Es hora de suspender la guerra comercial
Colin Grabow sostiene que después de seis años de proteccionismo, Estados Unidos ha conseguido costos más elevados, perdido puestos de trabajo, generado mayor incertidumbre empresarial y desconcertado a sus aliados.
Por Colin Grabow
Tras décadas reduciendo sus barreras a la importación, la política comercial estadounidense se ha desviado de su curso en los últimos años. El proteccionismo, que se inició con la retirada del antiguo presidente Donald Trump del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), se aceleró con la administración Trump con nuevos aranceles a los paneles solares, las lavadoras, el acero y el aluminio, así como a decenas (o cientos) de miles de millones de dólares de productos chinos. El presidente Joe Biden ha respaldado este enfoque manteniendo los aranceles en gran medida intactos, e incluso añadiendo algunos más.
Después de seis años de este proyecto proteccionista, cabe preguntarse qué ha conseguido el país. Aparte de costos más elevados, puestos de trabajo perdidos, mayor incertidumbre empresarial y aliados desconcertados, la respuesta es muy poco. Resulta que las guerras comerciales no son ni buenas ni fáciles de ganar.
Washington debe abandonar este enfoque equivocado y volver a una política que favorezca el libre comercio.
La justificación de Trump para imponer nuevas barreras comerciales era que generarían importantes beneficios, entre ellos frenar las prácticas comerciales desleales de China –una preocupación genuina– y revitalizar industrias clave como la fabricación de acero. Pero no ha sido así. Estos aranceles llevan años en vigor, pero un reciente informe gubernamental admitía que Pekín ha mantenido muchas de las políticas señaladas por Estados Unidos y que sus pocas medidas alentadoras no "representaban una respuesta sistemática y sostenida" a las críticas estadounidenses.
Del mismo modo, el impulso prometido a la producción de acero y aluminio no se ha materializado, y ambos sectores registraron el año pasado una producción menor que cuando se impusieron por primera vez los aranceles.
Mientras que los beneficios prometidos han sido elusivos, los aranceles han conseguido, como era de esperar, infligir daños económicos. El aumento de los costos del acero y el aluminio, por ejemplo, afecta negativamente a las empresas que dependen de estos metales, como los fabricantes y las constructoras. Los aranceles sobre los bienes de consumo importados, por su parte, elevan los costos para las familias estadounidenses y agravan aún más las presiones inflacionistas.
Las medidas de represalia de los socios comerciales de Estados Unidos agravan aún más los daños. Un estudio gubernamental calculó que esas medidas hicieron que solo los agricultores sufrieran más de 27.000 millones de dólares en exportaciones perdidas entre mediados de 2018 y finales de 2019 (lo que llevó a un rescate pagado por todos los estadounidenses).
A eso hay que sumar las oportunidades perdidas por el proteccionismo de Trump y Biden. Por ejemplo, la decisión de Trump de abandonar el TPP supuso dar la espalda al país a un acuerdo que, según un estudio de un think tank, habría aumentado los ingresos de Estados Unidos en 131.000 millones de dólares al año. Hasta ahí llegó esa idea. ¿Y qué otras oportunidades podrían haberse desbloqueado si Estados Unidos no se hubiera mantenido al margen del comercio durante las dos últimas administraciones sin concluir nuevos acuerdos?
Frustrantemente, apenas hacía falta una bola de cristal para prever el fracaso de este abrazo proteccionista. Poco después de que se anunciaran los aranceles de Trump sobre el acero y el aluminio, se preguntó a un panel de economistas sobre sus posibles efectos: ninguno coincidió en que mejorarían el bienestar del país.
Los economistas reconocen desde hace tiempo que el proteccionismo es pura patraña. Simplemente no tiene sentido. Aumentar el costo de los bienes y servicios importados para desincentivar su compra puede mejorar la situación de unas pocas empresas o industrias estadounidenses (normalmente bien conectadas políticamente), pero a costa de todos los demás.
El camino hacia la prosperidad y un nivel de vida más alto pasa por hacer que los productos sean lo más asequibles posible. El proteccionismo hace lo contrario. Hay una razón por la que los embargos económicos que cortan el acceso de un país a productos extranjeros se esgrimen como castigo y no como recompensa.
Más allá de la economía, el proteccionismo tampoco hace ningún favor a Estados Unidos en política exterior. Mientras China ha pasado los últimos años forjando nuevos acuerdos y vínculos comerciales para impulsar su economía y su influencia internacional, Estados Unidos ha alternado casi siempre entre quedarse de brazos cruzados y enemistarse activamente con socios y aliados de larga data, un enfoque extraño en la competencia con Pekín por el liderazgo mundial.
En términos más generales, hace tiempo que se reconoce que la apertura comercial es una importante herramienta para promover el desarrollo y calmar las tensas relaciones internacionales. Los países que prosperan y comercian juntos tienen menos probabilidades de entrar en conflicto entre sí. Sin embargo, la política estadounidense se inclina hacia las barreras comerciales en un mundo en el que no escasean las tensiones geopolíticas.
Sin embargo, la principal razón para romper con el proteccionismo de Trump y Biden es filosófica y moral. El compromiso con el libre intercambio de bienes y servicios está en consonancia con las mejores tradiciones de un país amante de la libertad, cuya Declaración de Independencia clama contra la exclusión del comercio.
La creencia de que la gente debe ser libre de comprar y vender con quien quiera forma parte del ADN estadounidense, y para que el gobierno interfiera en ese comercio debe tener una sólida justificación. La experiencia reciente demuestra que no es así.
Este artículo fue publicado originalmente en The Washington Examiner (Estados Unidos) el 8 de julio de 2024.