Taylor Caldwell y las predicciones
Alberto Benegas Lynch (h) considera que los trabajos de ficción de Taylor Caldwell hoy sobresalen por su actualidad.
Se presentan casos múltiples en los que escritores de ficción aciertan mucho más respecto del futuro que los ampulosos comités gubernamentales constituidos y financiados con los recursos de los contribuyentes al efecto de “pronosticar los sucesos por venir”. Tales han sido los casos, por ejemplo, en materia tecnológica de Julio Verne o H. G. Wells en el pasado o de Asimov o Carl Sagan más contemporáneamente y, en temas sociales, las novelas revestidas de un impresionante realismo, por orden de aparición: The New Utopia de Jerome K. Jerome, We de Yevzeny Zamayatin, The Lonely Crowd de David Reisman y, posteriormente, las célebres composiciones de Huxley y Orwell.
El caso de Caldwell hoy sobresale por su actualidad: presenta un peligro enorme si su prognosis fuera correcta (como hasta ahora lamentablemente parece serlo en Estados Unidos) en su novela que lleva el mismo título de una de Morris West: The Devil`s Advocate. El eje central de esta novela —escrita en 1952, repito y subrayo: en 1952— plantea la grave situación estadounidense en que ese país que en su ficción (¿ficción?) se vuelve socialista y, entre muchas otras cosas, escribe que “Siempre había una guerra. Siempre había un enemigo en alguna parte del mundo que había que aplastar […] Denle guerra a un nación y estará contenta de renunciar al sentimiento de libertad […] En los días en que América [del Norte] era una nación libre, sus padres deben haberles enseñado la larga tradición de libertad y orgullo en su país. Sus profesores tienen que haberles enseñado, y sus pastores, sus rabinos y sus sacerdotes. La bandera, en un momento, debe haber significado algo para ellos. La Constitución de los Estados Unidos, la Declaración de la Independencia: seguramente habría entre ellos quienes recordarán. ¿Por qué entonces permitieron que la Constitución se pusiera fuera de la ley? ¿Por qué desviaron sus miradas cuando sus artículos, uno por uno, fueron devorados por las ratas? ¿No hubo una sola hora en la que se sublevaron como hombres en sus corazones y levantaran la voz en protesta? […] Todo empezó tan casualmente, tan fácil y tantas palabras grandilocuentes. Comenzó con el uso odioso de la palabra ‘seguridad’ […] ¿Por qué han estado tan ansiosos de creer que cualquier gobierno resolvería los problemas por ellos, los cuales habían sido resueltos una y otra vez tan orgullosamente por sus padres?”
Esta notable escritora de una treintena de trabajos extraordinarios (que hubieran sido más si su segundo marido no hubiera quemado parte de sus manuscritos inéditos), nació en Inglaterra y, a principios del siglo pasado, sus padres la llevaron a Estados Unidos cuando niña al efecto de brindarle a la familia un ámbito de mayor libertad, donde se radicó y obtuvo muchas distinciones como la Medalla de Oro de la National League of American Pen Women. A los doce años escribió su primera novela que fue elogiada y admirada por sus maestros y, de mayor, cultivó la amistad de las grandes personalidades de la época. Murió octogenaria en 1985, en su patria adoptiva, no sin cierta tribulación con el desabarranque que ya vislumbraba en el seno del baluarte del mundo libre. El párrafo que hemos transcripto de una de las obras de Taylor Caldwell penetra y se anticipa como nadie en el corazón del país en el que en su momento tuvo lugar el experimento más fértil en lo que va de la historia de la humanidad.
También la autora llevó a cabo una meticulosa faena de investigación respecto a la vida y obra de Cicerón en La columna de hierro. Encabeza este trabajo a modo de epígrafe una cita del hondo pensador y destacado tribuno romano en la que se lee una medulosa reflexión que resulta capital para entender el significado del derecho como un proceso de descubrimiento y no como uno de diseño e ingeniería social tal como nos tienen acostumbrados los megalómanos de la rama legislativa apoyada con entusiasmo por integrantes de las otras dos ramas de gobierno. El epígrafe de marras dice así “El poder y la ley no son sinónimos. La verdad es que con frecuencia se encuentran en irreductible oposición. Hay la Ley de Dios [la ley natural], de la cual proceden todas las leyes equitativas de los hombres y a la cual deben estos ajustarse si no quieren morir en la opresión, el caos y la desesperación. Divorciado de la Ley eterna e inmutable de Dios, establecida mucho antes de la fundición de los soles, el poder del hombre es perverso, no importa con que nobles palabras sea empleado o los motivos aducidos cuando se imponga. Los hombres de buena voluntad, atentos por tanto a la Ley dictada por Dios, se opondrán a los gobiernos regidos por los hombres, y si desean sobrevivir como nación, destruirán al gobierno que intente administrar justicia según el capricho o el poder de jueces venales”. En torno a este principio gira la labor de Caldwell al referirse a lo más excelso de la Roma de entonces como ejemplo para las futuras generaciones, especialmente en instantes en que -salvo honrosas excepciones- de las facultades de derecho no egresan abogados sino estudiantes de enjambres normativos que, en el mejor de los casos, recitan e identifican la legislación y el inciso correspondiente pero no tiene idea en que consiste el fundamento ni los mojones y puntos de referencia extramuros de la ley positiva.
Estas dos citas contundentes y sumamente esclarecedoras ilustran bien las ocupaciones y preocupaciones de la escritora a la que nos referimos muy sucintamente en esta nota periodística pero que resultan suficientes para poner al descubierto dos de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo: lo que viene ocurriendo con los gobiernos estadounidenses y, estrechamente vinculado a esta decadencia, la manifiesta y generalizada incomprensión del significado y trascendencia del andamiaje jurídico universal del que habían bebido los Padres Fundadores y todos los jurisconsultos de las naciones más prósperas.
En última instancia, en los distintos países de la actualidad, prevalece la degradada y enfermiza tendencia de gobernantes que consideran que las cosas ocurren por sus expresos mandatos y coordinaciones, sin percatarse que el orden de la libertad es el resultado de la interacción de millones de personas en un proceso de conocimientos siempre fraccionados y dispersos y que cuando se pretenden sustituir por dictados de los encaramados en la cima del poder político inexorablemente concentran ignorancia y generan desorden. Hoy resulta tragicómico prestar atención a los reiteradas peroratas de funcionarios públicos que la juegan de gerentes de una supuesta empresa que sería el país en el que operan donde los habitantes serían sus empleados, desconociendo olímpicamente la diferencia entre uno y otro caso y como si la sociedad abierta no estuviera formada por personas que persiguen muy diversos objetivos y que solo requieren marcos institucionales en los que se establece el respeto recíproco para progresar (el antedicho ejercicio gerencial también se comprueba en los últimos “State of the Union” presidenciales en el recinto del Congreso estadounidense).
Entre otros autores, Lorenzo Infantino describe a las mil maravillas este fenómeno en su obra titulada Ignorancia y libertad en la que explica que los fantoches de referencia pretenden sustituir la falibilidad por el absolutismo característico del tribalismo que alimenta y nutre a la “sociedad cerrada” descripta en las elucubraciones popperianas de La sociedad abierta y sus enemigos. Afirma Infantino que “las instituciones liberales son para defenderse de los errores humanos” al efecto de “combatir la ignorancia” que “marca antropológicamente al hombre”. Este es el sentido del sabio dictum latino: ubi dubium ibi libertas (donde hay duda, hay libertad). Desafortunadamente los gobernantes de los que otrora eran países civilizados se están pareciendo a los déspotas de naciones cavernarias que todo lo pretendían resolver a puro golpe de timón con órdenes emanadas de discursos altisonantes y grandilocuentes, caracterizados tan ajustadamente por Woody Allen en Bananas.
En su último libro recién aparecido, Niall Ferguson en la práctica comparte las preocupaciones de Taylor Caldwell: sostiene en su Civilization. The West and the Rest que el progreso no se debe a climas, a cantidad de colonias, a la suerte, ni a ningún otro factor que no sea las instituciones que se basan en garantizar el derecho de cada uno y, de modo especial, la protección a la propiedad privada, lo cual libera energía creativa para aplicar a las crecientes demandas de las sociedades avanzadas. Escribe Ferguson que “fue una idea la que hizo la diferencia crucial entre Gran Bretaña [sus colonias norteamericanas] e Iberoamérica, una idea acerca de cómo gobernarse. Algunas personas incurren en el error de llamar esa idea ‘democracia’ imaginando que cualquier país puede adoptarla meramente llamando a elecciones. En realidad, la democracia era la cima de un edificio que tenía sus fundamentos en el derecho, para ser preciso, en la santidad de la libertad individual y la seguridad de la propiedad privada”.
Pero, en este contexto y hablando de predicciones, debemos tener muy presente la advertencia de Paul Johnson cuando escribe que “Una de las lecciones de la historia que uno debe aprender, a pesar de ser algo desagradable, es que ninguna civilización puede darse por sentada. Su permanencia nunca estará garantizada; siempre habrá una edad oscura esperando a la vuelta de la esquina”.
Como una nota al pie, es de interés apuntar que, en una línea diferente de predicciones, hay autores que se adelantan a su tiempo al introducir temas revolucionarios que sientan las bases de lo que vendrá. Tal ha sido, por ejemplo, el caso de Borges con Internet. Así lo pone de manifiesto Alfonso de Toro quien afirma que el autor argentino (cosmopolita, más bien) introdujo el pensamiento de la www (world wide web), especialmente aunque no exclusivamente en “El jardín de senderos que se bifurcan” y en “La biblioteca de Babel” que dice de Toro que “son como ventanas que se abren” y que “carece de interés si Borges no supo nada de computadoras ni de Internet, que en aquella época no existían. Solo importa la estructura de su pensamiento” todo lo cual lo consigna en su reciente libro Borges infinito. Borges virtual, testimonios a los que accedí gracias a la generosidad de María Castellano que me entregó documentos de su archivo personal. A veces, la futurología no se concreta en análisis de específicas y valiosas meditaciones del tipo de Huxley-Orwell-Taylor, sino que establecen los cimientos para futuras teorías de colosal trascendencia como es el caso de las ricas e imaginativas intuiciones borgeanas.
Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (EE.UU.) el 8 de diciembre de 2011.