La política marítima estadounidense necesita una revisión

Colin Grabow dice que el rediseño de los principales pilares de la política marítima estadounidense para que se ajusten a las realidades actuales debería estar en la vanguardia de la modernización.

Por Colin Grabow

La política marítima estadounidense es un grave fracaso. Tanto si se evalúa en términos de cumplimiento efectivo de los requisitos de seguridad nacional como de impulso a la economía del país, Estados Unidos puede señalar pocos éxitos. La ineficaz construcción naval comercial apenas representa un error de redondeo en la producción mundial, mientras que el costoso transporte marítimo bajo pabellón estadounidense sólo suele emplearse cuando se han agotado otras opciones. La escandalosa falta de competitividad ha provocado un perjuicio económico considerable y el debilitamiento de estas industrias marítimas, que se han convertido en una sombra de lo que fueron. Tales son los frutos de un enfoque marítimo basado mucho más en los prejuicios del statu quo y en los intereses particulares que en las necesidades y realidades del siglo XXI.

Tardíamente, la magnitud de la disfunción ha empezado a notarse en Washington y se ha iniciado un debate largamente esperado sobre cómo invertir la situación. Sin embargo, la mayoría de las soluciones propuestas son tibias e inadecuadas para la tarea que tienen ante sí.

No basta con retocar los márgenes. Para liberar el potencial marítimo del país y subsanar sus flagrantes deficiencias en materia de seguridad nacional, los responsables políticos deben abogar decididamente por medidas que les enfrenten a los poderosos grupos que pretenden perpetuar el statu quo. En particular, deberían centrarse en reformar las obsoletas leyes proteccionistas que impiden el uso de recursos aliados y sustituir la ayuda indirecta a la industria marítima por ayudas específicas cuyos costos y beneficios sean transparentes. Sin estas medidas, la decadencia marítima continuará a buen ritmo y Estados Unidos persistirá en ceder los océanos a un mundo que se niega a interponerse en su propio camino.

Rediseñar los principales pilares de la política marítima estadounidense para que se ajusten a las realidades modernas debería estar en la vanguardia de la modernización.

Los costos de un enfoque fallido

Aunque hay numerosos indicadores que demuestran el descenso de la industria marítima a la mediocridad, pocos lo reflejan con mayor crudeza que el estado de la construcción naval comercial. A pesar de la destreza tecnológica y manufacturera de Estados Unidos, la producción de los astilleros estadounidenses en los últimos años sólo ha alcanzado el 15º puesto mundial. Tan flagrante es la falta de competitividad de la industria –construir barcos por cuatro o más veces el precio medio mundial– y tan ínfima es la demanda de su oferta que la producción colectiva del sector apenas representa una fracción del uno por ciento del total mundial.

Además de estar muy lejos del triunvirato dominante de construcción naval formado por China, Japón y Corea del Sur, las cifras de Estados Unidos también están por detrás de las de países mucho más pequeños como Finlandia, Países Bajos y Noruega.

La exigencia de que los buques utilizados en el comercio marítimo intraestadounidense sean de construcción nacional, impuesta por la Ley Jones de 1920, significa que esta ineficacia de la construcción naval envenena el transporte marítimo estadounidense. La competitividad del transporte marítimo, lastrada por el exceso de costos de capital, es tal que, a pesar de los numerosos factores geográficos que juegan a su favor –incluida una vasta costa en la que vive el 40% de la población estadounidense, extensas vías navegables interiores, los Grandes Lagos y estados y territorios no contiguos dependientes del transporte marítimo–, este modo de transporte representó menos del 4% de la carga transportada el año pasado. El transporte por vías navegables se ha deteriorado hasta convertirse casi en un nicho, y lo que debería ser un activo clave para el transporte eficiente a través de la vasta extensión del país está lamentablemente infrautilizado.

Esto tiene consecuencias para la economía estadounidense en general, incluidas algunas de las industrias más estratégicas del país. Gracias a un transporte marítimo caro (o, en algunos casos, inexistente), las refinerías estadounidenses compran petróleo en el extranjero en vez de en la costa del Golfo, Puerto Rico satisface sus necesidades de gas licuado a granel en la lejana Nigeria y otras fuentes en vez de en el territorio continental estadounidense, y el acero se importa en vez de comprarse en el país. La competitividad de las empresas estadounidenses se ve socavada y la viabilidad de las cadenas de suministro nacionales se hace añicos.

Y esto no es más que una pequeña muestra de los costos en que se incurre.

Necesidades de seguridad nacional insatisfechas

Más allá de minar la vitalidad económica del país –la condición sine qua non del poderío estadounidense–, estas deficiencias marítimas también tienen implicaciones para la defensa del país. Los estadounidenses se han alarmado al enterarse el año pasado, por ejemplo, de que la capacidad de construcción naval de China supera a la de Estados Unidos en un factor de 232 (aunque su capacidad para producir buques navales complejos es casi con toda seguridad menor) y que un solo astillero chino tiene más capacidad que todos los astilleros estadounidenses juntos.

Quizá más importante que esta disparidad relativa sea la incapacidad del país para construir nuevos buques de la Armada y mantener los existentes. Décadas de construcción naval no competitiva han degradado la base industrial hasta el punto de que no hay capacidad suficiente en los astilleros para satisfacer las necesidades de seguridad nacional de Estados Unidos.

Mientras tanto, los problemas de la construcción naval se ven igualados, si no superados, por los de la flota oceánica de pabellón estadounidense. Compuesta actualmente por unos 185 grandes cargueros –menos de 170 de los cuales se consideran de utilidad militar– su número se ha reducido a menos de la mitad en los últimos 40 años. La disminución de la flota se corresponde con la disminución de las tripulaciones, y un informe del gobierno de 2017 encontró que Estados Unidos se enfrentaría a un déficit de al menos 1.838 marineros en caso de una operación de transporte marítimo sostenida. Es comprensible que se hayan planteado dudas sobre la capacidad de la flota para satisfacer las necesidades de transporte marítimo de Estados Unidos.

El declive de los buques oceánicos refleja en parte la evolución de la flota nacional hacia una cada vez más centrada en remolcadores y gabarras. Mientras que los buques autopropulsados representaban más del 75% de la carga de cabotaje transportada en 1980 (y el 90% en 1960) y el resto se transportaba en barcazas, en 2022 esa cifra se había reducido al 51%.

Gran parte de esta carga se transporta en barcazas remolcadoras articuladas, un tipo de embarcación superficialmente similar a los buques autopropulsados, pero que carece de su eficacia en el transporte de carga a largas distancias. Según el Servicio de Investigación del Congreso, el uso de estas embarcaciones se atribuye al elevado costo de construcción y tripulación de los buques que cumplen la Ley Jones. El hecho de que aproximadamente dos tercios de todos los remolcadores del mundo utilizados en barcazas remolcadoras articuladas se encuentren en Estados Unidos sugiere además que su empleo refleja unas condiciones excepcionalmente costosas creadas por la Ley Jones. En lugar de utilizar buques autopropulsados, los estadounidenses se contentan a menudo con un simulacro (uno cuyos marineros no necesitan las licencias necesarias para tripular buques de transporte marítimo).

Pero la podredumbre marítima es aún más profunda. El elevado coste de los buques construidos en Estados Unidos también significa que los buques existentes en la flota de la Ley Jones se mantienen en servicio mucho más tiempo –a veces décadas– que sus homólogos internacionales. Estos viejos buques, a su vez, a menudo dependen de astilleros chinos de propiedad estatal para satisfacer sus considerables necesidades de mantenimiento y reparación. Por increíble que parezca, la política estadounidense de disuasión de la modernización de la flota está generando negocio para los astilleros de quien podría decirse que es su principal rival geopolítico.

Los buques antiguos también abundan en la flota de transporte marítimo de casco gris, con una media de edad de 44 años entre los buques de la Fuerza de Reserva Preparada. Aunque se ha permitido la compra de algunos buques de segunda mano construidos en el extranjero para las necesidades de defensa como medida provisional para renovar la flota, las leyes proteccionistas obstaculizan la capacidad del Departamento de Defensa para adquirir nuevos buques o reparar los existentes en países aliados. Medidas similares han obligado a la Guardia Costera a recurrir a un astillero nacional sin experiencia para intentar construir su Polar Security Cutter –un programa que ahora lleva un retraso de al menos 5 años y miles de millones por encima del presupuesto– en lugar de recurrir a expertos astilleros aliados.

Y así sucesivamente.

Soluciones decepcionantes

La disfunción marítima de Estados Unidos ha alcanzado tal magnitud que han empezado a sonar las alarmas en el Capitolio. En enero, 19 congresistas firmaron una carta en la que destacaban la alarmante trayectoria descendente de los sectores naval y de la construcción naval en Estados Unidos, mientras que el representante Mike Gallagher envió una carta similar antes de abandonar el Congreso en abril. Más recientemente, cuatro congresistas, entre ellos el senador Mark Kelly y el representante Mike Waltzpublicaron un informe en el que se esbozan los objetivos y principios de una estrategia marítima nacional para subsanar las flagrantes deficiencias. Aunque la atención es bienvenida y llega con retraso, muchos de los cambios políticos propuestos no están a la altura del reto que se plantea.

Uno de los pocos llamamientos concretos del informe Kelly-Waltz, por ejemplo, consiste en aprovechar "herramientas como los incentivos fiscales, la mayor preferencia de carga, las subvenciones operativas y la financiación federal" ,todas ellas ya utilizadas de alguna forma, para ampliar la flota de pabellón estadounidense. Del mismo modo, en una reciente mesa redonda del Congreso sobre el transporte marítimo y la construcción naval en Estados Unidos, los representantes de la industria y los trabajadores propusieron ideas que iban poco más allá de los incentivos fiscales y los nuevos requisitos para que los cargadores utilicen buques de pabellón estadounidense.

Mientras tanto, en el ámbito de la construcción naval, Kelly y Waltz hablaron en julio en el podcast War on the Rocks de un gasto federal no especificado, de "zonas de oportunidad" para los astilleros y de reformas de los permisos y la normativa medioambiental para rejuvenecer la industria nacional. Aunque algunas de estas ideas podrían ser útiles, es poco probable que estos ajustes políticos reviertan la suerte de una industria cuya falta de competitividad internacional se remonta al menos a 150 años atrás. En otras palabras, la gran mayoría de las soluciones que se proponen en la actualidad se basan en programas y paradigmas ya existentes o sólo ofrecen pequeñas mejoras.

Sin embargo, para enderezar el rumbo de la política económica se necesita un pensamiento nuevo y audaz. Los cambios marginales en la política del statu quo sólo producirán cambios marginales en los resultados del statu quo. Dada la grave situación actual, todas las opciones deben estar sobre la mesa. Las medidas actualmente en estudio no bastarán para que Estados Unidos salga de su letargo marítimo.

Hacia una nueva visión marítima

Un pensamiento audaz implica la voluntad de reexaminar todos los elementos de la política marítima estadounidense, incluidos algunos considerados sagrados. Dada la profundidad y magnitud de los problemas actuales, nada debería considerarse fuera de la mesa. Con ese espíritu se ofrecen las siguientes sugerencias para su consideración.

Actualizar la Ley Jones

Ampliamente considerada como la base de la política marítima estadounidense, muchos de los problemas más arraigados de la industria marítima estadounidense se deben a las disposiciones de esta ley obsoleta. Aprobada en 1920 pero con pocos cambios con respecto a sus antecedentes de principios del siglo XIX, la Ley Jones es casi totalmente inadecuada para las realidades marítimas del siglo XXI.

Especialmente desfasado es el requisito de la ley de que los buques utilizados en el comercio intraestadounidense se construyan en astilleros nacionales, un requisito que no impone ningún otro país. Independientemente de sus nocivos efectos económicos, el mandato de construcción estadounidense fracasa por completo desde una perspectiva puramente de seguridad nacional. La producción de la construcción naval comercial roza la insignificancia, y a veces pasan años sin que se entregue un solo gran buque mercante oceánico.

A cambio de esta escasa producción, la flota nacional se hace más pequeña, más vieja y menos capaz de lo que sería de otro modo debido a unos costos de capital aplastantes sin parangón en el mundo. Es una ganga que tiene poco sentido, sobre todo teniendo en cuenta la fuerte dependencia de los astilleros estadounidenses de piezas y componentes importados –con frecuencia de China– para los pocos grandes buques construidos en el país. Cualquier idea de que los elevados costos de la Ley Jones otorgan al país una capacidad de construcción naval libre de la dependencia extranjera es ilusoria.

Además de su requisito de construcción, la restricción de la Ley Jones a los marineros extranjeros –limitada a los residentes extranjeros permanentes que no representen más del 25% de la tripulación sin licencia de un buque– también está madura para su reevaluación (una idea ya abordada por algunos en la industria marítima nacional), especialmente en un momento de escasez de tripulación. El límite que impone la ley a la propiedad extranjera también exige una revisión, dado su efecto disuasorio sobre la inversión y las dificultades prácticas para su aplicación.

La Ley Jones no se basa en verdades inmutables, sino en las condiciones de una época pasada. Bien entendidas, muchas de sus prohibiciones equivalen a un embargo autoimpuesto que beneficia a los adversarios de Estados Unidos al separar al país de las capacidades y conocimientos técnicos de sus aliados.

Aunque algunas voces, como las de Kelly y Waltz, sostienen que la Ley Jones no debería revisarse porque garantiza el acceso a los buques en caso de guerra o emergencia nacional (una afirmación quizás más arraigada en la teoría que en la realidad), se trata de un planteamiento totalmente equivocado. La cuestión no debería ser si la Ley Jones proporciona algunos niveles de minimis de transporte marítimo (y construcción naval), sino más bien si crea estos recursos de manera eficiente y en cantidades suficientes. La respuesta es un rotundo "no". Si hoy se escribiera la política marítima desde cero, pocos llegarían a la Ley Jones como medio óptimo para atender las necesidades de seguridad nacional de Estados Unidos.

Eliminar las leyes de preferencia de carga

Debido a sus elevados costos de explotación (aproximadamente 7 millones de dólares más al año que los de los buques equivalentes de pabellón internacional) y a la consiguiente falta de competitividad, los buques de pabellón estadounidense dependen en gran medida de las leyes que obligan a su uso para la carga impulsada por el gobierno. Este es un enfoque profundamente erróneo para promover una flota de pabellón estadounidense.

El daño infligido por la preferencia de carga es al menos doble. En primer lugar, exigir el uso de estos buques impone elevados costos al ejército –que ya ha expresado en el pasado su preocupación por la carga financiera que supone el transporte marítimo de pabellón estadounidense– y a las agencias gubernamentales civiles sujetas a las leyes de preferencia de carga. En segundo lugar, el acceso a la carga obligatoria desincentiva el control de costos, socavando así la competitividad que debería sustentar el transporte marítimo comercial de pabellón estadounidense.

Los programas de subvenciones marítimas específicas deben ser directos y transparentes, con importes en dólares claros que permitan realizar los análisis de costos y beneficios esenciales para una buena política pública. Como se reconoce desde hace tiempo, la preferencia de carga es lo contrario de esto.

Reformar (y posiblemente ampliar) los programas de subvenciones

Un método superior a las subvenciones indirectas son las ayudas más directas, como el Programa de Seguridad Marítima y el Programa de Seguridad de Buques Cisterna. Cada programa proporciona un estipendio anual a los buques participantes a cambio de que el Departamento de Defensa les garantice el acceso durante conflictos armados o emergencias nacionales. Los costos y beneficios son visibles y fácilmente cuantificables.

Aunque el concepto es sólido, estos programas deberían reformarse estableciendo un sistema de licitación para garantizar que el estipendio –fijado actualmente por ley– se ajuste a las condiciones del mercado e incentive el control de costos. Además, la financiación de estos programas y las determinaciones sobre su tamaño –que reflejen las necesidades percibidas de transporte marítimo– deberían proceder del Departamento de Defensa.

Si los funcionarios de defensa consideran que el transporte actual es inadecuado, podría ampliarse el número de buques participantes (idealmente financiados con los ahorros obtenidos de la interrupción de la preferencia de carga).

Establecer un segundo registro de buques

Los buques comerciales que se registran bajo pabellón estadounidense no son competitivos a escala internacional debido, en gran medida, a los numerosos requisitos que deben cumplir, como el empleo de marineros estadounidenses, el pago de impuestos estadounidenses (por ejemplo, impuestos sobre nóminas y un arancel del 50% sobre las reparaciones de buques realizadas en el extranjero) y la sujeción a la legislación estadounidense (incluida la posibilidad de interponer demandas por daños personales, lo que eleva los costos de los seguros de los buques). Una forma sencilla de ampliar el tamaño de la flota con pabellón estadounidense sería establecer un segundo registro de buques similar a los de DinamarcaAlemaniaNoruega y otros países, con condiciones menos onerosas. Este nuevo registro podría distinguirse del registro estadounidense heredado ofreciendo un impuesto sobre el tonelaje competitivo y relajando el requisito de ser ciudadano estadounidense (que podría aplicarse sólo a los puestos de oficial superior, o eliminarse y sustituirse por un generoso crédito fiscal para las empresas que contraten a ciudadanos estadounidenses).

Aunque se beneficiarían de muchos de los privilegios del abanderamiento estadounidense, como la protección de la Armada, estos buques no podrían optar al comercio de cabotaje ni participar en los programas de subvención estadounidenses vinculados a las necesidades de transporte marítimo.

Actualizar las restricciones al uso militar de astilleros extranjeros

Aunque es importante preservar una base industrial de construcción naval controlada por Estados Unidos para construir buques de la Armada y de la Guardia Costera, estas consideraciones deben sopesarse frente a las ventajas de construir y reparar buques a tiempo y de forma rentable. Satisfacer las necesidades de la construcción naval militar exige que el equilibrio entre estas dos consideraciones –que actualmente se inclinan casi totalmente hacia la primera a través deestatutos proteccionistas– sea más equilibrado.

Afortunadamente, los congresistas y el Secretario de Marina reconocen cada vez más la necesidad de que Estados Unidos aproveche las capacidades de construcción y reparación naval de sus aliados, que son abundantes y competitivas. De hecho, la Comisión sobre la Estrategia de Defensa Nacional ha pedido recientemente que se amplíe el uso de estos astilleros para cubrir las necesidades de mantenimiento y construcción naval.

No se trata de abogar por la externalización al por mayor, sino de reconocer que, para algunos buques y en determinadas circunstancias, el ahorro de costos y tiempo que suponen la construcción y el mantenimiento aliados es de tal magnitud que pesa más que otras consideraciones. Entre los candidatos a este tipo de tratamiento se encuentran la desastrosa adquisición del Polar Security Cutter, así como los buques de apoyo a los no combatientes y de transporte marítimo, cuya construcción en el extranjero ofrece mayor calidad, plazos más rápidos y un ahorro de costos espectacular, lo que no es poco en una época de déficits presupuestarios récord.

El camino por recorrer

Estas propuestas no constituyen una lista exhaustiva de las que merecen ser examinadas. Otros temas, como la reforma de las leyes medioambientales que obstaculizan el desarrollo de los astilleros y la creación de una Reserva de la Marina Mercante para hacer frente a las preocupaciones sobre el número de marinos y su fiabilidad, también merecen una estrategia. Pero deberían ser complementos de la reforma en lugar de sus piezas centrales. Rediseñar los principales pilares de la política marítima de Estados Unidos para que se ajusten a las realidades modernas debería estar a la vanguardia de la modernización.

La verdadera defensa de la reforma marítima no es para los débiles de corazón. Las protecciones y políticas cuya reforma se pone de relieve han acumulado un conjunto de poderosos grupos de intereses especiales dispuestos a dedicar considerables recursos a su preservación. Pero enfrentarse a ellos es lo que se requiere para elaborar una política marítima que satisfaga las necesidades económicas y de seguridad nacional de Estados Unidos. El planteamiento más sencillo sería continuar con las políticas que han conducido al pésimo statu quo –o peor aún, reforzarlas aún más–, pero el destino indigente de ese camino ya se conoce. El futuro marítimo del país depende de una ruptura decisiva con su fracasado enfoque heredado.

Este artículo fue publicado originalmente en War On The Rocks (Estados Unidos) el 6 de septiembre de 2024.