El consenso bi-partidista para destruir la política comercial de EE.UU.

Daniel J. Ikenson indica cómo la administración de Trump se ha desviado marcadamente de la tradicional política de apertura comercial de EE.UU. y los costos que esto implica.

Por Daniel J. Ikenson

El 17 de junio, el Representante Comercial Robert Lighthizer testificó ante los comités de Medios y Recursos del Congreso y el de Finanzas del Senado. Las audiencias fueron presentadas como oportunidades para que el Congreso presente preguntas y airee sus preocupaciones acerca de las acciones y prioridades de la política comercial de la administración de Donald Trump. En cambio, a través de más de siete horas de declaraciones y discusión, los legisladores de ambas cámaras y de ambos partidos confirmaron un acuerdo generalizado con el desempeño de la administración en cuanto a la política comercial. 

¿Cómo explicamos de otra manera la ausencia de preguntas y de resistencia? Con algunas excepciones limitadas, el día consistió de una serie de preguntas suaves por parte de los legisladores, quienes mostraron su sumisión ante Lighthizer, alabándolo por enfocarse en el cumplimiento en lugar de la liberalización del acuerdo entre EE.UU.-México-Canadá, y pareciendo estar totalmente de acuerdo con el enfoque judicial, mercantilista, y de juego de suma cero que ha definido la política comercial en la era de Trump. 

Dada la vuelta en U abrupta de la administración luego de ocho décadas de continuidad en la política comercial a lo largo de 13 presidencias y 42 congresos para tomar acciones que han dejado a los estadounidenses con mucha menos libertad para comerciar y que han debilitado la posición de EE.UU. en el mundo, la ausencia de un serio cuestionamiento y de un desacuerdo sustancial es, cuando no un respaldo, un abandono de su deber. El hecho de que la prensa y otros no han encontrado algo noticioso en este consentimiento por parte del Congreso de la política comercial del presidente o de esta cortesía generalizada entre las ramas del gobierno podría ser todavía mayor confirmación de que estos han sido unos años ajetreados. Solo considere algunas de las acciones comerciales profundamente discutibles de de la administración y dónde estas nos han llevado desde 2017.

En su tercer día en la presidencia, el Presidente Trump retiró a EE.UU. del Acuerdo Trans-Pacífico (TPP) —discutiblemente el acuerdo comercial más importante de una generación— por la razón firme de que el TPP era un logro de la administración Obama. 

Durante los siguientes dos años, Trump impuso aranceles nuevos sobre cerca de $400.000 millones de importaciones, resultando en un aumento de $38.000 millones en impuestos a los importadores, lo que ha sido transmitido a través de las cadenas de suministro, levantó los costos de producción a lo largo del sector de manufacturas y los precios al consumidor en todo el país. Por supuesto, esos aranceles también provocaron la realización por parte de los gobiernos extranjeros en contra de cerca de $200.000 millones de exportaciones estadounidenses, lo cual golpeó particularmente al sector agrícola. Para tratar de limar asperezas con los agricultores, Trump les concedió $28.000 millones de fondos de los contribuyentes y —si le creemos a John Bolton— le rogó a Xi Jinping que compre sus frijoles de soja. 

Mientras tanto, EE.UU. y China han estado enredados en un divorcio que empezó como una guerra comercial pero ha escalado hacia un proceso más amplio de desvinculación económica, financiera, tecnológica y cultural. Si confrontar a China como la administración lo hizo fue una buena idea o no, no hay evidencia de que los arquitectos de ese enfoque tienen —o siquiera consideraron— un plan posible para que EE.UU. tenga éxito en el mundo después del divorcio. 

Un caso puntual es que en medio del desastre con China, la administración se ha esforzado por provocar peleas con la mayor cantidad posible de países, golpeando a los aliados con aranceles de seguridad nacional sobre el acero y el aluminio, amenazando imponer aranceles similares sobre los autos, permitiendo (de hecho, alentando) el abuso general de la legislación anti-dumping para castigar a los productores extranjeros (coreanos especialmente), y retirando preferencias arancelarias concedidas a productos de países pobres . Deberíamos estar cortejando, no perjudicando a estos países.

La administración ha amenazado con frecuencia a los aliados y otros socios comerciales con amenazas de elevar los aranceles y otras sanciones económicas para presionarlos hasta que acepten las demandas de Trump. Por ejemplo, tan solo días antes de la entrada en efecto del T-MEC, la administración empezó a amenazar con re-imponer aranceles sobre el aluminio canadiense y a entablar quejas formales en contra del incumplimiento de México con varios términos del nuevo acuerdo comercial de Norte América. Disputas y más disputas marcan la inauguración del T-MEC. 

Ahora, una guerra comercial con Europa sobre los impuestos digitales, los subsidios a las aeronaves, y otras cuestiones se ven cada vez más probables. Ciertamente, algunas de las políticas de la Unión Europea son problemáticas y requieren de respuestas convincentes y coherentes de política pública, pero la administración de Trump se ha esforzado por demonizar a Europa, incluso llamándola una amenaza superior al sistema comercial que China.

La guerra de atrición de la administración contra la Organización Mundial del Comercio (OMC) no muestra señales de amainar. Al bloquear su capacidad de asignar una adjudicación formal, no lograr participar de manera constructiva en el proceso de debatir las potenciales reformas, y perpetuando mitos para fomentar la antipatía antes de lo que parecían ser posibles votos en ambas cámaras sobre la cuestión de si EE.UU. se retiraba de la OMC (hasta que la vocera del Congreso Nancy Pelosi invocó un privilegio de procedimiento a fines de junio para prevenir una votación sobre la cuestión en este Congreso, algo que podría quedar registrado como la acción más, cuando no la única, pro-comercio que ha tomado este Congreso), EE.UU. se ha convertido en un malhechor internacional bajo la administración de Trump. 

Como si buscar peleas con el resto del mundo no fuera suficiente, la administración continúa burlándose de los poderes que el Congreso cedió de manera errante a la rama ejecutiva, abusando de la legislación comercial aprobada con demasiadas pocas condiciones adjuntas. La administración ha demostrado un desprecio por el Estado de Derecho en su ejercicio de las autoridades contempladas en varios estatutos, como si el querido Congreso fuese a hacer algo al respecto. Pero el Congreso realmente no quiere hacer nada porque la mayoría de sus miembros están perfectamente contentos permitiendo que el presidente tome las decisiones políticamente relevantes acerca de los aranceles, mientras que ellos permanecen de espectadores vitoreando la medida si es popular, y criticándola si no lo es. Eso no es exactamente un perfil dl coraje. 

De manera que, ¿qué tiene para mostrar la administración después de todo su postureo, golpes de pecho, e intimidación? Aproximadamente cero liberalización comercial —no hay acuerdos nuevos que reduzcan significativamente las barreras comerciales— se ha logrado bajo esta administración. El T-MEC puede que tenga éxito, pero esa serie de restricciones y reglas burocráticas nunca pretendió liberalizar el comercio. Ese acuerdo tenía la intención de reducir las importaciones estadounidenses de México y Canadá e incentivar la repatriación de las cadenas de suministro. Esto empobrecerá a EE.UU. El mini-acuerdo con Japón salvó una pequeña porción de los beneficios del TPP, pero en términos netos somos mucho menos libres para comerciar con Japón de lo que hubiéramos sido bajo el TPP. Las revisiones al acuerdo de libre comercio Corea-EE.UU. (KORUS, por sus siglas en inglés), que la administración muestra con orgullo, fueron tan superficiales que el Congreso ni siquiera las tuvo que aprobar. ¿Qué hay de los acuerdos comerciales entre EE.UU. y el Reino Unido y aquel entre EE.UU. y Kenya? Por favor. Ninguno de estos parece que se convertirá en una realidad y en cualquier término significativo durante la administración de Trump. 

Aún así, a pesar de todas estas acciones heterodoxas (e inacciones), las cuales constituyen una destrucción de la política comercial como una herramienta para promover el crecimiento económico y canalizar el poder suave de EE.UU., el Congreso no pudo tener la voluntad de preguntar por qué. 

En las recientes audiencias, no hubo objeciones de importancia; no se cuestionó el razonamiento de la administración; no se repudió el trato desdeñoso del presidente para con sus aliados o la frivolidad de sus aranceles de seguridad nacional; no hubo preguntas acerca del corrupto barullo de exención de aranceles que se condujo desde el Departamento de Comercio de EE.UU.; no se expresó preocupación de que la aversión del presidente por la decencia y su desviación de la historia le han costado a la reputación del país —un activo público que la administración ha despilfarrado deliberadamente. No hubo cejas levantadas acerca de la trivialización por parte de la administración del Estado de Derecho y de afirmar sin pudor la ley de la selva. No hubo llamados de atención por cobrarle impuestos a los negocios estadounidenses con aranceles y redistribuir el botín entre los constituyentes que más probablemente respalden la reelección del presidente. Solo hubo silencio; un contento silencio. 

El fracaso del Congreso de anteponer cualquier resistencia genuina a esta larga lista de acciones abusivas y destructivas del ejecutivo revelan la ineptitud, la cobardía, y/o la complicidad de sus miembros en el retiro de EE.UU. hacia el proteccionismo. Después de todo, el esfuerzo de la administración de re-diseñar la política comercial desde ser una herramienta para fomentar el dinamismo económico y crear oportunidades hacia un escudo que busca proteger a los estadounidenses de lo efectos de ese dinamismo, cosa que ahora muchos republicanos en el Congreso respaldan, desde hace mucho ha sido el objetivo de los Demócratas en el congreso. 

Finalmente, el deseado bi-partidismo ha vuelto a Washington en la forma de una política comercial insular, de mala fe e impulsada por las querellas. No debería sorprender que los políticos coincidan en que las causas de los problemas de EE.UU. se encuentran en el extranjero. Esta es una posición segura. Pero también es peligrosa y equivocada y es muy probable que acelere el aislamiento y el declive del país.

Este artículo fue publicado originalmente en Cato At Liberty (EE.UU.) el 1 de julio de 2020.