Los parásitos
Alfredo Bullard explica que violar los derechos individuales como aquel sobre la propiedad privada por votación de la mayoría no es democrático sino una tiranía de la mayoría sobre el individuo.
Por Alfredo Bullard
Un grupo de 40 alumnos realiza una asamblea de clase. Jorge hace una propuesta: “Mariano es el único de nosotros que tiene carro. Eso no es justo. Por ello, solicito a la asamblea que se someta a votación democrática si el carro de Mariano debe permanecer como un bien de su propiedad o debe ser transferido a toda la clase como un bien común para que todos lo podamos usar”.
Mariano reacciona de inmediato: “¡Pero el carro es mío! ¡Eso no puede ser sometido a votación!”. Las voces de sus compañeros pronto acallan la de Mariano. “Así es la democracia”, dice uno. “Está para proteger el bien común”, complementa otro. “Lo que piensa la mayoría debe prevalecer sobre el interés de la minoría”, concluye un tercero.
Contra la protesta de Mariano, se abre la votación. El resultado es predecible: 39 votos a favor de convertir el carro de Mariano en bien común de todos. Un solo voto en contra (obviamente el de Mariano).
Por supuesto que el lector advertirá que hay algo raro en ese procedimiento “democrático”. En realidad no es democrático. Es simplemente la tiranía de la mayoría. Parte del interés de la mayoría de parasitar el esfuerzo y logros de un individuo del grupo.
No es cierto que la mayoría deba prevalecer sobre la minoría. Esa es una regla acotada a ciertos asuntos vinculados con la esfera pública. En el campo de los derechos individuales, sin embargo, el principio es que los derechos de las personas priman sobre lo que quiera la mayoría. Por eso no se puede torturar a sospechosos de terrorismo a pesar de que la mayoría esté de acuerdo. Por eso no podemos ser privados de nuestros hijos porque el Congreso decida que así va a ser. Y por eso la propiedad de los individuos no puede ser confiscada porque una mayoría quiera usarla como le plazca.
El parasitismo, definido como la apropiación sin compensación del resultado del esfuerzo ajeno, es pan de todos los días en el Gobierno y en el Congreso. Se asume que la legitimidad democrática permite cualquier cosa.
Un ejemplo: hoy se discuten en el Congreso una serie de proyectos de ley dirigidos a obligar a los centros comerciales a no cobrar a los clientes que se estacionen en sus playas y que buscan forzar a quien invirtió en una infraestructura a compartirla gratuitamente. Por supuesto que no es inusual que los centros comerciales no cobren, pero como parte de una decisión de negocios y no como una imposición legal.
Medidas como obligar por ley a un colegio o a una universidad a continuar educando a un alumno así no se pague la pensión que él o su familia se comprometió a pagar fuerza a permitir el uso de recursos por los que no se paga. Y peor aun, obliga a quienes sí pagan sus pensiones a subsidiar a quienes no pagan.
El reciente caso de la canchita y los cines pretende forzar a quien invierte en un cine a no poner límites de cómo se puede ingresar a su propiedad y cómo diseña su negocio.
Cuando el Estado declara, en abierto incumplimiento de las obligaciones contractuales que tiene con los concesionarios, que deben eliminarse peajes con los que el inversionista debía recuperar su inversión, está creando parásitos que usan un servicio sin pagar por su costo.
Cuando un inquilino no paga su alquiler y la ley le permite quedarse en uso de lo que no es suyo está parasitando la propiedad ajena.
Las votaciones en el Congreso o los decretos del Ejecutivo parecen legitimar, bajo un mal entendido principio de la mayoría, lo que no tiene justificación.
En una sociedad de parásitos el éxito es una maldición. Cuando mayores sean los resultados de tu esfuerzo, mayor es la tentación de parasitar esos resultados usando las mayorías democráticas de manera populista. El resultado es el desincentivo del éxito y la privación de derechos legítimamente adquiridos por quienes arriesgan tiempo y esfuerzo en crear algo nuevo.
El esfuerzo y la inversión generan riqueza. Por eso, si uno crea esa riqueza es lógico que pueda definir qué hacer con ella. Por supuesto que quienes no la generaron pensarán que no es justo. Pero para ello deben antes preguntarse qué les da derecho a disfrutar del éxito ajeno. Ese es el inicio de una sociedad regida por la mediocridad.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 7 de abril de 2018.