El cangrejo esquizofrénico

Alfredo Bullard dice que el Perú pudo crecer de manera sostenida durante casi tres décadas gracias a tres ideas básicas: la responsabilidad y equilibrio macroeconómico, la creencia de que la inversión privada era central y la idea de que el país debía cumplir con sus compromisos.

Por Alfredo Bullard

Hace dos semanas comentaba en esta columna (“Por qué a Vizcarra no le interesa la economía”, 4/8/19) sobre el absoluto desapego de Martín Vizcarra por la institucionalidad, tanto la política como la económica. 

Fue antes que se destaparan los audios sobre la suspensión de la licencia del proyecto Tía María que lo confirman como un cangrejo esquizofrénico que no puede definir si camina para adelante o para atrás. 

Muchos sostuvieron que olvidaba que la indefinición de Vizcarra no era tal, sino que reflejaba su opción por enfrentar la corrupción. Pero Vizcarra es tan cangrejo con la economía como lo es con toda la institucionalidad, incluida la que sirva para enfrentar a la corrupción. 

Estoy seguro de que si lo hubieran grabado hablando sobre su reforma política o su desastrosa reforma del sistema de justicia, hubiéramos encontrado la misma esquizofrenia: la mano derecha no sabe (o no quiere saber) lo que hace la mano izquierda. Bajo el amago de firmeza se oculta una verdadera malagua de propósitos y objetivos. 

Pero Vizcarra es el producto predecible de una institucionalidad regresiva. Por años me preguntaron cómo un país sin institucionalidad (o, más claro, con una institucionalidad malévola) había logrado un crecimiento sostenido de casi tres décadas rompiendo récords nacionales e internacionales de reducción de pobreza.

Tenemos un sistema sin partidos, incapaz de generar una alternancia ordenada en el poder, elecciones con finales no aptos para cardiacos, un Poder Judicial y una Policía corruptos y mediocres, un Congreso plagado de incapaces e inmorales, unos niveles de corrupción normalizada en la que todos terminamos aceptando lo inaceptable y, por supuesto, presidentes como Vizcarra, incapaces de escapar de su cortoplacismo y de dar el salto a convertirse en el estadista que necesitamos. 

Mi respuesta era siempre la misma: consensuamos en todos los gobiernos tres ideas básicas que, con más o menores énfasis, construyeron una institucionalidad económica incipiente pero que fue efectiva: responsabilidad y equilibrio macroeconómico, la creencia de que la inversión privada era central, y la idea de que el Perú debía cumplir sus compromisos. De las tres, hoy solo nos queda la estabilidad macroeconómica. Pero, sin inversión, la estabilidad desaparecerá una vez que los ingresos del Estado no le alcancen para cumplir el ramillete de promesas populistas en el que se ha convertido la política. 

A pesar de una institucionalidad defectuosa, se logró una predictibilidad incipiente que atrajo inversión, garantizada con un Estado con gobernantes débiles, incapaces de construir mucho pero también incapaces de destruir mucho; una especie de libertad económica definida por defecto antes que por clara protección de los derechos individuales y económicos de las personas. 

O en otros términos un Estado de derecho psicodélico y variopinto, llamativo, pero con poco contenido, que abrió algo de espacio para la iniciativa privada

Siempre me sorprendía cómo el crecimiento duró tanto tiempo. Ha llegado el momento para prepararnos para tiempos peores, llenos de cangrejos esquizofrénicos.

Este artículo fue publicado originalmente en Perú 21 (Perú) el 18 de agosto de 2019.