Un siglo de comunismo
Ian Vásquez dice que aunque el fracaso del comunismo es explicable y conocido, por algunas razones sigue siendo juzgado de manera más benévola que su pariente, el fascismo.
Por Ian Vásquez
Hoy, hace cien años, triunfó la revolución bolchevique. El imperio ruso se volvió comunista y, a lo largo del siglo, docenas de países tan diversos como China, Albania y Cuba iniciaron experimentos socialistas de los que ahora quedan pocos.
El fracaso del comunismo es explicable y bien conocido. La planificación central no ha funcionado en ningún país en que se implementó. Más difícil de entender es la enorme atracción que tuvo el comunismo por larguísimo tiempo, incluso durante décadas de evidente declive. Es todavía menos entendible que siga gozando de cierta aceptación, especialmente en vista de las atrocidades que se cometieron bajo su bandera.
El comunismo es la ideología más sangrienta de la historia. Se estima que entre 43 y 162 millones de personas fueron asesinadas o murieron de hambre en su nombre. En promedio, el comunismo mató a más de 150 personas por hora durante la vida de la Unión Soviética. La hambruna que Stalin impuso en Ucrania terminó con la vida de casi 4 millones de personas, pero quedó corta comparada con las matanzas masivas de Mao: durante “El gran salto adelante” de los años cincuenta, murieron hasta 45 millones de chinos.
El comunismo ni siquiera fue exitoso juzgado por sus propios estándares. En vez de liberar a los trabajadores, los alienó; en vez de enriquecer a las sociedades, las empobreció; y en vez de eliminar la desigualdad, creó una desigualdad de poder infinitamente mayor que la brecha de riqueza que intentó reemplazar.
Si bien los crímenes y fallas del comunismo se reconocen hoy mucho más que en el pasado, también es verdad que la ideología de la hoz y el martillo no genera el mismo rechazo que el nazismo, que es igual de repugnante. Es usual ver a personas de cualquier clase social usar camisetas del Che, por ejemplo, pero es impensable que alguien se presente con el símbolo de la esvástica sin que sea fuertemente repudiado. Eso es a pesar de que el socialismo y el nacionalsocialismo comparten raíces intelectuales y características de gobernanza como la censura de los medios, el control de la economía y el Estado policial, entre otras.
Las reacciones morales distintas a lo que terminan siendo ideologías muy parecidas en la práctica representan un curioso doble estándar. La simpatía por el marxismo, especialmente marcada entre la élite intelectual, probablemente se debe a que el comunismo se percibe como bien intencionado al prometer una utopía para todos, mientras que las metas criminales y discriminatorias del fascismo son menos ocultas. Además, el comunismo se beneficia enormemente del sesgo intelectual de los críticos de mercado o de los problemas sociales o económicos que inevitablemente existen en Occidente.
Nada de eso cambia, como lo describiera alguna vez un observador, la realidad acerca de las promesas de la izquierda extrema —que “la utopía es una bellísima mujer con la cabeza en las nubes y los pies en un río de sangre”—. Y si bien el comunismo no es un proyecto político que se toma tan en serio como fue el caso en el pasado, el legado del comunismo sigue presente en el mundo poscomunista. Se manifiesta en el oeste en los estados benefactores sobredimensionados, que en parte se construyeron en respuesta y como alternativa al comunismo. Y se manifiesta también en la propaganda y actividades de los servicios de inteligencia que sobrevivieron al colapso del comunismo y están haciendo lo posible para socavar la confianza en las democracias liberales y apoyar a movimientos populistas en el oeste.
Hay que prestarle especial atención a lo que Anne Applebaum llama los “neobolcheviques” ahora en el poder o cerca de ello y que desprecian las instituciones liberales.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 7 de noviembre de 2017.