Una defensa moderada del euro
Juan Ramón Rallo considera que el Euro, a pesar de sus males, es un paso en la dirección correcta al ser la zona euro "mucho más parecida al patrón oro de lo que serían una hora de minidivisas con tipos de cambio 'flexibles'".
Por Juan Ramón Rallo
Contra la moneda única europea se han alzado durante los últimos años todo tipo de voces. Desde los socialistas que lamentan no ser capaces ya de devaluar e inflar sus monedas nacionales como antaño (“pérdida de soberanía monetaria”, lo llaman), a los ingenieros sociales de Chicago que insisten en que la Unión Europea (UE) no es un “área monetaria óptima”, hasta liberales bienintencionados que ven en el euro un monopolio sobrepuesto a un sistema de divisas nacionales en competencia.
En este último caso se encuentra mi amigo y colega Adrián Ravier, que en un interesante artículo defiende que los europeos debemos aprovechar la oportunidad que nos brinda la crisis para dinamitar el euro y regresar a la peseta, el drachma, la lira, el marco, el franco y demás especímenes monetarios extintos.
Ravier argumenta que la grandeza de la UE va mucho más allá de la moneda única y que se concreta en haber eliminado aranceles y en haber establecido reglas fiscales bastante rígidas —déficits públicos inferiores al 3% del PIB y deuda pública por debajo del 60%— que han permitido extender la prosperidad económica a países como Reino Unido o Suiza no integrados en el euro.
Es más, en opinión de Ravier el euro ha traído perjuicios evidentes como son la gestación de la burbuja inmobiliaria por parte del Banco Central Europeo y la extinción de la competencia monetaria entre países, que podría haber disciplinado el sesgo inflacionista de los distintos bancos centrales nacionales.
Por mi parte, sin ser un entusiasta del euro y mucho menor del proyecto unioneuropeísta, he defendido en distintas ocasiones la moneda única por ser mucho más parecida a un sistema de patrón oro de lo que lo serían una horda de minidivisas con tipos de cambio “flexibles” sometidas a los intereses inflacionistas de cada uno de sus Estados. El oro era una divisa internacional porque su aceptabilidad no se basaba en las leyes de curso forzoso y su valor era independiente de las atrocidades fiscales que cometieran los distintos gobiernos. El euro es un constructo mucho más imperfecto que el oro —porque, a la postre, su valor sí se ve influido por el comportamiento de los gobiernos que lo integran— pero mucho menos imperfecto que las divisas nacionales “en competencia”.
Las invectivas que se le suelen lanzar son profundamente injustas y las críticas que se suelen olvidar son las verdaderamente relevantes en este caso. Así, señala Ravier que el euro es un fracaso porque el Banco Central Europeo (BCE) promovió la burbuja inmobiliaria, pero entonces también deberíamos calificar como fracaso al dólar, al yen o incluso a la libra, divisa nacional esta última que se plantea como alternativa al centralismo de la moneda única europea. El fracaso no es que tengamos una divisa europea, el fracaso es que se trate de una divisa fiduciaria que un monopolio como el BCE pueda manipular a su gusto.
Se me dirá que, aún siendo cierto lo anterior, muchas divisas europeas en competencia habrían permitido que los países con bancos centrales más prudentes hubiesen esquivado la crisis. Pero la esperanza tiene menos fundamento de lo que aparente: es muy difícil para un banco aislado (o para un sistema bancario aislado) escapar de un proceso de expansión del crédito concertada por el resto de bancos. Es más, nada habría impedido a los agentes de una economía cuyo banco central no expandiera el crédito contraer sus deudas en divisa extranjera. El caso de Islandia es paradigmático, pero en Europa tenemos otros ejemplos igualmente llamativos como el de Hungría, cuyos ciudadanos despreciaron los altos tipos de interés que el banco central húngaro imponía sobre el florín y prefirieron aprovecharse de los bajos tipos de interés en euros que favorecía el BCE. A menos que queramos imponer controles de cambios y de capitales, me temo que una economía nacional, por mucha soberanía monetaria de la que disfrute, sería incapaz de esterilizar las expansiones del crédito de otros sistemas financieros extranjeros.
Tan poco razonable veo el argumento de que la burbuja europea se hubiese evitado el euro en once divisas nacionales como sostener que la burbuja estadounidense se hubiese contenido dividiendo el dólar en cincuenta divisas estatales (o, si de competencia se trata, ¿por qué no en más de 3.000 divisas, una por condado?).
De hecho, es curioso que Ravier defienda la competencia entre divisas como un mecanismo para lograr la disciplina monetaria y, en cambio, no defienda la competencia arancelaria dentro de la UE como una forma de alcanzar el libre comercio. Mi colega considera que uno de los grandes logros de la UE es el de haber promovido la eliminación de aranceles entre los Estados miembros, cuando siguiendo la misma lógica que aplica para criticar al euro debería concluir que resulta más provechoso que cada nación europea fije, en competencia con el resto, sus propios aranceles exteriores.
Pero diría más: considero más razonable criticar a la UE por cartelizar la política comercial de cada Estado miembro frente a países ajenos a la UE que criticar al euro por eliminar la competencia entre divisas. Comercialmente, la UE debería haberse convertido en un área de libre comercio (no hay una política arancelaria común) y no en una unión aduanera (sí la hay); el efecto de este torcido rumbo ha sido una mayor coordinación entre los Estados miembros para restringir el comercio frente a los Estados no miembros. Pero, ¿cuáles habrían sido los logros de un sistema de divisas en competencia frente al euro? Como ya he explicado, no veo ninguna mejora sustancial, si acaso más inflación, más expansión crediticia, más “devaluaciones competitivas” y menos reformas liberalizadoras. Porque, no lo olvidemos, gracias a que tenemos el euro los gobiernos europeos se ven obligados a competir en reducciones del gasto y en liberalizaciones de los mercados; la alternativa de las divisas nacionales les habría permitido devaluar y envilecer la moneda sin tocar ni una partida de gasto y sin abrir ni un poquito los mercados.
Tampoco es acertado, como hace Ravier, desligar la disciplina fiscal que impone Maastricht de la existencia del euro. Los países de la zona del euro no asumieron ese compromiso tantas veces incumplido porque estuvieran convencidos de los beneficios de un Estado más pequeño, sino porque eran requisitos mínimos para lograr que el euro funcionase. Sin el euro, con total seguridad podemos decir adiós a esa disciplina fiscal, especialmente cuando, incluso con el euro, la pauta general ha sido la del incumplimiento.
Si acaso, al euro se le puede criticar por haber cedido demasiado a menudo a los intereses inflacionistas nacionales (primero de Francia y Alemania, ahora de los PIGS — Portugal, Irlanda, Grecia y España). Es decir, por haberse convertido de tapadillo en un reflejo de lo que habría sido un sistema de divisas nacionales en competencia. Pero llegados a este punto, la solución difícilmente puede consistir en trocear el euro para incrementar la influencia de los gobiernos nacionales sobre sus divisas, sino en nombrar a un gobernador del BCE realmente sensato e independiente o, si reconocemos los riesgos que implica este ingenuo parche, abrir la zona del euro a una competencia real.
Y es aquí donde que se halla el germen del desacuerdo entre Ravier y un servidor: la competencia, como Hayek supo ver, no consiste en que tengamos un mayor número de proveedores (“competencia perfecta”, según los neoclásicos), sino en que haya libertad de entrada en el mercado. Un mercado que opere con licencias tendrá a muchos proveedores con precios y condiciones de venta tasados por ley, pero carecerá de competencia. Lo mismo sucedería con un eventual regreso a las divisas nacionales “en competencia”, donde los ciudadanos de cada nación están obligados a aceptar como pago las distintas divisas de curso legal.
Multiplicar el número de divisas monopolísticas (de curso legal) no abre el mercado a la competencia, simplemente incrementa el número de gobiernos con capacidad para extorsionar a la población a través del manejo de su propia divisa. Lo único que lograríamos con ello, pues, es hacer buena la máxima de Thomas Tooke de que “la libertad bancaria equivale a la libertad para estafar”.
La única forma saludable de implantar competencia monetaria en Europa no es volviendo al nacionalismo monetario que denunciara Hayek sino, como también propusiera el austriaco, eliminar las leyes de curso forzoso y desnacionalizar el dinero. La división territorial de los monopolios monetarios no es que sea un paso en la buena dirección, sino, al contrario, una precipitación de lo peor de cada mundo.