Viva el activismo judicial

Por Clint Bolick

En Estados Unidos, la frase “activismo judicial” tiene hoy connotaciones peyorativas, tanto dentro el espectro conservador como en el progresista. Muchos comentaristas reprochan apasionadamente lo que consideran una intromisión ilegítima del poder judicial en el proceso democrático. Curiosamente, el enfado de muchos críticos se desvanece cuando las intervenciones judiciales favorecen sus corrientes ideológicas.

No hay duda que los jueces merecen ser criticados cuando se extralimitan de sus funciones. Sin embargo, hay que saber diferenciar entre “activismo” e ilegalidad manifiesta. El activismo judicial –entendido en el sentido de que los tribunales mantienen al poder legislativo y ejecutivo dentro del límite de la constitucionalidad– es esencial para la protección de las libertades individuales y la vigencia efectiva del estado de derecho.

Los intelectuales conservadores han sido los tradicionales críticos del activismo judicial. No obstante, durante los últimos años, numerosos juristas progresistas se han unido al coro antiactivismo. Ahora que muchas de sus reivindicaciones sociales han sido consagradas mediante leyes –susceptibles de ataque judicial­–, la izquierda parece unirse al llamado de la “modestia judicial”.

Muchas voces denuncian que, durante la pasada presidencia de Willliam Rehnquist, el Supremo invalidó más leyes federales que ningún otro periodo. Parecen olvidar que el número de decisiones judiciales anulando normas inconstitucionales creció en la misma proporción que la producción de leyes y reglamentos administrativos. Durante los últimos cuarenta años, el catálogo de normativa federal aumentó en más de un setecientos por ciento.

Los defensores de la moderación judicial mantienen que los tribunales no son aptos para valorar adecuadamente las decisiones del legislativo. Los méritos constitucionales de una pieza legislativa, según aquella postura, deberían ser ponderados por los congresistas. Es el criterio de los representantes del pueblo el que debería prevalecer. Sin embargo, lo cierto es que frecuentemente los funcionarios y políticos aprueban normas de gran complejidad, muchas veces manipuladas por lobbistas. Si los tribunales dejasen pasar leyes y reglamentos inconstitucionales, estarían incumpliendo su papel institucional, traicionando el legado de los autores de la Constitución. Lo mismo se puede decir de la gran cantidad de normativa técnica dictada por órganos administrativos, exentos de legitimidad democrática alguna.

Las críticas en contra del activismo judicial son frecuentemente subjetivas y poco coherentes. Tomemos como ejemplo dos procesos que desataron polémica durante los años noventa. En uno de ellos, el Tribunal Supremo declaró inválida una ley estatal que prohibía a los gobiernos municipales dictar normativa contra la discriminación hacia los homosexuales. En el otro caso, el Supremo anuló una ley estatal que prohibía la exclusión de los homosexuales en los campamentos de boy scouts. En ambos casos, el tribunal declaró la inconstitucionalidad de actos normativos originados en procesos democráticos. Dos ejemplos de “activismo judicial” puro y duro. Curiosamente, el cosmos progresista apoyó la decisión del primer caso, condenando el segundo proceso como ejemplo de activismo exacerbado. Por su parte, los analistas de la derecha hicieron lo mismo pero en sentido inverso. Al parecer, lo que ninguno de los dos sectores soporta es la aplicación objetiva de principios constitucionales cuando esta se presenta contraria a sus concepciones ideológicas.

Mientras el protagonismo judicial es objeto de enconados ataques, lo que en verdad debe preocuparnos es la abdicación de los magistrados con respecto a su deber de protección de derechos individuales. La presunción de constitucionalidad, doctrina afianzada en la práctica jurisprudencial, pone a los ciudadanos en una situación de desventaja inicial. Para mal o para bien, los tribunales son la última trinchera en la defensa de nuestros derechos contra la tiranía de una supuesta mayoría, que muchas veces sirve de disfraz a poderosos grupos de interés, ajenos a las necesidades públicas.

Durante la presidencia de Rehnquist, el coloso de la justicia americana ha ejercido legítimamente su poder de control constitucional contra una exacerbada interferencia del gobierno en las libertades de los ciudadanos y comunidades. Sin embargo, a finales del periodo, y probablemente por la incesante presión de la opinión pública, aquella tendencia empezó a declinar. Queda ahora observar el desempeño del liderazgo de John Roberts.

Es verdad que, al hacer uso de sus atribuciones constitucionales, los jueces deben ponderar minuciosamente los riesgos de excederse en el empleo de sus potestades. Sin embargo, nunca debe olvidarse que dejar desamparados a los ciudadanos frente a los abusos de la autoridad implica siempre un peligro mucho mayor.

Este artículo fue publicado en la Gaceta de los Negocios (España), el 21 de mayo de 2007, dentro de la sección coordinada por el Gertrude Ryan Law Observatory (Miami-Madrid).