¿Qué quiere Estados Unidos en Ucrania?
Emma Ashford, Joshua Shifrinson y Stephen Wertheim sostienen que la administración de Biden debería reconocer públicamente que los intereses ucranianos y estadounidenses no son idénticos y que el objetivo declarado por Kiev de liberar cada centímetro de territorio ucraniano no es realista.
Por Emma Ashford, Joshua Shifrinson, y Stephen Wertheim
El Congreso ha aprobado finalmente unos 61.000 millones de dólares en nuevas ayudas a Ucrania, y algo extraño ha sucedido: Se ha vuelto a hablar de victoria ucraniana en Washington. Es un giro sorprendente. Durante los últimos meses, la Casa Blanca y otros organismos han advertido de que, si no recibían ayuda, las líneas ucranianas podrían derrumbarse y las tropas rusas podrían volver a asaltar Kiev. Pero ahora que se ha evitado lo peor, las miras están más altas. El gobierno de Joe Biden está trabajando para reforzar las fuerzas armadas ucranianas durante un periodo de 10 años, con un costo probable de cientos de miles de millones de dólares, mientras que el Consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, sugirió que Ucrania organizaría otra contraofensiva en 2025.
Este optimismo está fuera de lugar. El nuevo proyecto de ley bien puede representar el último gran paquete que Estados Unidos envíe a Ucrania. Como señaló el analista geopolítico Ian Bremmer, "que Estados Unidos siga enviando a Ucrania [60.000] millones de dólares de ayuda año tras año [es] poco realista gane quien gane la presidencia". La ayuda actual contribuirá sobre todo a situar a Ucrania en una mejor posición para futuras negociaciones. Paliará la escasez de municiones y armamento, haciendo menos probable que las fuerzas ucranianas pierdan más terreno en los próximos meses. Sin embargo, Ucrania sigue enfrentándose a otros retos: fortificaciones insuficientes, una enorme escasez de mano de obra y un ejército ruso sorprendentemente resistente. En conjunto, Ucrania sigue siendo la parte más débil; la ayuda occidental no ha alterado esa realidad.
La Casa Blanca presentó el suplemento como una opción de todo o nada: aprobar miles de millones en financiamiento o ver cómo Ucrania se hunde. Esta retórica tiene ecos inquietantes de las guerras de Vietnam a Afganistán, en las que Estados Unidos siguió invirtiendo recursos en causas perdidas, al menos en parte porque ningún dirigente estadounidense quería ser considerado responsable en el momento final del fracaso. A lo largo del debate sobre la ayuda a Ucrania, quedaron sin respuesta preguntas clave: ¿Qué pretende conseguir Estados Unidos en Ucrania, dado que la victoria total no es factible? ¿Qué está dispuesto a arriesgar y gastar para conseguirlo? Estas preguntas incómodas están siendo dejadas para más adelante. Pero si Washington no se enfrenta a ellas, puede acabar de nuevo en la misma posición el año que viene, o peor.
La cuestión del final del juego en Ucrania siempre ha sido delicada. Los politólogos han señalado con frecuencia que cualquier final a esta guerra incluirá una negociación diplomática. Algunos llegan a la conclusión de que si la negociación es inevitable, las conversaciones deben comenzar cuanto antes. Otros sostienen que Ucrania debe mejorar su posición en el campo de batalla antes de negociar. El gobierno de Kiev sostiene que Rusia debe ser expulsada completamente de Ucrania, incluida Crimea, antes de que puedan iniciarse las conversaciones. Algunos incluso sostienen que el cambio de régimen en Moscú es una condición previa para la paz.
El punto medio del debate en Washington, que parece incluir a altos cargos de la administración Biden, se sitúa entre estos extremos: esperar grandes avances ucranianos, evitar la escalada y reconocer en privado o de forma anónima que las cuentas no están a favor de Kiev. La Casa Blanca está en lo cierto al afirmar que la ayuda debe diseñarse para situar a los ucranianos en una posición negociadora fuerte. Pero esto plantea otras cuestiones: ¿Cómo determinar cuándo ha llegado el momento de negociar? Si Ucrania sigue luchando sin hablar, ¿mejorará o disminuirá su poder de negociación?
El cálculo también se complica por la confusión sobre lo que Estados Unidos intenta conseguir en Ucrania. Algunos hacen hincapié en principios amplios y universales como la defensa de la democracia o la protección del orden internacional. Son objetivos loables, pero es plausible que produzcan conclusiones opuestas: o bien que los principios universales ya se han defendido adecuadamente –el alto precio que ha pagado Rusia podría disuadir a futuros agresores– o bien que Ucrania debe conseguir una victoria definitiva.
En cambio, los analistas más duros sostienen que el principal objetivo de Estados Unidos al armar a Ucrania es desangrar a Rusia. Mantener el flujo de armas occidentales, argumentan, permite a Occidente disminuir las capacidades militares de Rusia a un costo razonable. Sin embargo, como objetivo, debilitar a Rusia no ofrece ningún final, e implica un compromiso de guerra a largo plazo y semi-permanente. Dada la capacidad de Rusia para reconstituir sus fuerzas, ni siquiera está claro que Occidente esté teniendo éxito en este frente.
Un último grupo ofrece objetivos más concretos: permitir a Ucrania recuperar trozos específicos de territorio para proteger su viabilidad económica como Estado soberano, o impedir que Rusia se apodere de Odesa y otros lugares valiosos. Pero aunque se trata de objetivos más específicos, no existe consenso sobre ellos en las capitales occidentales y hay poca voluntad de impulsar negociaciones de paz una vez alcanzados.
Tal vez por eso los funcionarios de la Casa Blanca vuelven tan a menudo a la formulación de que la ayuda occidental pretende simplemente situar a Ucrania en la mejor posición posible en la mesa de negociaciones. Decir esto no requiere tomar decisiones difíciles sobre el territorio que Ucrania necesita recuperar ni considerar durante cuánto tiempo debe continuar la ayuda occidental. También elude la cuestión de la futura orientación de Ucrania –¿entrará en la UE o en la OTAN?–, que puede tener que resolverse para poner fin a la guerra.
En resumen, el planteamiento actual es una evasiva estratégica. Su principal ventaja es disimular las diferencias entre los partidarios de Ucrania. El riesgo es que la guerra pase a engrosar las filas de las guerras eternas y termine de una de estas tres maneras: con una derrota, en peores condiciones de las que se podrían haber obtenido antes, o en las mismas condiciones con un mayor costo humano y financiero.
La "guerra eterna" se convirtió en un eslogan en la última década, utilizado por los activistas para describir los despliegues estadounidenses en el extranjero, aparentemente interminables, en guerras complejas desde Afganistán hasta Siria y Níger. Como todos los eslóganes, el término era impreciso, pero transmitía con nitidez el problema de librar conflictos sin fin con el objetivo de una victoria absoluta e inalcanzable.
El conflicto de Ucrania no debe compararse directamente con las guerras de Afganistán e Irak: No hay tropas estadounidenses en combate, y el gobierno de Ucrania está luchando contra una invasión ilegal. Sin embargo, existen paralelismos. Una vez que fracasó el aumento de tropas en Afganistán, el debate enfrentó a quienes sostenían que el conflicto no podía ganarse y a quienes sostenían que podía mantenerse indefinidamente a un costo suficientemente bajo. Los debates actuales sobre Ucrania han empezado a tender en esa dirección. El senador Mitch McConnell, entre otros, ha argumentado que ayudar a Ucrania es una ganga en términos de defensa y devuelve dinero a la economía estadounidense.
El vínculo común entre Ucrania y las pasadas guerras eternas es, por tanto, la forma en que se elude o estigmatiza el auténtico debate estratégico. A los legisladores y responsables políticos les resulta más fácil mantener el esfuerzo bélico presentando una sucesión de opciones de todo o nada que mirar hacia delante y sopesar alternativas realistas.
Los partidarios de la retirada o de la escalada llenan el vacío dejado por unos objetivos mal definidos o inalcanzables. Los primeros han conseguido mantener la ayuda estadounidense durante más de seis meses. El segundo bando, mientras tanto, está ascendiendo. Al fin y al cabo, si la trayectoria actual es desfavorable y se descarta la adopción de objetivos más limitados, los responsables políticos buscarán la otra solución lógica: la de ampliar la implicación en el conflicto.
Occidente, al igual que Rusia, ha intensificado gradualmente su implicación en los dos últimos años. Desde el comienzo de la invasión a gran escala, Ucrania y sus partidarios occidentales han presionado para conseguir armas cada vez más avanzadas. De los vehículos de apoyo a los tanques, de la artillería tubular a los ATACMS, el ciclo ha sido constante: en cuanto la Casa Blanca aprobaba un sistema, aumentaba la presión para suministrar el siguiente. En Europa se produjo una tendencia similar. Sin embargo, con el tercer año de conflicto en marcha, el agotamiento tecnológico está imponiendo un límite superior a esta tendencia. En muchas zonas, ya no hay "próximo sistema" que enviar.
Esta dinámica ayuda a explicar el reciente debate sobre formas más intensivas de implicación. La semana pasada, el ministro británico de Asuntos Exteriores, David Cameron, dijo a los periodistas que Ucrania podría utilizar armas proporcionadas por Gran Bretaña para atacar objetivos dentro de Rusia. El presidente francés Emmanuel Macron renovó su reciente sugerencia de que podría enviar tropas a Ucrania para servir en funciones detrás de las líneas. Cada una de estas fue una propuesta claramente escaladora que incluso hace seis meses no habría sucedido. El lunes, citando las declaraciones británica y francesa, Rusia anunció que realizaría simulacros para practicar el uso de armas nucleares tácticas en el campo de batalla.
Otra propuesta, que al parecer el Departamento de Defensa está considerando de alguna forma, es enviar un mayor número de asesores militares estadounidenses a Ucrania para proporcionar apoyo de mantenimiento, entrenamiento y asesoramiento táctico. Esto también se presenta como un paso intermedio entre el statu quo y entrar directamente en el conflicto. Pero también es peligroso, pues crea la posibilidad de un conflicto directo con las fuerzas rusas en caso de que los asesores resulten muertos o heridos. Rusia, por su parte, puede considerar la medida como precursora de una mayor implicación occidental y escalar a su vez. La experiencia de la guerra de Vietnam –en la que los asesores resultaron ser un trampolín hacia el combate– debería servir de advertencia.
Por supuesto, la intención de los recientes llamamientos a una mayor implicación occidental es mejorar el equilibrio de poder entre Ucrania y Rusia. Pero si la enorme inyección de tecnología occidental de los dos últimos años no ha resuelto la debilidad de Ucrania frente a Rusia, ni los asesores ni el apoyo entre líneas cambiarán probablemente esta dinámica.
A pesar de todos los esfuerzos realizados por la administración Biden para ayudar a Ucrania, también ha puesto el piloto automático en la estrategia estadounidense. No parece haber más plan que intentar que el dinero siga fluyendo –la nueva ayuda podría durar tan sólo seis meses o hasta 18–, lo que funcionará hasta que deje de hacerlo.
En su lugar, la administración debería reconocer públicamente que los intereses ucranianos y estadounidenses no son idénticos y que el objetivo declarado por Kiev de liberar cada centímetro de territorio ucraniano no es realista. Los intereses más importantes de Estados Unidos son salvaguardar la existencia de Ucrania como Estado soberano y evitar un conflicto directo con Rusia. Cada uno de ellos debe tener prioridad sobre la liberación de territorio.
En consecuencia, los dirigentes estadounidenses deben animar e incentivar a Ucrania para que dé prioridad a la defensa sobre la ofensiva, un proceso que ya se está iniciando. Los dos últimos años han demostrado la capacidad de los defensores para contener a unos atacantes motivados y más numerosos; ambos bandos han experimentado avances lentos y ganancias limitadas al enfrentarse a oponentes atrincherados. Washington debería canalizar su ayuda para garantizar que Ucrania pueda protegerse a sí misma, lo que implica más elementos básicos como munición y fortificaciones y menos sistemas ofensivos de alta tecnología como el ATACMS. También debería ayudar a Ucrania a reconstruir su base militar-industrial.
No menos importante, ha llegado el momento de fomentar las negociaciones entre Ucrania y Rusia. Si las fuerzas ucranianas, animadas por las nuevas entregas de ayuda, pueden estabilizar la línea del frente, el verano de 2024 puede resultar una ventana de negociación favorable. Hasta ahora, la administración Biden se ha mostrado cautelosa a la hora de presionar a Ucrania para que negocie, por temor a dar la impresión de que Estados Unidos carece de compromiso. Además, las negociaciones pueden ser lentas, y es posible que Rusia aún no esté dispuesta a participar en serio. Pero la propuesta no se ha puesto a prueba y merece la pena intentarlo, sobre todo porque dejar la decisión en manos de Kiev, al tiempo que se le suministran armas, tiene el efecto perverso de disuadir a Ucrania de dialogar. Ninguna de las partes puede calibrar realmente lo que podría obtener hasta que empiece a hablar con la otra, y las recientes revelaciones sobre negociaciones previas entre Kiev y Moscú sugieren que un acuerdo no es imposible.
Por último, Washington debería apoyarse en sus aliados europeos para que gasten el dinero y hagan los pedidos para equipar a Ucrania. Los compromisos de Estados Unidos pueden flaquear, ya sea por el descontento popular, por un nuevo presidente o por crisis en otras partes del mundo. Moscú también puede rehuir las conversaciones, razonando que la posición de Ucrania no hace más que debilitarse. Para mitigar estas posibilidades, Washington debería trasladar una mayor parte de la carga a los países europeos cuya proximidad a Rusia les otorga un gran interés en el éxito de Ucrania. Estos Estados ya han empezado a dar un paso adelante; la República Checa, por ejemplo, ha encabezado una innovadora iniciativa sobre munición. Pero Europa puede hacer mucho más: aumentar la financiación nacional para la producción de municiones y cohetes, autorizar fondos de emergencia y mejorar las adquisiciones de defensa intercontinentales a través de la Unión Europea, y asumir la carga organizativa de la coordinación de la ayuda.
Esta vez, el Congreso acabó cumpliendo. La próxima vez, puede que no. A ambos lados del Atlántico, los gobiernos deberían prepararse para el agotamiento de la ayuda estadounidense y trabajar para situar a Ucrania sobre una base más estratégica y duradera. Al fin y al cabo, los actuales niveles de ayuda no han bastado para evitar las peores consecuencias, ya sea un avance ruso, un conflicto destructivo eterno o una guerra ampliada. Para evitar esos resultados es necesario abrir ahora el espacio para sopesar las difíciles disyuntivas. No se pueden hacer muchas apuestas de todo o nada hasta que uno se queda sin nada.
Este artículo fue publicado originalmente en Foreign Policy (Estados Unidos) el 8 de mayo de 2024.