El desenfreno
Jaime de Althaus dice que la lucha contra la corrupción no puede ser un cheque en blanco para atropellar los derechos humanos, como el de la presunción de inocencia.
Por Jaime de Althaus Guarderas
Las elecciones congresales han puesto de manifiesto que casi tan fuerte como el movimiento anticorrupción en el país es la demanda por orden y seguridad, esta última en un marco de valores conservadores. Por supuesto que hay otras demandas, vinculadas a necesidades básicas o a exclusión económica o social, pero es posible que esas dos primeras sean las que principalmente organicen el escenario electoral del 2021.
Podemos Perú, el Frepap y UPP –caballo de Troya de Antauro Humala– tienen en común –sea en vertiente secular, religiosa o radical nacionalista– una propuesta explícita o implícita de recuperación del orden perdido y de mano dura contra la delincuencia. Claro que algunos de los medios planteados son tan aterradores como populares –fusilamientos, por ejemplo–, pero otras bancadas también proponen a las Fuerzas Armadas en las calles.
Ambas corrientes se intersectan, por supuesto, pero la primera –anticorrupción– expresa valores posmaterialistas ubicados más arriba en la pirámide de Maslow. Eso mismo hace que su audiencia sea mayor en las clases acomodadas, pero ha logrado impactar en el conjunto de la sociedad debido a la justa repulsión que generaron los audios de Los Cuellos Blancos y a su instrumentación política por Martín Vizcarra en su lucha contra el Congreso, acicateando el antifujimorismo que identifica al fujimorismo con la corrupción, y también debido a procesos fiscales y judiciales que han satisfecho el deseo popular de castigo a los corruptos, pero con prisiones preventivas abusivas a líderes políticos.
El resultado ha sido la destrucción del enemigo, no de la corrupción. El problema entonces para esta corriente en el 2021 es que se ha quedado sin villano contra quién pelear, perdiendo su principal combustible. Aflorarán, por tanto, las necesidades más básicas o la manipulación de la desigualdad.
No obstante, el legado importante del movimiento anticorrupción, encarnado en Vizcarra, deberá ser la reforma institucional (judicial y política), si es que el Congreso complementario logra culminarla. Hay que vigilar que se apruebe y se ejecute bien. Hay que salvarla de sus operadores, y de esta guerra.
Porque es paradójico que los procesos anticorrupción, brazo operativo de esa reforma institucional, que deberían ser pulcros para que la lucha contra la corrupción se fortalezca y no se deslegitime, tengan líderes desenfrenados y pasen por encima de los derechos de los imputados. Lo más reciente ha sido el impedimento de salida al exministro de Economía Miguel Castilla sin que haya podido defenderse, pese a que vive en Washington con sus hijas a las que ya no puede ver. Por supuesto, ya perdió su cargo en el BID.
La lucha anticorrupción no puede ser patente de corso para atropellar derechos humanos, como el de la presunción de inocencia. Eso es justicia plebiscitaria o revolucionaria.
El mayor exceso en todo esto ha sido el mito de que los aportes de campaña son delito, poderosa espada con la que se ha limpiado el terreno de opositores. Del otro lado también se construye el mito de que los fiscales han sido comprados por Odebrecht, y ya han sido denunciados. Nada de esto es sano. Debe ponérsele coto. Ya es hora de que juristas de alto nivel se pronuncien.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 7 de febrero de 2020.