Esperanza de vida en EE.UU.
Juan Ramón Rallo dice que hay críticas válidas del sistema sanitario estadounidense, pero la baja esperanza de vida no sería una de estas.
Por Juan Ramón Rallo
La esperanza de vida en EE.UU. lleva varios años estancada e incluso en declive: mientras que en 2014 se ubicó en 78,8 años, un trienio después descendió a 78,5 años y en 2019 apenas había repuntado hasta los 78,7 años. No sólo eso: la esperanza de vida en EE.UU. es una de las más bajas del mundo desarrollado. En Japón es de 84,3 años; en Suiza de 83,7 años; en España de 83,4 años y en Francia de 82,5 años (por cierto, la esperanza de vida de Francia también está estancada desde 2014).
Los malos datos de EE.UU. contrastan con otra cifra que también es una anomalía del país pero que cabría esperar que conduzca a un resultado opuesto: el gasto sanitario de EE.UU. ascendió en 2019 (ya antes de la pandemia) al 17% del PIB. Se trata con diferencia del país que más gasta en sanidad de todo el planeta: Suiza (el siguiente en el ranking) destina el 12,1% del PIB, Alemania el 11,6%, Francia el 11,2%, Japón el 11%... y España el 9,3%. EE.UU. gasta mucho y consigue muy poco: un auténtico fiasco.
Y no seré yo quien niegue la ineficiencia del sistema sanitario de EE.UU. debido a la extrema socialización de sus gastos totales (aunque, una vez ajustamos por el nivel de renta disponible neto per capita, el gasto sanitario de EE.UU. deja de ser un outlier y se ajusta más o menos a lo que le correspondería), pero inferir el fracaso de su sistema sanitario a partir de los datos de esperanza de vida –que dependen de muchas otras variables aparte del sistema sanitario– no resulta de recibo.
Máxime cuando acabamos de conocer nuevos datos que ponen en jaque ese tan extendido lugar común: en concreto, Arun Hendi y Jessica Ho acaban de publicar un estudio (“Immigration and improvements in American life expectancy”) que debería poner en jaque ciertos lugares comunes. Así, si el sistema sanitario de EE.UU. fuera tan malo, la esperanza de vida sería igualmente pobre para todos los colectivos sociales que no estuvieran sesgados hacia algún factor que correlacionara positivamente con esa esperanza de vida. Por ejemplo, la población estadounidense que ha nacido en el extranjero (y que emigró a EE.UU. después del nacimiento) comprende a 47 millones de personas: 23 millones de hombres y 24 millones de mujeres. Dentro de esa categoría entran ciudadanos con muy distintas características socioeconómicas y orígenes: inmigrantes de México (el mayor grupo), de la India, de China, o de Centroamérica.
Pues bien, la esperanza de vida de los varones residentes en EE.UU. y que nacieron en el extranjero es de 81,42 años… la mayor esperanza de vida del mundo (por encima de la de los varones suizos, con una esperanza de vida de 80,7 años); a su vez, las mujeres residentes en EE.UU. y que nacieron en el extranjero es de 86 años… la mayor esperanza del planeta (por encima de la de las mujeres japonesas, con una esperanza de vida de 85,98 años). Es decir, que o bien el sistema sanitario estadounidense no funciona tan mal para estos 47 millones de personas o, alternativamente, no es una influencia determinante sobre la esperanza de vida (tampoco sobre la declinante esperanza de vida de la población nativa).
Los problemas de la declinante esperanza de vida entre los nativos estadounidense son otros: el abuso de los opiáceos, estilos de vida poco saludables o la alta criminalidad. Hay críticas válidas contra el sistema sanitario estadounidense: pero la baja esperanza de vida de sus ciudadanos no es una de ellas.
Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 10 de octubre de 2021.