Obras escogidas

Obras escogidas
Autor: 
Frédéric Bastiat

Frédéric Bastiat (1801 - 1850) nació en Bayonne, en el sur de Francia. Tal vez no ha existido un escritor más hábil para articular el pensamiento económico y para exponer los mitos que plagan el debate político que Bastiat. Durante su corta vida, escribió ensayos clásicos como "La ley" y "Lo que se ve y lo que no se ve". Poseía una notable capacidad de desarmar los sofismas del proteccionismo, el socialismo y otras ideologías propias del Estado interventor y solía hacerlo con una impresionante claridad e ingenio.

El ensayo famoso de Bastiat “La ley” muestra sus talentos como un activista a favor del libre mercado. Allí explica que la ley, lejos de ser el instrumento que permitió al Estado proteger los derechos y la propiedad de los individuos, se había convertido en el medio para lo que denominó “expoliación” o “saqueo”. De su ensayo “El Estado”, en el cual Bastiat argumenta en contra del socialismo, viene tal vez su cita más conocida: “El Estado es la gran ficción mediante la cual todo el mundo trata de vivir a expensas de los demás”.

Edición utilizada:

Bastiat, Frédéric. Obras Escogidas. Editado por Cabrillo, Francisco. Traducido por Rodríguez, Pedro Andrés. 2da. ed. Madrid: Unión Editorial, 2009.

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1. Armonías económicas

1. Armonías económicas

[...] Quisiera poneros en el camino de esta verdad: Todos los intereses legítimos son armónicos. Es la idea dominante de este escrito, cuya importancia no se puede desconocer.

Durante algún tiempo, ha podido estar de moda el reírse del llamado problema social; y, es preciso decirlo, algunas de las soluciones propuestas justifican plenamente esta risa. Pero el problema, en sí mismo, nada tiene de risible; es la sombra de Banquo en el festín de Macbeth, sólo que no es una sombra muda, y, con voz formidable, grita a la sociedad aterrada: ¡Una solución, o la muerte!

Mas esta solución, como bien sabéis, será muy distinta según sean los intereses naturalmente armónicos o antagónicos. En el primer caso, es necesario pedirla a la libertad; en el segundo, a la coacción. En el uno, basta no contrariar; en el otro, es preciso contrariar.

Pero la libertad tiene sólo una forma. Cuando existe la convicción de que cada una de las moléculas que componen un líquido contiene en sí misma la fuerza de la que resulta el nivel general, se deduce claramente que no hay medio más sencillo ni seguro para conseguir este nivel que no intervenir. Todos los que adopten este punto de partida: los intereses son armónicos, estarán igualmente de acuerdo sobre la solución práctica del problema social: abstenerse de contrariar y desplazar los intereses.

La coacción, por el contrario, puede manifestarse en formas infinitas. Las escuelas que parten de este principio: los intereses son antagónicos, no han hecho aún nada para resolver el problema, si no es el haber eliminado la libertad. Les falta todavía examinar, entre las infinitas formas de la coacción, cuál es la buena, si es que ciertamente la hay. Después, como última dificultad, tendrán que hacer que se acepte universalmente por hombres, por agentes libres, esta forma preferida de coacción.

Mas, en esta hipótesis, si los intereses humanos son impulsados por su naturaleza hacia un choque fatal, si este choque no puede evitarse a no ser por la invención contingente de un orden social artificial, la suerte de la humanidad es bien azarosa, y podrá preguntarse con preocupación:

1.º ¿Se hallará un hombre que encuentre una forma satisfactoria de coacción?

2.º ¿Atraerá ese hombre a su idea las innumerables escuelas que hayan concebido formas diferentes?

3.º ¿Se dejará imponer la humanidad esa forma que, según la hipótesis, contrariará todos los intereses individuales?

4.º Admitiendo que la humanidad se deje disfrazar con ese vestido, ¿qué sucederá si un nuevo inventor se presenta con un vestido mejor? ¿Permitirá que se siga con una mala organización, sabiendo que es mala, o se resolverá a cambiar de organización todos los días, según los caprichos de la moda o la fecundidad de los inventores?

5.º ¿No se unirán todos los inventores cuyo plan se haya desechado contra el preferido, con tantas más probabilidades de trastornar la sociedad, cuanto más choque este plan, por su naturaleza y por su objeto, contra todos los intereses?

6.º Y, por último, ¿hay fuerza humana capaz de vencer un antagonismo que se supone ser la esencia misma de las fuerzas humanas?

Podría multiplicar indefinidamente estas preguntas, y proponer, por ejemplo, la siguiente dificultad: Si el interés individual es opuesto al interés general, ¿dónde colocaréis el principio de acción de la coacción? ¿Dónde estará el punto de apoyo? ¿Estará tal vez fuera de la humanidad? Sería necesario que así fuese, para librarse de las consecuencias de vuestra ley. Porque si os confiáis a la arbitrariedad de unos hombres, comprobad que esos hombres estén formados de otro barro que nosotros; que no serán también movidos por el fatal principio del interés, y que, puestos en una situación que excluye la idea de todo freno, de toda resistencia eficaz, su espíritu se vea libre de errores, sus manos de rapacidad, y de codicia su corazón.

Lo que separa radicalmente las distintas escuelas socialistas (esto es, las que buscan en una organización artificial la solución del problema social) de la escuela economista, no es tal o cual detalle, tal o cual combinación gubernamental; es el punto de partida, es esta cuestión preliminar e importantísima: los intereses humanos, dejados a sí mismos, ¿son armónicos o antagónicos?

Es evidente que si los socialistas se dedican a buscar una organización artificial es porque piensan que la organización natural es mala o insuficiente, y piensan que ésta es insuficiente o mala porque creen ver en los intereses un antagonismo radical, pues de otro modo no recurrirían a la coacción. No es necesario compeler a la armonía lo que es armónico por sí mismo.

Así ven antagonismo por todas partes: entre el propietario y el proletario; entre el capital y el trabajo; entre el pueblo y la burguesía; entre el agricultor y el fabricante; entre el campesino y el habitante de la ciudad; entre el nacional y el extranjero; entre el productor y el consumidor; entre la civilización y la organización. En una palabra, entre la libertad y la armonía.

Y esto explica por qué, aun abrigando en su corazón una especie de filantropía sentimental, destila odio de sus labios. Cada uno de ellos reserva todo su amor para la sociedad que ha soñado; pero en lo que respecta a aquella en que nos ha tocado vivir, su deseo sería verla cuanto antes desplomarse, para levantar sobre sus ruinas la nueva Jerusalén.

He dicho que la escuela economista, partiendo de la armonía natural de los intereses, conduce a la libertad. Debo, no obstante, convenir en que, si bien los economistas, en general, se encaminan a la libertad, por desgracia no podemos decir con idéntica seguridad que sus principios establezcan sólidamente el punto de partida: la armonía de los intereses.

Antes de proseguir, y a fin de preveniros contra las conclusiones que no dejarán de sacarse de esta afirmación, debo decir algo de la situación respectiva del socialismo y de la economía política.

Sería una insensatez por mi parte asegurar que el socialismo no ha encontrado nunca una verdad y que la economía política jamás ha caído en un error.

Lo que separa profundamente a ambas escuelas es la diferencia de métodos. Una, como la astrología y la alquimia, procede a través de la imaginación; otra, como la astronomía, actúa por medio de la observación.

Dos astrónomos, observando el mismo hecho, pueden no llegar al mismo resultado. Pero, a pesar de esta disidencia pasajera, se hallan unidos por un procedimiento común que tarde o temprano la hará desaparecer. Se reconocen de la misma comunión. En cambio, entre el astrónomo que observa y el astrólogo que imagina, hay un profundo abismo, aunque puedan alguna vez encontrarse por casualidad.

Así acontece con la economía política y el socialismo. Los economistas observan al hombre, las leyes de su organización y las relaciones sociales que resultan de estas leyes. Los socialistas imaginan una sociedad fantástica, y luego un corazón humano adecuado a esta sociedad.

Mas si la ciencia no se engaña, los sabios sí se engañan. No niego que los economistas puedan hacer observaciones falsas, y aun añado que han debido necesariamente empezar por ahí.

Pero ved lo que acontece. Si los intereses son armónicos, toda observación mal hecha conducirá lógicamente al antagonismo. ¿Y cuál es la táctica de los socialistas? Recoger en los escritos de los economistas algunas malas observaciones, sacar todas sus consecuencias y manifestar que son desastrosas. Hasta aquí están en su derecho. Se levantan en seguida contra el observador, que se llama, supongo, Malthus o Ricardo. Están todavía en su derecho. Pero no se paran aquí. Se revuelven contra la ciencia, acusándola de ser implacable y de querer el mal. En esto ofenden a la razón y a la justicia, pues la ciencia no es responsable de una mala observación. Por último, van todavía más allá y se rebelan contra la sociedad y amenazan con destruirla para volver a construirla; ¿y por qué? Porque, según dicen, está demostrado por la ciencia que la sociedad actual camina hacia el abismo. En esto chocan con el buen sentido: porque, o la ciencia no se engaña, y entonces ¿por qué la atacan?, o se engaña, y en tal caso, dejen tranquila a la sociedad, puesto que no está amenazada.

Mas esta táctica, a pesar de su falta de lógica, no es menos funesta para la ciencia económica, sobre todo si los que la cultivan tienen, por una benevolencia muy natural, la desgraciada idea de hacerse solidarios unos de otros y de sus antecesores. La ciencia es una reina cuya marcha debe ser libre y desembarazada. La atmósfera del pandillaje la mata.

Ya lo he dicho: no es posible, en economía política, que deje de encontrarse el antagonismo en toda proposición errónea. Por otro lado, no es posible que los numerosos escritos de los economistas, aun los más eminentes, dejen de contener alguna falsa proposición. A nosotros corresponde señalarlas y rectificarlas por interés de la ciencia y de la sociedad. Obstinarnos en sostenerlas por lealtad corporativa sería no solamente exponernos, lo que es poca cosa, sino exponer la verdad misma, que es más grave, a los golpes del socialismo.

Establecido esto, afirmo que la conclusión de los economistas es la libertad. Mas para que esta conclusión obtenga el asentimiento de las inteligencias y atraiga los corazones, es necesario que se funde sólidamente en esta premisa: los intereses, dejados a sí mismos, tienden a formar combinaciones armónicas, a la preponderancia progresiva del bien general.

Ahora bien, muchos economistas, entre los cuales no faltan quienes poseen cierta autoridad, han formulado proposiciones que, de consecuencia en consecuencia, conducen lógicamente al mal absoluto, a la injusticia necesaria, a la desigualdad fatal y progresiva, al empobrecimiento inevitable, etc.

Así, hay muy pocos, que yo sepa, que no hayan atribuido valor a los agentes naturales, a los dones que Dios prodiga gratuitamente a su criatura. La palabra valor indica que no cedemos la cosa que lo tiene sino mediante una remuneración. Vemos cómo ciertos hombres, en particular los propietarios del suelo, venden por trabajo efectivo los beneficios de Dios, y reciben una recompensa por unas utilidades a las que no ha concurrido su trabajo. Injusticia evidente, pero necesaria, dicen estos escritores.

Viene después la célebre teoría de Ricardo. Ésta se resume del modo siguiente: el precio de los alimentos se establece por el trabajo, que exige, para producirlos, el más pobre de los terrenos cultivados. El aumento de la población obliga a recurrir a terrenos cada vez más ingratos. Luego la humanidad entera (menos los propietarios) se ve forzada a dar una suma de trabajo siempre creciente por una cantidad igual de subsistencias, o, lo que es lo mismo, a recibir una cantidad siempre menor de alimentos por una suma igual de trabajo, en tanto que los poseedores del suelo ven crecer sus rentas cada vez que se emprende el cultivo de una tierra de calidad inferior. Conclusión: opulencia progresiva de los ociosos y miseria progresiva de los trabajadores; o sea: desigualdad fatal.

Aparece por último la teoría, todavía más célebre, de Malthus. La población tiende a aumentar con más rapidez que las subsistencias, y esto en cada momento dado de la vida de la humanidad. Los hombres no pueden ser felices ni vivir en paz si no tienen de qué alimentarse. No hay más que dos obstáculos a este excedente siempre amenazador de población: la disminución de los nacimientos, o el aumento de la mortalidad en todas las horribles formas que la acompañan y la realizan. La coacción moral, para que fuera eficaz, debería ser universal, y nadie dispone de ella. No queda, pues, sino recurrir a la represión, el vicio, la miseria, la guerra, la peste, el hambre y la muerte; esto es: empobrecimiento inevitable.

No mencionaré otros sistemas de menor importancia, y que dan también por resultado un conflicto desconsolador. Por ejemplo, M. de Tocqueville, y otros muchos con él, dicen: si se admite el derecho de primogenitura, se llega a la aristocracia más concentrada; si no se admite, se llega a la pulverización y a la improductividad del territorio.

Y lo más notable es que estos cuatro desoladores sistemas no se contradicen unos a otros. Si así fuera, podríamos consolarnos pensando que todos ellos son falsos, puesto que recíprocamente se destruyen. Pero no: concuerdan entre sí, forman parte de una misma teoría general que se apoya en hechos numerosos y especiales y parece que explican el estado convulso de la sociedad moderna; una teoría reforzada con el asentimiento de muchos maestros de la ciencia, que se presenta al espíritu desanimado y confundido con una espantosa autoridad.

Sólo queda comprender cómo quienes formularon esta triste teoría pudieron establecer como principio la armonía de los intereses, y como conclusión la libertad.

Porque, en efecto, si la humanidad se ve fatalmente impelida por las leyes del valor a la injusticia, por las de la renta a la desigualdad, por las de la población a la miseria y por las de la sucesión a la esterilidad, no puede decirse que Dios haya hecho del mundo social —como del mundo material— una obra armónica; es preciso confesar, bajando la cabeza, que le plugo fundarlo en una disonancia irremediable y repugnante.

No creáis, jóvenes, que los socialistas han refutado y desechado lo que llamaré, por no ofender a nadie, la teoría de las disonancias. No: digan ellos lo que quieran, la han reconocido como verdadera; y justamente porque la tienen por verdadera es por lo que proponen sustituir la libertad por la coacción, la organización natural por la organización artificial, la obra de Dios por la obra de su invención. Dicen a sus adversarios (y en esto no sé si son más consecuentes que ellos): si, como habéis anunciado, los intereses humanos, dejados a sí mismos, tienden a combinarse armónicamente, nada mejor podríamos hacer que acoger y glorificar, como vosotros, la libertad. Pero habéis demostrado de manera irrefutable que los intereses, si se les deja desarrollarse libremente, impelen a la humanidad hacia la injusticia, la desigualdad, el empobrecimiento y la esterilidad. Pues bien, nosotros atacamos vuestra teoría, precisamente porque es verdadera; queremos destruir la sociedad actual, porque obedece a las leyes fatales que habéis descrito; queremos ensayar nuestro poder, puesto que el poder de Dios ha fracasado.

Así, convienen en el punto de partida y no se separan sino sobre la conclusión.

Los economistas a quienes he aludido dicen: las grandes leyes providenciales precipitan la sociedad hacia el mal; mas es necesario guardarse de turbar su acción, porque ésta se halla felizmente contrarrestada por otras leyes secundarias que retardan la catástrofe final, y toda intervención arbitraria sólo serviría para debilitar el dique sin detener el fatal empuje del agua.

Los socialistas dicen: las grandes leyes providenciales precipitan la sociedad hacia el mal; es preciso abolirlas y escoger otras en nuestro inagotable arsenal.

Los católicos dicen: las grandes leyes providenciales precipitan la sociedad hacia el mal; es necesario librarnos de ellas renunciando a los intereses humanos, refugiándonos en la abnegación, el sacrificio, el ascetismo y la resignación.

Y en medio de este barullo, de estos gritos de agonía y de dolor, de estas excitaciones a la subversión o a la desesperación resignada, intento yo hacer que se oiga esta palabra, ante la cual, si puede justificarse, toda disidencia debe desaparecer: no es cierto que las grandes leyes providenciales precipiten la sociedad hacia el mal.

Así, todas las escuelas se dividen y combaten con motivo de las conclusiones que deben sacarse de su premisa común. Yo niego la premisa. ¿No es este el medio de que cese la división y el combate?

La idea dominante de este escrito, la armonía de los intereses, es sencilla. ¿No es la sencillez la piedra de toque de la verdad? Las leyes de la luz, del sonido y del movimiento nos parecen tanto más verdaderas cuanto más sencillas son; ¿por qué no ha de ser lo mismo con la ley de los intereses?

Es conciliadora. ¿Qué más conciliador que lo que muestra el acuerdo de las industrias, de las clases, de las naciones y de las mismas doctrinas?

Es consoladora, puesto que señala lo que hay de falso en los sistemas que dan por resultado el mal progresivo.

Es religiosa, pues nos dice que no es solamente la mecánica celeste, sino también la mecánica social, la que nos revela la sabiduría de Dios y nos manifiesta su gloria.

Es practicable, pues no se puede concebir nada más fácilmente practicable que esto: dejad a los hombres trabajar, cambiar, aprender, asociarse, influir los unos en los otros, puesto que, según los decretos providenciales, de ello no puede resultar sino orden, armonía, progreso, bien, lo mejor, lo mejor hasta el infinito.

He ahí, diréis, el optimismo de los economistas. Son de tal manera esclavos de sus sistemas, que cierran los ojos a los hechos por temor a verlos. En presencia de todas las miserias, de todas las injusticias, de todas las opresiones que afligen a la humanidad, niegan el mal imperturbablemente. El olor de la pólvora de las insurrecciones no llega a sus sentidos embotados; las barricadas no tienen lenguaje para ellos; se desplomará la sociedad, y todavía repetirán: «Todo es lo mejor en el mejor de los mundos.»

No, no pensamos que todo sea lo mejor.

Tengo completa fe en la sabiduría de las leyes providenciales, y por esto la tengo en la libertad. La cuestión es saber si tenemos libertad. La cuestión es saber si esas leyes obran en su plenitud, si su acción no está profundamente turbada por la acción opuesta de las instituciones humanas.

¡Negar el mal! ¡Negar el dolor! ¿Quién podrá hacerlo? Sería preciso olvidar que se habla del hombre. Sería preciso olvidar que uno también es hombre. Para que las leyes providenciales se consideren armónicas, no hay necesidad de que excluyan el mal. Basta que éste tenga su explicación y su misión, que se sirva de límite a sí mismo, que se destruya por su propia acción, y que cada dolor prevenga un dolor más grande reprimiendo su propia causa.

La sociedad tiene como elemento al hombre, que es una fuerza libre. Siendo libre el hombre, puede escoger; si puede escoger, puede engañarse; si puede engañarse, puede sufrir.

Digo más: debe engañarse y sufrir, porque su punto de partida es la ignorancia, y ante la ignorancia se abren vías infinitas y desconocidas, todas las cuales, menos una, conducen al error.

Todo error produce sufrimiento. O el sufrimiento recae en el que se ha extraviado, y entonces pone en acción la responsabilidad; o va a herir a seres inocentes, y en este caso hace obrar el maravilloso aparato de la solidaridad.

La acción de estas leyes, combinada con el don que poseemos de ligar los efectos a las causas, debe conducirnos, por el mismo dolor, al camino del bien y de la verdad.

Así, no solamente admitimos el mal, sino que le reconocemos una misión, tanto en el orden social como en el orden material.

Mas para que aquél cumpla su misión, no hay necesidad de extender artificialmente la solidaridad de manera que destruya la responsabilidad; en otros términos: es menester respetar la libertad.

Si las instituciones humanas vienen a contrariar en esto a las leyes divinas, no por eso el mal deja de seguir al error; solamente varía de dirección. Ofende al que no debía ofender; ya no advierte; ya no es una enseñanza; ya no tiende a limitarse y a destruirse por su propia acción; persiste, se agrava, como sucedería en el orden fisiológico, si las imprudencias y los excesos cometidos por los hombres de un hemisferio no hiciesen sentir sus tristes efectos sino sobre los hombres del hemisferio opuesto.

Esta es precisamente la tendencia, no sólo de la mayor parte de nuestras instituciones gubernamentales, sino también, y principalmente, de aquellas que se procura hacer prevalecer como remedios a los males que nos afligen. Bajo el filantrópico pretexto de desarrollar entre los hombres una solidaridad ficticia, la responsabilidad resulta cada vez más inerte e ineficaz. Por una intervención abusiva de la fuerza pública, se altera la relación entre el trabajo y su recompensa, se perturban las leyes de la industria y del cambio, se violenta el desarrollo natural de la instrucción, se desvían los capitales y los brazos, se falsean las ideas, se excitan las pretensiones absurdas, se hace concebir esperanzas quiméricas, se ocasiona una pérdida incalculable de fuerzas humanas, varían los centros de población, se acusa de ineficaz la misma experiencia; en una palabra, se dan a todos los intereses bases ficticias, se contraponen unos a otros, y luego se exclama: Mirad, los intereses son antagónicos. La libertad es la causa de todo mal. Maldigamos y aniquilemos la libertad.

Y, sin embargo, como esta palabra sagrada tiene todavía el poder de hacer palpitar los corazones, se despoja a la libertad de su prestigio quitándole su nombre; y bajo el nombre de competencia es, como una víctima, conducida al altar, en medio de los aplausos de la multitud, que, dócil, se somete a las cadenas de la esclavitud.

No bastaba, pues, exponer en su majestuosa armonía las leyes naturales del orden social; era necesario también señalar las causas perturbadoras que paralizan su acción. Esto es lo que he intentado en la segunda parte de este libro.

He procurado evitar la controversia. Esto era indudablemente perder la ocasión de dar a los principios que yo quería que prevaleciesen la estabilidad que resulta de una discusión profunda. ¿Mas no sería distraer la atención del conjunto con tales digresiones? Si presento el edificio tal cual es, ¿qué importa la manera como los otros lo han visto, aun cuando ellos me hayan enseñado a verlo?

Y ahora apelo con confianza a los hombres de todas las escuelas que colocan la justicia, el bien general y la verdad sobre sus sistemas.

Economistas: como vosotros, yo me dirijo a la libertad; y si destruyo alguna de esas premisas que entristecen vuestros corazones generosos, tal vez veréis en esto un motivo más para amar y servir a nuestra santa causa. Socialistas: vosotros tenéis fe en la asociación. Yo os pido que digáis, después de leer este escrito, si la sociedad actual, fuera de sus abusos y sus trabas, es decir, bajo la condición de la libertad, no es la más bella, la más completa, la más duradera, universal y equitativa de todas las asociaciones.

Defensores de la igualdad: vosotros no admitís sino un principio, la mutualidad de servicios. Que las transacciones humanas sean libres, y yo afirmo que no son ni pueden ser otra cosa que un cambio recíproco de servicios, siempre disminuyendo en valor y siempre aumentando en utilidad.

Comunistas: queréis que los hombres, convertidos en hermanos, gocen en común de los bienes que les ha prodigado la Providencia. Yo pretendo demostrar que la sociedad actual no necesita más que conquistar la libertad para realizar y exceder a vuestros deseos y esperanzas, pues todo es común a todos, con la única condición de que cada uno se tome el trabajo de recoger los dones de Dios, lo que es muy natural, o restituya libremente este trabajo a los que lo toman por él, lo cual es muy justo.

Cristianos de todas las comuniones: a no ser que seáis los únicos que pongáis en duda la sabiduría divina, manifestada en la más magnífica de sus obras, que nos ha sido dado conocer, no hallaréis una sola palabra en este escrito que ofenda vuestra más severa moral ni vuestros más misteriosos dogmas.

Propietarios: sea cual fuere la magnitud de vuestra posesión, si demuestro que el derecho que hoy se os disputa se limita, como el del más humilde obrero, a recibir servicios por servicios prestados positivamente por vosotros o por vuestros padres, ese derecho descansará en adelante sobre la base más indestructible.

Proletarios: tengo el deber de demostraros que obtenéis los frutos del campo que no poseéis con menos esfuerzos y trabajos que si estuvierais obligados a hacerlos crecer con vuestro trabajo directo, que si se os diere ese campo en su estado primitivo, tal y como estaba antes de haber sido preparado por el trabajo para la producción.

Capitalistas y obreros: creo que puedo establecer esta ley: «A medida que los capitales se acumulan, el interés absoluto del capital en el resultado total de la producción aumenta, y su interés proporcional disminuye; el trabajo ve aumentar su parte relativa, y con mayor razón su parte absoluta. El efecto inverso se produce cuando los capitales se disipan.» Si se establece esta ley, se desprende claramente la armonía de los intereses entre los trabajadores y los que los emplean.

Discípulos de Malthus, filántropos sinceros y calumniados, cuya única falta es preservar a la humanidad de una ley fatal: creyéndola fatal, puedo presentaros otra ley más consoladora: «La densidad creciente de la población equivale a una facilidad creciente de producción.» Y si esto es así, no seréis vosotros los que os afligiréis de ver caer de la frente de nuestra querida ciencia su corona de espinas.

Hombres de la expoliación: vosotros que, por la fuerza o por la astucia, y con desprecio de las leyes o por medio de las leyes, engordáis con la sustancia de los pueblos; vosotros que vivís de los errores que propagáis, de la ignorancia que mantenéis, de las guerras que encendéis, de las trabas que ponéis a las transacciones; vosotros, que ponéis tasa al trabajo después de haberle esterilizado; vosotros, que os hacéis pagar por crear obstáculos, a fin de tener luego ocasión de que se os pague también por quitar una parte de ellos; manifestaciones vivientes del egoísmo en su peor sentido, excrecencias parásitas de la falsa política, preparad la tinta corrosiva de vuestra crítica; vosotros sois los únicos a quienes no puedo invocar, porque este libro tiene por objeto sacrificaros, o más bien sacrificar vuestras injustas pretensiones. Aunque deba amarse la conciliación, hay dos principios que no se podrían conciliar: la libertad y la coacción.

Para que las leyes providenciales sean armónicas, necesitan obrar libremente; sin esto no serían armónicas por sí mismas. Cuando observamos un defecto de armonía en el mundo, no puede corresponder sino a una falta de libertad, a la ausencia de la justicia. Opresores, expoliadores, enemigos de la justicia: vosotros no podéis entrar en la armonía universal, porque sois los que la turbáis.

¿Significa esto que el resultado de este libro será debilitar el poder, destruir su estabilidad, disminuir su autoridad? Me he propuesto el objetivo enteramente contrario. Pero entendámonos.

La ciencia política consiste en discernir lo que debe estar o lo que no debe estar entre las atribuciones del Estado, y para esto es necesario no perder de vista que el Estado obra siempre por medio de la fuerza. Impone a la vez los servicios que presta y los servicios que se hace pagar a cambio, con el nombre de contribuciones.

La cuestión, pues, es ésta: ¿Cuáles son las cosas que los hombres tienen el derecho de imponerse unos a otros por la fuerza? Yo no sé que haya más que una en ese caso, que es la justicia. No tengo el derecho de forzar a nadie a ser religioso, caritativo, instruido o laborioso, pero tengo el derecho de forzarle a ser justo; tal es el caso de legítima defensa.

Ahora bien, no puede existir en el conjunto de los individuos derecho alguno que no preexista en los individuos mismos. Luego si el empleo de la fuerza individual no se justifica sino por la legítima defensa, basta reconocer que la acción gubernamental se manifiesta siempre por la fuerza para deducir que está esencialmente limitada a hacer que reine el orden, la seguridad y la justicia.

Toda acción gubernamental, fuera de este límite, es una usurpación de la conciencia, de la inteligencia, del trabajo; en una palabra, de la libertad humana.

Esto supuesto, apliquémonos sin descanso y sin piedad a librar de las invasiones del poder el dominio completo de la actividad privada; con esta condición solamente es como podremos conquistar la libertad o el libre juego de las leyes armónicas, que Dios ha dispuesto para el desarrollo y el progreso de la humanidad.

¿Se debilitará por esto el Poder? ¿Perderá alguna parte de su estabilidad porque haya perdido en extensión? ¿Tendrá menos autoridad porque tenga menos atribuciones? ¿Inspirará menos respeto porque se le dirijan menos quejas? ¿Será más el juguete de las facciones, cuando disminuyan esos presupuestos enormes y esa influencia tan codiciada, que son el incentivo de las facciones? ¿Correrá más peligros cuando tenga menos responsabilidad?

Me parece evidente, por el contrario, que encerrar la fuerza pública en su misión única, pero esencial, incontestada, benéfica, deseada, aceptada por todos, es garantizarle el respeto y el concurso universales. No veo de dónde podrían venir las oposiciones sistemáticas, las luchas parlamentarias, las insurrecciones de las calles, las revoluciones, las peripecias, las facciones, las ilusiones, las pretensiones de todos a gobernar con todas las formas, esos sistemas tan peligrosos como absurdos que enseñan al pueblo a esperarlo todo del gobierno, esa diplomacia comprometedora, esas guerras siempre en perspectiva o esas paces armadas casi tan funestas, esos impuestos abrumadores e imposibles de repartir con igualdad, esa intervención absorbente y tan poco natural de la política en todas las cosas, esas grandes mudanzas violentas del capital y del trabajo, fuente de pérdidas inútiles, de fluctuaciones, de crisis y paralizaciones. Todas estas causas y otras mil de perturbaciones, de irritación, de desafección, de codicia y de desorden no tendrían razón de ser; y los depositarios del poder, en vez de turbarla, concurrirían a la armonía universal. Armonía que no excluye el mal, pero que le deja sólo el espacio, cada vez más pequeño, que le dan la ignorancia y la perversidad de nuestra débil naturaleza, y cuya misión es precaverlo y castigarlo.