Una vez más, las empresas estatales
Alberto Benegas Lynch (h) advierte sobre el peligro que las empresas estatales significan para la economía.
Días pasado comentábamos con colegas que resulta por cierto cansador repetir conceptos fuera del aula. En el dictado de clases es natural que en cada semestre haya que reiterar los puntos que están en el programa de la asignatura correspondiente, pero si se supone que la humanidad progresa, por lo que sucede en la arena política no habría necesidad de repetir lo mismo en los medios de comunicación puesto que lo deseable es que se avance y se dejen atrás errores del pasado.
Sin embargo, los errores se vuelven a repetir machaconamente con los mismos resultados negativos. Decíamos con los colegas que sería más estimulante que se cometieran errores nuevos, al efecto de agudizar la mente y pulir argumentos, pero debatir lo mismo es en verdad penoso y sumamente aburrido.
Tomemos el caso de las mal llamadas “empresas estatales”, mal llamadas porque al empresario no se puede jugar, no es un simulacro ni un pasatiempo. O se asumen riesgos con recursos propios o se establece una entidad política que opera por fuera de los rigores del mercado y la competencia. No se trate entonces de una empresa.
Además de operar con recursos propios y no con los succionados por la fuerza a los contribuyentes, el empresario está sujeto a su cuadro de resultados. Si acierta en los deseos de los demás obtiene ganancias y si yerra incurre en quebrantos. Sin embargo, la llamada empresa estatal no se maneja con el cuadro de resultados como guía para sus operaciones, es solo un dato más pero la decisión de continuar es política y extramercantil.
Veamos por parte el asunto. La sola constitución de la así denominada empresa estatal, inexorablemente significa derroche de los siempre escasos recursos. Esto es así debido a que invierte en áreas distintas de las que hubiera invertido la gente de haber podido utilizar libremente el fruto de su trabajo. Y si alguien sostuviera que la habilidad política consiste en invertir precisamente donde la gente prefiere, no habría razón alguna para que el aparato estatal intervenga puesto que de todos modos se hubiera invertido del mismo modo. Pero para saber que es lo que la gente hubiera preferido hay que dejarla que se manifieste, lo cual es bloqueado por la intromisión gubernamental.
Entonces, la misma instalación de la empresa estatal significa empobrecimiento por las razones apuntadas. Si, además, la entidad estatal de marras es deficitaria, presta pésimos servicios y es monopólica, la situación se agrava en grado sumo pero la instalación original, como queda dicho, presenta un problema económico grave.
Respecto a la situación monopólica a que nos referimos, aunque pretenda operar “en competencia” esto nunca es así puesto que la empresa estatal siempre se desenvuelve rodeada de privilegios. Y si no fuera así hay que preguntarse para qué se mantiene en la órbita estatal puesto que para competir hay que hacer eso, léase competir con todos los riesgos que presenta el mercado. Tampoco aquí se trata de un simulacro.
Incluso, si la empresa estatal arrojara ganancias en el contexto de un análisis contable serio, hay que interrogarse si las tarifas no estarán demasiado altas. Para saber a ciencia cierta la situación contable de una empresa, reiteramos que debe operar en el mercado.
Se suele mantener que en realidad la existencia de las empresas estatales se debe a que cubren operaciones que el sector privado no encararía porque son deficitarias. Pero hagamos focus sobre este planteamiento. Si la actividad en cuestión es perdidosa, quiere decir que consume capital y el consumo de capital atenta contra la economía de todos, muy especialmente sobre los que menos tienen ya que la merma en las tasas de capitalización los afecta de modo más contundente debido precisamente que al estar en el margen las unidades monetarias perdidas naturalmente recaen con mayor peso.
En este contexto se ejemplifica con un pueblo cuyos accesos resultan antieconómicos y, por ende, se torna inviable. En la medida en que se recurra por la fuerza al fruto del trabajo ajeno para acceder a esos pueblos, se contraen los ingresos de la gente y, por ende, se extenderá la irrupción de otros pueblos inviables hasta que, en el extremo, en la media en que se persevere en el derroche, todo será inviable. En todo caso, en lugar de parlotear recurriendo a la tercera persona del plural para echar mano a los bolsillos ajenos, debiera recurrirse a la primera del singular y ayudar a quienes necesitan ayuda con recursos propios o los recabados voluntariamente.
No pueden alterarse las prioridades, lo primero viene primero. Originalmente, en la época de nuestros remotos ancestros de las cavernas casi todo era inviable, pero el lento y trabajoso progreso no se construyó sobre la destrucción de quienes progresan. Más aun, la mejora de los que progresan es condición indispensable para el progreso de los más rezagados debido a que la consecuente inversión per capita empuja salarios hacia la suba. No se trata de la sandez del “efecto derrame” que caricaturiza y ridiculiza el proceso al suponer que los menesterosos recibirán los mendrugos que derraman del vaso lleno de los potentados. Se trata de un proceso que va en paralelo: a medida que se incrementan las inversiones los salarios aumentan. Esa es la diferencia entre un país próspero y uno que no lo es, son marcos institucionales civilizados que respetan los contratos y, por ende, la propiedad que estimulan el ahorro interno y externo.
No hay milagros en economía, el progreso material se basa en el progreso moral, es decir, en el respeto recíproco como condición para mejorar, lo cual permite incrementar ingresos que, a su turno, hace posible ahorrar e invertir.
Si la empresa fuera mixta, es decir, si opera con la participación de capitales privados y capitales también mal llamados “estatales” (son en verdad privados solo que detraídos por la fuerza), en este caso debe aplicarse todo lo dicho a la proporción de la participación estatal con dos agregados. En primer lugar que las colocaciones privadas no se hagan en base a dádivas puesto que en ese caso deben computarse los efectos negativos de los privilegios. En segundo lugar, si prestamos atención a los códigos comerciales vigentes comprobaremos que lo habitual es que el poder de decisión en las empresas mixtas radique en la representación gubernamental, lo cual agrava lo dicho para este tipo de empresas.
Una vez comprendido el sinsentido de la empresa estatal y las mixtas y sus verdaderas naturalezas de entidades políticas ajenas al mundo de los negocios, el paso siguiente consiste en buscar las maneras de traspasar al sector privado esas “empresas” administradas políticamente.
Dichos traspasos pueden hacerse de muy diversas maneras, pero una metodología expeditiva y apropiada es la venta al mejor postor local o internacional sin base ni condición de ninguna naturaleza, incluida la posibilidad de descontinuar el servicio.
Llama la atención en algunos casos la ingenuidad con que se anuncia que un destacado ex CEO de una empresa privada de prestigio se hará cargo de la empresa estatal, como si ese antecedente modificara la naturaleza de la entidad política en cuestión. Pero no es así, la naturaleza de esas entidades políticas denominadas “empresas estatales” no modifican su naturaleza por el hecho de que las gerencien personas que provienen del sector privado.
Por supuesto que si se trata de una persona decente la corrupción característica de la empresa estatal disminuirá (no se eliminará puesto que de por sí constituye una corruptela la misma empresa estatal ya que contribuye a ensanchar el campo de la discrecionalidad del poder) y, eventualmente, se ahorrará en fotocopias y equivalentes pero esto muestra una vara francamente muy baja que puede derivar en lo que, por ejemplo, hoy ocurre en Rusia con “empresarios” ex nomenklatura que se repartieron las empresas en un clima de férrea dirección estatal. De todos modos, tratar de hacer eficiente algo inconveniente no parece digno de aplauso. Generalmente los patrocinadores de esta política son los mismos que sostienen que no hay que reducir el astronómico gasto público sino hacerlo eficiente, es decir, apuntan a un socialismo supuestamente “eficiente”.
En realidad todo esto demuestra una vez más la escasa comprensión del mercado que en general tienen no solo los gobernantes sino los empresarios. El empresario exitoso se caracteriza por el buen sentido de la oportunidad para detectar negocios. Su característica es que conjetura que los costos de tal o cual bien o servicio están subvaluados en términos de los precios finales y, en ese contexto, saca partida del arbitraje.
Para ponerlo de modo sobresimplificado, son especialistas en comprar barato y vender caro. Pero nada más, no hay que pretender otro talento, lo cual para nada significa retacearles esa habilidad que, en un mercado libre, se traduce en enormes beneficios para la sociedad. Aunque el empresario en su calidad de tal no es un filántropo, hace un bien inmenso y es el responsable del progreso en los transportes, las comunicaciones, la medicina, la alimentación, la recreación y tantísimas otras cosas.
Pero no se le pida que comprenda el funcionamiento del proceso de mercado, del mismo modo que no se puede pretender que el banquero comprenda el teorema de la regresión monetaria. Más aun, hay que estar atentos porque al primer privilegio y alianza con el poder de turno que se le ofrezca al empresario, salvo honrosas excepciones, allí estará en primera fila con lo cual se desmorona el mercado y la competencia. Por ello es que ya en 1776 Adam Smith desconfiaba incluso de las cámaras empresarias ya que a su juicio servirían “para conspirar contra el público”.
En resumen, por lo expuesto la mal llamada empresa estatal es siempre un fiasco. La experiencia vivida en todas partes del mundo atestigua el aserto, es por cierto muy desafortunado que se siga insistiendo en el tema.