Vendiendo el sentido común

Por Roberto Salinas-León

Para prosperar, para invertir y salir adelante, se necesita la seguridad personal de que la propiedad, y los frutos de la misma, están bien definidos ante la ley, son transferibles y transparentes. O sea, se requiere la certidumbre sobre el principio “lo mió es mió.” Este principio, en el fondo, hacer toda la diferencia entre la prosperidad y la miseria.

Esta idea, tan básica para el bienestar económico, ha sido objeto de vituperación de parte de una cultura intelectual políticamente correcta, siempre identificada con el romance semántico de la “izquierda,” los justos enemigos del mal, llámese este “neo-liberalismo,” “la derecha” o “el innombrable.” Claramente, esta situación es más producto de los errores en la transmisión del mensaje sobre la importancia capital de derechos de propiedad, que la falta de seriedad por parte de la academia progresista.

Sin embargo, una persona que ha logrado transmitir este mensaje en forma efectiva, y contundente, sin a la vez convertirse en objeto de ataque por las vísceras progresistas, es Hernando de Soto, el economista peruano que ha estudiado el fenómeno de la economía informal, como consecuencia de un orden institucional discriminador, carente de derechos de propiedad bien definidos. De Soto es admirado, por un lado, en los círculos libetarios (acaba de ser nombrado ganador del Premio Milton Friedman para el Avance de Libertad, otorgado cada dos años por el Cato Institute); y, por el otro, en círculos progresistas (la revista Time lo acaba de nombrar uno de los cien intelectuales más influyentes del mundo). Su mensaje ha logrado penetrar en la derecha, en la izquierda, en el centro, arriba, abajo, en todos lados.

De Soto, sin embargo, habla sencillamente de un principio de sentido común. Hay un gran espíritu empresarial entre los pobres viviendo en países subdesarrollados, pero que se encuentra desviado al margen del marco legal, sin la protección que arroja la garantía a que “lo mió es mió”—no de otro, no del burócrata, no del Estado, no de la Nación, sino “mío.” En ausencia de un orden jurídico de derechos de propiedad, surge el fenómeno del capital muerto—un formidable residuo de activos, de riqueza potencial, que no se pueden transformar en capital, y que mantienen a las clases marginadas en pobreza perpetua.

Esta forma de analizar el fenómeno de la pobreza trasciende los esquemas típicos de asistencialismo financiero, donde grandes cantidades de recursos se han desperdiciado en el financiamiento de ogros filantrópicos burocráticos. Los pobres, marginados del marco legal por las oligarquías mercantilistas, podrían ser beneficiarios de una gran riqueza, si, y sólo si, antes del financiamiento, tuvieran la estructura adecuada de incentivos que da todo un marco normativo de derechos de propiedad bien definidos.

El acceso de los millones de ciudadanos informales a títulos claros de propiedad, a las viviendas, los negocios, los predios, sería el paso capital para ingresar al mercado de los créditos, y con ello a una estructura de financiamiento basado en incentivos.

En nuestro entorno de incertidumbre jurídica, una vivienda, empresa, o predio, no se puede apalancar para obtener liquidez, para invertir, comerciar, calcular, para prosperar. Los pobres son dueños de una gran riqueza de capital muerto, inservible dada la ausencia de un sistema que permita a los agentes “transportar” sus títulos de propiedad en el sistema económico y aprovechar la óptima combinación de los factores de producción.

El valor del capital muerto en México, según De Soto, asciende a más de la mitad del ingreso nacional—ni más ni menos que 350 mil millones de dólares. Este es el costo de oportunidad de la tramitología, de la discriminación jurídica que vive nuestra economía. Y después nos preguntamos porqué un país tan rico es tan pobre. La repuesta, al final del día, es por no respetar el sentido común, la lógica económica de la prosperidad.