Finalmente podemos dejar de pretender que Trump no es proteccionista
Scott Lincicome dice que la re-imposición de los aranceles sobre el aluminio canadiense no se justifican por razones de seguridad nacional ni por la intención de fomentar la industria nacional de aluminio.
Por Scott Lincicome
Los aranceles estadounidenses sobre el aluminio canadiense que el presidente Donald Trump volvió a imponer la semana pasada son una mala idea por muchas razones: perjudican a los productores estadounidenses en medio de una recesión, ya han desatado una represalia por parte de los canadienses, apuñalan un aliado cercano en la espalda, y amplifican la incertidumbre durante tiempos inciertos. Los aranceles, sin embargo, tienen algo de positivo: finalmente deberían matar el mito de que el presidente Trump es cualquier otra cosa menos que un proteccionista.
Dadas las opiniones desde hace mucho sostenidas por el presidente y considerando varias medidas anti-comercio, a usted podría perdonársele pensar que este debate ha sido ya decidido. No obstante, los últimos cuatro años estuvieron repletos de ejemplos de cómo la Casa Blanca y sus aliados fueron a la prensa cada que el presidente impuso nuevos aranceles o amenazó con derribar un acuerdo comercial de EE.UU. para proclamar que eso realmente no era proteccionismo. Para los observadores del comercio y aquellos no dispuestos a ignorar a sus ojos mentirosos, tales afirmaciones siempre fueron difíciles de creer, pero muchas veces gozaron de un viso de ser defendibles dado el contexto en el cual se dieron las acciones del presidente.
Quizás la defensa más común de las medidas comerciales de Trump es que son solo un paso temporal hacia atrás para poder dos pasos hacia un comercio más libre. Trump, verán ustedes, realmente estaba utilizando los aranceles para avanzar una “agenda radical de comercio libre” y los mercados abiertos en China, Canadá, Europa, y otros lugares que tercamente se han mantenido cerrados durante décadas. De hecho, Trump mismo muchas veces ha defendido sus aranceles como una manera exitosa de traer a los países extranjeros “a la mesa” y sellar nuevos acuerdos comerciales, incluyendo el Acuerdo entre EE.UU.-México y Canadá (T-MEC). “Sin los aranceles“, Trump dijo en 2018 acerca del T-MEC y sus aranceles de “seguridad nacional” sobre el acero y el aluminio (y amenazó con otros sobre los productos automotrices), “no estaríamos hablando de un acuerdo, solo para esos bebés ahí afuera que siguen hablando de aranceles”. También alabó “el poder de los aranceles” para abrir mercados, y sus partidarios han señalado con emoción que el T-MEC (modestamente) abre el mercado lácteo de Canadá (no importa que también cierra mercados). Desde la semana pasada, sin embargo, esa excusa se esfumó. El T-MEC, celebrado por el presidente como “el acuerdo comercial más grande, significativo, moderno y equilibrado en la historia”, entró en efecto en julio. Eliminando los aranceles sobre el aluminio (y el acero) de los otros países del T-MEC era un condición clave para la ratificación del acuerdo en el Congreso de EE.UU. y en Canadá y México. Ahora los aranceles han vuelto y también volvió la represalia canadiense (ambas acciones teóricamente permitidas en virtud del acuerdo de 2019 que los eliminó). “Comercio libre radical”, sin duda.
Los nuevos aranceles de Trump también fracasan en torno a otras defensas más comunes, como la de la “seguridad nacional”. Los aranceles originales sobre el acero y el aluminio fueron implementados bajo la ley estadounidense, específicamente la Sección 232 de la Ley de Expansión del Comercio de 1962, la cual permite al presidente tomar acciones en contra de las importaciones que “amenacen con socavar la seguridad nacional” de EE.UU. En ese entonces, los hechos que respaldaron esas decisiones, especialmente respecto del aluminio canadiense, eran dudosas en el mejor de los casos: Canadá es parte de la propia base industrial de defensa de EE.UU., y los mercados de aluminio estadounidense y canadiense estaban altamente integrados debido al TLCAN y a las ventajas comparativas de dichos países. No obstante, la administración de Trump podía al menos decir en ese momento que los aranceles eran necesarios para respaldar a una industria doméstica esencial y para prevenir que los metales chinos ingresen al país a través de Canadá.
Pero el fundamento para dichas afirmaciones desde ese entonces ha desaparecido. Las importaciones de aluminio provenientes de China colapsaron en 2019 como resultado de la imposición en 2018 de nuevos y altos aranceles anti-dumping y compensatorios. Ese mismo año, Canadá implementó nuevas medidas para prevenir el “transbordo” ilegal de tales metales a través de Canadá y hacia EE.UU., y tomó medidas adicionales en 2019, como parte del anteriormente mencionado acuerdo para levantar todos los aranceles estadounidenses. El T-MEC también contiene varias provisiones nuevas con la intención de fortalecer el cumplimiento de la ley frente a dichas violaciones o de fomentar de otra manera la industria norteamericana de aluminio.
Al mismo tiempo, la evidencia se ha ido acumulando de que los aranceles de Trump sobre el aluminio canadiense no solo socavaron al sector manufacturero de EE.UU. debido a los precios más altos y a las represalias canadienses, sino que de hecho perjudicaron a las empresas estadounidenses de aluminio, especialmente —pero no exclusivamente— al productor más grande de la nación Alcoa (que tiene operaciones en ambos países). Incluso la Casa Blanca misma admitió en enero de este año que los aranceles sobre el aluminio causaron un auge de los productos “derivados” del aluminio y no habían logrado sus objetivos: “la utilización de la capacidad en la industria de aluminio ha mejorado, pero todavía está por debajo del objetivo de utilización de capacidad que el Secretario recomendó en su reporte”. Probablemente por estas razones, la decisión de Trump la semana pasada de re-imponer los aranceles sobre el aluminio provocaron una oposición inmediata y ruidosa tanto de la Asociación Nacional de Manufactureros como de la Asociación de Aluminio, las cuales representan a “la gran mayoría de las empresas domésticas de aluminio”.
No incluidas en la “gran mayoría”, por supuesto, están las dos empresas de aluminio estadounidenses, Century Aluminum y Magnitude 7 Metals, que “han cabildeado intensamente para que los aranceles vuelvan a ser impuestos” y desean que los consumidores estadounidenses contribuyan a su bolsillo. Y, ¿por qué sus demandas pesan más que aquellas de la mucho más grande Alcoa, que el resto de la industria estadounidense de aluminio, y todos los demás manufactureros estadounidenses? Bueno, ciertamente no parece ser la seguridad nacional: “dos de las cuatro fundidoras de Century Aluminum están en Kentucky, mientras que Magnitude 7 opera en Missouri, dos estados vitales para la fortuna electoral de Trump”. El accionista más importante de Century, además, es la empresa suiza de comercialización Glencore, cuyo anterior empleado es dueño de Magnitude 7 y es quien “tiene el derecho exclusivo de vender aluminio fabricado en Rusia en EE.UU.” Ah.
Dejando a un lado las teorías de conspiración, simplemente no hay nada aquí que luzca como una urgente amenaza de seguridad nacional que requiera de la re-imposición de dolorosos aranceles sobre las importaciones de un aliado cercano —uno que desde ya ha acordado implementar el acuerdo comercial estrella del presidente y además regular el producto en cuestión. En cambio, esto es simplemente el viejo y simple proteccionismo, y —como con el resto de las políticas comerciales de Trump— es tiempo de que dejemos de pretender que esto es otra cosa.
Este artículo fue publicado originalmente en The Dispatch (EE.UU.) el 12 de agosto de 2020.