La tragedia americana
Lorenzo Bernaldo de Quirós considera que la América de 2024 se encuentra en una situación muy preocupante por haberse alejado del ideario de los Founding Fathers, cuyo legado ha sido abandonado por los dos grandes partidos, el Demócrata y el Republicano.
Por Lorenzo Bernaldo de Quirós
América es el único país en la historia creado por una idea, la expresada en su Declaración de Independencia: “Sostenemos como evidentes estas verdades que los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Esta ha sido la excepcionalidad americana, el origen de su fortaleza y de su conversión en el símbolo de una doctrina revolucionaria: la de la libertad. A lo largo del tiempo, ese principio encarnado en la democracia liberal y en el capitalismo hizo de Estados Unidos la nación más libre y próspera del mundo, la luminosa ciudad en la colina descrita por Ronald Reagan.
Ahora, eso ha cambiado. Estados Unidos es todavía la mayor potencia mundial pero han perdido o corren el riesgo de perder su alma. No se trata de una pérdida teológica sino de la erosión de los principios sobre los que se sustentó la prodigiosa singularidad norteamericana. Frente al optimismo y la confianza en un futuro de expectativas ilimitadas, la América de 2024 se encuentra en una situación muy preocupante por una sencilla razón: se ha alejado del ideario de los "Founding Fathers". Su legado ha sido abandonado por los dos grandes partidos, el Demócrata y el Republicano. En ambos no queda casi nada de lo que fueron en el pasado.
No es que se hayan adaptado a los tiempos. Se han convertido en las facciones denunciadas por James Madison en El Federalista para las cuales la persecución del "American dream" ha dejado de ser una aventura individual para transformarse en un objetivo al servicio de los intereses colectivos, de los grupos que configuran en la actualidad la base de los dos partidos. Alrededor del movimiento MAGA los republicanos y del Woke los demócratas, la política estadounidense se ha transformado en una batalla entre dos tipos de religiones seculares, dogmáticas y antagónicas, muy alejadas de lo que, con breves intervalos, fue el corazón de la tradición política norteamericana.
En noviembre se celebrarán unas elecciones presidenciales decisivas tanto a efectos internos como globales. Y esos comicios son algo muy parecido a la tesitura definida como la “alternativa del diablo”. Ni los demócratas ni los republicanos de esta hora creen y defienden el Gobierno limitado creado por los Founding Fathers. Unos han acentuado su tendencia histórica a extender cada vez más del poder del Estado; los otros se han transformado en un partido cesarista con su fe puesta en un líder con una evidente vocación autoritaria y salvado por la Providencia de un atentado para acabar con su vida. Entre ambas opciones estatistas se debate quien regirá los destinos de América en los próximos cuatro años.
Los demócratas y los republicanos de esta hora han roto el "melting pot", un crisol de culturas en el que los individuos estaban unidos, con independencia de su raza, de su religión etc, .etc., etc. por una aceptación de la ciudadanía común y por una idea integradora, la de ser americanos. Los primeros han destruido ese ideal con sus políticas identitarias y de discriminación positiva; los segundos, con una concepción nativista y exclusivista de la ciudadanía reflejada en su rechazo de la inmigración contemplada, como sucedió con los irlandeses, con los italianos o con los judíos en el pasado, una amenaza a la identidad cultural de Estados Unidos. América se ha tribalizado gracias a las políticas de los demócratas y de los republicanos durante los últimos años.
Cuando Trump copia el viejo lema de Reagan “Hagamos América grande de nuevo”, su proyecto es radicalmente diferente al del Gran Comunicador. Este no tenía una posición defensiva, sino ofensiva. Creía en una América capacidad de mantener su primacía sin replegarse sobre si misma. Tenía una confianza en sus conciudadanos de la que Trump carece. Por eso, Reagan defendía el libre comercio, no el proteccionismo; era favorable a la inmigración, no a su erradicación; asumía el liderazgo norteamericano en mundo libre, no el aislacionismo etc., etc., etc. Creía que la libertad en todos los campos era la principal fuerza de América tanto dentro del país como en la esfera global. A diferencia de Trump no dudaba de la superioridad moral y de eficiencia de una sociedad libre. Por eso, Trump no es el adalid de un renacimiento de América, sino un símbolo de su decadencia.
Hay quien dice que los desafíos a los que se enfrenta ahora América y, en potencia, un Trump presidente son distintos a los que se enfrentó Reagan y, en consecuencia, el reaganismo es un ideario desfasado. Sin duda los tiempos y los problemas cambian pero no así el ideario para abordarlos. Para Reagan, la fuerza de América residía en la libertad, sintetizada en su célebre máxima “El Estado no es la solución; es el problema”; Trump no piensa eso. Y esta diferencia es fundamental. El republicanismo trumpiano, si así puede llamársele, es el de los años 20 y 30 del siglo pasado, el del cierre de América al exterior cuyas consecuencias fueron una guerra comercial que prolongó la Gran Depresión en Estados Unidos y la extendió al resto del mundo y una política internacional pasiva que hizo posible la emergencia de estados totalitarios y condujo a la Segunda Guerra Mundial.
Por su parte, los demócratas se han transformado en una formación dominada por una izquierda radical cuya filosofía es la impugnación o, para ser precisos, la perversión de los ideales norteamericanos. Ya no se trata sólo de emplear el Estado como un arma para mejorar las condiciones de las capas o de las minorías menos favorecidas al estilo del New Deal de Roosevelt o de la Guerra contra la Pobreza de Johnson, sino de imponer un sistema único de valores incompatible con una sociedad abierta. Nunca, desde finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasado, el partido Demócrata se había radicalizado tanto. Se ha transformado en una coalición de tribus identitarias que representan una América invertebrada, intolerante como la abrazada por sus rivales republicanos, y profundamente anti liberal en el sentido clásico del término.
A priori, los resultados de las elecciones presidenciales en Estados Unidos no llaman al optimismo gane quien gane. El país más poderoso del mundo está mostrando una sorprendente e inédita falta de capacidad para encontrar un Presidente a la altura del país y de los tiempos. Sólo queda esperar que los dioses iluminen a quien sea elegido Presidente.