No, la ley de $3,5 billones no tiene “costo cero”

Ryan Bourne señala que muchas personas están ignorando un concepto económico básico como el costo real del gasto público, que no equivale al impacto sobre el déficit federal.

Por Ryan Bourne

Los economistas estamos acostumbrados a que nuestros términos sean corrompidos por los políticos. En las bocas de los presidentes y el congreso, la “inversión” es ampliamente utilizada como un sinónimo de “gasto”. La “infraestructura” hoy aparentemente significa cualquier política social que los demócratas piensan que vale la pena. Un impuesto sobre el carbono recientemente fue apodado por la vocera de la Casa Blanca Jen Psaki como una “tasa al contaminador corporativo”. En la muestra más sinvergüenza de la toma del diccionario, el Presidente Biden, Nancy Pelosi, Ron Klain, y Psaki ha intentado repetidas veces de redefinir lo que nosotros entendemos por el “costo” de la ley de reconciliación —diciendo que una ley de $3.5 billones (“trillions” en inglés) de hecho cuesta “cero” dólares porque está totalmente financiado con aumentos de impuestos.  

Los demócratas están diciendo, en esencia, que el “costo” del paquete completo de gasto y de las alzas de impuestos es su impacto neto sobre el déficit en el presupuesto federal. Si un recorte neto de impuestos es de $900.000 millones pero hay provisiones que compensan elevando los ingresos en $300.000 millones, algunos decimos que el “costo” neto para la Tesorería de EE.UU. en ingresos perdidos es de $600.000 millones. Entonces, ellos sostienen, si hay un paquete de gasto de $3,5 billones y $3,5 billones recolectados en ingresos para pagar por este, ¿acaso no es el “costo neto” equivalente del paquete “cero dólares”?

Ese argumento, o sus números, han convencido a muchos periodistas. En un “chequeo de datos”, Glenn Kessler del Washington Post ha cuestionado las afirmaciones de Biden acerca de cuál será el impacto sobre el déficit. Algunos modelos de Penn Wharton han sugerido que el paquete de gasto e ingresos combinados resultarían en un incremento del endeudamiento público de $1,75 billones durante los próximos años, dice Kessler. Pero mientras que Kessler correctamente cuestionó si la ley de reconciliación realmente era neutral para el déficit, él no cuestionó al presidente acerca de si el impacto sobre el déficit realmente representaba el “costo” de la ley. 

Cualquiera que alguna vez haya comprado cualquier cosa sabe que el “costo” de algo no es el efecto neto sobre su balance de deuda. Si usted compró $85 dólares en alimentos y pagó desde su cuenta de débito, usted no diría que el costo de la compra fue cero. Si usted gasta $85 en alimentos, esos son $85 dólares menos que tiene para invertir o para gastar en el cine o en restaurantes. Claramente, ese costo fuera de su bolsillo es real para usted —es una medición razonable del valor monetario de lo que usted está sacrificando para realizar la compra. 

De la misma manera, la ley de reconciliación de $3,5 billones tiene un costo de etiqueta de $3,5 billones para el sector privado de la economía. Aquellos fondos deben ser financiados, ya sea mediante impuestos o endeudamiento, lo cual a largo plazo es simplemente una tributación diferida. Este “costo” será todavía mayor si algunos de los programas son extendidos de manera permanente. Entonces, mientras que la cuestión de quién soporta el costo es complicada —potencialmente incorporando tanto a los contribuyentes actuales y futuros— nadie debería decir que esta es una ley con cero costos. Tendrá un gran costo para el sector productivo de la economía estadounidense, de hecho, porque aumenta significativamente el consumo estatal de los recursos privados. 

El “costo” económico preciso e integral del paquete al sector privado es algo más complejo de calcular y probablemente será distinto a su “valor de etiqueta”. Esto es así porque el verdadero costo es el “costo de oportunidad” de este gasto estatal para el sector privado —el mejor uso alternativo de los fondos sacrificados como resultado del gasto en este paquete, la redistribución, y los incrementos de impuestos que lo financien. Para evaluar esto, necesitaríamos descifrar el impacto más amplio de los programas sobre la producción económica.

Cuando el dinero es canalizado hacia las inversiones de cambio climático, que consume fondos, trabajadores y máquinas que podrían haber sido utilizados en otra parte, tal vez con mayores retornos dada la evidencia acerca de los fiascos del pasado con la infraestructura federal. Mientras que el gasto en programas sociales transfiere dinero de algunos contribuyentes a otras personas —implicando ningún costo adicional al sector privado— este requiere de desembolsos administrativos para gestionar y crear desalientos al trabajo que, nuevamente, podrían reducir la producción años tras año. 

De hecho, algunas de las provisiones para obtener más ingresos incluidas en el paquete, como el aumento de los impuestos corporativos, son vistos como algo que perjudica particularmente la producción económica, debido a su impacto perjudicial sobre las inversiones. Este es un claro ejemplo de cómo algo puede aparecer como un supuesto mitigador del “costo” para el déficit, cuando de hecho impone costos muy reales sobre la economía.

Los economistas, entonces, podrían estar en desacuerdo acerca del “costo” económico preciso e integral de esta agenda, dadas las incertidumbres y disputas acerca de los impactos totales de sus programas. Estarían de acuerdo, no obstante, acerca de que el costo para el sector privado es importante y ciertamente no es “cero”.

Cuando Psaki utilizó por primera vez la frase de “costo cero”, de hecho, pensé que era tan impactante —un mal uso tan flagrante de una terminología tan ampliamente comprendida— que le resultaría contraproducente a la administración. Los economistas profesionales seguramente todos se apresurarían a las barricadas para defender este concepto económico básico (y, para estar claros, algunos académicos de tendencia de izquierda así lo hicieron). 

Pero la respuesta en general fue relativamente silenciosa. El razonamiento de Biden parece estar dominando como una manera de evaluar los costos de la ley. Esto es peligroso para nuestros debates más amplios acerca de las políticas públicas, porque el “costo del estado” para nosotros no es el déficit anual, sino la porción general de la producción que el gasto público consume a cuesta del sector de mercado.

En realidad, estamos viendo que suceden todo tipo de cosas raras en el reportaje de este proceso. La semana pasada, por ejemplo, Jeff Stein del Washington Post habló acerca de cómo la firme oposición de Joe Manchin condujeron a los asesores de la Casa Blanca a contemplar “recortes rigurosos” a la ley. Solo en Washington podría el recorte de un masivo incremento en el gasto público que no se ha implementado todavía ser descrito como algo “riguroso” o como un “recorte”.

Aquí tenemos el cálculo a grandes rasgos. Los modelos de la Tax Foundation y el modelo de Presupuesto de Penn Wharton han sugerido que la recaudación bruta obtenida para “pagar por” esta ley (contando los nuevos créditos tributarios como “gasto”) es probable que agregue entre $2,1 billones y $2,4 billones a las arcas públicas durante la próxima década, implicando (contrario a lo que dice la administración) que el déficit probablemente empeorará. Cuando todo está considerado, el análisis de Penn Wharton sugiere que el paquete integral sumaría $1,75 billones en deuda, antes de considerar los costos en intereses.

Pero el verdadero “costo” del paquete para el sector privado no es el mismo que los efectos sobre el déficit, y debería reflejar el costo total perdido debido a un estado mucho más grande. La visión de Biden sugeriría que incluso una expansión del gasto federal a, digamos, un 80 por ciento del PIB de su arytal nivel de 26,3 por ciento tendría “cero costos”, si la recaudación tributaria aumentara consecuentemente al mismo nivel. Nadie creería eso —dado que es absurdo. Aún así, de alguna manera, el presidente está haciendo parecer que su expansión del estado no tiene costo, y muchas personas inteligentes le están siguiendo la corriente.

Este artículo fue publicado originalmente en The Dispatch (EE.UU.) el 8 de octubre de 2021.