pues los principios no son sino fórmulas que resumen todo un orden de hechos perfectamente constatados.

Ciertamente, las máquinas y las importaciones producen efectos que pueden ser buenos o malos, y en cuanto a esto se puede discrepar. Pero sea cual fuere la opinión que se adopte, se formulará a través de uno de estos principios: Las máquinas son un bien; o las máquinas son un mal. Las importaciones son beneficiosas; o las importaciones son perjudiciales. Pero decir: «No existen los principios», es ciertamente el último grado de abyección al que puede descender el espíritu humano, y confieso que siento vergüenza de mi país cuando oigo semejante herejía en unas cámaras francesas, con su asentimiento, es decir, en presencia y con el asentimiento de la elite de nuestros conciudadanos. Y todo para justificar la imposición de unas leyes con un perfecto desconocimiento de causa.

Pero en fin, se me dirá, destruya el sofisma. Pruebe que las máquinas no dañan el trabajo humano, ni las importaciones el trabajo nacional.

En un trabajo como este, tales demostraciones no podrían ser exhaustivas. Lo que yo pretendo es exponer los problemas antes que resolverlos, y estimular la reflexión, no llevarla a sus límites. No existe para el espíritu mejor convicción que la que alcanza por sí mismo. No obstante, intentaré mostrar el camino.

Lo que confunde a los adversarios de las importaciones y de las máquinas es que las juzgan por sus efectos inmediatos y transitorios, en vez de buscar las consecuencias generales y definitivas.

El efecto cercano de una máquina ingeniosa es que convierte en superflua, para determinados objetivos, cierta cantidad de mano de obra. Pero el efecto de aquélla no acaba ahí. Como se obtiene un producto con menos esfuerzos, se puede vender a un precio más bajo, pero lo que ahorran los compradores pueden invertirlo en la compra de otras cosas, con lo cual estimularán la mano de obra en general, precisamente con lo que se obtiene de la mano de obra especial de la industria perfeccionada. De suerte que el nivel del trabajo no desciende y el de la posibilidad de acceder a satisfacciones se eleva.

Expresemos este conjunto de efectos con un ejemplo.

Voy a suponer que se compran en Francia diez millones de sombreros a 15 francos, que aportan a la industria sombrerera una cantidad de 150 millones. Se inventa una máquina que permite ofrecer los sombreros a 10 francos. La aportación para la industria se reduce a 100 millones, admitiendo que el consumo no aumenta. Pues esos 50 millones no los pierde el trabajo humano. Economizados por los compradores de sombreros, servirán para satisfacer otras necesidades y, en consecuencia, para remunerar por ese importe a la industria en su conjunto: con esos cinco francos de ahorro, Juan comprará un par de zapatos, Santiago un libro, Jerónimo un mueble, etc. El trabajo humano, concebido en su totalidad, continuará teniendo un fomento hasta la suma de 150 millones; pero esta cantidad producirá el mismo número de sombreros que antes, más todas las satisfacciones correspondientes a los 50 millones que la máquina ha ahorrado. Tales satisfacciones son el producto neto que la nación habrá obtenido del invento. Se trata de un don gratuito, un tributo que el genio del hombre habrá impuesto a la naturaleza. No se puede negar que en el curso de la transformación se ha desplazado cierta masa de trabajo; pero también es innegable que ésta no se ha destruido ni ha disminuido.

Lo mismo ocurre con las importaciones. Retomemos el ejemplo. Francia fabricaba diez millones de sombreros cuyo precio de venta era de 15 francos. El extranjero invadió el mercado ofreciendo los sombreros a 10 francos. Yo mantengo que el trabajo nacional no habrá disminuido en absoluto.

Porque ese trabajo deberá producir hasta la suma de 100 millones para pagar 10 millones de sombreros a 10 francos.

Y después, restará a cada comprador 5 francos de ahorro por sombrero o, en total, 50 millones que pagarán con otros bienes, es decir, con otros trabajos.

Pues la masa de trabajo quedará como estaba y los bienes suplementarios, representados por 50 millones de economía sobre los sombreros, supondrán el provecho neto de la importación o de la libertad de comercio.

No es necesario que nadie intente asustarnos con el cuadro de sufrimientos que, en esta hipótesis, acompañarían al desplazamiento del trabajo.

Pues si la prohibición no hubiera existido nunca, el trabajo se habría establecido según la ley del intercambio y no se habría producido ningún tipo de desplazamiento.

Si, por el contrario, la prohibición ha traído una clasificación artificial e improductiva del trabajo, es ella y no la libertad la responsable del desplazamiento inevitable en la transición del mal al bien.

A menos que se pretenda que, porque un abuso no puede ser destruido sin molestar a quienes aprovecha, basta con que exista durante un momento para que deba durar siempre.

4

El estado[16]

Yo quisiera que se creara un premio, no de quinientos francos, sino de un millón, con coronas, cruz y condecoración, para aquel que diera una definición buena, simple e inteligible del Estado.

¡Qué gran servicio prestaría a la sociedad! ¡El Estado! ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Qué debería hacer?

Todo lo que nosotros sabemos es que es un personaje misterioso, y seguramente el más solicitado, el más atormentado, el más atareado, el más aconsejado, el más acusado, el más invocado y el más provocado que hay en el mundo.

Porque, señor, yo no tengo el honor de conocerle, pero apuesto diez contra uno a que desde hace seis meses usted fragua utopías, y si fragua utopías, apuesto diez contra uno a que encarga al Estado que las realice.

Y usted, señora, estoy seguro de que en el fondo de su corazón desearía curar todos los males de la triste humanidad y que no le importaría que el Estado se prestara a ello.

Pero, ¡ay!, el infeliz, como Fígaro, no sabe a quién oír ni a quién dirigirse. Las cien mil bocas de la prensa y de la tribuna le gritan a la vez: «Organiza el trabajo a los trabajadores. Extirpa el egoísmo. Reprime la insolencia y la tiranía del capital. Haz experimentos sobre el estiércol y sobre los huevos. Surca el país de ferrocarriles. Riega las llanuras. Puebla de árboles las montañas. Crea granjas modelo. Crea talleres armoniosos. Coloniza Argelia. Amamanta a los niños. Instruye la juventud. Asegura la vejez. Envía a los campos los habitantes de las ciudades. Pondera los beneficios de todas las industrias. Presta dinero sin interés a quienes lo deseen. Libera Italia, Polonia y Hungría. Eleva y perfecciona el caballo de montar. Fomenta el arte, fórmanos músicos y bailarines. Prohíbe el comercio y, al mismo tiempo, crea una marina mercante. Descubre la verdad y mete en nuestras cabezas una pizca de razón. El Estado tiene la misión de ilustrar, desarrollar, agrandar, fortalecer, espiritualizar y santificar el alma de los pueblos.»

«¡Eh! Señores, un poco de paciencia —responde el Estado con aire lastimero—. Yo intentaré satisfaceros, pero para ello necesito algunos recursos. He preparado proyectos relativos a cinco o seis impuestos totalmente nuevos y los más benignos del mundo. Ustedes verán con qué placer los pagan.»

Pero entonces se levanta un griterío: «¡No, no! ¿Qué mérito puede haber en hacer algo con recursos? Para ello no haría falta acudir al Estado. Lejos de nosotros cargar con nuevos impuestos. Más bien te conminamos a que retires los ya existentes. Suprime: El impuesto de la sal; El impuesto de las bebidas; El impuesto de las cartas; Los fielatos; Las patentes; Las prestaciones.»

En medio de este tumulto, y después de que el país ha cambiado dos o tres veces de Estado por no haber satisfecho a todos tales demandas, he querido demostrar que éstas son contradictorias. ¡Qué atrevimiento el mío! ¿No habría podido guardarme para mí tan infortunada observación?

Heme aquí desacreditado ante todos para siempre; y ahora se da por descontado que soy un hombre sin corazón y sin entrañas, un filósofo duro, un individualista, un burgués y, para decirlo todo en una palabra, un economista de la escuela inglesa o americana.

¡Oh! Perdónenme, escritores sublimes, a los que no detienen ni siquiera las contradicciones. Estoy equivocado, sin duda, y me retracto de todo corazón. No pido nada mejor, estén seguros, de lo que ustedes ya han descubierto en alguna parte: un ser bienhechor e inagotable, llamado Estado, que tiene pan para todas las bocas, trabajo para todos los brazos, capitales para todas las empresas, crédito para todos los proyectos, aceite para todas las heridas, alivio para todos los sufrimientos, consejo para todos los perplejos, soluciones para todas las dudas, verdades para todas las inteligencias, distracciones para todos los aburrimientos, leche para la infancia, vino para la vejez, que provee a todas nuestras necesidades, previene todos nuestros deseos, satisface todas nuestras curiosidades, endereza todos nuestros errores y todas nuestras faltas y nos dispensa de toda previsión, prudencia, juicio, sagacidad, experiencia, orden, economía, templanza y actividad.

¿Y por qué no habría de desearlo? Dios me perdone, cuanto más lo pienso, más interesante me parece y mayor es mi impaciencia por tener a mi alcance esta fuente inagotable de riquezas y de luces, esta medicina universal, este tesoro sin fondo, este consejero infalible que ustedes llaman Estado.

También pido que me lo muestren, que me lo definan, y por eso propongo la creación de un premio para el primero que descubra este fénix. Porque, en fin, se me concederá que este precioso descubrimiento aún no se ha realizado, pues hasta ahora todo lo que se presenta bajo el nombre de Estado enseguida lo rechaza el pueblo, precisamente porque no cumple las condiciones un poco contradictorias del programa.

¿Hay que decirlo? Me temo que, a este respecto, somos víctimas de la más extraña ilusión que jamás se haya apoderado del ser humano.

Al hombre le repugna el dolor, el sufrimiento. Sin embargo, la naturaleza le condena al sufrimiento de la privación si no acepta la pena del trabajo. No tiene, pues, más elección que entre estos dos males. ¿Cómo evitarlos? Hasta ahora no ha encontrado ni encontrará nunca más que un medio: disfrutar del trabajo ajeno; hacer que la pena y la satisfacción no recaigan sobre cada uno según la proporción natural, sino que toda la pena sea para unos y todas las satisfacciones para otros. De ahí la esclavitud, la expoliación en cualquiera de sus formas: guerras, imposturas, violencias, restricciones, fraudes, etc., abusos monstruosos pero consecuentes con la idea que los ha originado. Se debe odiar y combatir a los opresores, pero no se puede decir que sean absurdos.

La esclavitud desaparece, gracias a Dios, y, por otro lado, esta disposición que tenemos a defender nuestro bien hace que la expoliación directa e ingenua no sea fácil. Pero se mantiene esta maldita inclinación primitiva que tienen todos los hombres a separar, en el complejo de la vida, por un lado el sufrimiento que arrojan sobre los demás y por otro la satisfacción que retienen para ellos mismos. Queda por ver bajo qué forma nueva se manifiesta esta triste tendencia.

El opresor no actúa directamente por sus propias fuerzas sobre el oprimido. No, nuestra conciencia es demasiado meticulosa para ello. Todavía hay tiranos y víctimas, pero entre ellos se coloca un intermediario que es el Estado, es decir, la propia ley. ¿Qué mejor para hacer callar nuestros escrúpulos y, lo que tal vez sea más apreciado, para vencer las resistencias? Así pues, todos, con una razón u otra, bajo un pretexto u otro, nos dirigimos al Estado y le decimos: «No veo que haya una correspondencia proporcional entre mis satisfacciones y mi trabajo. Para establecer el deseado equilibrio, quisiera tomar una parte del bien ajeno. Pero esto es peligroso. ¿No podrías tú facilitármelo? ¿No podrías darme un buen puesto? ¿O bien dificultar la industria de mis competidores? ¿O bien prestarme capitales de los que hayas despojado a sus propietarios? ¿O asegurarme el bienestar cuando tenga cincuenta años? De este modo conseguiré mi objetivo con toda tranquilidad de conciencia, porque la ley misma habrá actuado por mí, y así tendré todas las ventajas de la expoliación sin afrontar sus riesgos ni los odios que despierta.»

Dado que, por un lado, todos nos dirigimos al Estado con alguna demanda semejante y, por otro, es innegable que el Estado no puede satisfacer a unos si no es a costa de otros, en espera de otra definición del Estado me creo autorizado a proponer la mía. ¿Quién sabe si me llevaré el premio? Es ésta: el Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza por vivir a expensas de todo el mundo.

Porque, hoy como antaño, cada uno, más o menos, quisiera aprovecharse del trabajo ajeno. Intentamos ocultar este sentimiento, disimularlo incluso ante nosotros mismos. Y entonces ¿qué se hace? Imaginamos un intermediario, nos dirigimos al Estado, y las distintas clases se van sucediendo en su demanda: «Tú que puedes tomar lealmente, honestamente, toma del público y compartamos.» El Estado estará encantado de seguir el diabólico consejo; pues está formado por ministros, funcionarios, hombres en fin, que, como todos los hombres, llevan en el corazón el deseo y aprovechan siempre con ardor la ocasión de aumentar sus riquezas y su influencia. El Estado, pues, comprende en seguida el partido que puede sacar del papel que el público le confía. Será el árbitro, el amo de todos los destinos: tomará mucho, se quedará con una buena parte; multiplicará el número de sus agentes, ampliará el círculo de sus atribuciones; terminará por adquirir proporciones aplastantes.

Pero lo más notable es la asombrosa ceguera del público en todo esto. Cuando los soldados victoriosos hacen esclavos a los vencidos, son ciertamente bárbaros pero no absurdos. Su objetivo, como el nuestro, es vivir a costa de otros, pero, a diferencia de nosotros, lo consiguen. ¿Qué debemos pensar de un pueblo en el que no parece que se dude de que el pillaje recíproco es menos pillaje por ser recíproco, que no es menos criminal porque se ejecute legalmente y con orden, que no añade nada al bienestar público; que, por el contrario, lo disminuye en todo lo que nos cuesta este manirroto intermediario que llamamos Estado?

Y esta gran quimera la hemos colocado, para edificación del pueblo, en el frontispicio de la Constitución. He aquí las primeras palabras del preámbulo: «Francia se constituye en República para llamar a todos los ciudadanos a un grado cada vez más elevado de moralidad, de luz y de bienestar.»

Así pues, es Francia o la abstracción la que llama a los franceses o las realidades a la moral, al bienestar, etc. ¿Y ello no es abundar en el sentido de esta curiosa ilusión que nos lleva a todos a esperar otra energía distinta de la nuestra? ¿No es dar a entender que, al lado y al margen de los franceses, existe un ser virtuoso, ilustrado, rico, que puede y debe verter sobre ellos sus beneficios? ¿No es dar por supuesto, gratuitamente desde luego, que entre Francia y los franceses, entre la simple denominación abreviada, abstracta, de todas las individualidades y estas misma individualidades, se dan unas relaciones de padre a hijo, de tutor a pupilo, de profesor a alumno? Ya sé que a veces se dice metafóricamente: la patria es una tierna madre. Pero para sorprender en flagrante delito de inanidad a la proposición constitucional, basta mostrar que se le puede dar la vuelta, diría que no sólo sin inconveniente, sino incluso con ventaja. ¿No sería más exacto si el preámbulo dijera: «Los franceses se han constituido en República para llamar a Francia a un grado siempre más elevado de moralidad, de luz y de bienestar»?

Ahora bien, ¿qué valor tiene un axioma en el que el sujeto y el predicado pueden cambiar de sitio impunemente? Todos entienden la expresión: la madre amamantará al niño. Pero sería ridículo decir: el niño amamantará a la madre.

Los americanos tenían otra idea de las relaciones de los ciudadanos con el Estado cuando pusieron a la cabeza de su Constitución estas simples palabras: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, para formar una unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proveer a la defensa común, acrecentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad a nosotros mismos y a nuestra posteridad, decretamos, etc.»

Aquí no hay creación quimérica, una abstracción a la que los ciudadanos le piden todo. No esperan nada más que de ellos mismos y de su propia energía.

Si me permito criticar las primeras palabras de nuestra Constitución es porque no se trata, como podría creerse, de una pura sutileza metafísica. Sostengo que esta personificación del Estado ha sido en el pasado y será en el futuro una fuente fecunda de calamidades y de revoluciones.

He aquí al público por un lado y al Estado por otro, considerados como dos seres distintos, éste obligado a derramar sobre aquél, que tiene derecho a reclamar de él, el torrente de la felicidad humana. ¿Cuál será el resultado?

De hecho, el Estado no es tonto ni puede serlo. Tiene dos manos, una para recibir y otra para dar; dicho de otro modo, la mano fuerte y la mano suave. La actividad de la segunda está necesariamente subordinada a la actividad de la primera. En rigor, el Estado puede tomar y no dar, lo cual se produce y se explica por la naturaleza porosa y absorbente de sus manos, que retienen siempre una parte y algunas veces la totalidad de lo que tocan. Pero lo que nunca se ha visto, lo que jamás se verá y ni siquiera puede concebirse, es que el Estado dé al público más de lo que de él recibe. No tiene, pues, sentido que adoptemos ante él la humilde actitud de los mendigos. Es radicalmente imposible conceder una ventaja particular a algunos individuos que constituyen la comunidad sin infligir un daño superior a la comunidad entera.

Nuestras exigencias le colocan, pues, en un manifiesto círculo vicioso. Si se niega a hacer el bien que de él se exige, se le acusa de impotencia, de mala voluntad, de incapacidad. Si, en cambio, trata de hacerlo, se verá en la necesidad de cargar al pueblo con impuestos redoblados, a hacer más mal que bien y a atraerse, por otro lado, la desafección general.

Así pues, dos esperanzas en la gente y dos promesas en el gobierno: muchos beneficios y ningún impuesto. Esperanzas y promesas que, al ser contradictorias, jamás se realizan.

Acaso no es esta la causa de todas nuestras revoluciones? Porque entre el Estado, que prodiga promesas imposibles, y la gente, que concibe esperanzas irrealizables, vienen a interponerse dos clases de hombres: los ambiciosos y los utópicos. Su papel está totalmente trazado por la situación. A estos cortesanos de la popularidad les basta gritar a los oídos del pueblo: «El poder te engaña; si nosotros estuviéramos en su lugar, te colmaríamos de beneficios y te liberaríamos de los impuestos.»

Y el pueblo cree, el pueblo espera y el pueblo hace una revolución.

Tan pronto como sus amigos se hacen cargo de los asuntos, se les urge a cumplir sus promesas: «Dadme trabajo, pan, seguros, crédito, instrucción, colonias —dice el pueblo—, y con todo, según vuestras promesas, liberadme de las garras del fisco.»

Los apuros del nuevo Estado no son menores que los del Estado antiguo, pues en realidad lo imposible se puede prometer pero no cumplir. Trata de ganar tiempo, que necesita para madurar sus vastos proyectos. Primero hace algunos tímidos ensayos; por un lado, extiende un poco la instrucción primaria; por otro, modifica ligeramente el impuesto de las bebidas (1830). Pero choca siempre con la contradicción: si quiere ser filántropo, no tiene más remedio que forzar la fiscalidad; si renuncia a la fiscalidad, tiene que renunciar también a la filantropía.

Estas dos promesas se contrarrestan entre sí siempre y necesariamente. Usar del crédito, es decir, devorar el porvenir, es ciertamente un medio actual de conciliarlos; se intenta hacer un poco de bien en el presente a expensas de mucho mal en el futuro. Pero este proceder evoca el espectro de la bancarrota a quien persigue el crédito. ¿Qué hacer entonces? El nuevo Estado toma partido valientemente; reúne las fuerzas para mantenerse, sofoca la opinión, recurre a la arbitrariedad, ridiculiza sus antiguas máximas, declara que sólo se puede administrar a condición de ser impopular; en una palabra, se proclama gubernamental.

Y aquí es donde le esperan otros cortesanos de la popularidad. Éstos explotan la misma ilusión, pasan por el mismo camino, obtienen el mismo éxito y no tardan en acabar tragados por el mismo abismo.

Así llegamos a febrero. En esta época, la ilusión objeto de este artículo había ido más lejos que nunca en las ideas del pueblo con las doctrinas socialistas. Más que nunca, se esperaba que el Estado bajo la forma republicana abriera totalmente la gran fuente de beneficios y cerrara la de impuestos. «Me han engañado a menudo —decía el pueblo—, pero vigilaré atentamente para que no vuelvan a engañarme.»

¿Qué podía hacer el gobierno provisional? Lo que siempre se hace en tales circunstancias: prometer y ganar tiempo. No dejó de hacerlo, y para dar a sus promesas un aire de solemnidad, las concretó en decretos. Aumento del bienestar, disminución del trabajo, seguridad, crédito, instrucción gratuita, colonias agrícolas, roturaciones, y al mismo tiempo reducción del impuesto de la sal, de las bebidas, de las cartas, de la carne, todo se concederá... Viene la Asamblea Nacional.

La Asamblea Nacional vino, y como no se pueden realizar dos cosas contradictorias, su tarea, su triste tarea, se limitó a retirar, lo más suavemente posible, uno tras otro, todos los decretos del gobierno provisional.

Pero para no hacer la decepción demasiado cruel, tuvo que transigir un poco: se mantuvieron algunos compromisos, y otros se comenzaron a realizar de una forma tímida y limitada. Por ello, la administración actual se esfuerza en imaginar nuevos impuestos.

Ahora me traslado con el pensamiento algunos meses en el porvenir, y me pregunto, con tristeza en el alma, qué sucederá cuando agentes de nueva creación vayan por nuestros campos a recolectar los nuevos impuestos sobre sucesiones, sobre las rentas, sobre los beneficios de la explotación agrícola. Ojalá me engañe, pero veo que también aquí tendrán un papel que desempeñar los cortesanos de la popularidad.

Lean el último Manifiesto de los Montañeses, el que han emitido a propósito de la elección presidencial. Es un poco largo, pero puede resumirse en dos palabras: El Estado debe dar mucho a los ciudadanos y tomar poco de ellos. Es siempre la misma táctica o, si se quiere, el mismo error.

El Estado debe dar instrucción y educación gratuitas a todos los ciudadanos.

Debe proporcionar una enseñanza general y profesional adecuada, en la medida de lo posible, a las necesidades, a la vocación y a las capacidades de cada ciudadano.

Debe enseñarles sus deberes para con Dios, para con los hombres y para con ellos mismos; desarrollar sus sentimientos, sus aptitudes y sus facultades; darles, en fin, la ciencia de su trabajo, el entendimiento de sus intereses y el conocimiento de sus derechos.

Debe poner al alcance de todos las letras y las artes, el patrimonio intelectual, los tesoros del espíritu, y todos los disfrutes intelectuales que elevan y fortalecen el alma.

Debe cubrir todo siniestro, incendio, inundación, etc. (y este etcétera es muy largo) que sufra el ciudadano.

Debe intervenir en las relaciones entre el capital y el trabajo y hacerse regulador del crédito.

Debe fomentar seriamente la agricultura y protegerla eficazmente.

Debe hacerse con los ferrocarriles, los canales y las minas, y administrarlos asimismo con esa capacidad industrial que le caracteriza.

Debe provocar iniciativas generosas, estimularlas y ayudarlas con todos los recursos capaces de hacerlas triunfar. En cuanto regulador del crédito, tendrá que promocionar ampliamente las asociaciones industriales y agrícolas para garantizar su éxito.

El Estado deberá hacer todo esto sin perjuicio de los servicios a los que actualmente hace frente; y, por ejemplo, deberá mantener siempre respecto a los extranjeros una actitud amenazante, pues, como dicen los signatarios del programa, «ligados por esta sagrada solidaridad y por los precedentes de la Francia republicana, llevamos nuestros votos y nuestras esperanzas más allá de las barreras que el despotismo eleva entre las naciones: el derecho que queremos para nosotros, lo queremos para todos aquellos a los que oprime el yugo de las tiranías; queremos que nuestro glorioso ejército sea, si es preciso, el ejército de la libertad».

Ya verán cómo la mano suave del Estado, esa buena mano que da y que reparte, estará muy ocupada bajo el gobierno de los Montañeses. ¿Acaso creen ustedes que también lo estará la mano dura, esa mano que penetra y saquea nuestros bolsillos?

Desengáñense. Los cortesanos de la popularidad no sabrían su oficio si no tuvieran el arte, mientras muestran la mano suave, de ocultar la mano dura.

Su reinado será seguramente el jubileo del contribuyente. El impuesto, dicen, debe alcanzar a lo superfluo, no a lo necesario. ¿Y no hemos de alegrarnos de que, para colmarnos de beneficios, el fisco se contente con mermar nuestros bienes superfluos?

Y eso no es todo. Los Montañeses aspiran a que «el impuesto pierda su carácter opresivo y no sea más que un acto de fraternidad».

¡Bondad divina! Sabía que está de moda meter la fraternidad en todas partes, pero no sospechaba que se la pudiera meter en el boletín del recaudador.

Bajando a los detalles, los firmantes del programa dicen: «Queremos la abolición inmediata de los impuestos que gravan los objetos de primera necesidad, como la sal, las bebidas, etcétera. La reforma del impuesto sobre bienes raíces, de las concesiones, de las patentes. La justicia gratuita, es decir la simplificación de formas y la reducción de gastos.» (Esto sin duda se refiere al timbre.)

Así, impuesto sobre bienes raíces, concesiones, patentes, timbre, sal, bebidas, correos, todo eso desaparece. Estos señores han encontrado el secreto de dar una actividad ardorosa a la mano suave del Estado paralizando su mano dura.

Ahora bien, pregunto al lector imparcial: ¿acaso no es esto puro infantilismo y, además, un infantilismo peligroso? ¿Acaso no hará el pueblo revolución sobre revolución, una vez que ha decidido no parar hasta haber realizado esta contradicción: no dar nada al Estado y recibir mucho de él?

Creen que si los Montañeses llegaran al poder no serían víctimas de los medios que emplean para tomarlo?

Ciudadanos, siempre han existido dos sistemas políticos y ambos pueden apoyarse en buenas razones. Según uno, el Estado debe hacer mucho, pero también debe tomar mucho. Según el otro, esa doble función se debe hacer sentir poco. Es preciso optar entre ambos sistemas. Pero en cuanto a un tercer sistema, que participe de los otros dos y que consista en exigir del Estado sin darle nada, es quimérico, absurdo, pueril, contradictorio, peligroso. Quienes defienden ese tipo de Estado para darse el placer de acusar a todos los gobernantes de impotencia y exponerles así a sus ataques, son unos aduladores que tratan de engañarles, o que por lo menos se engañan a sí mismos.

En cuanto a nosotros, pensamos que el Estado no es o no debería ser otra cosa que la fuerza común instituida no para ser entre todos los ciudadanos un instrumento de opresión y de expoliación recíproca, sino, por el contrario, para garantizar a cada uno lo suyo y hacer reinar la justicia y la seguridad.

5

La ley

¡La ley pervertida! ¡La ley —y con ella todas las fuerzas colectivas de la nación—, la ley, digo, no sólo desviada de su fin, sino aplicada a perseguir un fin directamente contrario al que le es propio! ¡La ley convertida en instrumento de todas las codicias en lugar de ser su freno! ¡La ley que perpetra por sí misma la iniquidad que tenía por misión castigar! Si realmente es así, se trata sin duda de un hecho grave, sobre el cual se me permitirá que llame la atención de mis conciudadanos.

Hemos recibido de Dios el don que los encierra a todos, la vida: la vida física, intelectual y moral. Pero la vida no se sostiene por sí misma. Quien nos la dio nos dejó el cuidado de mantenerla, desarrollarla y perfeccionarla.

Para ello nos ha dotado de un conjunto de facultades maravillosas; nos ha sumergido en un medio de elementos diversos. Mediante la aplicación de nuestras facultades a estos elementos se realiza el fenómeno de la asimilación, de la apropiación, por el que la vida recorre el círculo que le ha sido asignado.

Existencia, facultades, asimilación —en otros términos, personalidad, libertad, propiedad—, tal es el hombre. De estas tres cosas puede decirse, al margen de toda sutileza demagógica, que son anteriores y superiores a toda legislación humana. La personalidad, la libertad y la propiedad no existen porque los hombres hayan proclamado las leyes, sino que, por el contrario, los hombres promulgan leyes porque la personalidad, la libertad y la propiedad existen.

¿Qué es, pues, la ley? Como he dicho en otra parte, la ley es la organización colectiva del derecho individual de legítima defensa.

Cada uno de nosotros recibe ciertamente de la naturaleza, de Dios, el derecho a defender su personalidad, su libertad y su propiedad, puesto que estos son los tres elementos que constituyen y conservan la vida, elementos que se complementan entre sí y que no pueden comprenderse aisladamente. Pues ¿qué son nuestras facultades sino una prolongación de nuestra personalidad, y qué es la propiedad sino una prolongación de nuestras facultades?

Si cada hombre tiene derecho a defender, incluso por la fuerza, su persona, su libertad y su propiedad, varios hombres tienen derecho a ponerse de acuerdo, a entenderse, a organizar una fuerza común para atender eficazmente a esta defensa.

El derecho colectivo tiene, pues, en principio, su razón de ser, su legitimidad, en el derecho individual, y la fuerza común no puede tener racionalmente otro fin, otra misión, que las fuerzas aisladas a las que sustituye.

Así como la fuerza de un individuo no puede atentar legítimamente contra la persona, la libertad y la propiedad de otro individuo, así también la fuerza común no puede aplicarse legítimamente a destruir la persona, la libertad y la propiedad de los individuos o de las clases.

Esta perversión de la fuerza, tanto en un caso como en otro, estaría en contradicción con nuestras premisas. ¿Quién osará decir que la fuerza se nos ha dado, no para defender nuestros derechos, sino para aniquilar los derechos iguales de nuestros hermanos? Y si esto no puede decirse de cada fuerza individual, que actúa aisladamente, ¿cómo podría afirmarse de la fuerza colectiva, que no es sino la unión organizada de las fuerzas aisladas?

Así pues, si hay algo evidente es esto: la ley es la organización del derecho natural de legítima defensa; es la sustitución de las fuerzas individuales por la fuerza colectiva, para actuar en el ámbito en que aquéllas tienen derecho a actuar, para hacer lo que las fuerzas individuales tienen derecho a hacer, para garantizar las personas, las libertades y las propiedades, para mantener a cada uno en su derecho, para hacer reinar entre todos la justicia.

Si existiera un pueblo constituido sobre esta base, creo que en él prevalecería el orden tanto en los hechos como en las ideas. Creo que este pueblo tendría el gobierno más simple, más económico, menos pesado, menos sentido, menos responsable, el más justo, y por consiguiente el más sólido que pueda imaginarse, sea cual fuere su forma política.

Porque, bajo un tal régimen, cada uno comprendería que tiene toda la plenitud, así como toda la responsabilidad, de su propia existencia. Dado que la persona sería respetada, que el trabajo sería libre y los frutos del trabajo estarían garantizados contra todo atentado injusto, nada habría que arreglar con el Estado. En caso de ser felices, en modo alguno tendríamos que agradecerle nuestra suerte; pero en caso de que fuéramos desgraciados, tampoco tendríamos que echarle la culpa de nuestras desgracias, del mismo modo que los campesinos no le hacen responsable del granizo o de las heladas. Sólo le conoceríamos por la inestimable ventaja de la seguridad.

Puede afirmarse también que, gracias a la inhibición del Estado en lo que respecta a los asuntos privados, las necesidades y las satisfacciones se desarrollarían en el orden natural. No se vería a las familias pobres buscar la instrucción literaria antes de tener pan. No se vería que las ciudades se pueblan a costa del campo o el campo a costa de las ciudades. No se producirían esos grandes desplazamientos de capitales, del trabajo, de la población, provocados por medidas legislativas y que hacen tan inciertas y tan precarias las fuentes mismas de la existencia y que agravan, por lo tanto, en tan gran medida, la responsabilidad de los gobiernos.

Por desgracia, la ley no se ha limitado a cumplir la función que le corresponde, y cuando se ha apartado de esta función, no lo ha hecho en asuntos neutros y discutibles. Hizo algo peor: obró contra su propio fin, destruyó su propio fin; se dedicó a aniquilar la justicia que habría debido hacer reinar, a borrar entre los derechos el límite que debería haber hecho respetar; puso la fuerza colectiva al servicio de quienes quieren explotar, sin riesgo y sin escrúpulos, la persona, la libertad y la propiedad ajenas; convirtió el despojo en derecho para protegerlo y la legítima defensa en crimen para castigarlo.

¿Cómo se ha perpetrado esta perversión de la ley? ¿Cuáles han sido sus consecuencias?

La ley se ha pervertido bajo la influencia de dos causas muy distintas: el egoísmo obtuso y la falsa filantropía.

Hablemos de la primera.

Conservarse, desarrollarse, es la aspiración común a todos los hombres, de tal forma que si cada uno gozara de la libre disposición de sus productos, el proceso social sería incesante, ininterrumpido e infalible.

Pero hay otra disposición que también les es común: vivir y desarrollarse, cuando pueden, a costa unos de otros. No es una imputación aventurada, lanzada por un espíritu malhumorado y pesimista. La historia nos ofrece abundantes pruebas en las guerras incesantes, las migraciones de los pueblos, las opresiones sacerdotales, la universalidad de la esclavitud, los fraudes industriales y los monopolios de los que los anales están llenos.

Esta funesta disposición brota de la constitución misma del hombre, de ese sentimiento primitivo, universal, invencible, que le impele hacia el bienestar y hace que evite el dolor.

El hombre no puede vivir y disfrutar sino por una asimilación, una apropiación continua; es decir, por una continua aplicación de sus facultades sobre las cosas, o por el trabajo. De ahí la propiedad.

Pero, de hecho, puede vivir y disfrutar asimilando, apropiándose del producto de las facultades de sus semejantes. De ahí la expoliación.

Ahora bien, como el trabajo es por sí mismo una carga y el hombre tiende naturalmente a evitar el dolor, se sigue —como lo demuestra la historia— que allí donde la expoliación es menos onerosa que el trabajo, prevalece la expoliación; y prevalece sin que ni la religión ni la moral puedan hacer nada, en este caso, para impedirlo.

¿Cuándo se detiene la expoliación? Cuando resulta más peligrosa que el trabajo.

Es evidente que la ley debería tener como objetivo oponer el poderoso obstáculo de la fuerza colectiva a esta funesta tendencia; que debería tomar partido a favor de la propiedad contra la expoliación.

Pero lo normal es que la ley sea obra de un hombre o de una clase de hombres. Y como la ley no existe sin sanción, sin el apoyo de una fuerza preponderante, es lógico que, en definitiva, ponga esta fuerza en manos de los legisladores.

Este fenómeno inevitable, combinado con la funesta tendencia que hemos descubierto en el corazón del hombre, explica la perversión casi universal de la ley. Se comprende que, en lugar de ser un freno a la injusticia, se convierta a menudo en el instrumento más invencible de injusticia. Se comprende que, según el poder del legislador, destruya —en beneficio propio, y en grados diversos, en el de los demás hombres— la personalidad por la esclavitud, la libertad por la opresión, la propiedad por la expoliación.

Está en la naturaleza de los hombres reaccionar contra la iniquidad de que son víctimas. Así pues, cuando la expoliación está organizada por la ley, en beneficio de las clases que la hacen, todas las clases expoliadas tienden, por vías pacíficas o por vías revolucionarias, a participar de algún modo en la confección de las leyes. Estas clases, según el grado de ilustración a que han llegado, pueden proponerse dos fines muy distintos cuando persiguen por esta vía la conquista de sus derechos políticos: o bien quieren hacer que cese la expoliación legal, o bien aspiran a tomar parte de la misma.

¡Desdichadas, tres veces desdichadas las naciones en las que esta última actitud domina entre las masas, cuando se apoderan a su vez del poder legislativo!

Hasta ahora la expoliación la ejercía un pequeño número de individuos sobre la gran mayoría de ellos, como podemos observar en los pueblos en que el derecho a legislar se halla concentrado en unas pocas manos. Pero ahora se ha hecho universal y se busca el equilibrio en la expoliación universal. En lugar de extirpar lo que la sociedad contiene de injusticia, ésta se generaliza. Tan pronto como las clases desheredadas recuperan sus derechos políticos, lo primero que se les ocurre no es liberarse de la expoliación (lo cual supondría una inteligencia que no poseen), sino organizar un sistema de represalias contra las demás clases y en su propio perjuicio, como si fuera preciso, antes de que llegue el reino de la justicia, que una cruel retribución viniera a golpear a todas las clases, a unas a causa de su iniquidad, a otras a causa de su ignorancia.

No podría someterse a la sociedad a un cambio mayor y a una mayor desgracia que convertir la ley en instrumento de expoliación.

¿Cuáles son las consecuencias de semejante perturbación? Se necesitarían varios volúmenes para exponerlas todas. Contentémonos con destacar las más notables.

La primera es que borra de las conciencias la noción de lo justo y lo injusto.

Ninguna sociedad puede existir si en ella no reinan las leyes en alguna medida; pero lo más seguro para que las leyes sean respetadas es que sean respetables. Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir.

Pertenece de tal modo a la naturaleza de la ley hacer reinar la justicia, que ley y justicia son la misma cosa en la conciencia popular. Todos tenemos una fuerte disposición a considerar todo lo que es legal como legítimo, hasta el punto de que son muchos los que, falsamente, hacen derivar toda justicia de la ley. Basta que la ley ordene y consagre la expoliación para que ésta parezca justa y sagrada a muchas conciencias. La esclavitud, el proteccionismo y el monopolio tienen sus defensores no sólo entre quienes se benefician de ellos, sino también entre quienes los padecen. Intentad avanzar ciertas dudas sobre la moralidad de estas instituciones, y se os dirá que sois un innovador peligroso, un utópico, un teórico, un denigrador de las leyes que quebranta el basamento en que se sustenta la sociedad. Si usted sigue un curso de moral o de economía política, se encontrará con multitud de cuerpos oficiales para transmitir al gobierno este ruego: Que, a partir de ahora, la ciencia se enseñe, no ya sólo desde el punto de vista del libre cambio (de la libertad, la propiedad y la justicia), como ha sucedido hasta ahora, sino también y sobre todo desde el punto de vista de los hechos y de la legislación (contraria a la libertad, la propiedad y la justicia) que rige la industria francesa. Que en las cátedras públicas, financiadas por el Tesoro, el profesor se abstenga rigurosamente de atentar lo más mínimo contra el respeto debido a las leyes vigentes[17] , etc.

De modo que si existe una ley que sanciona la esclavitud o el monopolio, la opresión o la expoliación bajo cualquier forma, no se podrá siquiera hablar de ello, porque ¿cómo hablar sin quebrantar el respeto que la ley inspira? Más aún, habrá que enseñar la moral y la economía política desde el punto de vista de esta ley, es decir, desde el supuesto de que esa ley es justa por el simple hecho de que es ley.

Otro efecto de esta deplorable perversión es que da a las pasiones y a las luchas políticas, y en general a la política propiamente dicha, una preponderancia exagerada. Podría probar esta proposición de mil maneras. Me limitaré, a modo de ejemplo, a relacionarla con el tema que recientemente ha ocupado a todos los espíritus: el sufragio universal.

Al margen de lo que de él piensen los seguidores de la escuela de Rousseau, que se considera muy avanzada (aunque yo entiendo que lleva veinte años de retraso), el sufragio universal (tomado el término en su acepción rigurosa) no es en absoluto uno de esos dogmas sagrados respecto a los cuales el examen y la duda misma constituyen un crimen.

Contra él pueden formularse graves objeciones.

Ante todo, la palabra «universal» oculta un burdo sofisma. Hay en Francia treinta y seis millones de habitantes. Para que el sufragio fuera realmente universal, habría que reconocer ese derecho a treinta y seis millones de electores. Ahora bien, en el sistema más generoso, sólo se les reconoce a nueve millones. Así pues, tres de cada cuatro personas quedan excluidas, y lo más grave es que es la otra cuarta parte la que les niega ese derecho. ¿En qué principio se basa esta exclusión? En el principio de la incapacidad. Sufragio universal quiere decir: sufragio universal de los capaces. Pero cabe preguntarse: ¿Quiénes son los capaces? La edad, el sexo, las condenas judiciales, ¿son los únicos signos que nos permiten reconocer la incapacidad?

Si se mira con atención, se observa enseguida el motivo por el que el derecho de voto descansa en la presunción de capacidad, y que a este respecto el sistema más generoso sólo difiere del más restringido por la apreciación de los signos que denotan esta capacidad, lo cual no constituye una diferencia de principio sino de grado.

Este motivo es que el elector no decide para sí mismo sino para todos. Si, como pretenden los republicanos de tendencia griega o romana, el derecho de voto se otorga con la vida, sería inicuo que los adultos impidieran votar a las mujeres y a los niños. ¿Por qué impedírselo? Porque se presume que son incapaces. ¿Y por qué la incapacidad es un motivo de exclusión? Porque el elector no vota sólo para él, porque cada voto compromete y afecta a toda la comunidad; porque la comunidad tiene derecho a exigir ciertas garantías en cuanto a los actos de los que depende su bienestar y su existencia.

Intuyo la respuesta. Sé qué es lo que se puede replicar. No es éste el lugar para tratar a fondo esta controversia. Lo que quiero poner de relieve es que esta controversia (al igual que la mayoría de las cuestiones políticas), que agita, apasiona y conturba a los pueblos, perdería todo su mordiente y su importancia si la ley fuera lo que siempre debería haber sido.

En efecto, si la ley se limitara a hacer que sean respetadas todas las personas, todas las libertades y todas las propiedades; si sólo fuera la organización del derecho individual de legítima defensa, el obstáculo, el freno, el castigo de todas las opresiones, de todas las expoliaciones, ¿sería concebible una discusión apasionada entre los ciudadanos a propósito del sufragio más o menos universal? ¿Cabe pensar que se cuestionaría el mayor de los bienes, la paz pública? ¿Que las clases excluidas estarían impacientes por que les llegara su turno, y que las clases admitidas defenderían con uñas y dientes su privilegio? ¿No es evidente que, al ser idéntico y común el interés, los unos obrarían, sin mayor inconveniente, por los otros?

Pero si se introduce este funesto principio; si, so pretexto de organización, de reglamentación, de protección, de estímulo, la ley puede quitar a unos para dar a otros, tomar de toda la riqueza creada por todas las clases para aumentar sólo la de una de ellas, ya sea la de los agricultores, la de los industriales, la de los comerciantes, la de los armadores, la de los artistas, la de los comediantes, entonces ciertamente no hay clase que no pretenda, con razón, meter también la mano en la ley, que no reivindique con ardor su derecho a elegir y a ser elegido, que no ponga la sociedad patas arriba con tal de conseguirlo. Los propios mendigos y vagabundos os demostrarán que también ellos poseen títulos incontestables. Os dirán: «Nosotros jamás compramos vino, tabaco o sal sin pagar impuestos, y una parte de estos impuestos se concede legislativamente en primas, subvenciones y ayudas a gente menos menesterosa que nosotros. Otros son los que hacen que la ley sirva para elevar artificialmente el precio del pan, de la carne, del hierro, de la tela. Puesto que todos explotan la ley en beneficio propio, también nosotros queremos explotarla. Queremos que se reconozca el derecho a la asistencia, que es la parte de expoliación del pobre. Para ello es preciso que seamos electores y legisladores, a fin de poder organizar en grande la limosna para nuestra clase, como vosotros habéis organizado por todo lo alto la protección para la vuestra. No digáis que vosotros lo haréis por nosotros, que nos destinaréis, según la propuesta del señor Mimerel, 600.000 francos para taparnos la boca y como un hueso que roer. Nosotros tenemos otras pretensiones y, en todo caso, queremos estipular para nosotros mismos como las demás clases han estipulado para ellas.»

¿Qué se puede responder a este argumento? Mientras se admita en principio que la ley puede ser apartada de su verdadera función, que puede violar la propiedad en lugar de protegerla, cada clase querrá hacer la ley, ya sea para defenderse de la expoliación, ya sea también para beneficiarse de ella. La cuestión política será siempre previa, dominante, absorbente; en una palabra, se luchará a las puertas del Palacio legislativo. La lucha no será menos encarnizada en el interior. Para convencerse de ello, apenas es necesario contemplar lo que sucede en las Cámaras francesa o inglesa; basta saber cómo se plantea la cuestión.

No es preciso demostrar que esta odiosa perversión de la ley es causa permanente de odio, de discordia, que puede llegar hasta la desorganización social. Fijaos en los Estados Unidos. Es el país del mundo en el que la ley permanece más en su función, que consiste en garantizar a todos su libertad y su propiedad. Es también el país del mundo en el que el orden social parece estar apoyado en las bases más sólidas. Sin embargo, también aquí se plantean dos cuestiones —y solamente dos— que, desde el principio, han puesto muchas veces en peligro el orden político. Estas dos cuestiones son la esclavitud y los aranceles, es decir, precisamente las dos únicas cuestiones en que, al contrario del espíritu general de esta república, la ley ha tomado un carácter expoliador. La esclavitud es una violación, sancionada por la ley, de los derechos de la persona. El proteccionismo es una violación, perpetrada por la ley, del derecho de propiedad. Y no deja de ser sorprendente que, en medio de tantos otros debates, este doble azote legal, triste herencia del mundo antiguo, sea el único que puede ocasionar, y que tal vez ocasionará, la ruptura de la Unión. En efecto, es imposible imaginar en una sociedad un hecho más extraño que este: la ley convertida en instrumento de injusticia. Y si este hecho engendra consecuencias tan formidables en Estados Unidos, donde no es más que una excepción, imaginaos lo que puede ser en nuestra Europa, donde es un principio, un sistema.

El señor Montalembert, haciendo suya una idea del señor Carlier, decía que hay que hacer la guerra al socialismo; y podemos pensar que por socialismo, según la definición de Charles Dupin, entendía la expoliación. Pero ¿a qué expoliación se refería? Porque existen dos clases de expoliación: la extra-legal y la legal.

Por lo que respecta a la explotación extra-legal, que llamamos robo o estafa, que está definida, prevista y castigada por el Código penal, no creo que se le pueda aplicar el nombre de socialismo. No es la que amenaza sistemáticamente a la sociedad en sus mismas bases. Por lo demás, la guerra contra esta clase de expoliación no ha esperado a la señal del señor Montalembert o del señor Carlier. Es algo que se persigue desde el principio del mundo. Francia se había ocupado de ella desde mucho antes de la revolución de febrero, desde mucho antes de la aparición del socialismo, con todo un aparato de magistrados, policías, gendarmes, cárceles, presidios, patíbulos. Es la propia ley la que dirige esta guerra, y lo deseable sería, a mi entender, que la ley mantuviera siempre esta actitud respecto a la expoliación.

Pero la realidad no es esa. La ley toma a veces partido a favor de la expoliación. A veces la perpetra con sus propias manos, con el fin de ahorrar al beneficiario la vergüenza, el peligro y el escrúpulo. A veces pone todo este aparato de magistrados, policías y prisiones al servicio del expoliador, y trata como criminal al expoliado que trata de defenderse. En una palabra, existe la expoliación legal, y, sin duda, de ella es de la que habla Montalembert.

Esta expoliación puede ser, en la legislación de un pueblo, sólo una mancha excepcional, y en este caso lo mejor que puede hacerse, sin tanta palabrería y tantos lamentos, es acabar con ella lo más pronto posible, a pesar de los clamores de los interesados. ¿Cómo reconocerla? Muy sencillo. Hay que examinar si la ley quita a unos lo que les pertenece para dar a otros lo que no les pertenece. Hay que examinar si la ley perpetra, en beneficio de un ciudadano y en detrimento de los demás, un acto que ese ciudadano no podría realizar por sí mismo sin cometer un delito. Apresuraos a derogar esta ley, pues no sólo es una iniquidad, sino una fuente fecunda de iniquidades, por cuanto apela a las represalias, y si no tenéis cuidado, el hecho excepcional se extenderá, se multiplicará y se hará sistemático. Sin duda, quien de él se beneficia pondrá el grito en el cielo; invocará los derechos adquiridos; dirá que el Estado debe proteger e impulsar la industria; alegará que es bueno que el Estado se enriquezca, puesto que al ser más rico podrá gastar más, derramando así una lluvia de salarios sobre los pobres obreros. No prestéis oídos a este sofisma, pues precisamente la sistematización de estos argumentos es la que llevará a sistematizar la expoliación legal.

Eso es lo que ha sucedido. La quimera de nuestro tiempo consiste en enriquecer a todas las clases a costa de las demás; se trata de generalizar la expoliación con el pretexto de organizarla. Ahora bien, la expoliación legal puede ejercerse con una infinita multitud de maneras, y de ahí se deriva una multitud infinita de planes de organización: aranceles, proteccionismo, primas, subvenciones, incentivos, impuesto progresivo, instrucción gratuita, derecho al trabajo, derecho al beneficio, derecho al salario, derecho a la asistencia, derecho a los instrumentos de trabajo, gratuidad del crédito, etc., etc. Y es el conjunto de todos estos planes, en lo que todos ellos tienen de común, la expoliación legal, lo que recibe el nombre de socialismo.

Ahora bien, el socialismo así definido constituye un cuerpo de doctrina, ¿y qué guerra queréis hacerle si no es una guerra en el plano doctrinal? Si descubrís que esta doctrina es falsa, absurda, abominable, refutadla. La tarea os será tanto más fácil cuanto más falsa, absurda y abominable sea la doctrina. Sobre todo, si queréis dar muestras de valentía, comenzad por extirpar de vuestra legislación todo lo que en ella ha podido filtrarse de socialismo, una labor ciertamente no pequeña.

Se le ha reprochado a Montalembert que quiere emplear contra el socialismo la fuerza bruta. Es un reproche del que debe ser exonerado, pues lo que realmente ha dicho es que la guerra que hay que hacer al socialismo es la que es compatible con la ley, el honor y la justicia.

Pero Montalembert no se da cuenta de que se mueve en un círculo vicioso. No se puede oponer la ley al socialismo cuando precisamente el socialismo invoca la ley. No aspira a la expoliación extra-legal, sino a la expoliación basada en la ley. Lo que él pretende es convertir la ley, al igual que los monopolios de todo tipo, en un instrumento; y una vez con la ley en la mano, ¿cómo vais a volver la ley contra él? ¿Cómo vais a ponerlo bajo la acción de vuestros tribunales, de vuestros gendarmes y de vuestras prisiones?

¿Qué hacer entonces? Queréis impedir que meta la mano en la confección de las leyes. Queréis mantenerlo fuera del Palacio legislativo. Está bien, pero me atrevo a pronosticar que no lo conseguiréis mientras desde dentro se legisle siguiendo el principio de la expoliación legal. Es demasiado inicuo, demasiado absurdo.

Es absolutamente necesario solventar esta cuestión de la expoliación legal, y sólo son posibles tres soluciones: que un pequeño número de individuos expolie a la gran mayoría; que todos expolien a todos; que nadie expolie a nadie. Hay que elegir entre expoliación parcial, expoliación universal y ausencia de expoliación. La ley sólo puede perseguir uno de estos tres resultados: Expoliación parcial: es el sistema que ha prevalecido mientras el electorado era parcial, sistema al que se acude para evitar la invasión del socialismo. Expoliación universal: es el sistema con el que se nos ha amenazado cuando el electorado se ha hecho universal, y la masa concibe la idea de legislar de acuerdo con el principio que siguieron los legisladores anteriores. Ausencia de expoliación: es el principio de justicia, de paz, de orden, de estabilidad, de conciliación y de buen sentido que yo proclamaría con todas las fuerzas de mis pulmones, hasta el último aliento.

Y, sinceramente, ¿se le puede pedir otra cosa a la ley? La ley, al tener como sanción necesaria la fuerza, ¿puede emplearse razonablemente en algo distinto que en mantener a cada uno en su derecho? Desafío a que se le haga salir de este círculo sin apartarla de su fin y, consiguientemente, sin volver la fuerza contra el derecho. Y como aquí radica la más funesta, la más ilógica perturbación social que pueda imaginarse, es preciso reconocer que la verdadera solución, tan buscada, del problema social se encierra en estas simples palabras: la ley es la justicia organizada.

Ahora bien, conviene insistir en que organizar la justicia por la ley, esto es, por la fuerza, excluye organizar por la ley o por la fuerza cualquier manifestación de la actividad humana: trabajo, caridad, agricultura, comercio, industria, instrucción, bellas artes o religión, ya que es imposible que una de estas organizaciones secundarias deje de destruir la organización esencial. ¿Cómo imaginar, en efecto, que la fuerza actúe contra la libertad de los ciudadanos sin atacar a la justicia, sin actuar contra su propio fin?

Aquí nos sale al paso el más popular de los prejuicios de nuestra época. No sólo se quiere que la ley sea justa, sino que también sea filantrópica. La gente no se contenta con que la ley garantice a cada ciudadano el libre e inofensivo ejercicio de sus facultades, aplicadas a su desarrollo físico, intelectual y moral; se exige de ella que difunda directamente sobre la nación el bienestar, la instrucción y la moralidad. Es el aspecto seductor del socialismo.

Pero, repito, estas dos misiones de la ley se contradicen. Es preciso elegir. El ciudadano no puede al mismo tiempo ser libre y no serlo. Lamartine me escribió en alguna ocasión: «Vuestra doctrina no es más que la mitad de mi programa; usted se ha quedado en la libertad, mientras que yo estoy en la fraternidad.» Yo le contesté: «La segunda mitad de vuestro programa destruirá a la primera.» Y, en efecto, me resulta totalmente imposible separar la palabra fraternidad de la palabra voluntaria. Me resulta del todo imposible concebir la fraternidad como legalmente forzada sin que la libertad sea legalmente destruida y la justicia legalmente pisoteada.

La expoliación legal tiene dos raíces: una —acabamos de verlo— es el egoísmo humano; la otra es la falsa filantropía.

Ante de proseguir, creo conveniente hacer alguna aclaración sobre el término expoliación.

Yo no lo entiendo —como suele hacerse con frecuencia— como una acepción vaga, indeterminada, aproximativa, metafísica, sino en un sentido rigurosamente científico en cuanto expresa la idea opuesta a la de propiedad. Cuando una cierta riqueza pasa de aquel que la ha adquirido, sin su consentimiento y sin compensación, a manos de quien no la ha creado, ya sea por la fuerza o por el engaño, digo que se atenta contra la propiedad, que hay expoliación. Digo que esto es justamente lo que la ley debería reprimir siempre y por doquier; que si la ley realiza por sí misma el acto que debería reprimir, existe igualmente expoliación, e incluso, socialmente hablando, con circunstancia agravante. Sólo que, en este caso, el responsable de la expoliación no es quien se beneficia de ella, sino la ley, el legislador, la sociedad, y aquí es donde radica el peligro político.

Es una pena que este término tenga algo de ofensivo. He buscado en vano otro término, porque en ningún momento, y ahora menos que nunca, quisiera emplear en nuestros debates una palabra hiriente. Así, créase o no, declaro que no pretendo reprochar las intenciones ni la moralidad de nadie. Critico una idea que considero falsa, un sistema que me parece injusto, y ello tan al margen de las intenciones, que cada uno de nosotros se beneficia sin quererlo y lo padece sin darse cuenta. Hay que escribir bajo la influencia del espíritu de partido o del temor para poner en duda la sinceridad del proteccionismo, del socialismo e incluso del comunismo, que no son sino una única e idéntica planta en tres periodos distintos de su crecimiento. Lo único que podría decirse es que la expoliación es más visible, por su parcialidad, en el proteccionismo, [18] y por su universalidad, en el comunismo; de donde se sigue que, de los tres sistemas, el socialismo es el más vago, el más indeciso y, por consiguiente, el más sincero.

Sea lo que fuere, convenir en que la falsa filantropía es una de las raíces de la expoliación es, evidentemente, salvar las intenciones.

Dicho esto, examinemos qué vale, de dónde viene y a qué conduce esta aspiración popular que pretende plasmar el bien general mediante la expoliación generalizada.

Los socialistas dicen que, si la ley organiza la justicia, ¿por qué no habría de organizar también el trabajo, la enseñanza o la religión? Pues sencillamente porque no puede organizar el trabajo, la instrucción y la religión sin desorganizar o corromper la justicia. Recordad que la ley significa coacción y que, por consiguiente, el ámbito de la ley no puede exceder legítimamente el legítimo ámbito de la coacción.

Cuando la ley y la coacción mantienen a un hombre en el ámbito de la justicia, no le imponen más que una pura negación. Sólo le imponen la necesidad de abstenerse de hacer daño. No atentan contra su persona, su libertad y su propiedad, al tiempo que salvaguardan la personalidad, la libertad y la propiedad de los demás. Se mantienen a la defensiva, defienden el derecho igual de todos. Cumplen una misión cuyo carácter único es evidente, su utilidad palpable y su legitimidad incuestionable.

Tan es así, que —como me hacía observar uno de mis amigos— decir que el fin de la ley consiste en hacer que reine la justicia es servirse de una expresión que no es rigurosamente exacta. Habría que decir: el fin de la ley es impedir que reine la injusticia. En efecto, no es la justicia la que tiene existencia propia, sino la injusticia. La una resulta de la ausencia de la otra.

Pero cuando la ley —por medio de su agente necesario, la fuerza o coacción— impone un modo de trabajar, un método o una manera de enseñar, una fe o un culto, actúa sobre los hombres no de forma negativa sino positiva. Sustituye por la voluntad del legislador sus voluntades propias; por la iniciativa del legislador sus propias iniciativas. Los individuos no tienen ya que consultarse, que comparar, que prever. La ley lo hace por ellos. La inteligencia se les convierte en un mueble inútil; dejan de ser hombres; pierden su personalidad, su libertad, su propiedad.

Tratad de imaginar una forma de trabajo impuesta por la fuerza que no sea un ataque a la libertad; una transmisión de riqueza impuesta por la fuerza que no sea un ataque a la propiedad. Si lo conseguís, reconoced que la ley no puede organizar el trabajo y la industria sin organizar la injusticia.

Cuando, desde su estudio, un publicista pasea su mirada sobre la sociedad, le sorprende el espectáculo de desigualdad que se le ofrece. Se lamenta de los sufrimientos que padecen muchos de nuestros hermanos, sufrimientos tanto más lamentables cuanto mayor es su contraste con el lujo y la opulencia de algunos.

Acaso debería preguntarse si semejante estado social no es producto de antiguas expoliaciones, ejercidas por la vía de la conquista, o de expoliaciones nuevas, ejercidas por medio de las leyes. Debería preguntarse si, dada la aspiración de todos los hombres al bienestar y al perfeccionamiento, el reino de la justicia no basta para desplegar la mayor actividad de progreso y la mayor suma de igualdad compatibles con esta responsabilidad individual que Dios ha dispuesto como justa retribución de las virtudes y de los vicios.

Nuestro publicista no sólo sueña. Su pensamiento vuela hacia combinaciones, arreglos, organizaciones legales o de hecho. Busca el remedio en la perpetuidad y la exageración de lo que ha producido el mal. Porque, fuera de la justicia —que, como hemos visto, no es sino pura negación—, ¿hay alguno de estos arreglos legales que no obedezca al principio de la expoliación?

Denunciáis la existencia de hombres que carecen completamente de riqueza y queréis hallar remedio en la ley. Pero la ley no es una ubre que se llene por sí misma o cuyas venas lactíferas se abastezcan en otra parte que en la sociedad. Nada se ingresa en el Tesoro público, en favor de un ciudadano o de una clase, a no ser lo que los demás ciudadanos y las demás clases se han visto forzados a ingresar. Si cada uno recibe sólo el equivalente de lo que ha ingresado, vuestra ley, ciertamente, no es expoliadora, pero nada hace a favor de los hombres que carecen de riqueza, nada hace por la igualdad. Sólo puede ser un instrumento de igualación en la medida en que toma de unos para darlo a otros, y entonces es un instrumento de expoliación. Examinad desde este punto de vista los aranceles, las primas o incentivos, el derecho al beneficio, el derecho al trabajo, el derecho a la asistencia, el impuesto progresivo, la gratuidad del crédito, el taller social: en el fondo encontraréis siempre la expoliación legal, la injusticia organizada.

Denunciáis la existencia de hombres sin instrucción, y también ahora apeláis a la ley. Pero la ley no es un faro que irradia a lo lejos un resplandor propio. Se cierne sobre una sociedad en la que hay hombres que saben y otros que no saben; ciudadanos que tienen necesidad de aprender y otros que están dispuestos a enseñar. La ley sólo puede hacer una de estas dos cosas: dejar que estas transacciones se hagan libremente y que del mismo modo se satisfagan estas necesidades; o bien forzar a este respecto las voluntades y quitar a unos para pagar a los profesores encargados de instruir gratuitamente a los otros. Pero, en el segundo caso, no puede evitar que se produzca un atentado contra la libertad y la propiedad, esto es, una expoliación legal.

Denunciáis asimismo la existencia de hombres que carecen de moralidad o de religión, y apeláis igualmente a la ley. Pero la ley es fuerza coactiva, y no es necesario decir que hacer intervenir a la coacción en estas materias es también una empresa violenta y disparatada.

Parece que el socialismo, en el fondo de sus sistemas y de sus esfuerzos, y por más complaciente que sea para consigo mismo, no puede menos de percibir el monstruo de la expoliación por medio de la ley. Pero ¿qué es lo que hace? Lo oculta hábilmente a todas las miradas, incluso a las suyas propias, bajo los nombres seductores de fraternidad, solidaridad, organización, asociación. Y como no le pedimos tanto a la ley, sólo exigimos de ella justicia, supone que rechazamos la fraternidad, la solidaridad, la organización, la asociación, y nos echa en cara el reproche de individualistas.

Pero lo que nosotros rechazamos no es la organización natural, sino la organización forzada. No la asociación libre, sino las formas de asociación que se pretende imponernos. No la fraternidad espontánea, sino la fraternidad legal. No la solidaridad providencial, sino la solidaridad artificial, que no es sino el desplazamiento injusto de la responsabilidad.

El socialismo, como la vieja política de la que procede, confunde gobierno y sociedad. Por eso, cada vez que no queremos que el gobierno haga algo, concluye que nosotros no queremos que esto se haga en absoluto. Nosotros rechazamos la instrucción por el Estado; por tanto, rechazamos de plano toda instrucción. Rechazamos una religión de Estado; por tanto, rechazamos toda religión. Rechazamos la igualación por el Estado; por tanto, somos contrarios a la igualdad, etc., etc. Es como si se nos acusara de que no queremos que los hombres coman, porque somos contrarios a que el Estado se dedique al cultivo del trigo.

¿Cómo ha podido imponerse en el mundo político la extraña idea de derivar de la ley lo que nada tiene que ver con ella: el bien, en forma positiva, la riqueza, la ciencia, la religión?

Los publicistas modernos, especialmente los de orientación socialista, fundamentan sus distintas teorías en una hipótesis común, y sin duda la más extraña, la más orgullosa que pueda caber en cabeza humana. Dividen a la humanidad en dos partes. La primera está constituida por todos los hombres menos uno, mientras que la segunda lo está por el publicista, él solo forma la segunda, que, por supuesto, es la más importante.

En efecto, comienzan por suponer que los hombres no tienen un principio de acción, ni un medio de discernimiento; que carecen de iniciativa; que están hechos de materia inerte, de moléculas pasivas, de átomos sin espontaneidad; a lo sumo, una vegetación indiferente a su propio modo de existencia, capaz de recibir, de una voluntad y de una mano externas, un número infinito de formas más o menos simétricas, artísticas, perfectas.

Luego cada uno de ellos da por supuesto, sin el menor escrúpulo, que él es, bajo los nombres de organizador, de revelador, de legislador, de instructor, de fundador, esta voluntad y esta mano, este móvil universal, este poder creador cuya sublime misión consiste en reunir en sociedad estos materiales dispersos que son los hombres.

A partir de este dato, como los jardineros cortan, según su capricho, los árboles en forma de pirámides, de parasoles, de cubos, de conos, vasos, espalderas, ruecas, abanicos, cada socialista, siguiendo su quimera, recorta a la pobre humanidad en grupos, en series, en centros, en subcentros, en alvéolos, en talleres sociales, armónicos, contrastados, etc., etc.

Y como el jardinero, para manipular los árboles, precisa de hachas, de sierras, de podaderas y tijeras, el publicista, para dar forma a su sociedad, precisa de unas fuerzas que sólo puede encontrar en las leyes: la ley de aduanas, la ley fiscal, la ley sobre asistencia, educación, etc.

Es cierto que los socialistas consideran a la humanidad como materia de combinaciones sociales; que si, por casualidad, no están muy seguros del éxito de estas combinaciones, reclaman al menos una parcela de humanidad como materia de experiencias; es sabido cuán popular es entre ellos la idea de experimentar todos los sistemas, y hemos visto cómo uno de sus jefes pedía, con toda serie dad, a la Asamblea constituyente una comuna con todos sus habitantes para realizar su ensayo.

Así es como todo inventor hace su máquina en pequeño antes de hacerla en grande. Así es como el químico sacrifica algunos reactivos, como el agricultor sacrifica algunas semillas y un rincón de su terreno para experimentar una idea.

Pero ¡qué enorme distancia la que existe entre el jardinero y sus árboles, entre el inventor y su máquina, entre el químico y sus reactivos, entre el agricultor y sus semillas! El socialista cree de buena fe que la misma distancia le separa de la humanidad.

No hay que extrañarse de que los publicistas del siglo XIX consideren a la sociedad como una creación artificial salida del genio del legislador. Esta idea, fruto de la educación clásica, ha dominado en todos los pensadores, en todos los grandes escritores de nuestro país. Todos han visto entre la humanidad y el legislador las mismas relaciones que existen entre la arcilla y el alfarero.

Más aún, si se han dignado reconocer en el corazón del hombre un principio de acción y en su inteligencia un principio de discernimiento, han pensado que con esto Dios le otorgaba un don funesto, y que la humanidad, bajo la influencia de estos dos motores, tiende fatalmente hacia su degradación. Han sostenido de hecho que, abandonada a sus inclinaciones, la humanidad no se ocuparía de religión sino para acabar en el ateísmo, de enseñana sino para llegar a la ignorancia, de trabajo y de comercio sino para caer en la miseria.

Por suerte, según estos mismos escritores, hay algunos hombres, llamados gobernantes, legisladores, que han recibido del cielo, no sólo para ellos sino también para los demás, unas tendencias opuestas.

Mientras que la humanidad se inclina al mal, ellos se inclinan al bien; mientras que la humanidad camina hacia las tinieblas, ellos aspiran a la luz; mientras que la humanidad es arrastrada al vicio, ellos son atraídos por la virtud. Y, por esta razón, reclaman la coacción para poder así sustituir por sus propias tendencias las tendencias del género humano.

Basta abrir al azar un libro de filosofía, de política o de historia, para ver cuán arraigada está en nuestro país esta idea —hija de los estudios clásicos y madre del socialismo— de que la humanidad es una materia inerte que recibe del poder la vida, la organización, la moralidad y la riqueza; o bien, lo que es aún peor, que por sí misma la humanidad tiende a su degradación y que sólo la mano misteriosa del legislador puede detenerla en esta pendiente. El convencionalismo clásico nos muestra por doquier, tras la sociedad pasiva, un poder oculto que, bajo el nombre de ley, legislador, o bajo esa expresión más cómoda y más vaga del impersonal se, mueve la humanidad, la anima, la enriquece y la moraliza.

BOSSUET: Una de las cosas que se [¿por quién?] grababa con más fuerza en el espíritu de los egipcios era el amor a la patria. [...] No se permitía ser inútil para el Estado; la ley asignaba a cada uno su empleo, que se perpetuaba de padres a hijos. Nadie podía tener dos profesiones o cambiar de profesión. [...] Pero había una ocupación que debía ser común: el estudio de las leyes y de la sabiduría. La ignorancia de la religión y de la civilización del país no se toleraba en ninguna situación. Por lo demás, cada profesión tenía su cantón, que le era asignado [¿por quién?] [...]. Lo mejor de todo, entre tantas buenas leyes, era que todos eran formados [¿por quién] en el espíritu de observarlas. [...] Sus mercurios llenaron Egipto de inventos maravillosos, y casi nada permitieron ignorar de lo que podía hacer la vida cómoda y tranquila.

Así, según Bossuet, los hombres no tienen nada por sí mismos: patriotismo, riquezas, actividad, sabiduría, inventos, laboreo, ciencias; todo lo reciben de la actuación de las leyes o de los reyes. Lo único que tienen que hacer es se laisser faire. Y por esta razón, cuando Diodoro acusa a los egipcios de rechazar la lucha y la música, Bossuet le reprende por ello. ¿Cómo es esto posible, dice, si estas artes habían sido inventadas por Trismegisto?

Y lo mismo cabe decir respecto a los persas:

Una de las primeras preocupaciones del príncipe era impulsar la agricultura. [...] Lo mismo que había encargados del comportamiento de los ejércitos, los había también para velar sobre los trabajos del campo. [...] El respeto que se inspiraba a las personas por la autoridad real llegaba hasta el exceso.

Los griegos, aunque llenos de espíritu, no eran menos ajenos a sus propios destinos, hasta el punto de que por sí mismos no se habrían elevado, como los perros y los caballos, a la altura de los juegos más simples. Entre los clásicos es algo convenido que a los pueblos todo les viene de fuera.

Los griegos, naturalmente llenos de espíritu y de valor, fueron cultivados muy pronto por reyes y colonos llegados de Egipto. De ellos aprendieron los ejercicios corporales, la carrera a pie, a caballo y en carros. [...] Lo mejor que les enseñaron los egipcios fue la docilidad, dejarse formar por las leyes para el bien público.

FÉNELON: Formado en el estudio y la admiración por la antigüedad, testigo del poder de Luis XIV, Fénelon apenas podía escapar a esta idea de que la humanidad es pasiva y que tanto sus venturas como sus desventuras, sus virtudes y sus vicios, proceden de una acción externa ejercida por la ley o por quienes la hacen. Por eso, en su utópico Salente, pone a los hombres, con sus intereses, sus facultades, sus deseos y sus bienes, bajo la absoluta discreción del legislador. Sea cual fuere la materia de que se trate, jamás son ellos los que juzgan por sí mismos, sino el príncipe. La nación no es más que una materia informe cuya alma es el príncipe. En él reside el pensamiento, la previsión, el principio de toda organización, de todo progreso, y, por consiguiente, la responsabilidad.

Para demostrar esta afirmación tendría que transcribir aquí todo el Libro X del Telémaco. A él remito al lector, y me limitaré a citar algunos pasajes tomados al azar de este célebre poema, al que, en todos los demás aspectos, soy el primero en rendir justicia.

Con esa credulidad sorprendente que caracteriza a los clásicos, Fénelon admite, a pesar de la autoridad del razonamiento y de los hechos, que la felicidad de los egipcios fue general, y la atribuye, no a su propia sabiduría, sino a la de sus reyes.

No podíamos dirigir nuestra mirada a ambas orillas sin descubrir ciudades opulentas, casas de campo con un grato emplazamiento, tierras que todos los años se cubrían de dorada mies, sin descansar jamás; prados cuajados de rebaños; labradores curvados bajo el peso de los frutos que la tierra vertía de su seno; pastores que hacían repetir los dulces sones de sus flautas y de sus caramillos a todos los ecos del entorno. «Feliz —decía Mentor— el pueblo que es gobernado por un rey sabio.»

Luego Mentor me hacía notar el gozo y la abundancia expandida por todo el campo de Egipto, en el que podían contarse hasta veintidos mil poblados; la justicia ejercida a favor del pobre y contra el rico; la buena educación de los niños, a los que se acostumbraba a la obediencia, al trabajo, a la sobriedad, al amor a las artes y a las letras; la precisión en todas las ceremonias religiosas; el desinterés, el aprecio del honor, la fidelidad para con los hombres y el temor a los dioses que cada padre inspiraba a sus hijos. No dejaba de admirar este orden magnífico. «Dichoso el pueblo —me decía— que así es conducido por un rey sabio.»

Aún más seductora es la visión idílica que Fénelon describe a propósito de Creta. Luego añade por boca de Mentor: Todo cuanto veréis en esta isla maravillosa es fruto de las leyes de Minos. La educación que él daba a los niños formaba cuerpos sanos y robustos. Se les acostumbra ante todo a una vida sencilla, frugal y laboriosa; se supone que toda molicie ablanda el cuerpo y el espíritu; no se les propone jamás otro placer que el de ser invencibles por la virtud y de adquirir mucha gloria. [...] Aquí se castigan tres vicios que no se castigan en otros pueblos: la ingratitud, el disimulo y la avaricia. En cuanto al fasto y la molicie, no hay jamás necesidad de reprimirlos, pues son desconocidos en Creta. [...] No se permiten ni muebles preciosos, ni ropajes magníficos, ni festines deliciosos, ni palacios dorados.

De este modo prepara Mentor a su alumno a triturar y manipular, con las más filantrópicas intenciones sin duda, al pueblo de Ítaca, y, para mayor seguridad, le propone el ejemplo de Salente.

He aquí cómo recibimos nuestras primeras nociones políticas. Se nos enseña a tratar a los hombres poco más o menos como Olivier de Serres enseña a los agricultores a tratar y mezclar las tierras.

MONTESQUIEU: Para mantener el espíritu de comercio, es preciso que todas las leyes le favorezcan; que estas mismas leyes, por sus disposiciones, dividiendo las fortunas a medida que el comercio las aumenta, proporcionando a los ciudadanos pobres una situación desahogada para que puedan trabajar como los demás, y haciendo que los ciudadanos ricos pasen sus apuros para que tengan necesidad de trabajar para conservar o para adquirir. [...]

De este modo las leyes disponen de todas las fortunas.

Aunque en la democracia la igualdad real es el alma del Estado, es sin embargo tan difícil de establecer que, a este respecto, no convendría aplicar siempre un rigor extremo. Basta que se establezca un censo que reduzca o fije las diferencias en un determinado punto. Después de lo cual, son las leyes particulares las que tienen que igualar, por decirlo así, las desigualdades, mediante las cargas que imponen a los ricos y las ayudas que prestan a los pobres...

También aquí tenemos la igualación de las fortunas por la ley, por la fuerza.

En Grecia había dos especies de repúblicas. Unas eran militares, como Lacedemonia; otras eran comerciantes, como Atenas. En unas se quería que los ciudadanos estuvieran ociosos; en otras se intentaba despertar el amor al trabajo.

Ruego que se preste un poco de atención a la magnitud del genio que debieron de tener estos legisladores para ver que, chocando contra todos los usos recibidos y confundiendo todas las virtudes, mostraran al mundo su sabiduría. Licurgo, mezclando el hurto con el espíritu de justicia, la más severa esclavitud con la más extrema libertad, los sentimientos más atroces con la mayor moderación, proporcionó la estabilidad a su ciudad. Parece que le priva de todos los recursos, las artes, el comercio, el dinero, las murallas: se tiene ambición sin esperanza de mejorar; se tienen sentimientos naturales y no se es ni hijo, ni marido, ni padre; incluso se le quita el pudor a la castidad. Tal fue el camino que condujo a Esparta a la grandeza y a la gloria.

Lo que de extraordinario se veía en las instituciones de Grecia, lo hemos visto en la hez y en la corrupción de los tiempos modernos. Un legislador honesto ha formado a un pueblo en el que la probidad parecía tan natural como la valentía en los espartanos. El señor [William] Penn es un auténtico Licurgo, y aunque el primero tuviera por objetivo la paz como el otro la guerra, se parecen en el singular camino en que ambos pusieron a sus pueblos, en el ascendente que tuvieron entre los hombres libres, en los prejuicios que vencieron, en las posiciones que sometieron. [...]

Paraguay puede ofrecernos otro ejemplo. Se ha querido convertir en un crimen a la Sociedad, que considera el placer de mandar como el único bien de la vida; pero siempre estará bien gobernar a los hombres haciéndolos más felices. [...]

Quienes quieran construir instituciones semejantesestablecerán la comunidad de bienes de la república de Platón, el respeto que él exigía para con los dioses, la exclusión de los extranjeros para conservar las costumbres y el comercio en manos de la ciudad y no de los ciudadanos; darán nuestras artes sin nuestro lujo y nuestras necesidades sin nuestros deseos.

El entusiasmo vulgar podrá exclamar: ¡Es Montesquieu, y por tanto es magnífico, sublime! Por mi parte, sostengo que es algo horrible, abominable. Tendré el valor de declarar mi opinión y decir: ¿Es que tenéis la cara de afirmar que esto es bello? Estos extractos, que podría multiplicar, muestran que en opinión de Montesquieu las personas, las libertades, las propiedades y la humanidad entera no son más que materiales aptos para que con ellos se ejercite la sagacidad del legislador.

ROUSSEAU: Aunque este publicista, suprema autoridad para los demócratas, fundamente el edificio social en la voluntad general, nadie como él ha admitido la hipótesis de la total pasividad del género humano ante el legislador: «Si es cierto que un gran príncipe es algo excepcional, ¿qué será de un gran legislador? El primero no tiene más que seguir el modelo que el otro debe proponerle. Éste es el mecánico que inventa la máquina, aquél no es sino el obrero que la monta y la hace funcionar.»

¿Y qué pintan los hombres en todo esto? ¡Son la máquina que alguien monta y pone en marcha, o más bien la materia bruta con que se hace la máquina!

Así, entre el legislador y el príncipe, entre el príncipe y los sujetos, existen las mismas relaciones que entre el agrónomo y el agricultor, el agricultor y la gleba. A qué altura por encima de la humanidad se coloca, pues, el publicista, que regenta a los propios legisladores y les enseña su oficio en estos perentorios términos:

¿Deseáis dar consistencia al Estado? Aproximad los grados extremos todo lo posible. No permitáis que haya gente opulenta ni indigente. Si el terreno es ingrato y estéril, o el país demasiado angosto para los habitantes, optad por la industria y las artes, cuyos productos cambiaréis por los alimentos que os faltan. [...] Si disponéis de un buen terreno y escasean los habitantes, dirigid todos vuestros cuidados a la agricultura, que multiplica los hombres, y desechad las artes, que no harían más que acabar de despoblar al país. [...] Ocupaos de las riberas amplias y cómodas, cubrid el mar de barcos, y tendréis una existencia brillante y fácil. Si el mar no baña en vuestras costas más que rocas inaccesibles, permaneced bárbaros e ictiófagos, viviréis más tranquilos, mejores tal vez, y, con toda seguridad, más felices. En una palabra, además de las máximas comunes a todos, cada pueblo encierra en sí alguna causa que los ordena de una manera particular, y hace que su legislación sea propia de él solo. Así es como en otro tiempo los hebreos y recientemente los árabes han tenido como objeto principal la religión; los atenienses, las letras; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra, y Roma, la virtud. El autor del Espíritu de las leyes ha mostrado de qué modo el legislador dirige la institución hacia cada uno de estos objetivos. [...] Pero si el legislador, equivocándose en su objetivo, toma un principio distinto del que brota de la naturaleza de las cosas, según el cual uno tiende a la servidumbre y otro a la libertad, uno a las riquezas y otro a la población, uno a la paz y otro a las conquistas, se verá cómo las leyes se debilitan sensiblemente, la constitución se altera, y el Estado no dejará de estar agitado hasta ser destruido o transformado, y la invencible naturaleza vuelva por sus fueros.

Pero si la naturaleza es bastante invencible para volver por sus fueros y retomar su imperio, ¿por qué Rousseau no admite que no tenía ninguna necesidad del legislador para tomar este imperio desde el principio? ¿Por qué no admite que, obedeciendo a su propia iniciativa, los hombres se dirigirán por sí mismos al comercio en las riberas amplias y cómodas, sin que un Licurgo, un Solón o un Rousseau se entrometa, con el riesgo de equivocarse?

Sea como fuere, se comprende la terrible responsabilidad que Rousseau hace pesar sobre los inventores, instructores, conductores, legisladores y manipuladores de sociedades. Por ello es muy exigente a este respecto:

Quien osa emprender la tarea de instituir un pueblo debe sentirse en condiciones de poder cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo más grande, del que este individuo recibe, total o parcialmente, su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla, de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, es preciso que prive al hombre de sus propias fuerzas para darle otras que le son ajenas.

¡Pobre especie humana! ¿Qué harían de tu dignidad los seguidores de Rousseau?

REYNAL: «El clima, es decir el cielo y el suelo, es la primera regla del legislador. Sus recursos le dictan sus deberes. Lo primero que debe consultar es su posición local. Un pueblo asentado en las costas marítimas tendrá sus leyes relativas a la navegación. [...] Si la colonia está tierra adentro, el legislador deberá prever su género y su grado de fecundidad. [...]

Es sobre todo en la distribución de la propiedad donde brilla la sabiduría de la legislación. En general, y en todos los países del mundo, cuando se funda una colonia, hay que distribuir tierras entre todos los hombres, es decir a cada uno una extensión suficiente para mantener a una familia. [...]

En una isla salvaje poblada de niños, no habría más que dejar brotar los gérmenes de la verdad en los desarrollos de la razón. [...] Pero se establece un pueblo ya viejo en un país nuevo, la habilidad consiste en no dejarle más que las opiniones y las costumbres perjudiciales de las que no se le puede curar y corregir. Si se quiere impedir que éstas se transmitan, se vigilará sobre la segunda generación mediante una educación común y pública de los niños. Un príncipe, un legislador jamás debería fundar una colonia sin enviar por delante algunos hombres cultos para instruir a la juventud. [...] En una colonia que se forma, todas las facilidades están abiertas a las precauciones del legislador que quiere depurar la sangre y las costumbres de su pueblo. Si existe genio y virtud, las tierras y los hombres que tendrá en sus manos inspirarán a su alma un plan social que un escritor jamás podrá diseñar sino de manera vaga y sujeta a la inestabilidad de las hipótesis, que varían y se complican con una infinidad de circunstancias demasiado difíciles de prever y de cambiar [...]

¿No parece esta la voz de un profesor de agricultura que dice a sus alumnos: el clima es la primera regla del agricultor? Sus recursos le dictan sus deberes. Lo primero que debe consultar es su posición. Si se encuentra con un suelo arcilloso, deberá comportarse de una determinada manera. ¿Se trata de una tierra arenosa? Deberá comportarse así y así. El agricultor que quiere limpiar y mejorar su terreno cuenta con todas las facilidades. Si es hábil, las tierras y los abonos que tendrá en sus manos le inspirarán un plan de explotación que un profesor jamás podrá confeccionar a no ser de una manera vaga y sujeta a la inestabilidad de las hipótesis, que varían y se complican con una infinidad de circunstancias demasiado difíciles de prever y de cambiar.

Pero, ¡oh sublimes escritores!, ¿querréis acaso acordaros por una sola vez de esta arcilla, esta arena, este estiércol de los que disponéis tan arbitrariamente? Son hombres como vosotros, gente inteligente y libre como vosotros, que ha recibido de Dios, como vosotros, la facultad de ver, de prever, de pensar y de juzgar por sí mismos.

MABLY. (Supone que las leyes se desgastan por el moho del tiempo, la negligencia de la seguridad, y prosigue así:)

En estas circunstancias, hay que convenir que los resortes del gobierno se han aflojado. Tensadlos (Mably se dirige al lector) y el mal quedará curado. [...] Pensad menos en castigar las faltas que en fomentar las virtudes que necesitáis. Con este método daréis a vuestra república el vigor de la juventud. La ignorancia de este método es lo que ha hecho que los pueblos libres perdieran su libertad. Pero si los progresos del mal son tales que los magistrados ordinarios no pueden remediarlo eficazmente, recurrid a una magistratura extraordinaria que emplee poco tiempo y tenga un poder considerable. Entonces la imaginación de los ciudadanos recibirá una sacudida.

Y de esta guisa a lo largo de veinte volúmenes.

Ha habido una época en la que, bajo la influencia de tales enseñanzas, que constituyen el fondo de la educación clásica, todos han querido situarse fuera y por encima de la humanidad con el fin de adecuarla, organizarla y modelarla a su gusto.

CONDILLAC: Erigíos, señor, en Licurgo o en Solón. Antes de proseguir la lectura de este escrito, divertíos dando leyes a algún pueblo salvaje de América o de África. Estableced en moradas fijas a estos hombres errantes, enseñadles a cuidar los rebaños [...]. Trabajad en desarrollar las cualidades sociales que la naturaleza ha puesto en ellos. [...] Ordenadles que empiecen a practicar los deberes de la humanidad. [...] Envenenad mediante el castigo los placeres que prometen las pasiones, y veréis cómo estos bárbaros, con cada artículo de vuestra legislación, pierden un vicio y ganan una virtud.

Todos los pueblos han tenido leyes. Pero pocos han sido felices. El motivo es que los legisladores han ignorado casi siempre que el objetivo de la sociedad es unir las familias para perseguir un interés común.

La imparcialidad de las leyes consiste en dos cosas: en establecer la igualdad de las fortunas y en garantizar la dignidad de los ciudadanos. [...] A medida que vuestras leyes establezcan una mayor igualdad, serán más estimadas por todos los ciudadanos [...] ¿Cómo la avaricia, la ambición, el placer, la pereza, la ociosidad, la envidia, el odio, los celos, podrían incentivar a unos hombres que fueran iguales en fortuna y en dignidad, y a los que las leyes no dejaran la esperanza de romper la igualdad?

No es de extrañar que los siglos XVII y XVIII consideraran al género humano como una materia inerte que espera, que lo recibe todo, forma, figura, impulso, movimiento y vida de un gran príncipe, de un gran legislador, de un gran genio. Estos siglos estaban imbuidos en el estudio de la antigüedad, y la antigüedad nos ofrece por doquier, en Egipto, en Persia, en Grecia, en Roma, el espectáculo de algunos hombres que manipulan a placer a la humanidad, sometida por la fuerza o la impostura. ¿Qué demuestra esto? Que, como el hombre y la sociedad son perfectibles, el error, la ignorancia, el despotismo, la esclavitud, la superstición tienen que acumularse más al comienzo de los tiempos. El error de los escritores que he citado no consiste en haber constatado el hecho, sino en haberlo propuesto, como regla, a la admiración y a la imitación de las razas futuras. Su error consiste en haber admitido, con una inconcebible falta de crítica y con un convencionalismo pueril, lo que no es admisible, a saber: la grandeza, la dignidad, la moralidad y el bienestar de estas sociedades del mundo antiguo; en no haber comprendido que el tiempo produce y propaga la luz, que a medida que la luz se va imponiendo, la fuerza se pone del lado del derecho y la sociedad retoma la posesión de sí misma.

Y, en efecto, ¿cuál es el trabajo político al que asistimos? No es otro que el esfuerzo instintivo de todos los pueblos hacia la libertad. ¿Y qué es la libertad, esta palabra que tiene el poder de hacer latir todos los corazones y de agitar el mundo, sino el conjunto de todas las libertades, libertad de conciencia, de enseñanza, de asociación, de prensa, de movimiento, de trabajo, de comercio; en otros términos, el libre ejercicio para todos de todas las facultades que no perjudican a los demás; y más todavía, en otras palabras, la destrucción de todos los despotismos, incluso del que se vale de la ley, y la reducción de la ley a su única atribución racional, que consiste en regular el derecho individual de legítima defensa o de reprimir la injusticia?

Hay que reconocer que esta tendencia del género humano recibe la fuerte oposición, especialmente en nuestra patria, de la funesta actitud —fruto de la educación clásica— común a todos los publicistas de situarse fuera de la humanidad para ordenarla, organizarla y conformarla a su placer.

n efecto, mientras la sociedad se agita para realizar la libertad, los grandes hombres que se colocan a su cabeza, imbuidos de los principios de los siglo XVII y XVIII, no piensan más que en doblegarla bajo el filantrópico despotismo de sus fantasías sociales y en obligarle a llevar dócilmente, según la expresión de Rousseau, el yugo de la felicidad pública, tal como ellos lo han imaginado.

Ya se vio en 1789. Apenas se destruyó el antiguo régimen legal, centraron sus preocupaciones en someter la sociedad nueva a otros arreglos artificiales, partiendo siempre del principio, dado por supuesto, de la omnipotencia de la ley.

SAINT-JUST: «El legislador manda en el futuro. Él es quien quiere el bien. Él es quien hace que los hombres sean lo que él quiere que sean.»

ROBESPIERRE: «La función del gobierno es dirigir las fuerzas físicas y morales de la nación hacia el fin para el que ésta existe como institución.»

VILLAUD-VARENNES: «Es preciso crear de nuevo el pueblo que se recupere la libertad. Porque es necesario destruir antiguos prejuicios, cambiar antiguas costumbres, perfeccionar afecciones depravadas, restringir necesidades superfluas, extirpar vicios inveterados; se precisa, pues, una acción fuerte, un impulso enérgico. [...] Ciudadanos, la inflexible austeridad de Licurgo fue para Esparta el basamento inquebrantable de la república; el carácter débil y confiado de Solón sumergió a Atenas en la esclavitud. Este paralelo encierra toda la ciencia del gobierno.»

LE PELLETIER: «Considerando hasta qué punto se ha degradado la especie humana, me he convencido de la necesidad de operar una completa regeneración y, si puedo expresarme así, de crear un nuevo pueblo.»

Como se ve, los hombres no son más que viles materiales. No son ellos los que quieren el bien, pues son incapaces de quererlo; es el legislador quien lo quiere, según Saint-Just. Los hombres no son más que lo que él quiere que sean.

Según Robespierre, que copia literalmente a Rousseau, el legislador empieza por asignar el fin u objetivo de la institución de la nación. Los gobernantes no tienen más que dirigir hacia este fin todas las fuerzas físicas y morales. La nación en cuanto tal permanece siempre pasiva en todo esto, y Villaud-Varennes nos dice que sólo debe tener los prejuicios, las costumbres, las afecciones y las necesidades que el legislador autorice. Llega incluso a afirmar que la inflexible austeridad de un hombre es la base de la república.

Hemos visto que, en el caso de que el mal sea tan grande que los magistrados ordinarios no puedan hacerle frente, Mably aconseja la dictadura para hacer florecer la virtud. «Recurrid —dice— a una magistratura extraordinaria, en la que los plazos sean cortos y el poder considerable. La imaginación de los ciudadanos tiene que ser impactada.» Esta doctrina sigue vigente. Oigamos a Robespierre:

El principio del gobierno republicano es la virtud, y su medio, mientras se establece, el terror. Nosotros queremos sustituir, en nuestro país, el egoísmo por la moral, el honor por la probidad, los usos por los principios, el decoro por los deberes, la tiranía de la moda por el imperio de la razón, el desprecio de la desgracia por el desprecio del vicio, la insolencia por el orgullo, la vacuidad por la grandeza de alma, el amor al dinero por el amor a la gloria, la buena compañía por la buena gente, la intriga por el mérito, el espíritu ocurrente por el genio, el brillo por la verdad, el aburrimiento del placer por el encanto de la felicidad, la pequeñez de los grandes por la grandeza del hombre, un pueblo amable, frívolo, miserable por un pueblo magnánimo, poderoso, feliz; es decir, todos los vicios y todas las ridiculeces de la monarquía por todas las virtudes y todos los milagros de la república.

¡A qué altura por encima de la humanidad se coloca aquí Robespierre! Reparad en la circunstancia en que habla. No se limita a expresar el deseo de una gran renovación del corazón humano; tampoco espera que esa renovación sea el resultado del gobierno ordinario. No, quiere actuar por sí mismo y mediante el terror. El discurso del que se ha tomado este pueril y laborioso montón de antítesis tenía por objeto exponer los principios morales en que debe inspirarse un gobierno revolucionario. Observad que, cuando Robespierre reclama la dictadura, no es sólo para expulsar al extranjero y combatir las facciones, sino para hacer que prevalezcan por el terror, y al margen del juego de la constitución, sus propios principios morales. Su pretensión no aspira a menos que a extirpar del país, por el terror, el egoísmo, el honor, las costumbres, la urbanidad, la moda, la vanidad, el amor al dinero, la buena compañía, la intriga, la cultura, la voluptuosidad y la miseria. Sólo después de que él, Robespierre, haya obrado estos milagros —como los llama con razón— permitirá que las leyes reanuden su labor. ¡Miserables! ¿Os creéis tan grandes que juzgáis a la humanidad tan pequeña que queréis reformarlo todo? ¡Basta que os reforméis a vosotros mismos!

Sin embargo, en general, los señores reformadores y publicistas no exigen ejercer sobre la humanidad un despotismo inmediato. No, son demasiado moderados y demasiado filántropos. Sólo reclaman el despotismo, el absolutismo, la omnipotencia de la ley. Sólo aspiran a hacer la ley.

Para mostrar cuán universal ha sido en Francia esta extraña disposición de los espíritus, así como habría tenido que copiar todo Mably, todo Raynal, todo Rousseau, todo Fénelon, y amplios extractos de Bossuet y Montesquieu, así también tendría que reproducir íntegramente las actas de las sesiones de la Convención. Me guardaré de ello y remitiré al lector a su lectura.

Se piensa que esta idea tuvo que agradarle a Bonaparte. Él la acogió con entusiasmo y la puso en práctica enérgicamente. Considerándose como un químico, sólo veía en Europa una materia de experiencias. Pero esta materia no tardó en manifestarse como un reactivo poderoso. Se desengañó muy pronto, en Santa Elena, y pareció reconocer que los pueblos tienen cierta iniciativa, por lo que se mostró menos hostil a la libertad. Esto, sin embargo, no le impidió dar como testamento esta lección a su hijo: «Gobernar es distribuir la moralidad, la instrucción y el bienestar.  »

¿Es necesario señalar ahora con fastidiosas citas de dónde proceden Morelly, Babeuf, Owen, Saint-Simon, Fourier? Me limitaré a someter al lector algunos extractos del libro de Louis Blanc sobre la organización del trabajo. «En nuestro proyecto, la sociedad recibe el impulso del poder  » (p. 126). ¿En qué consiste el impulso que el poder da a la sociedad? En imponer el proyecto del señor L. Blanc. Por otro lado, la sociedad es el género humano. Por tanto, en definitiva, el género humano recibe el impulso del señor Blanc.

Naturalmente, el género humano es libre de seguir los consejos de cualquiera. Pero no es eso lo que piensa el señor Blanc. Él piensa que su proyecto debe convertirse en ley y, por consiguiente, que debe imponerlo coactivamente el poder.

En nuestro proyecto, el Estado no hace sino dar al trabajo una legislación (perdonad que sea tan poco) en virtud de la cual el movimiento industrial puede y debe realizarse con toda libertad. [El Estado] no hace más que poner la libertad en una pendiente (nada más que esto), por la que ésta desciende, una vez colocada en ella, por la sola fuerza de las cosas y como natural consecuencia del mecanismo establecido.

Pero ¿cuál es esta pendiente? La que indica el señor Blanc. ¿Acaso no conduce al abismo? No, sino que conduce a la felicidad. ¿Por qué la sociedad no se coloca a sí misma en esa pendiente? Porque no sabe lo que quiere, y necesita recibir un impulso. ¿Quién le dará este impulso? El poder. ¿Y quién impulsará al poder? El inventor del mecanismo, el señor L. Blanc.

No salimos nunca del círculo: la sociedad pasiva y un gran hombre que la mueve por medio de la ley.

Puesta ya sobre esta pendiente, ¿gozará la sociedad al menos de cierta libertad? Sin duda. Pero ¿qué es la libertad?

Digámoslo de una vez por todas: la libertad consiste no solamente en el derecho concedido, sino en el poder que se le da al hombre para ejercer, para desarrollar sus facultades, bajo el impulso de la justicia y bajo la salvaguardia de la ley.

No se trata de una vana distinción: su sentido es profundo y sus consecuencias inmensas. Porque desde el momento en que se admite que el hombre, para ser verdaderamente libre, precisa del poder de ejercer y desarrollar sus facultades, resulta que la sociedad debe a cada uno de sus miembros la instrucción conveniente, sin la cual el espíritu humano no puede desarrollarse, y los instrumentos de trabajo, sin los cuales la actividad humana nada puede hacer. Ahora bien, ¿por medio de quién dará la sociedad a cada uno de sus miembros la instrucción conveniente y los instrumentos de trabajo necesarios, si no es por medio del Estado?

De modo que la libertad es el poder. ¿En qué consiste el poder? En poseer la instrucción y los instrumentos de trabajo. ¿Quién dará la instrucción y los instrumentos de trabajo? La sociedad, que debe hacerlo. ¿Por medio de quién dará la sociedad los instrumentos de trabajo a quienes no los tienen? Por medio del Estado. ¿De quién los tomará el Estado?

Es el lector quien debe dar la respuesta y decirnos adónde conduce todo esto.

Uno de los fenómenos más curiosos de nuestro tiempo, y que sin duda nos creará desasosiego, es que la doctrina que se basa en esta triple hipótesis —la inercia radical de la humanidad, la omnipotencia de la ley, la infalibilidad del legislador— es el símbolo sagrado del partido que se proclama en exclusiva democrático.

Es cierto que también se llama social. En cuanto democrático, tiene una fe ilimitada en la humanidad. En cuanto social, la arrastra por los suelos.

Se trata de derechos políticos, de hacer que el legislador intervenga, y entonces se descubre que el pueblo tiene la ciencia infusa, que está dotado de un tacto admirable, que su voluntad es siempre recta, que la voluntad general no puede equivocarse. El sufragio no será nunca demasiado universal. Ninguna garantía se le debe a la sociedad. La voluntad y la capacidad de elegir correctamente se dan siempre por supuestas. ¿Acaso puede equivocarse el pueblo? ¿Acaso no estamos en el siglo de las luces? ¿Deberá el pueblo permanecer siempre bajo tutela? ¿Acaso no ha conquistado sus derechos con enormes esfuerzos y sacrificios? ¿No ha dado suficientes pruebas de su inteligencia y de su sabiduría? ¿No ha alcanzado ya la madurez? ¿No se halla en condiciones de juzgar por sí mismo? ¿No conoce sus intereses? ¿Existe algún hombre o alguna clase que se atreva a reivindicar el derecho de reemplazar al pueblo, de decidir y obrar por él? No, el pueblo quiere ser libre y lo será. Quiere dirigir sus propios asuntos y los dirigirá.

Pero una vez que el legislador abandona los comicios, el lenguaje cambia. La nación cae en la pasividad, en la inercia, en la nada, y el legislador toma posesión de la omnipotencia. A él le corresponde la invención, la dirección, el impulso, la organización. La humanidad sólo tiene que dejarse llevar; ha sonado la hora del despotismo. Y observad que esto es fatal, porque este pueblo, hace un momento tan ilustrado, tan moral, tan perfecto, no tiene tendencia alguna, y si las tiene, todas le empujan a la degradación. Acaso se le deje un poco de libertad. Pero ¿no sabéis que, según el señor Considérant, la libertad conduce fatalmente al monopolio? ¿No sabéis que la libertad es la competencia, y que la competencia, según el señor Blanc, es para el pueblo un sistema de exterminio y para la burguesía una causa de ruina? ¿Que por eso los pueblos padecen el exterminio y la ruina tanto más cuanto más libres son, por ejemplo Suiza, Holanda, Inglaterra y Estados Unidos? ¿No sabéis que, siempre según el señor L. Blanc, la competencia conduce al monopolio y que, por la misma razón, el mercado libre conduce a que los precios se disparen? ¿Que la competencia tiende a agotar las fuentes del consumo e impulsa la producción a una actividad desenfrenada? ¿Que la competencia fuerza la producción a aumentar y el consumo a disminuir —de donde se sigue que los pueblos libres producen para no consumir—, que es a la vez opresión y demencia, y que es de todo punto necesario que el señor L. Blanc intervenga?

or lo demás, ¿qué libertad podría dejarse a los hombres? ¿La libertad de conciencia? En ese caso, todos se aprovecharán de ella para hacerse ateos. ¿La libertad de enseñanza? Los padres se apresurarán a poner unos profesores para que enseñen a sus hijos la inmoralidad y el error. Por otra parte, si creemos al señor Thiers, si la enseñanza se dejara a la libertad nacional, dejaría de ser nacional, y nosotros educaríamos a nuestros hijos en las ideas de los turcos o de los indios, en lugar de que, gracias al despotismo legal de la universidad, tengan la dicha de ser instruidos en las nobles ideas de los romanos. ¿La libertad de trabajo? Pero esto sería caer en la competencia, cuyo efecto es que los productos no se consumen, la exterminación del pueblo y la ruina de la burguesía. ¿La libertad de comercio? Ya sabemos —pues los proteccionistas lo han demostrado hasta la saciedad— que un hombre se arruina cuando cambia libremente y que, para enriquecerse, es preciso intercambiar sin libertad. ¿La libertad de asociación? Pero, según la doctrina socialista, libertad y asociación se excluyen, ya que precisamente no aspiramos a arrebatar la libertad a los hombres sino para forzarles a asociarse.

Ya se ve cómo los demócratas socialistas no pueden, en buena conciencia, dejar a los hombres libertad alguna, pues, por su propia naturaleza, y si estos señores no ponen orden, tienden por todas partes a todo género de degradación y pérdida de la moralidad.

Queda por saber, en este caso, con qué fundamentos se reclama para ellos, con tanta insistencia, el sufragio universal.

Las pretensiones de los organizadores plantean otra cuestión, que con frecuencia yo les he planteado, y a la cual, que yo sepa, ellos no han contestado nunca. Puesto que las tendencias naturales de la humanidad son tan malas que justifican el que se le prive de su libertad, ¿cómo es que las tendencias de los organizadores son tan buenas? ¿Acaso no son los organizadores y sus agentes parte del género humano? ¿Se consideran amasados con otro barro que el resto de los hombres? Dicen que la sociedad, abandonada a ella misma, corre fatalmente al abismo porque sus instintos son perversos. Ellos pretenden frenar esta inclinación e imprimirle una dirección mejor. Han recibido del cielo una inteligencia y unas virtudes que les sitúan fuera y por encima de la humanidad. ¡Que muestren sus títulos! Quieren ser pastores y que nosotros seamos el rebaño, lo cual supone en ellos una superioridad de naturaleza cuya prueba previa tenemos todo el derecho a exigirles.

Observad que lo que yo les niego no es el derecho a inventar combinaciones sociales, a difundirlas, aconsejarlas y experimentarlas en ellos mismos, a su costa y riesgo, sino el derecho a imponérnoslas por medio de la ley, es decir, de la coacción y de los impuestos.

Solicito que los cabetistas, los fourieristas, los proudhonianos, los universitarios y los proteccionistas renuncien, no a sus particulares ideas, sino a su común pretensión de someternos por la fuerza a sus grupos y series, a sus talleres sociales, a su banca gratuita, a su moral greco- romana, a sus trabas comerciales. Lo que les pido es que nos dejen la facultad de juzgar sus planes y no asociarnos a ellos, directa o indirectamente, si pensamos que hieren nuestros intereses o repugnan a nuestra conciencia.

Porque la pretensión de hacer intervenir el poder y el fisco, además de ser opresiva y expoliadora, implica también esta hipótesis perjudicial: la infalibilidad del organizador y la incompetencia de la humanidad. Y si la humanidad es incompetente para juzgar por sí misma, ¿a qué viene eso de hablarnos del sufragio universal?

Esta contradicción en las ideas se ha reproducido por desgracia también en los hechos, y mientras el pueblo francés se ha adelantado a todos los demás en la conquista de sus derechos, o más bien de sus garantías políticas, no por ello deja de ser el más gobernado, dirigido, administrado, sujeto a impuestos, entorpecido y explotado entre todos los pueblos. Es también aquel en que mayor es la amenaza de revolución, y con razón.

Desde el momento en que se parte de esta idea, admitida por todos nuestros publicistas y tan enérgicamente expresada por L. Blanc con estas palabras: «La sociedad recibe el impulso del poder»; desde el momento en que los hombres se consideran a sí mismos sensibles pero pasivos, incapaces de elevarse por su propio discernimiento y por su propia energía a cualquier grado de moralidad o de bienestar, y se ven reducidos a esperarlo todo de la ley; en una palabra, cuando admiten que sus relaciones con el Estado son las del rebaño con el pastor, es claro que la responsabilidad del poder tiene que ser inmensa. Los bienes y los males, las virtudes y los vicios, la igualdad y la desigualdad, la opulencia y la miseria, todo deriva de él. Él se ocupa de todo, lo emprende todo, lo hace todo; por tanto, responde de todo. Si somos felices, reclama con razón nuestro reconocimiento; pero si somos miserables, sólo con él podemos meternos. ¿No dispone, en principio, de nuestras personas y de nuestros bienes? ¿No es omnipotente la ley? Al crear el monopolio universitario, se obliga a responder a las esperanzas de los padres de familia privados de libertad. Y si estas esperanzas no se cumplen, ¿de quién es la culpa? Cuando reglamenta la industria, se obliga a hacer que ésta prospere, pues de lo contrario habría sido inútil privarle de su libertad; y si la industria va mal, ¿de quién será la culpa? Cuando interviene para manipular la balanza comercial por medio de los aranceles, se obliga a mejorarla; y si, lejos de mejorar, se deteriora, ¿de quién será la culpa? Cuando concede su protección a los armamentos marítimos a cambio de su libertad, se echa encima la obligación de hacerlos rentables; si son una carga, ¿de quién es la culpa?

Así pues, no hay desgracia en la nación de la que el gobierno no se haya hecho voluntariamente responsable. Por eso no es de extrañar que cada desventura sea motivo de revolución.

¿Y cuál es el remedio que se propone? Ampliar indefinidamente el ámbito de la ley, es decir, de la responsabilidad del gobierno.

Pero si el gobierno se encarga de elevar y regular los salarios y no lo consigue; si se encarga de remediar todos los infortunios, de garantizar las pensiones a todos los trabajadores, de proporcionar a todos los obreros los instrumentos de trabajo, de abrir a todos los que desean obtener préstamos un crédito gratuito... y no puede hacerlo; si, según las palabras que con pena hemos visto escapar de la pluma de Lamartine, «el Estado se atribuye la misión de ilustrar, desarrollar, ampliar, fortificar, espiritualizar y santificar el alma de los pueblos», y fracasa, ¿no es evidente que al cabo de cada decepción —por desgracia, más que probable— habrá una no menos inevitable revolución?

Retomo mi tesis y afirmo: inmediatamente tras la ciencia económica y en el umbral de la ciencia política,[19] se plantea una cuestión dominante. Esta: ¿Qué es la ley? ¿Qué debe ser? ¿Cuál es su ámbito? ¿Cuáles son sus límites? ¿Dónde terminan, por consiguiente, las atribuciones del legislador?

Y no dudo en responder: la ley es la fuerza común organizada para impedir la injusticia. En una palabra, la ley es la justicia.

No es cierto que el legislador tenga sobre nuestras personas y nuestras propiedades un poder absoluto, puesto que son anteriores a la ley, y la labor de ésta consiste en rodearlas de garantías.

No es cierto que la ley tenga por misión regir nuestras conciencias, nuestras ideas, nuestras voluntades, nuestra instrucción, nuestros sentimientos, nuestros trabajos, nuestros intercambios, nuestros dones, nuestras alegrías. Su misión consiste en impedir que en cualquiera de estas materias el derecho de uno usurpe el derecho de otro.

La ley, que tiene como sanción necesaria la fuerza, no puede tener como dominio legítimo más que el legítimo dominio de la fuerza: la justicia.

Y como cada individuo no tiene derecho a recurrir a la fuerza sino en caso de legítima defensa, la fuerza colectiva, que no es otra cosa que la unión de las fuerzas individuales, no puede aplicarse racionalmente a un fin distinto.

La ley, pues, no es más que la organización del derecho individual preexistente de legítima defensa.

La ley es la justicia.

Es tan falso que pueda oprimir a las personas o expoliar las propiedades, aunque sea con un fin filantrópico, que su misión es, en cambio, protegerlas.

Y no se diga que por lo menos puede ser filantrópica, siempre que se abstenga de toda opresión, de toda expoliación, pues esto es contradictorio. La ley no puede actuar sobre nuestras personas o nuestros bienes; si no los garantiza, los viola por el hecho mismo de actuar, por el solo hecho de ser.

La ley es la justicia.

Todo esto es claro, simple, perfectamente definido y delimitado, accesible a toda inteligencia, visible a toda mirada, inmutable, inalterable, que no admite ni más ni menos.

Abandonad este criterio, haced que la ley sea religiosa, fraternal, igualitaria, filantrópica, industrial, literaria, artística, y habréis caído inmediatamente en lo indefinido, lo incierto, lo desconocido, en la utopía impuesta, o, lo que es peor, en la multitud de utopías que combaten para apoderarse de la ley e imponerse; porque la fraternidad, la filantropía, a diferencia de la justicia, no tienen límites fijos. ¿Dónde os detenéis? ¿Dónde se detendrá le ley? Algunos, como el señor Saint-Cricq, limitarán su filantropía a algunas clases de industriales y pedirán a la ley que disponga de los consumidores a favor de los productores. Otros, como el señor Considérant, se harán adalides de la causa de los trabajadores y reclamarán para ellos de la ley un mínimo asegurado, el vestido, el alojamiento, la comida y todo lo necesario para conservar la vida. Un tercero, como L. Blanc, dirá, con razón, que esta es sólo una fraternidad insinuada, bosquejada, y que la ley debe dar a todos los instrumentos de trabajo y la instrucción. Un cuarto observará que semejante disposición deja aún espacio para la desigualdad y que la ley debe llevar hasta las aldeas más apartadas el lujo, la literatura y las artes. De este modo acabaréis en el comunismo, o más bien la ley será... lo que ya es: el campo de batalla de todas las ensoñaciones y de todas las codicias.

La ley es la justicia.

En este círculo se concibe un gobierno simple, inquebrantable. Y reto a que alguien me diga de dónde podría venir la idea de una revolución, de una insurrección, de una simple revuelta contra una fuerza pública que se limita a reprimir la injusticia. En un régimen así habría más bienestar, el bienestar estaría mejor repartido, y en cuanto a los sufrimientos inseparables de la condición humana, nadie pensaría en echarle la culpa al gobierno, que sería tan ajeno a ellos como a los cambios de temperatura. ¿Se ha visto alguna vez al pueblo levantarse contra el Tribunal Supremo o irrumpir en el despacho del juez de paz para reclamar el salario mínimo, el crédito gratuito, los instrumentos de trabajo, unos aranceles favorables o un taller social? Sabe perfectamente que estas atribuciones no son competencia del juez, y comprendería fácilmente que tampoco lo son de la ley.

Pero si la ley se basa en el principio de fraternidad, si se proclama que de ella derivan los bienes y los males, que es responsable de todo dolor individual, de toda desigualdad social, quedará abierta la puerta a una serie sin fin de quejas, de odios, de desórdenes y de revoluciones.

La ley es la justicia.

Y sería extraño que pudiera ser equitativamente otra cosa. ¿Acaso la justicia no es el derecho? ¿Los derechos no son iguales? ¿Cómo intervendría la ley para someterme a los planes sociales de los señores Mimerel, Melun, Thiers o Louis Blanc, en lugar de someter a estos señores a mis planes? ¿Creerá alguien que no he recibido de la naturaleza imaginación bastante para inventar a mi vez una utopía? ¿Acaso es función de la ley optar entre tantas quimeras y poner la fuerza pública al servicio de una de ellas?

La ley es la justicia.

Y no se diga, como se dice continuamente, que, así concebida, la ley atea, individualista y sin entrañas haría la humanidad a su imagen. Es una deducción absurda, digna de ese apasionamiento por el gobierno que ve a la humanidad en la ley.

Porque, veamos: Del hecho de que seamos libres ¿se sigue que dejaremos de obrar? De que no recibamos el impulso de la ley ¿ha de seguirse que carecemos de todo impulso? De que la ley se limite a garantizarnos el libre ejercicio de nuestras facultades ¿se sigue que nuestras facultades serán víctimas de la inercia? De que la ley no nos imponga ninguna forma de religión, modos de asociación, métodos de enseñanza, procedimientos de trabajo, orientaciones para el intercambio, planes de caridad, ¿se sigue que nos precipitaremos en el ateísmo, en el aislamiento, la ignorancia, la miseria y el egoísmo? ¿Se sigue que ya no sabremos reconocer el poder y la bondad de Dios, asociarnos, ayudarnos unos a otros, amar y socorrer a nuestros hermanos desgraciados, estudiar los secretos de la naturaleza, aspirar al perfeccionamiento de nuestro ser?

La ley es la justicia.

Y bajo la ley de justicia, bajo el régimen del derecho, bajo la influencia de la libertad, de la seguridad, de la estabilidad, de la responsabilidad, cada hombre alcanzará la plenitud de su valor, toda la dignidad de su ser, y la humanidad realizará con orden, con calma, lentamente sin duda, pero con plena seguridad, el progreso al que está destinada.

Creo que la teoría está de mi parte, pero, sea cual fuere la cuestión que someto a razonamiento, ya sea religiosa, filosófica, política o económica, ya se trate de bienestar, de moralidad, de igualdad, de derecho, de justicia, de progreso, de responsabilidad, de solidaridad, de propiedad, de trabajo, de intercambio, de capital, de salarios, de impuestos, de población, de crédito o de gobierno, en cualquier lugar del horizonte científico en que sitúe el punto de partida de mis indagaciones, siempre, invariablemente, llego a la conclusión de que la solución al problema social está en la libertad.

También la experiencia está a mi favor. Contemplad el globo. ¿Cuáles son los pueblos más felices, más morales, más pacíficos? Aquellos en los que la ley interviene lo menos posible en la actividad privada, en los que el gobierno menos se deja sentir, en los que la individualidad tiene más cancha y la opinión pública más influencia, en los que los mecanismos administrativos son menos numerosos y menos complicados, los impuestos menos gravosos y menos desiguales, el descontento popular menos excitado y menos justificable; en los que la responsabilidad de los individuos y de las clases es más activa, y en los que, por consiguiente, si las costumbres no son perfectas, tienden inexorablemente a rectificarse; en los que las transacciones, las convenciones y las asociaciones tropiezan con menos trabas; en los que el trabajo, los capitales y la población sufren menos desplazamientos artificiales; en los que la humanidad obedece más a su propia inclinación; en los que la idea de Dios prevalece más que las ocurrencias de los hombres. En una palabra, aquellos que más se acercan a esta solución: en los límites del derecho, todo por la libre y perfectible espontaneidad del hombre; nada por la ley y por la fuerza sino la justicia universal.

Debemos reconocer que hay demasiados grandes hombres en el mundo; demasiados legisladores, creadores de sociedades, conductores de pueblos, padres de naciones, etc. Demasiada gente se coloca por encima de la humanidad para regirla, demasiada gente tiene por oficio ocuparse de ella.

Alguien me dirá: Usted hace bien en ocuparse de estas cosas escribiendo sobre ellas. Así es, en efecto. Pero habrá que convenir que lo hace en un sentido y desde un punto de vista diferentes, y si me mezclo con los reformadores es para hacerles soltar su presa.

Yo me ocupo de estas cosas no como Vaucanson se ocupa de su autómata, sino como filósofo del organismo humano: para estudiarle y admirarle. Me ocupo con el espíritu que animaba a un viajero famoso.

Este llega a una tribu salvaje. Acaba de nacer un niño, y una multitud de adivinos, brujos y gente práctica le rodea, armados de anillos, ganchos y cuerdas. Uno dice: este niño no olerá jamás el perfume de la pipa si no le ensancho la nariz. Otro dice: carecerá del sentido del oído si no le bajo las orejas hasta los hombros. Un tercero: no verá la luz del sol si no doy a sus ojos una dirección oblicua. Un cuarto: no se mantendrá de pie si no le curvo las piernas. Un quinto: no pensará si no le comprimo el cerebro. ¡Atrás!, dice el viajero: Dios ha hecho bien lo que ha hecho; no pretendáis saber más que Él, y puesto que ha dado unos órganos a esta frágil criatura, dejad que sus órganos se desarrollen, se fortifiquen por el ejercicio, el ensayo, la experiencia y la libertad.

Del mismo modo, Dios ha dotado a la humanidad de todo lo que necesita para cumplir su destino. Existe una fisiología social providencial, lo mismo que existe una fisiología humana providencial. Los órganos sociales están también constituidos de tal forma que puedan desarrollarse armoniosamente al aire libre de la libertad. ¡Fuera los empíricos manipuladores y reformadores! ¡Fuera sus anillos, sus cadenas, sus ganchos, sus tenazas! ¡Fuera sus medios artificiales! ¡Fuera sus talleres sociales, sus falansterios, su gubernamentalismo, su centralización, sus aranceles, sus universidades, sus religiones de Estado, sus bancos gratuitos o sus bancos monopolizados, sus compresiones, sus restricciones, su moralización y su afán de establecer la igualdad mediante los impuestos! Y puesto que han impuesto vanamente al cuerpo social tantos sistemas, que se acabe por donde debía haberse empezado: que se rechacen los sistemas, que por fin se ponga a prueba la libertad, que es un acto de fe en Dios y en su obra.

6

Propiedad y Expoliación

I. PRIMERA CARTA

La Asamblea Nacional se ocupa de un gran problema cuya solución interesa en grado sumo a la prosperidad y a la tranquilidad de Francia. Un nuevo derecho llama a la puerta de la Constitución: el derecho al trabajo. No sólo reclama un lugar, sino que pretende ocupar, en todo o en parte, el puesto del derecho de propiedad.

El señor Louis Blanc ya ha proclamado provisionalmente este nuevo derecho, y ya sabemos con qué éxito. El señor Proudhon lo reclama con el fin de acabar con la propiedad, y el señor Considérant para fortalecerla y legitimarla.

De modo que, según estos publicistas, la propiedad entraña algo injusto y falso, un germen de muerte. Yo, por el contrario, me propongo demostrar que la propiedad es la verdad y la justicia misma y que lo que lleva en su seno es el principio del progreso y de la vida.

Al parecer, los autores mencionados creen que, en la lucha que se va a librar, los pobres están interesados en que triunfe el derecho al trabajo, mientras que los ricos lo están en la defensa del derecho de propiedad. Por mi parte, creo estar en condiciones de poder demostrar que el derecho de propiedad es esencialmente democrático, y que todo cuanto lo niega o lo viola es fundamentalmente aristocrático y monárquico.

He sentido cierta perplejidad antes de resolverme a solicitar acogida en un periódico para exponer una disertación sobre un tema social. Véase lo que puede justificar este intento.

Ante todo, la gravedad y la actualidad del tema. Además, los señores Louis Blanc, Considérant y Proudhon no son simples publicistas, sino que también son jefes de escuela y, como tales, tienen detrás de ellos a numerosos y entusiastas seguidores, como lo demuestra su presencia en la Asamblea Nacional. Sus doctrinas están ya ejerciendo una influencia considerable —en mi opinión, funesta para el mundo de los negocios— y, lo que no deja de ser grave, pueden apoyarse en concesiones escapadas a la ortodoxia de los maestros de la ciencia.

Por lo demás —¿por qué no he de confesarlo?—, hay algo en el fondo de mi conciencia que me dice que, en medio de esta ardiente controversia, acaso se me permita arrojar alguna luz inesperada que permita iluminar el terreno en que a veces se consuma la reconciliación de las escuelas más divergentes.

Creo que esto es suficiente para que las presentes cartas sean bien acogidas por los lectores.

Debo comenzar por el reproche que se le hace a la propiedad. Véase cómo lo explica el señor Considérant. No creo que el siguiente resumen altere su pensamiento.[20]

Todo hombre es legítimo poseedor de lo que su actividad ha creado. Puede consumirlo, darlo, cambiarlo o transmitirlo sin que nadie, ni siquiera la sociedad en su conjunto, pueda impedírselo.

El propietario posee, pues, legítimamente, no sólo los productos de la tierra que ha cultivado, sino también la plusvalía que ha dado a la tierra a través del cultivo.

Pero hay algo que el hombre no ha creado, algo que no es fruto de ningún trabajo: la tierra bruta, el capital primitivo, la capacidad productiva de los agentes naturales. Ahora bien, el propietario se ha apropiado de este capital, y en eso precisamente consiste la usurpación, confiscación, injusticia e ilegitimidad permanente.

La especie humana ha sido puesta en este globo para vivir en él y desarrollarse. Por eso es la especie la usufructuaria de la superficie del globo. Sin embargo, en la actualidad, esta superficie se halla confiscada por una minoría que excluye a la gran mayoría.

Es cierto que esta confiscación es inevitable, pues ¿cómo podría cultivarse la tierra si cada uno pudiera ejercer a la ventura y con plena libertad sus derechos naturales, es decir, los derechos del estado salvaje?

Así pues, no se trata de destruir la propiedad, sino de legitimarla. ¿Cómo? Mediante el reconocimiento del derecho al trabajo.

En efecto, los salvajes no ejercen sus cuatro derechos (caza, pesca, recolección y pasto) sino bajo la condición del trabajo, y, por tanto, bajo la misma condición, la sociedad debe a los proletarios el equivalente del usufructo de que los ha despojado.

En definitiva, la sociedad debe a todos los miembros de la especie, a cambio de su trabajo, un salario que los coloque en una situación tal que pueda ser juzgada tan favorablemente como la de los salvajes.

Entonces la propiedad será legítima en todos los conceptos y se producirá la reconciliación entre los ricos y los pobres.

Tal es la teoría del señor Considérant.[21] Éste afirma que la cuestión de la propiedad es de las más simples, que sólo se precisa un poco de buen sentido para resolverla y que, a pesar de todo, nadie ha sido capaz de comprenderla hasta que él la ha expuesto.

El cumplimiento no es muy lisonjero para el género humano, pero, en cambio, yo no puedo dejar de admirar la extremada modestia con que el autor expone sus conclusiones.

¿Qué le pide, en efecto, a la sociedad? Que reconozca el derecho al trabajo como el equivalente, en beneficio de la especie, del usufructo de la tierra bruta. ¿Y en cuánto estima esta equivalencia? En el número de salvajes que la tierra bruta puede mantener.

Y como esta equivalencia sería, aproximadamente, la de un habitante por legua cuadrada, resulta que los propietarios del suelo francés pueden legitimar su usurpación a un precio bastante moderado. No tienen más que comprometerse a que, junto a ellos, treinta o cuarenta mil no propietarios se eleven a la altura de los esquimales.

Pero digo yo: ¿A qué hablar de Francia? En este sistema ya no existe Francia, no existe propiedad nacional, porque el usufructo de la tierra pertenece por derecho a la especie.

Por lo demás, no tengo intención de examinar en detalle la teoría del señor Considérant, pues me llevaría demasiado lejos. Sólo quiero fijarme en lo grave y serio que hay en el fondo de esta teoría. Me refiero a la cuestión de la renta.

El sistema de Considérant puede resumirse del modo siguiente. Todo producto agrícola existe por el concurso de dos acciones: la acción del hombre, o trabajo, que da acceso al derecho de propiedad, y la acción de la naturaleza, que debería ser gratuita, pero que los propietarios, injustamente, hacen que redunde en beneficio propio. En esto consiste la usurpación de los derechos de la especie.

Por tanto, si consiguiera demostrar que los hombres, en sus transacciones, sólo se hacen pagar recíprocamente su trabajo, que no incluyen en el precio de las cosas que se intercambian la acción de la naturaleza, el señor Considérant debería darse por satisfecho totalmente.

Idénticas son las quejas del señor Proudhon contra la propiedad. «La propiedad —dice— dejará de ser abusiva por la mutualidad de los servicios.» Así pues, si demuestro que los hombres sólo intercambian servicios, sin adeudarse jamás recíprocamente ni siquiera un óbolo por el uso de las fuerzas naturales que Dios ha dado gratuitamente a todos, el señor Proudhon deberá también reconocer que su utopía se ha realizado.

Ninguno de estos dos publicistas tiene razón para reclamar el derecho al trabajo. Poco importa que ambos consideren este famoso derecho desde un punto de vista tan diametralmente opuesto, que según Considérant debe legitimar la propiedad, mientras que para Proudhon debe liquidarla; pero no se trata de esto. El hecho cierto es que, bajo el régimen de propiedad, los hombres intercambian esfuerzo por esfuerzo, servicio por servicio, mientras que el concurso de la naturaleza queda siempre al margen del mercado; de modo que las fuerzas naturales, gratuitas por su destino, no dejan de permanecer gratuitas a través de todas las transacciones humanas.

Ya sabemos que lo que se rechaza es la legitimidad de la renta, pues se supone que ésta es, en todo o en parte, un pago injusto que el consumidor hace al propietario, no por un servicio personal, sino por unos bienes gratuitos de la naturaleza.

Dije anteriormente que los reformadores modernos pueden apoyarse en la opinión de los principales economistas.

En efecto, Adam Smith dice que la renta es a menudo un interés razonable del capital invertido en la mejora de las tierras, pero que también con frecuencia este interés no es más que una parte de la renta.

Sobre lo cual hace MacCulloch esta declaración positiva: «Lo que denominamos propiamente la renta es la cantidad que se paga por el uso de las fuerzas naturales y del poder inherente al suelo; cantidad totalmente distinta de la que se paga por las construcciones, los cultivos, caminos y otras mejoras en las tierras. La renta es, pues, siempre un monopolio.»

Buchanan llega a decir que «la renta es una porción del ingreso de los consumidores que pasa al bolsillo del propietario».

Ricardo: «Una parte de la renta corresponde al uso del capital empleado en mejorar la calidad de la tierra, construir edificios, etc.; otra parte obedece al uso de las fuerzas primitivas e indestructibles del suelo

Scrope: «El valor de la tierra y la facultad de obtener de ella una renta responden a dos circunstancias: primera, la apropiación de los poderes naturales; segunda, el trabajo aplicado para su mejora. En el primer aspecto, la renta es un monopolio. Es una restricción al usufructo de los dones que el Creador ha otorgado a los hombres para que atiendan a sus necesidades. Esta restricción sólo es justa en la medida en que es necesaria para el bien común.»

Senior: «Los instrumentos de la producción son el trabajo y los agentes naturales. Una vez realizada la apropiación de los agentes naturales, los propietarios se hacen pagar su uso en forma de renta, que no es la recompensa de ningún sacrificio, y que pasa a manos de quienes ni han trabajado ni han hecho anticipos, sino que se limitan a tender la mano para recibir las ofrendas de la comunidad.»

Tras afirmar que una parte de la renta es el interés del capital, Senior añade: «El resto lo recibe el propietario de los agentes naturales y constituye una recompensa, no por haber trabajado o ahorrado, sino simplemente por no haber conservado cuando se podía conservar, por haber permitido que los dones de la naturaleza se aceptaran.»

Ciertamente, en el momento de entrar en polémica con unos hombres que proclaman una doctrina engañosa en sí misma, capaz de despertar las esperanzas y simpatías entre las clases que sufren, y que se apoya en tales autoridades, no basta con cerrar los ojos ante la gravedad de la situación; no basta con proclamar con desdén que nos enfrentamos sólo a soñadores, utópicos, insensatos, o incluso facciosos; es preciso estudiar y resolver el problema de una vez por todas. Merece la pena.

Creo que la cuestión se resolverá satisfactoriamente para todos si demuestro que la propiedad no sólo deja a los que llamamos propietarios el usufructo gratuito de los agentes naturales, sino que también multiplica por diez y hasta por cien este usufructo. Y me atrevo a esperar que de esta demostración resultará la visión clara de algunas armonías, capaces de satisfacer la inteligencia y de apaciguar las pretensiones de todas las escuelas economistas, socialistas e incluso comunistas.

II. SEGUNDA CARTA

¡Qué inflexible poder el de la lógica!

Unos rudos conquistadores se reparten una isla; viven de rentas en la ociosidad y en el lujo, en medio de los vencidos, laboriosos y pobres. Ante este hecho, la ciencia reconoce que el trabajo no es la única fuente de los valores.

Entonces la ciencia se pone a analizar la renta y arroja al mundo la siguiente teoría: «La renta es, en parte, el interés de un capital empleado, y, en parte, el monopolio de agentes naturales usurpados y confiscados

Apenas pasa el estrecho esta economía política de la escuela inglesa, se apodera de ella la lógica socialista que predica a los trabajadores: ¡Tened cuidado! El precio del pan que coméis lo integran tres elementos: el trabajo del labrador, que tenéis que pagar; el trabajo del propietario, que también tenéis que pagar, y finalmente el trabajo de la naturaleza, que no debéis en absoluto. Lo que os cobran por este último concepto es un monopolio, como dice Scrope, o, como dice Senior, una prima que os descuentan de los dones que Dios dispensa graciosamente.

La ciencia ve el peligro que entraña esta distinción, pero no la retira sino que la explica: «Es cierto que en el mecanismo social el papel del propietario es cómodo, pero es necesario. Se trabaja para él, y él paga con el calor del sol y el frescor del rocío. Hay que pasar por ello si se quiere que haya cultivo.»

«Pues por eso no ha de quedar —replica la lógica—; yo tengo en reserva mil organizaciones para eliminar la injusticia, que, por lo demás, nunca es necesaria.»

De modo que, gracias a un falso principio, cocinado en la escuela inglesa, la lógica pone en un brete a la propiedad territorial. ¿Se dará por satisfecha con esto? Desde luego que no, pues dejaría de ser lógica.

Así como antes dijo al agricultor: la ley de la vida vegetal no puede ser una propiedad y generar un beneficio, dirá ahora lo mismo al fabricante de paños en relación con la gravitación, al fabricante de telas de lino respecto a la ley de la elasticidad de los vapores, al herrero respecto a la ley de la combustión, al marino respecto a la ley de la hidrostática. Y dirá al carpintero, al ebanista, al leñador: vosotros os servís de sierras, de hachas, de martillos, aprovechándoos para vuestra obra de la dureza de los cuerpos y de la resistencia de los medios. Estas leyes pertenecen a todos y no deben dar lugar a un beneficio.

Sí, hasta ahí llegará la lógica, a riesgo de subvertir la sociedad entera; después de negar la propiedad territorial, negará la productividad del capital, basándose siempre en el hecho de que el propietario y el capitalista son retribuidos por el uso que hacen de las fuerzas naturales. Por eso es importante demostrar que esa lógica parte de un principio falso; que no es cierto que en cualquier arte, oficio o industria se cobre algo por las fuerzas de la naturaleza, y que en este sentido la agricultura no goza de privilegio alguno.

Hay cosas que son útiles sin que intervenga el trabajo, como la tierra, el aire, el agua, la luz y el calor del sol, los materiales y las fuerzas que nos proporciona la naturaleza. Otras sólo resultan útiles porque el trabajo se aplica a estos materiales y se adueña de estas fuerzas. Así pues, la utilidad se debe a veces a la naturaleza ciega, a veces únicamente al trabajo, y casi siempre a la actividad combinada del trabajo y de la naturaleza.

Que otros se pierdan en las definiciones. Por lo que a mí respecta, entiendo por utilidad lo que todo el mundo entiende por este término, cuya etimología marca con toda precisión su sentido. Todo lo que sirve, ya se deba a la naturaleza o al trabajo, o a ambos, es útil.

Entiendo por valor sólo aquella parte de la utilidad que el trabajo comunica o añade a las cosas, de tal forma que dos cosas poseen el mismo valor cuando quienes las han trabajado las cambian libremente una por otra. He aquí los motivos.

¿Qué es lo que induce a un hombre a no realizar un cambio? El conocimiento que tiene de que la cosa que se le ofrece exigiría de él un trabajo menor que el que se le pide a cambio. Por más que alguien le diga que ha trabajado menos que él, pero que se ha servido de la gravitación, elemento que tiene en cuenta a la hora de realizar el cambio, no dejará de responderle que también él puede servirse de la misma fuerza de la naturaleza, con un trabajo igual al del otro.

Cuando dos hombres que viven aislados trabajan, lo hacen para prestarse un servicio a sí mismos; si interviene el intercambio entre ellos, cada uno presta un servicio al otro, del que recibe un servicio equivalente. Si uno de ellos se sirve de una fuerza natural que también está a disposición del otro, esta fuerza no cuenta en el cambio, ya que el otro podría negarse a pagarla.

Robinson caza y Viernes pesca. Es claro que la cantidad de caza que se cambia por pescado estará determinada por el trabajo. Si Robinson dijera a Viernes: «A la naturaleza le cuesta más producir un ave que un pez; por tanto tienes que darme una cantidad de trabajo mayor que la que yo te doy, en compensación del mayor esfuerzo de la naturaleza», Viernes no dejaría de replicar: «No te incumbe a ti, ni a mí tampoco, valorar los esfuerzos de la naturaleza. Lo que hay que comparar es tu trabajo con el mío, y si tú quieres establecer nuestras relaciones sobre el criterio de que yo tengo que trabajar más que tú, entonces me pondré a cazar, y tú podrás pescar si quieres.»

Salta, pues, a la vista que, en esta hipótesis, la liberalidad de la naturaleza no puede convertirse en monopolio a no ser por la fuerza. También resulta evidente que, si bien interviene en gran medida en la utilidad, no interviene para nada en el valor.

En otro lugar he denunciado la metáfora como enemigo de la economía política; ahora acusaré del mismo delito a la metonimia.

Cuentan de un célebre astrónomo que no podía decidirse a decir: «¡Qué hermosa puesta de sol!» Incluso hallándose entre señoras, exclamaba en su particular entusiasmo: «¡Qué hermoso espectáculo el de la rotación de la tierra cuando los rayos del sol la rozan tangencialmente!  »

Este astrónomo era preciso y ridículo. No lo sería menos un economista que dijera: el trabajo que hay que hacer para ir por agua a la fuente vale dos sueldos.

Lo extraño de la perífrasis no impide su exactitud.

En efecto, el agua no vale; carece de valor por más que tenga utilidad. Si todos tuviéramos siempre una fuente a mano, es claro que el agua no tendría ningún valor, ya que no podría dar lugar a ningún intercambio. Pero si la fuente está a un cuarto de legua, es preciso ir a buscar el agua, lo cual comporta un trabajo y por lo tanto origina un valor. Si está a media legua, el trabajo es doble, y por tanto lo es también el valor, aunque la utilidad sea la misma. El agua es para mí un don gratuito de la naturaleza, aunque tengo que ir a buscarla. Si voy yo mismo, me presto un servicio a costa de una molestia; si se lo encargo a otro, le causo una molestia y por lo mismo le debo un servicio. Son dos molestias y dos servicios que hay que comparar y valorar. El don de la naturaleza sigue siendo gratuito. En realidad, parece que es en el trabajo y no en el agua donde reside el valor y que se hace una metonimia cuando se dice: el agua vale dos sueldos, lo mismo que cuando se dice: me he bebido una botella.

El aire es un don gratuito de la naturaleza; no tiene valor. Los economistas dicen: «No tiene valor de cambio, pero tiene valor de uso.» ¡Extraña manera de hablar que hace antipática a la ciencia! ¿Por qué no decir sencillamente que el aire no tiene valor, pero sí tiene utilidad? Tiene utilidad porque sirve. No tiene valor porque la naturaleza lo ha hecho todo y el trabajo no ha hecho nada. Si el trabajo no está presente, nadie presta a este respecto un servicio, ni lo recibe ni lo remunera. No hay molestia que afrontar, ni cambio que realizar, ni nada que comparar: no hay valor.

Pero entrad en una campana de buzo y pedid a alguien que durante un par de horas os proporcione aire mediante una bomba. Esa persona tendrá que tomarse una molestia, os prestará un servicio que tendréis que pagarle. ¿Es el aire lo que pagáis? No, es el trabajo. ¿Es que el aire ha adquirido un valor? Podéis hablar así, si queréis, para abreviar; pero no olvidéis que se trata de una metonimia, que el aire sigue siendo gratuito, que ninguna inteligencia humana puede atribuirle un valor, y que, si algún valor tiene, se lo debe al esfuerzo realizado, comparado con el esfuerzo dado a cambio.

Un lavandero seca la ropa en un gran establecimiento mediante la acción del fuego. Otro se contenta con tenderla al sol. Este último realiza un esfuerzo menor. No es ni puede ser tan exigente. No me hace pagar el calor de los rayos del sol; soy yo, consumidor, quien se beneficia.

Así pues, la gran ley del economista es ésta: los servicios se cambian por servicios.

Do ut des; do ut facias; facio ut des; facio ut facias: haztal cosa por mí y yo haré tal otra por ti. Todo esto es muy trivial, muy vulgar. Y, sin embargo, es el principio, el medio y el fin de la ciencia.[22]

De estos tres ejemplos podemos sacar la siguiente conclusión: el consumidor remunera todos los servicios que se le prestan, todas las molestias que se le evitan, todos los trabajos que ocasiona; pero disfruta, sin que tenga que pagarlos, de los dones gratuitos de la naturaleza y de las fuerzas que el productor ha hecho intervenir.

Supongamos tres hombres que han puesto a mi disposición aire, agua y calor, sin que yo tenga que pagarles otra cosa que su trabajo.

¿En qué se basa, pues, la idea de que el agricultor, que también se sirve del aire, del agua y del calor, me hace pagar el pretendido valor intrínseco de estos agentes naturales; que me carga la utilidad creada y la no creada; que, por ejemplo, el precio del trigo vendido a 18 francos se descompone así:

12 francos por el trabajo actual (propiedad legítima)

3 francos por el trabajo anterior » »

3 francos por el aire, el sol y la vida vegetal (propiedad ilegítima)?

¿Por qué todos los economistas de la escuela inglesa creen que este último elemento se ha introducido a hurtadillas en el valor del trigo?

III. TERCERA CARTA

Los servicios se cambian por servicios. Tengo que violentarme para resistir a la tentación de demostrar lo sencillo, exacto y fecundo que es este axioma.

¿Qué son a su lado todas esas sutilezas de «valor de uso» y «valor de cambio», de «productos materiales» y «productos inmateriales», de «clases productivas» y «clases improductivas  »? Industriales, abogados, médicos, funcionarios, banqueros, comerciantes, marinos, militares, artistas, obreros, todos —a excepción de los que roban— prestamos y recibimos servicios. Y como estos servicios recíprocos sólo son conmensurables entre sí, en ellos reside el valor, y no en la materia y en los agentes naturales que éstos utilizan. No se diga, pues, como hoy se estila, que el comerciante es un intermediario parásito. ¿Afronta o no una fatiga? ¿Nos ahorra o no un trabajo? ¿Nos presta o no un servicio? Pues bien, si nos presta un servicio, crea valor, exactamente igual que el fabricante.

Así como el fabricante, para hacer girar sus mil agujas con la máquina de vapor, se adueña del peso de la atmósfera y de la dilatabilidad de los gases, así también el comerciante se sirve de la dirección de los vientos y de la fluidez del agua para realizar sus transportes. Pero ni uno ni otro nos hacen pagar esas fuerzas naturales, sino que, por el contrario, cuanto mejor se sirven de ellas, más se ven obligados a bajar sus precios. Esas fuerzas continúan siendo lo que Dios quiso que fueran, un don gratuito, a condición del trabajo, para toda la humanidad.

Lo mismo ocurre en la agricultura, como veremos. Supongamos una isla inmensa habitada por algunos salvajes. Uno de ellos concibe la idea de dedicarse al cultivo y se prepara para ello largamente, pues sabe que la tarea absorberá muchas jornadas de trabajo antes de obtener la menor recompensa. Acumula provisiones y fabrica complejas herramientas. Por fin, llega el día en que cerca un pedazo de terreno y comienza a desbrozarlo.

Surge una doble pregunta: ¿Infringe este salvaje los derechos de la colectividad? ¿Perjudica sus intereses?

Puesto que hay cien mil veces más de tierra que la que la comunidad podría cultivar, ese salvaje no infringe los derechos de la colectividad, como tampoco lesiono yo los de mis compatriotas si bebo un vaso de agua del Sena o respiro un pie cúbico de aire atmosférico.

Tampoco perjudica sus intereses, sino que, por el contrario, al no cazar, o cazar menos, sus compañeros disponen proporcionalmente de mayor espacio para cazar; además, si produce más alimentos de los que él puede consumir, le queda un excedente para cambiar; un cambio en el que no ejerce sobre sus semejantes la menor opresión, ya que éstos son libres de aceptar o rehusar.

El salvaje en cuestión ¿se hace pagar el concurso de la tierra, del sol y de la lluvia? En modo alguno, ya que los demás también pueden servirse como él de dichos agentes de producción.

Si quisiera vender su pedazo de terreno, ¿qué podría obtener? El equivalente de su trabajo, ni más ni menos. Si dijera: «Dadme en primer lugar una cantidad de vuestro tiempo igual al que yo he invertido en la operación, y luego una nueva cantidad de vuestro tiempo por el valor de la tierra bruta», le contestarían: «No puedo hacer más que restituiros el tiempo invertido, ya que nadie me impide que, con un tiempo igual, me coloque en una situación parecida a la vuestra labrando otro terreno junto al vuestro.» Eso es precisamente lo que responderíamos al aguador que nos pidiera dos sueldos por el valor de su servicio y otros dos por el valor del agua. Lo cual demuestra que la tierra y el agua tienen en común el que ambas son muy útiles, pero al mismo tiempo carecen de valor.

Si nuestro salvaje quisiera arrendar su campo, sólo obtendría la remuneración de su trabajo bajo otra forma. Cualquier otra pretensión sólo encontraría esta inexorable respuesta: «Hay otras tierras en la isla»; una respuesta más decisiva que la del molinero de Sans-Souci: «Hay otros jueces en Berlín.»[23]

De modo que el propietario, por lo menos al principio, ya venda los productos de su tierra o bien venda o arriende la tierra misma, no hace otra cosa que prestar y recibir servicios en condiciones de igualdad. Son estos servicios los que se comparan, y por consiguiente los que valen, ya que el valor sólo se atribuye al suelo por abreviación o metonimia.

Veamos ahora lo que sucede a medida que aumentan la población y el cultivo de la isla. Es evidente que la facilidad de procurarse materias primas, géneros de primera necesidad y trabajo aumenta para todo el mundo, sin privilegio para nadie, como puede observarse en Estados Unidos. Aquí no pueden absolutamente colocarse los propietarios en condiciones más favorables que el resto de trabajadores, puesto que, debido a la abundancia de tierra, todo el mundo puede dedicarse a la agricultura, si resulta más lucrativa que las demás profesiones. Esta libertad basta para mantener el equilibrio de los servicios y para que los agentes naturales que se emplean en numerosas industrias, al igual que en la agricultura, no beneficien a los productores en cuanto tales, sino al público consumidor.

Dos hermanos se separan: el uno va a la pesca de la ballena y el otro a roturar terrenos en el Far West. Luego intercambian el aceite por trigo. ¿Acaso uno valora más el suelo que la ballena? La comparación sólo se establece entre los servicios prestados y recibidos. Estos servicios son, pues, los únicos que tienen valor.

Tan es así que si la naturaleza se muestra muy generosa con la tierra, esto es, si la cosecha es abundante, baja el precio del trigo, y quien se aprovecha de ello es el pescador. Si la naturaleza es generosa con el Océano, o, en otros términos, la pesca ha sido afortunada, lo que baja de precio es el aceite, lo cual beneficia al agricultor. Nada demuestra mejor que el don gratuito de la naturaleza, aunque activado por el productor, es siempre gratuito para las masas, con la única condición de pagar esa activación en que se concreta el servicio.

Así pues, mientras haya abundancia de terrenos incultos en el país, se mantendrá el equilibrio entre los servicios recíprocos, y los propietarios no tendrán ninguna ventaja excepcional.

No sucede lo mismo si los propietarios consiguen impedir toda nueva roturación de terrenos, en cuyo caso es evidente que impondrían la ley al resto de la comunidad. Al aumentar la población y hacerse cada vez más apremiante la necesidad de alimentos, podrían vender más caros sus servicios, lo que el lenguaje ordinario expresaría, por metonimia, de la siguiente manera: El suelo aumenta de valor. Pero la prueba de que este inicuo privilegio atribuiría un valor ficticio no a la materia, sino a los servicios, es lo que estamos viendo en Francia y en el mismo París. Por un proceso semejante al que acabamos de describir, la ley fija el número de corredores, de agentes de cambio, notarios y panaderos. Y ¿qué sucede? Que la falta de competencia les permite poner alto el precio de sus servicios y crea en su favor un capital que no está incorporado en ninguna materia. Entonces se dice por abreviar: «Este estudio, este despacho, esta licencia, valen tanto», y la metonimia es clara. Lo mismo sucede con el suelo.

Llegamos ahora a la última hipótesis: todo el terreno de la isla está sometido a la apropiación individual y al cultivo, lo cual parece implicar un cambio en la posición relativa de las dos clases.

En efecto, la población sigue aumentando y penetrando en todas las carreras, a excepción de aquella cuya plaza ya está ocupada. Esto significa que el propietario impondrá la ley del cambio. Lo que limita el valor de un servicio no es nunca la voluntad de quien lo presta, sino la circunstancia de que aquel a quien se presta pueda prescindir de él, o pueda prestárselo a sí mismo, o dirigirse a otros. El proletario no dispone de ninguna de estas alternativas. Antes le decía al propietario: «Si me pedís más que la remuneración de vuestro trabajo, me ocuparé yo del cultivo», y el propietario no tenía otro remedio que ceder. Hoy el propietario puede replicar que ya no hay sitio en el país. De este modo, ya se vea el valor en las cosas o en los servicios, el agricultor se aprovechará de la ausencia de toda competencia, y como los propietarios impondrán la ley a los arrendatarios y a los obreros del campo, en definitiva la impondrán a todos.

Esta nueva situación, evidentemente, tendrá como causa única el hecho de que los no propietarios no pueden hacer frente a las exigencias de los propietarios aduciendo la posibilidad de roturar nuevos terrenos.

¿Qué habría, pues, que hacer para que se conservara el equilibrio de los servicios, para que la hipótesis actual encajara sin más en la hipótesis anterior? Sólo una cosa: que junto a nuestra isla surgiera una segunda, o, mejor aún, continentes no sometidos enteramente al cultivo.

Entonces el trabajo seguiría desarrollándose, repartiéndose en justas proporciones entre la agricultura y las demás industrias, sin opresión posible de una u otra parte, puesto que si el propietario dijera al artesano: «No venderé mi trigo a un precio que supere la remuneración normal del trabajo», éste se apresuraría a responderle: «Trabajaré para los propietarios del continente, que no pueden abrigar semejantes pretensiones».

En tal situación, la garantía de las masas radica en la libertad de cambio, en el derecho al trabajo.

El derecho al trabajo es la libertad, es la propiedad. El artesano es propietario de su obra, de sus servicios o del precio que por ella ha cobrado, al igual que el propietario del suelo. Mientras, en virtud de este derecho, pueda cambiarlos en toda la superficie del globo por los productos agrícolas, mantendrá forzosamente al propietario de tierras en aquella posición de igualdad que describimos anteriormente, en la que los servicios se cambian por servicios, sin que la posesión de la tierra confiera por sí misma, en mayor medida que la posesión de la máquina de vapor o la más simple herramienta, una ventaja independiente del trabajo.

Pero si, usurpando el poder legislativo, los propietarios prohíben a los proletarios que trabajen para el exterior para proveer a su subsistencia, entonces se rompe el equilibrio de los servicios. Por respeto al rigor científico, no diré que de este modo elevan artificialmente el valor del suelo o de los agentes naturales; lo que elevan artificialmente es el valor de sus servicios. Con menos trabajo pagan más trabajo y se convierten en opresores. Se comportan como todos los monopolios basados en una concesión; como los propietarios que prohibían las roturaciones; introducen en la sociedad una causa de desigualdad y de miseria; alteran los conceptos de justicia y de propiedad; abren un abismo bajo sus pies.

Pero ¿qué alivio podrían hallar los no propietarios proclamando el derecho al trabajo? ¿En qué aumentaría este nuevo derecho los medios de subsistencia o los trabajos a distribuir entre las masas? ¿No están todos los capitales consagrados a dar trabajo? ¿Acaso estos aumentan al pasar por las arcas del Estado? ¿Acaso arrebatándoselos al pueblo mediante los impuestos el Estado no ciega al menos tantas fuentes de trabajo por un lado como abre por otro?

Además, ¿a favor de quién estableceréis este derecho? Según la teoría que os lo ha revelado, sería a favor de cualquiera que no tuviera su parte de usufructo de la tierra bruta. Pero los banqueros, comerciantes, fabricantes, juristas, médicos, funcionarios, artistas, artesanos, no son propietarios de tierras. ¿Queréis decir que quienes son dueños de terrenos están obligados a asegurar el trabajo a todos estos ciudadanos? Pues todos se proporcionan salidas unos a otros. ¿Creéis acaso que sólo los ricos, propietarios o no propietarios del suelo, deben ayudar a los pobres? Entonces estáis hablando de asistencia, no de un derecho basado en la apropiación del suelo.

En lo tocante a los derechos, el que es preciso reclamar porque es innegable, riguroso, sagrado, es el derecho al trabajo; es la libertad, la propiedad, no la del suelo solamente, sino la de los brazos, de la inteligencia, de las facultades, de la personalidad; propiedad que es violada si una clase puede impedir a los demás el libre intercambio de servicios tanto fuera como dentro. Mientras esta libertad exista, la propiedad territorial no será un privilegio; no es, como todas las demás, sino la propiedad del trabajo.

Sólo queda deducir algunas consecuencias de esta doctrina.

IV. CUARTA CARTA

Los fisiócratas sostienen que lo único productivo es la tierra. Ciertos economistas afirman que, fuera del trabajo, no hay nada productivo.

Al verlo encorvarse sobre el surco y regarlo con su propio sudor, queda patente que el labrador contribuye a la tarea de la producción. Pero lo cierto, también, es que la naturaleza no descansa nunca: el rayo de sol que traspasa la nube, y la nube empujada por el viento, el viento que trae la lluvia, y la lluvia que disuelve las sustancias fertilizantes, y estas sustancias que desencadenan en la tierna planta el misterio de la vida. Todas las fuerzas de la naturaleza, conocidas y desconocidas, preparan la cosecha, incluso cuando el labrador busca en el sueño una tregua a sus fatigas.

Es, pues, imposible dejar de reconocerlo: el trabajo y la naturaleza se combinan para realizar el fenómeno de la producción. La «utilidad», que es el fondo del que vive el género humano, se deriva de esa cooperación, y esto es tan cierto para casi todas las industrias como para la agricultura.

Pero en los intercambios que los hombres realizan, sólo hay una cosa que se compara y que puede compararse: el trabajo humano, el servicio recibido y prestado. Estos servicios sólo pueden medirse entre sí, resultando que son lo único remunerable, lo único que posee un determinado valor, pudiéndose afirmar con justicia que, en última instancia, el hombre sólo es «propietario» de su «propia» obra.

En cuanto a la parte de utilidad que se debe al concurso de la naturaleza, no sólo se trata de algo ciertamente real y superior a todo cuanto pueda realizar el hombre, sino que además resulta «gratuita». Es una utilidad que se transmite de mano en mano más allá del mercado, pero que carece de valor propiamente dicho. ¿Y quién podría apreciar, medir, determinar el valor de las leyes naturales que actúan, desde el principio del mundo, para producir un efecto que el trabajo solicita? ¿Con qué compararlas? ¿Cómo «valorarlas»? Si tuvieran un valor concreto, figurarían en las cuentas e inventarios y se cobraría una retribución por su uso. Pero ¿cómo establecer ese valor, cuando dichas leyes están a disposición de todos bajo una misma condición, que es la del trabajo?

Toda producción es, pues, obra de la naturaleza, que actúa gratuitamente, y del trabajo, que se remunera.

Mas, para llegar a la producción de una utilidad determinada, ambos contribuyentes, «trabajo humano» y «fuerzas naturales», no operan en condiciones fijas e inmutables. Muy al contrario, el progreso consiste en hacer que la proporción del «concurso natural» se acreciente sin cesar y, al mismo tiempo, vaya disminuyendo la proporción del «trabajo humano», que ha de ser sustituido. En otros términos, para la consecución de una determinada utilidad, la cooperación gratuita de la «naturaleza» tiende a reemplazar más y más la cooperación onerosa del «trabajo». La parte común se acrecienta a expensas de la parte remunerable y «apropiada».

Si uno tuviera que transportar una carga de un quintal desde París hasta Lille sin la intervención de ninguna fuerza natural, es decir, a base de brazos, necesitaría un mes de afanes. Si en vez de hacerlo uno mismo, se encargara a otra persona, habría que retribuirle por el esfuerzo, o esa persona no realizaría el encargo. Aparecen paulatinamente el trineo, el carro, el ferrocarril. Con cada progreso, una parte creciente de la tarea pasa a ser desempeñada por las fuerzas naturales, con la consiguiente disminución de esfuerzos que realizar o que remunerar. Ahora bien, es evidente que toda remuneración ahorrada significa una conquista, no en provecho de quien realiza el servicio, sino de quien lo recibe, esto es, de la humanidad.

Antes de la invención de la imprenta, un escriba no podía copiar una Biblia en menos de un año, y esa era la medida de la remuneración que aquél tenía derecho a exigir. Hoy se puede adquirir una Biblia por 5 francos, que es el precio que corresponde al trabajo de un día. La fuerza natural y gratuita sustituye al trabajo remunerable en doscientas noventa y nueve partes sobre trescientas. Una parte representa el «servicio» humano, que continúa siendo «propiedad personal»; y doscientas noventa y nueve partes representan el «concurso natural», dejan de pagarse y, por lo tanto, caen bajo el dominio de lo gratuito y de lo común. No existe útil, instrumento o máquina que no haya redundado en la disminución del concurso del trabajo humano, sea en cuanto al valor del producto, sea en cuanto a lo que constituye el fundamento de la propiedad.

Convengo en que esta observación sólo queda expuesta aquí un tanto imperfectamente. Pero es la que debe reunir en un punto común, el de la «propiedad» y la «libertad», las escuelas que tan funestamente comparten hoy el dominio de la opinión.

Todas las escuelas se resumen en un axioma. Axioma económico: Dejad hacer, dejad pasar. Axioma igualitario: Mutualidad de los servicios. Axioma sansimoniano: A cada cual según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. Axioma socialista: Reparto equitativo entre el capital, el talento y el trabajo. Axioma comunista: Comunidad de bienes.

Voy sólo a indicar, limitado por el espacio, que la doctrina expuesta en las anteriores líneas satisface todas sus aspiraciones.

ECONOMISTAS. No hay necesidad de demostrar que los Economistas amparan una doctrina que, evidentemente, procede de Smith y de Say y demuestra una concurrencia de las leyes generales que éstos descubrieron. Laissez faire, laissez passer, es lo que resume la palabra «libertad». Y yo pregunto si se puede concebir la noción de «propiedad» sin libertad. ¿Soy propietario de mis obras, de mis facultades, de mi fuerza, si no puedo emplearlas en prestar «servicios  » aceptados voluntariamente? ¿No debo yo ser «libre», bien para ejercitar mis facultades aisladamente, lo cual implica una opción, bien para unirlas a las de mis semejantes, lo cual implica la «asociación», es decir, una opción diferente?

Y si la libertad padece detrimento, ¿no es la propiedad la que experimenta el daño? Por otra parte, ¿cómo tendrán los «servicios» recíprocos su justo valor relativo si no se intercambian libremente, si la ley prohíbe al trabajo humano optar por las actividades mejor remuneradas? Evidentemente, la propiedad, la justicia, la igualdad, el equilibrio de los servicios, sólo pueden derivarse de la libertad. También es la libertad la que determina que el concurso de las fuerzas naturales vaya a parar al dominio «común», porque, si un privilegio legal me atribuyera la explotación exclusiva de una fuerza natural, yo obtendría una retribución, no sólo por mi trabajo, sino también por el empleo de dicha fuerza. Ya sé que hoy está de moda maldecir la libertad. Nuestro tiempo parece que ha tomado en serio el irónico estribillo de nuestro gran cancionero: Mi corazón engalanado por el odio ha capturado la libertad. ¡Fuera la libertad! ¡Abajo la libertad!

Pero yo, que la he amado siempre por instinto, la defenderé siempre con la razón.

IGUALITARIOS. La «mutualidad de los servicios» a que ellos aspiran es precisamente el resultado del régimen «propietario  ». En apariencia, el hombre es propietario de las cosas al completo, y de toda la utilidad que ellas contienen. En realidad, sólo es propietario del valor de las cosas, de esa parte de utilidad transferida por el trabajo. Al ceder ésta, el hombre únicamente puede hacerse remunerar por el «servicio» que presta.

Hace días, el representante de los igualitarios condenaba desde la tribuna la propiedad, asimilando a esta palabra lo que él denomina «usuras», el uso del suelo, del dinero, de las casas, del crédito, etc. Pero esas «usuras» son (y no pueden ser otra cosa) trabajo. Recibir un servicio implica la obligación de devolverlo, y así se constituye «la mutualidad de los servicios». Cuando yo presto una cosa que he producido con mi trabajo, y de la que podría sacar partido, hago un «servicio» a quien recibe el préstamo, que me deberá un «servicio» a su vez. Pero si quien me adeuda se limitara a devolverme después de un año la cosa prestada, no se rendiría así beneficio alguno, y durante el tiempo transcurrido se habría aprovechado de mi trabajo en perjuicio mío. Si yo me hiciese remunerar algo más que mi trabajo, la objeción de los igualitarios resultaría aparente. Pero no hay nada de eso. Si fueran consecuentes, cuando se hubieran asegurado de la evidencia de lo aquí expuesto se unirían a nosotros para confirmar la libertad y reclamar lo que a ésta complementa o, más bien, aquello que constituye su esencia: la libertad.

SANSIMONIANOS. «A cada cual según su capacidad, a cada capacidad según sus obras.»

También aquí se realiza el régimen propietario. Nosotros nos hacemos servicios recíprocamente, pero éstos no guardan una relación proporcionada con la duración o con la intensidad del trabajo, ya que no es posible medirlos con un dinamómetro o con un cronómetro. Que la molestia que yo me he tomado haya durado una hora o un día, poco va a importarle a aquel a quien ofrezco el servicio, que considerará no el trabajo que yo me tomo, sino el que le ahorro. Para ahorrar trabajo y tiempo, procuro sacar partido de alguna «fuerza natural». Mientras que nadie, excepto yo, sepa aprovecharse de esa fuerza, seré capaz de prestar a los demás, en un mismo espacio de tiempo, sin duda más servicios de los que ellos podrían hacerse a sí mismos, por lo cual recibiré una buena remuneración y me enriqueceré, sin perjudicar a nadie. La «fuerza natural» obra en beneficio mío y mi capacidad queda recompensada: «A cada cual según su capacidad.» Pero en poco tiempo, el secreto se divulga, los imitadores se apoderan del negocio y la competencia me obliga a rebajar mis exigencias. El precio de mi producto baja hasta el punto de que mi trabajo no recibe más remuneración que la normal entre otros trabajos análogos. Pero no por ello se pierde la «fuerza natural»; ésta se me escapa a mí, pero es acogida por la humanidad entera que, en adelante, podrá procurarse una mayor satisfacción con un menor esfuerzo. Todo el que se sirva de dicha fuerza podrá trabajar con menos penalidades que antes, y quien comercie con ella, verá limitadas sus ganancias de forma que, si pretende aumentar sus beneficios, tendrá que realizar una cantidad mayor de trabajo. «A cada cual según sus obras.» En definitiva, la cuestión es «trabajar mejor» y «trabajar más», lo cual reproduce fielmente el axioma sansimoniano.

SOCIALISTAS. «Reparto equitativo entre el talento, el capital y el trabajo.»

La equidad en el reparto procede de la ley: «los servicios se cambian por servicios», pero estos cambios deberán ser libres, es decir, deberá reconocerse y respetarse la propiedad.

Es evidente que el que tenga más «talento» será capaz de aportar más «servicios» en relación con la cantidad de trabajo y, por lo tanto, podrá obtener una remuneración mayor.

La relación entre el capital y el trabajo es un asunto que siento no poder tratar aquí extensamente, dado que, a su vez, es el que ha sido presentado al público bajo un aspecto más falso y lamentable.

Con frecuencia se representa el capital como un monstruo devorador, enemigo del trabajo. Así se ha creado una especie de antagonismo irracional entre dos potencias que en el fondo son de igual origen y naturaleza, contribuyen a un mismo fin, se auxilian mutuamente y no pueden prescindir la una de la otra. Cuando veo que el trabajo se opone al capital, es como si viera la inanición rechazando los alimentos.

Mi definición del capital es la siguiente: «materiales, instrumentos y provisiones» cuyo empleo, no hay que olvidarlo, es «gratuito» en cuanto que la naturaleza ha contribuido a producirlos, y cuyo valor, aquello que hay que pagar, se deriva del trabajo.

Para llevar a cabo una obra útil se necesitan «materiales»; si la obra resulta un tanto complicada, requerirá «instrumentos», y si la misma va a tener cierta duración, exigirá «provisiones». Pondré un ejemplo: para emprender la construcción de un ferrocarril, será menester que la sociedad haya ahorrado lo suficiente como para procurar la subsistencia de miles de personas durante varios años.

Materiales, instrumentos y provisiones son producto de un trabajo anterior que aún no ha recibido su remuneración. Ahora bien, cuando un trabajo pasado y otro actual se combinan con un objetivo común, se remuneran mutuamente estableciendo un intercambio, es decir, un «cambio de servicios» bajo unas condiciones aceptadas de antemano. ¿Cuál de las dos partes obtendrá mejores condiciones? La que menos necesite del concurso de la otra, pues aquí surge, como no podía ser de otra forma, la inexorable ley de la oferta y la demanda. Quejarse de ella sería una contradicción pueril. Y pretender, cuando los trabajadores son numerosos y los capitales exiguos, que el trabajo sea remunerado al alza, sería como fomentar el egoísmo ante el reparto de unas provisiones escasas.

Para que se produzca una amplia oferta de trabajo bien remunerado es preciso que en el país haya muchos materiales, instrumentos y provisiones, esto es, mucho capital.

De donde se sigue que el principal interés de los trabajadores radica en que el capital se verifique cuanto antes, es decir, que por su propia acumulación los materiales, los instrumentos y las provisiones se hagan una viva competencia. No hay otro camino para que mejore la vida de los trabajadores. Y la condición esencial para que se formen los capitales es que toda persona esté segura de ser realmente «propietaria», en toda la extensión de la palabra, de su trabajo y de sus ahorros. Propiedad, seguridad, orden, paz, economía: esto es lo que interesa a todo el mundo, y muy en particular a los proletarios.

COMUNISTAS. En todo tiempo ha habido corazones honrados y benevolentes, hombres como Tomás Moro, Harrington o Fénelon, que, al presenciar el espectáculo de las miserias y de las desigualdades humanas, buscaron un refugio en la utopía «comunista».

Y por más que parezca extraño, sostengo que el régimen propietario tiende cada vez más a hacer realidad esa utopía. Por eso dije, al empezar, que la propiedad es esencialmente democrática.

¿Con qué fondos vive y se desarrolla la humanidad? Con todo lo que «sirve», con todo lo que es «útil». Entre las cosas «útiles», hay algunas que permanecen ajenas al trabajo humano: el aire, el agua, la luz del sol. En estas cosas, el carácter gratuito y comunitario es completo. Otras hay que sólo llegan a ser «útiles» merced a la cooperación del trabajo humano con la naturaleza y, por ello, su «utilidad» se reparte. Hay en ellas una porción de trabajo, la única remunerable y con un valor determinado, y que constituye la propiedad. La otra porción, que corresponde a los agentes naturales, es gratuita y común.

Ahora bien, de las dos fuerzas que colaboran en producir la «utilidad», la que resulta gratuita y común va sustituyendo paulatinamente a la otra, que es onerosa y, por lo tanto, remunerable. Tal es la ley del progreso. Cuando el hombre busca un aliado en las fuerzas de la naturaleza y lo halla, lo pone a disposición de toda la humanidad, rebajando proporcionalmente el precio del producto hallado, de manera que, en éste, la porción de utilidad obtenida a título «gratuito» va sustituyendo a la que se obtiene con un carácter «oneroso». El fondo «común» tiende, pues, a rebasar indefinidamente el fondo «apropiado», y puede decirse que el dominio de lo común se va extendiendo más y más cada día en el seno de la humanidad.

Por otra parte, es evidente que, bajo el influjo de la libertad, la porción de utilidad apropiable y, como tal, remunerable, tiende a contenerse, si no de una manera absoluta, al menos proporcionalmente, en los «servicios» prestados, puesto que esos mismos servicios son la medida de toda remuneración.

Resulta evidente la firmeza con que el principio de la propiedad contribuye al desarrollo de la igualdad entre los hombres. Ese principio establece un «fondo común» que se va acrecentando con cada progreso humano. La igualdad de aquel «fondo» es perfecta, puesto que todos los hombres son iguales ante un coste «aniquilado», ante una utilidad que ha dejado de ser remunerable. Todos los hombres son iguales ante esa parte del precio de los libros desaparecida gracias a la imprenta.

Después, en cuanto a la porción de utilidad que corresponde al trabajo humano, es decir, en lo que concierne a la fatiga o la habilidad, la competencia regula las remuneraciones y no queda más desigualdad que la que se justifica por la propia desigualdad de los esfuerzos, del trabajo, de la habilidad, esto es, de los «servicios» prestados. Y al margen de esta desigualdad será eternamente justa. ¿Quién no comprende que, si no fuera así, desaparecería toda motivación para el esfuerzo?

Ya presiento la objeción. Me hablarán del optimismo de los economistas, que viven en sus teorías y no se dignan acercarse a la realidad. Porque ¿dónde están esas tendencias igualitarias? ¿No es el mundo entero un lamentable espectáculo de opulencia y miseria? ¿Del lujo insultando la desnudez? ¿De ociosidad y extenuación? ¿De saciedad e inanición?

No negaré la desigualdad, las miserias ni los sufrimientos. ¿Quién podría hacerlo? Pero digo: lejos de ser el principio de la propiedad el que las engendra, esas calamidades son imputables al principio opuesto: al principio de la expoliación.

Esto es lo que me queda por demostrar.

V. CARTA QUINTA

No, los economistas no piensan, tal como se les reprocha, que nos hallemos en el mejor de los mundos. No cierran los ojos ante las plagas que padece la humanidad ni los oídos a los lamentos de los que sufren. Antes bien, tratan de averiguar las causas de aquellos males y creen haber descubierto que, entre ellas, no hay una que afecte tanto a la sociedad, ni que sea más activa o esté más extendida, que la injusticia. Por eso los economistas invocan ante todo y sobre todo la justicia, la justicia universal.

La primera ley del hombre es mejorar en la vida. Y para esto es indispensable trabajar o asumir una determinada «molestia». Pero el mismo principio que impulsa al hombre hacia su bienestar lo impulsa también a eludir esa «molestia  ». Y así, en vez de apelar a su propio trabajo, recurren los hombres con harta frecuencia al trabajo ajeno.

Puede, pues, aplicarse al «interés personal» lo que Esopo decía de la lengua, que no hay cosa en el mundo que haya causado tanto bien ni tanto mal. El interés personal crea todo aquello en que la humanidad basa su vida y su desarrollo; a su vez, estimula el trabajo y da origen a la «propiedad». Pero al mismo tiempo introduce en el mundo esas injusticias que, según su forma, adoptan nombres diversos y que se resumen en una palabra: «expoliación».

¡«Propiedad y expoliación», hermanas, hijas de un mismo padre, salud y plaga de la sociedad, genio del bien y del mal, potencias que, desde siempre, se disputan el poder y el destino del mundo!

Por el origen común de la propiedad y de la expoliación se explica la facilidad con que Rousseau y sus discípulos pudieron calumniar y trastornar el orden social. Bastaba con mostrar el «interés personal», pero sólo por una de sus caras.

Hemos visto que los hombres son naturalmente propietarios de sus obras y que, transmitiéndose unos a otros sus propiedades, se hacen «servicios» recíprocos. Reconocido esto, el carácter general de la expoliación consiste en valerse de la fuerza o de la astucia para alterar en provecho propio la equivalencia de los servicios. Las variedades de la expoliación son inagotables, lo mismo que los recursos de la sagacidad humana. Son necesarias dos condiciones para que el intercambio de servicios pueda considerarse de legítima equivalencia: la primera, que los derechos de una de las partes contratantes no lleguen a quedar falseados por las artimañas de la otra parte; la segunda, que la transacción sea libre. Si un hombre consigue arrancar de otro un servicio real, pero devuelve a éste en pago un servicio ilusorio, comete una expoliación, la cual será aún más grave si media la fuerza.

Hay tendencia a creer que la expoliación sólo se manifiesta bajo la forma de «robos», definidos y castigados por el Código. Si así fuera, no sería cuestión de exagerar la importancia social de unos hechos excepcionales, que la conciencia pública reprueba y que la ley reprime. Mas, ¡ay!, existe una expoliación que se ejerce no sólo con la anuencia de la ley, sino con el consentimiento y hasta con el aplauso de la sociedad. Esta es la expoliación que puede alcanzar proporciones enormes, capaces de alterar la distribución de la riqueza en el cuerpo social, paralizar por mucho tiempo la fuerza de nivelación que hay en la libertad, crear la desigualdad permanente de las condiciones sociales, abrir el abismo de la miseria y derramar por el mundo un diluvio de males que algunas mentes superficiales atribuyen a la propiedad. Esta es la expoliación a que me refiero cuando digo que desde siempre disputa la supremacía en el mundo al principio que le es opuesto. Vamos a indicar brevemente algunas de sus manifestaciones.

En primer lugar, ¿qué es la guerra, sobre todo según se la entendía en la antigüedad? Unos hombres se asociaban; constituían una nación; y desdeñaban el empleo de sus facultades en la explotación de la naturaleza para procurarse los medios de subsistencia; sin embargo, sabiendo que otros pueblos habían producido «propiedades», los atacaban a fuego y hierro y les despojaban periódicamente de todos sus bienes. ¡Y los vencedores se llevaban, además del botín, la gloria, los cantos de los poetas, las aclamaciones populares, los honores nacionales y la admiración de la posteridad! Indudablemente, semejante régimen y tales ideas aceptados universalmente tenían que causar mucho sufrimiento y engendrar una gran desigualdad entre los hombres. Pero ¿tenía la culpa de ello la propiedad?

Más adelante los expoliadores se perfeccionaron. Pasar a cuchillo a los vencidos lo consideraron como la pérdida de un capital; robar sólo las propiedades era una expoliación transitoria; pero apoderarse a la vez de los hombres y de las cosas significaba organizar la expoliación permanente. De ahí la esclavitud, que es la expoliación llevada hasta sus últimas consecuencias, puesto que despoja al individuo, para siempre, de toda propiedad: sus obras, su energía, su inteligencia, sus facultades, sus afectos y, en definitiva, su personalidad entera. Todo lo cual se resume diciendo que, bajo la esclavitud, se exigen de un hombre todos los servicios que se le puedan arrancar a la fuerza, sin devolverle nada a cambio.

Tal fue el estado del mundo hasta una época no muy lejana; así era particularmente en Atenas, en Esparta, en Roma, y es triste pensar que las ideas y las costumbres de esas repúblicas sea lo que la educación brinda a nuestra curiosidad y aquello de lo que se nos impregna. Somos como plantas que, regadas por el horticultor con ciertas tinturas, adquieren un color artificial pero indeleble. ¡Y hay quien se admira de que generaciones educadas con estos conceptos sean incapaces de fundar una república honesta! Como quiera que sea, creo que resulta indiscutible que la desigualdad de que hablamos no es achacable al régimen propietario que venimos entendiendo hasta aquí.

Paso por alto la «servidumbre», el «régimen feudal» y la época anterior al año 1789. Pero no puedo dejar de mencionar la expoliación ejercida durante tanto tiempo por el abuso de la influencia religiosa. Recibir de hombres servicios positivos y no devolverles sino bienes imaginarios, fraudulentos, ilusorios y aun irrisorios es expoliarlos, si bien con su consentimiento. Pero esta circunstancia resulta agravante, puesto que implica que se ha comenzado por pervertir la esencia misma de todo progreso: el entendimiento. No insistiré sobre este punto. Cualquiera puede saber que la explotación de la credulidad pública por parte de religiones verdaderas o falsas ha llegado a interponer una gran diferencia de clase entre el clero y el vulgo desde la India hasta Egipto, en Italia o en España. ¿Y es también culpa de la propiedad?

Llegamos al siglo XIX, después de que toda iniquidad abriera en el suelo un profundo surco. Es innegable que se necesita tiempo para que ese surco se borre, incluso si hoy mismo hiciésemos prevalecer en todas nuestras leyes y relaciones el principio de la propiedad, que no es otro que el de la «libertad», que a su vez es la expresión de la «justicia universal». Acordémonos de que la «servidumbre» se extiende todavía hoy por la mitad de Europa; de que en Francia hace apenas medio siglo que el feudalismo recibió el golpe definitivo; de que ese mismo feudalismo goza de todo su esplendor en Inglaterra; y de que todas las potencias realizan esfuerzos inauditos para mantener en pie poderosos ejércitos, lo cual supone que, o aquellas potencias se amenazan mutuamente en cuanto a sus propiedades, o estos ejércitos no constituyen en sí mismos sino una gran expoliación. Recordemos que todos los pueblos se agotan bajo el peso de deudas contraídas por un pasado de locuras. No olvidemos que nosotros mismos pagamos todos los años millones para prolongar artificialmente la vida de colonias de esclavos, y más millones para impedir la trata en las costas de África (lo cual nos ha traído uno de los peores conflictos diplomáticos) y que estamos a punto de entregar 100 millones más a los plantadores, en el colmo de los sacrificios que bajo tan diversas formas nos impone este género de expoliación.

De modo que somos prisioneros del pasado, dígase lo que se quiera. Nos vamos liberando poco a poco, pero ¿ha de sorprendernos que exista desigualdad entre los hombres si el principio igualitario, la propiedad, ha sido tan poco respetado? ¿De dónde vendrá la armonización de las condiciones sociales, que es el ardiente anhelo de nuestra época y que la caracteriza de un modo tan honroso? Vendrá de la simple justicia, de la realización de esta ley: «servicio por servicio». Para el intercambio de dos servicios según su «valor» real, las partes contratantes necesitan dos cosas: inteligencia en el juicio y libertad en la transacción. Si el juicio carece de la instrucción adecuada, en vez de servicios reales llegará a aceptar, incluso voluntariamente, servicios irrisorios, y eso si no interviene la fuerza en el contrato.

Esto sentado, y reconociendo que existe entre los hombres una desigualdad cuyas causas pueden considerarse históricas, y que sólo cederán con el paso del tiempo, veamos si, al menos nuestro siglo, haciendo prevalecer en todas partes la «justicia», destierra la fuerza y el engaño de las transacciones humanas y deja que se establezca naturalmente la equivalencia de los servicios y que triunfe la causa democrática e igualitaria de la propiedad.

¡Ay!, descubro tantos abusos renovados, tantas excepciones, tantas desviaciones directas o indirectas asomando en el horizonte del nuevo orden social, que no sé por dónde empezar.

En primer lugar, tenemos privilegios de toda clase. Nadie puede ser abogado, médico, profesor, agente de cambio, comisionista, notario, farmacéutico, impresor, carnicero o panadero, sin tropezar con prohibiciones legales. Son «servicios» que está prohibido realizar y, por consiguiente, los que tienen autorización para realizarlos exigen un alto precio, hasta el punto de que sólo el privilegio del servicio, sin ningún trabajo, tiene muchas veces un gran valor. Y no me quejo aquí de que se exijan garantías a quienes prestan tales «servicios», si bien la garantía más eficaz sería cosa de los que pagan. Pero me gustaría que esas garantías no tuviesen un carácter exclusivo: que se me exija saber lo necesario para ser abogado o médico, pero que no se me obligue a estudiar en una ciudad concreta, un número determinado de años, etc.

En seguida viene el precio artificial, el valor suplementario que, a base de tarifas, se trata de dar a la mayor parte de las cosas necesarias, como el trigo, la carne, los tejidos, el hierro, los útiles, etc. Hay en ello un interés por destruir la equivalencia de los servicios, un ataque violento a la propiedad más sagrada, la de la fuerza de trabajo con sus facultades. Ya he demostrado anteriormente que, cuando el suelo de un país ha experimentado ocupaciones sucesivas, si la población trabajadora va en aumento, ésta tiene derecho a limitar las pretensiones del propietario territorial trabajando por su cuenta para procurarse los bienes de subsistencia. Dicha población sólo puede ofrecer trabajo a cambio de productos, y está claro que, si el trabajo aumenta sin cesar mientras la producción permanece estacionaria, el resultado será más trabajo por menos productos. Este efecto se manifiesta con la baja de los salarios, que es la mayor de las calamidades cuando proviene de causas naturales y el mayor de los crímenes cuando proviene de la ley.

Llega el impuesto, que ha llegado a ser un medio de vida muy solicitado. Sabido es que el número de los empleos va siempre en aumento, y que la suma de los que buscan trabajo crece también, y en mayor medida. Pero ¿habrá algún trabajador que esté dispuesto a prestar más servicios de los que espera recibir? ¿Podemos esperar que termine esta situación? Cuesta creerlo cuando vemos que la misma opinión pública se empeña en que lo haga todo el ser ficticio llamado «Estado», es decir, «una colección de agentes asalariados».

Después de considerar que todos los hombres sin excepción son capaces de gobernar el país, los declaramos incapaces de gobernarse a sí mismos. Pronto habrá dos o tres agentes asalariados por cada ciudadano: uno para impedir a éste que trabaje demasiado, otro para que lo eduque, otro para que le conceda un crédito, otro más para que le ponga obstáculos en los negocios, etc., etc. ¿Adónde nos conducirá la ilusión de que el Estado es un personaje poseedor de una fortuna inagotable e independiente de la nuestra?

El pueblo comienza a saber que la máquina gubernamental resulta muy cara, pero lo que todavía ignora es que, «inevitablemente», debe financiarla él. Al pueblo se le hace creer que, si hasta un punto ha llevado la peor parte de la carga, la República tiene medios para lograr que, si aquélla se acrecienta, su peso acabará recayendo en los ricos. ¡Funesta ilusión! Es cierto que, si las contribuciones afectan a personas determinadas, se puede hacer que el dinero se detraiga de los ricos. Pero en materia de impuestos, las cosas no son tan sencillas. Hay un trabajo ulterior en la sociedad; hay reacciones que cambian el valor de los servicios y no puede evitarse que, a la postre, se reparta el peso entre todos, incluidos los pobres. El verdadero interés estriba, pues, no en que se castigue a una determinada clase social, sino en que, ligados por la solidaridad, todos los ciudadanos obtengan un beneficio.

Ahora bien, ¿hay algo que anuncie que ha llegado la hora de que se recorten los impuestos?

Lo digo con sinceridad: creo que entramos en una senda en que, con formas muy suaves, muy sutiles, muy ingeniosas y adornadas con los bonitos nombres de «solidaridad  » y «fraternidad», la expoliación va a alcanzar un desarrollo cuyas proporciones pueden ser incalculables. La forma es la siguiente: bajo la denominación de «Estado  », se considera al conjunto de los ciudadanos como un ser real dotado de vida propia, independiente de la vida y de la riqueza de esos mismos ciudadanos, los cuales acuden a ese ser ficticio en busca de instrucción, trabajo, crédito, alimentos, etc., etc. Pero el caso es que el Estado no puede dar a sus ciudadanos más que lo que previamente les haya quitado. Los únicos efectos de este intermediario son, en primer lugar, un gran desperdicio de energías y, después, la completa destrucción de la «equivalencia de los servicios», porque cada cual procurará entregar lo menos que pueda a las arcas del Estado y sacar de ellas lo más posible, con lo cual el Tesoro público será un mero objeto de pillaje. ¿No vemos ya hoy día algo de eso? ¿Qué sector social no solicita los favores del Estado? Dejando aparte la innumerable especie de sus propios agentes, la agricultura, la industria, el comercio, las artes, los teatros, las colonias, la navegación, lo esperan todo de él. Se pretende que él desmonte los terrenos y los riegue, que colonice, que enseñe y hasta que divierta. Cada cual le reclama una prima, una subvención, un estímulo y, ante todo, la «gratuidad» de ciertos servicios, como la enseñanza y el crédito. ¿Y por qué no pedir al Estado la gratuidad de todos los servicios? ¿Por qué no exigirle la manutención, el vestido y el alojamiento gratuito de todos los ciudadanos? Una sola clase permaneció ajena a tan locas pretensiones:

Una pobre criada al menos me quedó, que de este mal aire no se infectó.

Era el pueblo propiamente dicho, la innumerable clase de los trabajadores, que ahora también espera su turno. El pueblo da dinero en abundancia al Tesoro y, en buena ley, según el principio de igualdad, tiene tanto derecho a esa dilapidación universal como las clases que le han dado ejemplo. Pero es muy de lamentar que haya hecho oír su voz, no para poner coto al pillaje, sino para reclamar su parte. En todo caso, ¿debería el pueblo haber demostrado más lucidez que los demás? ¿No es excusable que se haya dejado engañar por la ilusión que nos ciega a todos?

Con todo, el mero hecho de que el número de solicitantes de favores sea igual al de los ciudadanos muestra que el error de que me ocupo no puede durar mucho, y yo por mi parte creo que dentro de poco no pedirán al Estado más servicios que aquellos que son de su competencia: justicia, defensa nacional, obras públicas, etc.

Hay también otra causa de desigualdad acaso más activa que todas las demás: «la guerra al capital». Pero el proletariado sólo puede emanciparse si se produce un crecimiento del capital nacional. Cuando éste aumenta con más rapidez que la población, se producen infaliblemente dos efectos que contribuyen a mejorar las condiciones de vida de los obreros: la baja del precio de los productos y el alza del nivel de los salarios. Mas para que el capital se incremente, necesita antes que nada «seguridad», porque si teme algo, se esconde, emigra, se disipa y se destruye; entonces el trabajo se paraliza y la mano de obra se ofrece con rebaja. Por eso la mayor desgracia para los trabajadores ha sido dejarse conducir por aduladores a una funesta y absurda guerra contra el capital. Esto implica una constante amenaza de expoliación, peor que la expoliación misma.

En resumen, si es verdad, como he tratado de demostrar, que la libertad significa la libre disposición de las propiedades y, consecuentemente, la consagración suprema del derecho de propiedad; si es verdad, digo, que la libertad tiende irresistiblemente a garantizar «la justa equivalencia de los servicios», a establecer progresivamente la igualdad, a situar a los hombres en un plano cada vez más elevado, no es la propiedad la que debe responder de la desoladora desigualdad que constatamos en el mundo, sino su principio opuesto, la expoliación. Que es la que ha desencadenado en nuestro planeta las guerras, la esclavitud, la servidumbre, el feudalismo, la explotación de la ignorancia y la credulidad públicas, los privilegios, los monopolios, las restricciones, los préstamos públicos, los fraudes mercantiles, los impuestos excesivos y, por último, la guerra al capital y la absurda pretensión de vivir y desenvolverse cada uno a expensas de todos.

Pies de página

[1]

J.A. Schumpeter, History of Economic Analysis. Oxford: Oxford University Press, 1954, p. 500.


[2]

Para una introducción a la vida y a la obra de Bastiat, véase D. Russell, Frédéric Bastiat: Ideas and Influence. Irvington, 1965.


[3]

Ch. Comte, Traité de législation, París, 1827, 4 vols. Sobre Comte puede consultarse, G. De Molinari, «Comte (Francois-Charles-Louis)», en Ch. Coquelin y Guillaumin, Dictionnaire de l’Economie Politique (2 vols.). Bruselas, 1853. Vol. I, pp. 490-492.


[4]

«Journal des Economistes», en Dictionnaire, cit., vol. II, p. 7.


[5]

Para una visión global de la economía francesa en este periodo, véase C. Fohlen, «La revolución industrial en Francia (1700-1914)», en C. Cipolla (ed.), Historia económica de Europa, vol. 4: El nacimiento de las sociedades industriales. Barcelona: Ariel, 1987, pp. 7-77.


[6]

Véase, por ejemplo, el estudio clásico de W.D. Grampp, The Manchester School of Economics. Stanford: Stanford University Press, 1960.


[7]

F. Cabrillo, «Traducciones al español de libros de economía política (1800-1880)». Moneda y Crédito, 147, dic. 1978, pp. 71-103.


[8]

G. de Azcárate, Estudios económicos y sociales. Madrid, 1876, pp. 65-66.


[9]

Este folleto, publicado en julio de 1850, es el último que Bastiat escribiera. Desde hacía más de un año lo había prometido al público, pero se retrasó su aparición porque el autor perdió el manuscrito cuando cambió su domicilio de la calle de Choiseul a la de Alger. Después de búsquedas largas e inútiles, se decidió a rehacer enteramente su obra, y tomó como base de su exposición sus más recientes discursos ante la Asamblea Nacional. Al acabar el trabajo se reprochó una circunspección excesiva, arrojó al fuego este segundo manuscrito y escribió el que ahora publicamos.


[10]

El señor ministro de la Guerra declaró recientemente que cada individuo trasladado a Argelia le cuesta al Estado la suma de 8.000 francos. Ahora bien, es positivo que se reconozca que estos desventurados emigrantes hubieran podido vivir muy bien en Francia con un capital de 4.000 francos. Me gustaría saber, entonces, en qué se ve favorecida la población francesa cuando se queda sin un hombre y sin los medios de subsistencia de otros dos.


[11]

Si todas las consecuencias de una acción recayesen en su autor, nuestra educación sería muy rápida. Mas no sucede así. A veces, las buenas consecuencias visibles nos afectan a nosotros, mientras que las malas consecuencias invisibles recaen sobre los demás. Con lo cual, esas malas consecuencias se hacen más invisibles aún. Habría entonces que esperar una reacción por parte de aquellos en quienes recaen las susodichas malas consecuencias del acto. Esto tarda muchas veces en verificarse, prolongándose así el reinado del error.

Un hombre realiza un acto que produce buenos resultados, en número de 10, para sí mismo, y malos resultados, en número de 15, repartidos entre 30 individuos, de manera que a éstos les toca a medio a cada uno. En el total hay pérdidas y cabría esperar una reacción. Pero sucede que esta reacción se hace esperar tanto más cuanto más diseminado está el mal en la masa y más concentrado está el bien en un solo punto. (Esbozo inédito del autor.)


[12]

El señor vizconde de Romanet.


[13]

Matthieu de Dombasle.


[14]

Es cierto que el trabajo no recibe una remuneración uniforme. Lo hay más o menos intenso, peligroso, hábil, etc. La competencia establece para cada categoría un precio, y a esta variación me refiero.


[15]

La teoría esbozada en este capítulo es la que cuatro años más tarde fue desarrollada en las Armonías económicas. Remuneración exclusivamente reservada al trabajo humano; gratuidad de los agentes naturales; conquista progresiva de dichos agentes en provecho de la humanidad, con lo cual se convierten en patrimonio común; elevación del bienestar general y tendencia a la nivelación relativa de las condiciones.


[16]

Publicado en el Diario de Debates, 25 de septiembre de 1848.


[17]

Consejo General de las Manufacturas, de la Agricultura y del Comercio (sesión del 6 de mayo de 1850).


[18]

Si la protección se concediera, en Francia, a una sola clase, por ejemplo a los herreros, sería tan absurdamente expoliadora que no podría mantenerse. Por eso vemos cómo todas las industrias protegidas se unen, hacen causa común e incluso se comportan de tal forma que parezca que comprenden a todo el trabajo nacional. Sienten instintivamente que la expoliación se disimula al generalizarse.


[19]

La economía política precede a la política: aquella establece si los intereses humanos son naturalmente armónicos o antagónicos, algo que la política debería saber antes de fijar las atribuciones del gobierno.


[20]

Véase el folleto publicado por el señor Considérant con el título de Théorie du Droit de propriété et du Droit au travail.


[21]

Considérant no es el único que la profesa, como lo demuestra el siguiente pasaje tomado del Judío errante de Eugène Sue: «Mortificación expresaría mejor la falta completa de estas cosas esencialmente vitales, que una sociedad equitativamente organizada debería necesariamente garantizar a todo trabajador activo y probo, ya que la civilización le ha despojado de todo derecho al suelo y nace con sus brazos como único patrimonio.

»El salvaje no disfruta de las ventajas de la civilización, pero, al menos, cuenta para alimentarse con los animales del bosque, las aves del aire, los peces de los ríos, los frutos de la tierra, y, para abrigarse y calentarse, con los árboles de los grandes bosques.

»El hombre civilizado, desheredado de estos dones de Dios y que considera la Propiedad como algo santo y sagrado, puede, pues, a cambio de su rudo trabajo diario que enriquece al país, exigir un salario suficiente para vivir convenientemente; nada más y nada menos.»


[22]

«No basta que el valor no esté en la materia o en las fuerzas naturales. No basta que esté exclusivamente en los servicios. Es preciso también que los propios servicios no puedan tener un valor exagerado. Pues ¿qué le importa a un pobre obrero pagar caro el trigo, porque el propietario se hace pagar los poderes productivos del suelo, o bien se hace pagar desmesuradamente su intervención? La función de la competencia consiste en igualar los servicios sobre la base de la justicia. La misma trabaja sin cesar.  » (Pensamiento inédito del autor.)


[23]

Hace poco oímos negar la legitimidad del arrendamiento. Sin llegar a tanto, a muchos les resulta difícil comprender la perennidad del arriendo de capitales. ¿Cómo es posible, dicen, que un capital, una vez formado, pueda dar una renta eterna? Expliquemos con un ejemplo esta legitimidad y esta perennidad.

Tengo cien sacos de trigo con los que podría vivir durante el tiempo en que ejerzo un trabajo útil. En lugar de esto, los presto durante un año. ¿Qué me debe el prestatario? La restitución íntegra de mis cien sacos de trigo. ¿Sólo me debe esto? En este caso, yo habría hecho un servicio sin recibir nada a cambio. Me debe, pues, además de la simple restitución de lo prestado, un servicio, una remuneración que estará determinada por las leyes de la oferta y la demanda: eso es el interés. Resulta, pues, que al cabo de un año vuelvo a tener cien sacos de trigo que puedo prestar, y así sucesivamente durante una eternidad. El interés es una pequeña porción del trabajo que, gracias a mi préstamo, ha podido realizar el prestatario. Si dispongo de suficientes sacos de trigo para que los intereses basten para mi subsistencia, puedo vivir sin trabajar y sin perjudicar a nadie, y podría demostrar que el ocio así conquistado es incluso uno de los motivos que impulsan el progreso de la sociedad.