Humalismo y legitimidad
Enrique Ghersi describe lo que considera que fue un modelo nuevo de golpe, que habría sido estrenado por Alberto Fujimori en el Perú en 1992 y copiado por posteriormente por Chávez en Venezuela.
Por Enrique Ghersi
El repentino ascenso de la candidatura de Ollanta Humala es un fenómeno estrictamente político vinculado con la crisis de legitimidad existente. No tiene nada que ver con la informalidad ni con la protesta social contra determinadas políticas económicas, como generalmente se pretende sostener.
En un sistema político, la legitimidad puede tener dos orígenes. La legitimidad democrática, que es la que se produce mediante el proceso electoral y el cumplimiento de ciertos procedimientos. Y la legitimidad tradicional, que es la que resulta de la experiencia social y adquiere relevancia por su repetición histórica. La primera es un proceso ordenado que resulta de los comicios. La segunda es un proceso de facto y resulta de determinadas condiciones sociales y decisiones individuales.
La legitimidad democrática se rompió en el Perú cuando Alberto Fujimori disolvió el Congreso el 5 de abril de 1992. El gran respaldo popular que recibió el autogolpe produjo un regreso a la legitimidad tradicional. Se pasó de la lógica electoral a la lógica de la montonera: si quieres gobernar, tienes que sacar al anterior.
Curiosamente, la primera víctima del proceso fue el propio Alberto Fujimori, a quien Toledo terminó sacando, mediante la Marcha de los Cuatro Suyos. A su turno, éste ha sido víctima del mismo producto, pues tuvo que soportar varios intentos de vacarlo en el cargo.
De regreso al principio de legitimidad tradicional, el gran beneficiario es el comandante Humala, quien con el gesto de rebelión contra Alberto Fujimori en Moquegua, en las postrimerías de su gobierno, adquirió la legitimidad política necesaria para optar por la candidatura presidencial en base a haber intentado sacar a su antecesor.
La ruptura de la institucionalidad en el mercado político peruano es antigua. Podríamos atrevernos a ubicarla en el motín de Aznapuquio, a finales del Virreinato. En efecto, en el motín de Aznapuquio un grupo de generales realistas, liberales y de filiación masónica, deponen a un virrey ultramontano que pretendía encargar a la Inquisición vigilar a sus propios oficiales. Así, La Serna depuso a Pezuela y echó por tierra la institucionalidad legal vigente durante los 300 años de colonia española. A partir de entonces, quien quería ser gobernante tenía que tener y demostrar el coraje necesario para deponer a su antecesor.
Esa es la historia de la sucesión de liderazgos y constituciones que caracterizaron a la sociedad peruana del siglo XIX. La lenta evolución del Estado de derecho comenzó por desplazar a la legitimidad tradicional como parte de la autoridad y a reemplazarla por la legitimidad democrática. La injustamente denominada República Aristocrática y la democracia reinstaurada después de 1980 y hasta 1992, han sido, tal vez, los ejemplos más extensos de procesos de legitimidad democrática de nuestra historia. Lamentablemente, desde el autogolpe del 92, se ha roto ese principio y hemos regresado a la legitimidad tradicional.
Hay una diferencia, sin embargo, entre la legitimidad tradicional de antaño y la de hogaño. En el siglo XIX, y aun en el siglo XX, siendo el golpe de Estado o la revolución fines aceptables de hacerse con el poder, la legitimidad tradicional tenía que culminarse con la efectiva deposición del gobernante anterior y la captura del poder. Hoy en día, eso no es necesario. Basta el gesto. Basta el intento. No es necesario que haya una reclamación efectiva ni que se saque al gobernante. Lo que el mercado exige es que quien quiera gobernar lo demuestre intentando deponer al anterior. Que deje claro que está dispuesto a ejercer el poder.
En este contexto, es indispensable advertir el carácter del fenómeno para que los políticos democráticos puedan entender que está en juego mucho más que una mera elección de personas. Lo que se decide es la forma en que se ejercerá el poder: limitado por leyes y normas o ilimitado en base al puro carisma personal. O, dicho de otra manera, se decide entre la libertad y el autoritarismo.
Este artículo fue publicado originalmente en el Correo de Perú.