Suecia y la utopía socialdemócrata de la sociedad racional
Mauricio Rojas explica cómo llegó a ser un país desarrollado Suecia con una tributación relativamente baja y antes de que se montara su Estado de Bienestar, que conforme este se extendió, inició el declive de la economía hasta derivar en la crisis de los noventa, que indujo una serie de reformas que modificaron significaitvamente el papel del Estado en la sociedad.
Por Mauricio Rojas
El viraje reformista de la socialdemocracia sueca
El Partido Socialdemócrata, que ya en 1917 se transformó en la primera fuerza electoral de Suecia, nació hacia finales del siglo XIX bajo la influencia de la socialdemocracia alemana y sus primeros programas fueron simplemente traducciones de los programas alemanes de Gotha y Erfurt. Sin embargo, su retórica de corte marxista pronto se vería corregida por una praxis reformista arraigada en la tradición de compromisos y búsqueda del consenso propia de Suecia.
Un paso decisivo en la historia del partido se dio el año 1917, cuando la mayoría del mismo se resistió a seguir el impulso revolucionario proveniente del bolchevismo ruso, confirmando el camino reformista, democrático y pacífico que se había venido siguiendo ya desde antes. Un segundo paso de gran importancia fue la actitud responsable y conciliadora adoptada al entrar, por primera vez, a formar gobierno hacia fines de 1917. En este contexto, fue clave la voluntad de no atizar la agitación revolucionaria de la época ni aprovechar la situación para poner en cuestión la existencia de la monarquía.
A pesar de lo anterior, la orientación definitiva de la socialdemocracia sueca aún estaba por resolverse y diversas falanges luchaban por determinar el rumbo a seguir en el seno de un partido que todavía seguía siendo fiel a la retórica de la lucha de clases y cuyo objetivo estratégico era la socialización de los medios de producción y la superación del sistema capitalista. En suma, era un partido revolucionario en cuanto a los fines, pero reformista y democrático en lo referente a los medios. Esto es lo que pronto va a cambiar de manera sustantiva.
Los años 20 se caracterizaron por la inestabilidad parlamentaria y el avance electoral de la socialdemocracia, que obtiene más del 40 por ciento de los votos en 1924, lo que despertó temor y fuerte oposición en importantes segmentos de la población. El clima de polarización quedó de manifiesto en la elección de 1928, conocida como “elección cosaca” (kosackval) debido a la propaganda anti socialdemócrata que mostraba cosacos asediando a la población sueca, que representó un revés para la socialdemocracia y un avance para los conservadores y los comunistas.
Esta derrota electoral fue una campanada de alerta para los dirigentes de la socialdemocracia, que entendieron que dependía del ellos mismos que el partido no fuese visto como una amenaza para la paz social y la unidad nacional, ni tampoco para los fundamentos del progreso económico del país. Para lograrlo había que transformar al partido tanto en lo referente a su organización como a su ideología. Esta transformación clave está asociada a la figura del más prominente de todos sus líderes, Per Albin Hansson, quien asume la jefatura del partido en 1925 y llegará a ser primer ministro, exceptuando algunos meses, desde septiembre de 1932 hasta su muerte en octubre de 1946.
Ante todo, había que disciplinar al partido y al movimiento sindical, eliminando la influencia de sus sectores más radicales y combatiendo sin tregua a los comunistas. Como dice Bengt Schüllerqvist en su tesis doctoral sobre el tema: “El Partido Socialdemócrata cambió drásticamente al poco tiempo de la derrota electoral (del año 28). En los años 30 estamos en presencia de un partido fuertemente unificado en lo ideológico y organizativo. La lucha fraccional fue reemplazada por una dirección más monolítica que controlaba férreamente al partido. También la influencia sobre el movimiento sindical aumentó de manera considerable”.
Simultáneamente, el combate contra los comunistas, que anteriormente había estado marcado por cierta ambigüedad, cobró ahora el carácter de una verdadera cruzada que se extendería por décadas: “Debemos enfrentarlos por doquier, atacar sus actividades implacablemente, reducirlos a la insignificancia”, exigía Per Albin Hansson ya en 1929.
Por otra parte, había que dejar de lado la retórica de la lucha de clases y las propuestas de socialización de la economía para, en su lugar, formular un proyecto inclusivo de país, que abarcase a todos los sectores sociales y no propiciase un cambio radical de sistema económico. Folkhemmet (“el hogar del pueblo”) fue la metáfora que Hansson eligió para trasmitir el nuevo proyecto socialdemócrata. Como bien lo expresa, esta metáfora apela directamente al sentimiento de comunidad étnica propia del pueblo sueco. Hansson venía elaborando esta metáfora comienzos de los años 20, pero logra su formulación definitiva en un célebre discurso de enero de 1928 en el que define la sociedad de sus sueños como una gran familia, donde nadie sobra y que sabe querer a todos sus hijos por igual, un buen hogar donde no hay “privilegiados ni postergados, niños mimados ni despechados” y las divisiones de clase han desaparecido. Al mismo tiempo, venía desarrollando la idea de un patriotismo popular que incluso lo llevó a concluir algunos de sus discursos con un “¡Viva la patria!” que sonaba extremadamente herético entre quienes todavía recordaban a un Marx afirmando que los obreros no tenían patria.
Junto a ello, el partido toma paulatinamente distancia de las propuestas acerca de un cambio radical de sistema económico hasta que, en el congreso celebrado en marzo de 1932, abandona la idea básica del pensamiento socialista de raigambre marxista acerca de la abolición de la propiedad privada burguesa sobre los medios de producción para reemplazarla por la orientación del desarrollo económico por medio de diversos mecanismos de planificación e intervención estatal.
Estas ideas formarán la base, desde 1932 en adelante, del largo desempeño de Per Albin Hansson como primer ministro de Suecia. Su ascenso al poder fue el resultado directo de la victoria electoral que su partido alcanzó, en medio de las turbulencias de la crisis económica, en septiembre de 1932 con más del 41 por ciento de los votos. Ello ponía a la socialdemocracia en una posición de fuerza, pero sin contar con una mayoría propia en el parlamento y aún lejos de conquistar la hegemonía política y cultural a nivel nacional. Esos serán los grandes objetivos de Hansson y los pasos clave para alcanzarlos serán dos célebres pactos o “alianzas de clase”. El primero, sellado en mayo de 1933, con el estamento campesino y el segundo, de diciembre de 1938, con la gran burguesía industrial sueca.
Los antecedentes de este último acuerdo son interesantes ya que hablan no solo de una colaboración cada vez más estrecha entre sindicatos socialdemócratas y empresarios sino de una socialdemocracia que, con su conducción moderada y responsable del país, se había ganado un amplio respeto. Ya no era una amenaza, sino el partido del consenso, la paz social y el buen gobierno. Esto se hizo especialmente notorio en las relaciones cada vez más amistosas entre su líder máximo y los círculos empresariales más connotados. La celebración en 1935 del cincuentavo aniversario del nacimiento de Per Albin Hansson en la sala de fiestas del Hotel Carlton de Estocolmo fue una ocasión memorable que vio a todos los grandes banqueros y líderes industriales de Suecia reunirse para rendirle homenaje a quien rápidamente se estaba transformando en un “padre de la patria” (landsfader). Las elecciones de 1936 consagraron el auge del Partido Socialdemócrata, que por primera vez superó el 45 por ciento de los sufragios para alcanzar en 1940 lo que sería su récord electoral absoluto con el 53,8 por ciento de los votos.
En esta circunstancia, la clave de la conquista de una sólida hegemonía política por parte de la socialdemocracia residió en su capacidad de no dejarse embriagar por sus propios éxitos y la fuerza arrolladora de que disponía gracias a su peso electoral combinado con la masiva presencia de los sindicatos y movimientos populares controlados por el partido. Suecia estaba, por así decirlo, en sus manos y podría haber elegido imponer su voluntad a rajatabla, pero no lo hizo. En otras palabras, el partido supo subutilizar su poder a fin de ganar hegemonía, es decir, la aceptación generalizada de su visión y conducción del país.
Esto se manifestó con claridad en la política seguida en los años 30. Las reformas impulsadas fueron cautelosas y tanto el tamaño del Estado como los niveles de tributación siguieron siendo inferiores a los de otros países desarrollados. Éstos últimos incluso descendieron entre 1933 y 1937, manteniéndose por debajo del 15 por ciento del PIB hasta 1940. Sin embargo, bajo esta superficie de moderación comenzaba a elaborarse aquella visión mucho más ambiciosa que con el tiempo transformaría a Suecia en un país excepcional por la potencia, amplitud y aspiraciones de su Estado. Pero ello se haría profundizando la hegemonía hasta convertir el proyecto socialdemócrata en una encarnación moderna de la tradición político-cultural del país y en el norte compartido por todas las fuerzas sociales y políticas del país.
La utopía de la sociedad racional
La fuerza de la socialdemocracia en los años 30 no solo estuvo dada por su gran base de apoyo popular, la inclusividad de su proyecto político y su moderación gubernativa. De al menos igual significación fue la pujante economía capitalista que impulsaba un rápido mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo sueco y hacía posible las reformas sociales que paulatinamente se irían implementando. Sus bases fueron establecidas en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial y las grandes empresas fundadas en ese periodo siguen siendo hasta hoy el gran pilar industrial del país. Sin embargo, la corta pero severa crisis de la posguerra (1921-22) tuvo un gran impacto que permitió, en el más puro estilo de la destrucción creativa de Schumpeter, la eliminación de las firmas menos competitivas y la reorientación de los recursos productivos hacia nuevas industrias que mostrarán gran vigor.
De esta manera, Suecia pudo enfrentar la crisis de comienzos de los años 30 con una estructura industrial sana con gran potencial, lo que posibilitó una rápida salida de la misma iniciada ya antes de la aplicación de las cautelosas medidas antirecesivas que implementó la socialdemocracia en 1933. Tal como afirma el destacado historiador económico Lennart Schön: “En realidad, el nuevo gobierno no alcanzó a aplicar sus medidas antes de que la recuperación de la crisis ya fuese un hecho”. La producción industrial se recuperó vigorosamente después de una fuerte caída inicial y así lo hizo también el empleo industrial, que en 1939 superaba en casi un 30 por ciento el nivel alcanzado en 1929. A su vez, en 1939 el PIB per cápita sobrepasaba en un 24 por ciento el nivel pre crisis. Este fue el generoso legado de la Suecia liberal y capitalista a la Suecia socialdemócrata, dándole una extraordinaria base de sustentación económica cuyo pleno impacto se haría sentir en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, duplicando el PIB per cápita del país entre 1945 y 1965.
La potencia industrial de Suecia fue el fundamento del gran progreso experimentado durante las décadas de la hegemonía socialdemócrata, pero también brindó el modelo de organización a partir del cual construir “el hogar del pueblo” de que hablaba Per Albin Hansson. Este modelo, la gran fábrica moderna, era congenial con el proyecto socialista de planificación social, donde el Estado y sus expertos ocuparían el lugar que dentro de la industria tenían sus ejecutivos e ingenieros. Se trataba de un gran proyecto de ingeniería social, destinado a crear una sociedad basada en las mejores soluciones técnicas para las necesidades experimentadas por los ciudadanos. La finalidad era construir una sociedad racional, donde los ciudadanos fuesen ayudados por el Estado a vivir mejores vidas que las que ellos mismos, basados en sus recursos y conocimientos limitados, podían llegar a vivir. Esta fue la gran utopía que orienta el consenso de la época de la hegemonía socialdemócrata. Su potencia fue tal que prácticamente todas las fuerzas políticas del país la hicieron suya, reduciéndose la política a una discusión cada vez más técnica acerca de las mejores formas de conseguir objetivos compartidos.
La idea rectora de este gran proyecto era “arreglarle la vida” a la gente mediante intervenciones bienhechoras de expertos en diversas materias. Esta expresión, que tan bien caracteriza las ambiciones del gran proyecto hegemónico socialdemócrata, sirve de título a la obra clásica sobre el tema, Att lägga livet till rätta, que la historiadora Yvonne Hirdman publicó en 1995. En ella se estudian los proyectos políticos de intervención en la cotidianeidad de la vida de los ciudadanos —sus formas de arreglar sus hogares, cuidar sus cuerpos, comer, relacionarse con sus hijos e incluso hacer el amor— a fin de “arreglarles sus vidas”, es decir, acercarlas a un ideal racional definido científicamente por la tecnoburocracia estatal.
Al respecto, Hirdman cita, entre muchos ejemplos, el informe de la comisión de 1936 sobre la creación de una “moral sexual estatal” basada, para decirlo con las propias palabras del informe, en “una revisión racionalista de las actitudes en cuestiones sexuales”, en la medida en que “los cambios bajo consideración en la vida sexual de los individuos no son una cuestión privada, ya que la sociedad no puede mirar con indiferencia lo que ocurre en este terreno”. Esta misma ambición de arreglarle la vida a la gente y crear un tipo humano superior es destacada por Jonas Frykman, uno de los más prestigiosos etnólogos suecos contemporáneos, de la siguiente manera: “Eran los tiempos dorados de la creencia en que un gobierno poderoso y autónomo estaba en condiciones de dirigir la economía del país, administrar a su gente y confiar en que los científicos proveerían los fundamentos del programa de reformas (…) El ‘hombre nuevo’ del que ahora se habla sería formado de acuerdo a metas científicas en la escuela reformada, aprendería a organizar su vida familiar de manera simple y práctica, y sería instruido acerca de cómo cuidar su cuerpo”.
Así se llegó a elaborar, especialmente por la poderosa Dirección de Asuntos Sociales, una amplísima gama de mecanismos de intervención y recomendaciones mediante los cuales el pueblo sueco sería puesto a la altura de la utopía de la sociedad racional. Sin embargo, y esto es clave para no malinterpretar lo que estaba ocurriendo, las ambiciones estatales fueron respaldadas entusiastamente por una población ansiosa de modernidad y progreso, que en su abrumadora mayoría vio las intervenciones estatales como una forma natural de promover metas compartidas. Como siempre en Suecia, la acción estatal se combinaba y fortalecía con impulsos desde abajo, dándole una fuerza y amplitud extraordinarias.
En este contexto no puede dejar de mencionarse el aspecto sin duda más siniestro de esta voluntad de arreglarle la vida a la gente: la intervención en la reproducción misma, implementando el programa más dilatado que haya existido de esterilización forzosa de mujeres consideradas como inadecuadas para ser madres. De esta manera, más de 60 mil mujeres fueron esterilizadas entre 1935 y 1975. Entre los motivos más comunes dados por los expertos estatales para justificar la esterilización se encuentran los siguientes: “débil mental”, “imbécil”, “floja”, “de inclinación asocial”, “mezclada racialmente”, “de sangre gitana”. Así, la ingeniería social derivaba en ingeniería genética, siguiendo una triste línea de desarrollo iniciada ya en 1922 con la creación del Instituto Estatal de Biología Racial en la ciudad de Uppsala (la primera moción para crear el instituto fue presentada en 1920 de manera conjunta por los líderes del Partido Conservador y el Socialdemócrata).
Todo este ambicioso proyecto de “racionalización” de la vida de los individuos descansaba sobre un gran pacto implícito que establecía una clara división del trabajo entre el sector privado y el público. El sector privado gozaría de gran autonomía en el ámbito industrial, comercial y financiero, recibiendo del Estado las mejores condiciones posibles para su desarrollo, incluyendo la formación y capacitación de la fuerza de trabajo así como la seguridad social de los trabajadores. Por su parte, el Estado, gracias a un creciente flujo tributario, se haría cargo de la planificación social y urbanística, así como de desarrollar los grandes servicios del bienestar: educación, salud, cuidados de niños y adultos mayores, asistencia social, etcétera. Este fue el gran pacto sobre el que se edificó el consenso de la posguerra y una praxis democrática donde los fines colectivos y los mecanismos corporativos cobraron una presencia cada vez más prominente.
El tiempo de la cosecha
Los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial son habitualmente denominados en Suecia como “el tiempo de la cosecha” (skördetiden). Con una industria intacta, gracias a la neutralidad mantenida durante la guerra, en una Europa devastada por el conflicto bélico, Suecia pudo iniciar una fase de rápido crecimiento, pleno empleo y modernización. Así, en 1965 el país llegaría a ser uno de más prósperos del mundo en términos de ingreso per cápita. Para su pueblo ello representó la entrada masiva en la sociedad de consumo y para sus gobernantes la posibilidad de realizar, en un ambiente de extraordinario consenso, aquellos sueños de la sociedad racional y planificada que habían sido esbozados ya en la década de los 30. Además, el mismo desarrollo bajo la guerra había mostrado las grandes posibilidades abiertas a la planificación y a la expansión del Estado.
Así resume Yvonne Hirdman los fundamentos de la “expansión política” de los años 40: “La grandiosidad de la ideas planificadoras no era menor ahora que en la década de los 30. Lo que ocurrió es que las ideas de la sociedad científicamente planificada y del ser humano científicamente planificado pasaron ahora a formar parte del sentido común acerca de la forma correcta de hacer política. La ingeniería social se difundió así desde la vanguardia a la gran masa de los políticos y pensadores sociales”.
La consecuencia más significativa de estas ideas será una expansión de las atribuciones y el tamaño del Estado que llegarán a desbordar todo lo anteriormente conocido. Este proceso se realizará contando con un gran consenso político acerca de las razones y la conveniencia de las intervenciones estatales en los más diversos ámbitos, incluyendo aquellos que hacen a las esferas más privadas de nuestra vida. Como comenta Emil Uddhammar en su notable tesis doctoral sobre Los partidos y el gran Estado: “La expansión pública durante el siglo XX se produjo sin que ningún partido opusiese una resistencia consecuente y de principios (…) En muchas oportunidades, los partido de centroderecha han querido ir mucho más lejos que la socialdemocracia en lo relativo a las responsabilidades y regulaciones públicas (...) una visión tecnocrático-política de la realidad llegó a predominar de tal manera que la separación entre lo público y lo privado desapareció del pensamiento político”.
Una de las consecuencias centrales de este gran consenso fue el fuerte desarrollo del corporativismo en sus dos ámbitos fundamentales: el administrativo y el laboral, a lo que se le debe sumar la fuerte influencia de los intereses organizados corporativamente en el mismo proceso legislativo y la estrecha colaboración entre políticos, entes estatales, empresas, sindicatos y organizaciones sociales que se establece a diversos niveles.
El corporativismo administrativo, es decir, la participación directa de diversos intereses organizados en las decisiones de los entes públicos, se va a extender en este periodo a una larga serie de ámbitos, siguiendo el modelo desarrollado ya desde la década de 1910 en lo relativo al mercado laboral. Miles de representantes de las más diversas organizaciones pasarán a formar parte de cientos de directorios de entes públicos ya sea a nivel nacional, regional o municipal. A ello debe agregarse la amplia presencia corporativa en diversos tribunales, como aquellos dedicados a resolver pleitos en materias laborales, de seguros, de mercado o del sector de la vivienda.
En cuanto al corporativismo laboral, consolidado mediante el acuerdo con los empresarios de 1938, es interesante notar que su esencia era la autorregulación por parte de las organizaciones involucradas de las relaciones laborales, reduciendo a un mínimo tanto la injerencia político-estatal en las mismas como la libertad de individuos y empresas para establecer condiciones laborales que discrepasen de las regulaciones fijadas mediante los acuerdos corporativos.
Este predominio corporativo en el ámbito laboral llegó a su culminación a comienzos de los años 50, cuando la Confederación de Empresarios (SAF) y la Organización Nacional sindical (LO) pasaron no solo a fijar el marco regulador de las relaciones de trabajo, sino también los niveles salariales mediante la centralización de las negociaciones sobre remuneraciones y otros aspectos relacionados con las mismas. Producto de ello es la célebre “política salarial solidaria” que define los rangos salariales nacionales promoviendo un amplio proceso de racionalización y reestructuración industrial.
Se llega así a una situación donde la marcha del país dependerá, en gran medida, de los acuerdos logrados por dos poderosas organizaciones corporativas plenamente respaldadas por la política gubernamental y el conjunto de la clase política. Lo que el parlamento decidiese tenía, de hecho, mucho menos importancia que los acuerdos logrados a puertas cerradas entre las delegaciones de la SAF y la LO. Era la así llamada “Suecia de las organizaciones” (Organisations-Sverige) en su máxima expresión.
De igual importancia que estos acuerdos nacionales y la organización corporativa de la dirección de los entes estatales fue la estrecha colaboración establecida entre autoridades sectoriales, administraciones públicas nacionales, regionales o locales, empresas y organizaciones sindicales o de la sociedad civil. Se formaron de esta manera los así llamados “triángulos de hierro” que de hecho controlaban el desarrollo en diversos ámbitos de la vida sueca, incluyendo la defensa nacional.
Un estudio detallado de estas alianzas se encuentra en la tesis doctoral de Peter Billing y Mikael Stigendal sobre la tercera ciudad de Suecia y cuna de su movimiento obrero: Malmö. Un ejemplo relevante al respecto es lo ocurrido en el sector de la vivienda, absolutamente controlado por una estrecha alianza entre políticos locales, planificadores municipales, dirigentes de los movimientos sociales y los sindicatos socialdemócratas, grandes empresarios del sector de la construcción y sus representantes corporativos así como prominentes bancos. Este complejo político-empresarial-corporativo determinaba, sin contrapeso alguno, no solo el destino de las inversiones públicas sino el conjunto de las políticas de vivienda que seguiría Malmö. De ello surgieron los planes más grandiosos, y grandiosamente fracasados, de construcción masiva de enormes “complejos habitacionales racionales” para la sociedad racional de la utopía socialdemócrata.
Estos antecedentes nos permiten analizar con más precisión los rasgos del peculiar sistema liberal-corporativo que caracterizará a la democracia sueca durante la larga hegemonía socialdemócrata. Como hemos visto, la democracia, en sus diferentes niveles, se ejerce en el marco de un compacto entramado de relaciones y alianzas que condicionan las decisiones que se toman y, no menos, las formas en que se aplican. Es decir, tanto la formación de las decisiones democráticas como su transformación en medidas concretas vienen a estar influenciadas de manera decisiva por una constelación de intereses corporativos que de esta manera condiciona el funcionamiento de las formas liberales de la democracia sueca —amplias libertades políticas y civiles así como procesos electorales y parlamentarios impecables— dándoles, en cuanto praxis democrática, una orientación nítidamente colectivista, donde los intereses de grupo priman sobre la autonomía individual.
Esta constatación nos permite profundizar en lo que podemos denominar, siguiendo la terminología en uso, “corporativismo democrático” a fin de diferenciarlo del de corte autoritario-fascista, donde las organizaciones corporativas son un producto y están subordinadas a la coacción del Estado. Por contraposición a ello, se ha planteado que la característica distintiva del corporativismo democrático sería la independencia de las organizaciones corporativas respecto del poder político, pudiendo de esa manera representar genuinamente los intereses de sus asociados. Sin embargo, un estudio de la praxis real del corporativismo sueco pone seriamente en duda esta premisa, pero sin por ello caer en el modelo corporativo fascista. En vez de relaciones de dependencia o independencia, lo que se observa es una profunda interdependencia entre poder político, administración pública, sector empresarial, organizaciones corporativas y mundo asociativo en general. Todos dependen, por un lado, de los compromisos mutuos y los intercambios que ellos implican y, por otro, de la capacidad de cada parte de disciplinar tanto a sus representados como a eventuales outsiders en torno al respeto de los acuerdos logrados.
Este último aspecto es clave para entender la dinámica de este tipo de corporativismo, donde todo interés o persona no organizada o no incluida en la negociación tiende a quedar en una situación claramente desfavorecida. Ello crea un poderoso incentivo para organizarse y obtener el monopolio de la representación corporativa reconocida. Esta lucha por la representación exclusiva en el ámbito de la sociedad civil fue ganada, con la ayuda del Estado y el resto de las organizaciones corporativas, casi sin excepción por las organizaciones socialdemócratas, las que a veces, como en el caso de los sindicatos, no trepidaron en usar los métodos más drásticos para eliminar o marginalizar a las organizaciones alternativas o a eventuales competidores dentro de las organizaciones ya controladas por la socialdemocracia.
A mediados de los años 60 el triunfo del modelo socialdemócrata de sociedad parecía definitivo. Toda resistencia política e ideológica al mismo había cesado, los partidos de la centroderecha giraban como planetas en torno al sol socialdemócrata y un país en profunda paz social veía su bienestar aumentar de año en año. El Estado ampliaba sucesivamente su manto protector, el modelo corporativo alcanzaba su máxima expresión y las más diversas organizaciones colaboraban armónicamente en la administración de un progreso que parecía no tener fin. En la elección de septiembre de 1968 la socialdemocracia volvía a obtener, por segunda vez en una elección parlamentaria, más del 50 por ciento de los votos y sus adherentes cantaban entusiastas sobre la maravillosa vida del pueblo sueco que se deleitaba viajando “en el colchón inflable que nos lleva por el mar del bienestar”. Sin embargo, justo entonces todo estaba por cambiar.
El ocaso de la utopía socialdemócrata
Generalmente existe una larga historia detrás de aquellos cambios que afloran sorpresiva y abruptamente en la superficie de la vida social y política. Así fue en el caso de Suecia. El mismo éxito del modelo corporativo creó una poderosa constelación de fuerzas organizadas que velaban por sus intereses, generando un entramado institucional y de alianzas que tendía a conservar las estructuras vigentes, fortaleciendo a los insiders o incumbentes y dificultando la inclusión de nuevos actores y perspectivas. Este proceso de creciente rigidez estructural en función de la fortaleza de los intereses organizados ha sido bien estudiado por Mancur Olson en su libro clásico sobre el auge y la decadencia de las naciones. Podemos llamarlo “la trampa del éxito” y afecta con particular fuerza a las naciones, regiones y organizaciones que han sido especialmente exitosas durante un cierto período de desarrollo.
En el caso sueco, las estructuras corporativas y la fuerte presencia del Estado tuvieron una eficacia extraordinaria bajo las condiciones de la sociedad industrial madura y no podían dejar de encontrar crecientes problemas de adaptación en la transición hacia una sociedad posindustrial. El mismo modelo de sociedad construido por la socialdemocracia era una réplica en grande de la lógica organizacional de la gran industria, un verdadero “fordismo social” que bajo el comando de sus ingenieros sociales producía en gran escala soluciones estandarizadas para satisfacer todo tipo de necesidades sociales. Más aún, la fuerza de la socialdemocracia estaba dada por una estructura social con gran presencia de los trabajadores industriales y sus organizaciones, tal como la fortaleza y bienestar del país era dependiente de la pujanza y competitividad de sus grandes industrias exportadoras.
En estos dos aspectos se van a producir cambios de gran trascendencia. Ya desde mediados de los años 40 el empleo en el sector industrial se estanca en torno al 33 por ciento de la ocupación total, para comenzar a descender desde los años 60. En términos relativos el descenso comienza en 1963 y en términos absolutos en 1966, perdiendose unos 200 mil puestos de trabajo en los veinte años venideros. A su vez, el empleo en los servicios públicos experimenta un aumento espectacular, triplicando su número entre 1960 y 1985 y pasando del 12,4 al 32,4 por ciento de la ocupación total, lo que, sumando el resto de las actividades del sector público, eleva el empleo de este sector a un 40 por ciento del total del país.
Esta evolución es parte de un enorme cambio en la estructura productiva y social del país, donde la ocupación en la agricultura, industria y construcción se reduce de dos tercios a poco más de un tercio del total entre 1945 y 1985. En suma, los mecanismos, visiones y utopías que pusieron los cimentos de la hegemonía socialdemócrata, con sus consensos y pactos fundacionales, pertenecían a una sociedad ya periclitada en función de desarrollo que ellos mismos habían promovido. Una sociedad de clases medias había reemplazado a la vieja sociedad obrero-campesina (donde más del 90 por ciento de la población apenas había asistido a la escuela básica) que vio llegar a Per Albin Hansson al poder a comienzos de los años 30. La movilidad social había sido extraordinaria y la expansión educacional notable, culminando en la década de 1960 con una dramática ampliación de la educación superior que ve multiplicarse 3,5 veces el número de sus estudiantes entre 1960 y 1970. Como se dijo en su momento, los hijos del “hogar del pueblo” se habían hecho adultos, pero el sistema los seguía viendo y tratando como niños a los que se les debía “arreglar la vida”.
Se abría así una grieta o tensión estructural entre la conformación colectivista y corporativa del sistema político sueco y un desarrollo que promovía la autonomía individual y empoderaba, material y cognitivamente, a los ciudadanos. En el debate sueco, se ha usado el concepto de “individualización” para caracterizar este desarrollo que entra en contradicción con un sistema basado en la preeminencia de las grandes organizaciones y las intervenciones estatales. Como resume Tommy Möller en su Historia política sueca: “Bajo la superficie estable se vislumbraban cambios ya durante los años 60 (…) Al mismo tiempo que el colectivismo caracterizaba al sistema político comenzaba una individualización a hacerse presente en todos los ámbitos de la vida social: se debilitaban los lazos sociales, económicos y culturales que antes habían delimitado el radio de acción de los individuos. En paralelo a esta emancipación disminuía la confianza en las autoridades”.
Por su parte, pronto se manifestará con toda claridad un cambio de escenario económico que venía gestándose desde hace un tiempo. A mediados de los años 70 la larga bonanza de los años de la posguerra llegará definitivamente a su fin, dando paso a más de dos decenios de un desarrollo cada vez más insatisfactorio que culmina, a comienzos de los años 90, con una profunda crisis que viene a cerrar dramáticamente el ciclo de auge y caída del modelo de desarrollo iniciado en los años 30. Así, Suecia, que en 1975 era el cuarto país más próspero entre las naciones desarrolladas, se vería relegada al lugar número 14 en 1993.
Las causas de este notable cambio de sino económico son diversas y no es del caso analizarlas aquí con detención (el lector interesado puede consultar mi libro Suecia: El otro modelo). Se trata de fenómenos globales que afectarán prácticamente a todas las economía desarrolladas, pero que tendrán un impacto especialmente fuerte en sociedades, como la sueca, con estructuras corporativas de gran poder, altos niveles de intervención estatal y amplios monopolios públicos. En ellos, la resistencia al cambio será, por las razones ya esbozadas, extraordinariamente vigorosa y dilatada.
Este es el trasfondo de la crisis del sistema democrático-corporativo que Suecia experimenta durante las décadas finales del siglo XX. El mismo año en que la socialdemocracia celebraba una de sus más espectaculares victorias electorales, la de 1968, llegaban a Suecia los ecos de la revuelta juvenil europea. La ocupación de la Casa de los Estudiantes en Estocolmo a fines de mayo de ese año ha quedado como un hito premonitorio de lo que sería un súbito e inesperado cambio de escena social y política. Pronto resonarían las consignas antiimperialistas y anticapitalistas en las calles de las ciudades de Suecia y una nueva izquierda extraparlamentaria desplegaría una bulliciosa agitación contra el modelo de consensos y pactos propio de las décadas pasadas. La socialdemocracia y los grandes sindicatos adscritos al partido serán ahora descritos como sumisos colaboradores del gran capitalismo sueco y “lacayos” del imperialismo estadounidense. A su vez, en diciembre de 1969 estallaba la gran “huelga salvaje” de las minas de mineral de hierro en el norte de Suecia, iniciando una época de creciente conflictividad laboral. Ya en 1970 se registra un número sin precedentes de conflictos laborales, más de 130 huelgas, y en 1975 se llega a 289 huelgas, casi todas ellas ilegales o “salvajes”.
Este ambiente de agitación encuentra su expresión más trascendental en la paulatina radicalización que la socialdemocracia y los sindicatos afiliados al partido experimentan durante este período. Ello coincide con la llegada, en octubre de 1969, a la presidencia del partido y al cargo de primer ministro de un líder de un talante político y un origen social muy diferente al de los anteriores líderes socialdemócratas: Olof Palme. El resultado de este proceso de radicalización será la ruptura de los consensos y pactos que habían fundado la larga hegemonía socialdemócrata, no menos aquellos referentes a la relación entre socialdemocracia, sindicatos y Estado, por una parte, y mundo empresarial, por otra. En otras palabras, la socialdemocracia pierde su moderación tradicional y pasa de la subutilización de su poder para ganar hegemonía a su sobreutilización, destruyendo así las bases de su propia hegemonía.
A mediados de los años 70, una nueva legislación aumentará de manera considerable el poder sindical dentro de las empresas así como las intervenciones estatales en la gestión de las mismas. Pero el paso decisivo en este terreno lo dará la gran central sindical socialdemócrata (LO), que en 1971 actualiza el tema de la propiedad de las empresas para en 1975 lanzar una propuesta de creación de los así llamados “fondos de los asalariados” (löntagarfonder) que no era otra cosa que un proyecto de socialización paulatina de las grandes empresas suecas (ello operaría mediante la distribución anual de una quinta parte de las ganancias obtenidas en forma de emisiones especiales de acciones a fondos colectivos administrados por los sindicatos. Ello debería ya en torno al año 2000 haber traspasado el control de las grandes empresas a los sindicatos). Su creador, el economista Rudolf Meidner, expresó con toda claridad el significado revolucionario de la propuesta en una entrevista publicada ese año en el órgano oficial de la LO: “El sistema capitalista es, lisa y llanamente, inmoral (…) Lo que queremos es despojar a los dueños del capital del poder que ejercen precisamente mediante su propiedad. Todas las experiencias muestran que no es suficiente con influenciar y controlar. La propiedad juega un papel decisivo. Al respecto, baste referirse a Marx y a Wigforss: en lo fundamental, no podemos cambiar la sociedad sin cambiar también la propiedad”.
Ese mismo año, Olof Palme visitaba Cuba y era recibido en gloria y majestad por Fidel Castro. En un discurso en Santiago de Cuba expresó así su fe socialista ante una multitud jubilosa: “La cuestión acerca de la organización de la producción juega un papel central en la emancipación de los seres humanos. Por ello queremos realizar la democracia económica, involucrar a todo el pueblo en la transformación de la sociedad y poner el desarrollo técnico y económico al servicio de las necesidades de la gente. Queremos poner el derecho a decidir sobre la producción y su distribución en manos de todo el pueblo y liberar a los ciudadanos de la dependencia de cualquier grupo de poder que esté fuera de su control”.
La propuesta de los fondos de asalariados fue aprobada unánimemente por el congreso de la LO en 1976 y en la primera página de su periódico se pudo leer, con grandes letras, un titular que haría historia: “Con los fondos nos las tomamos sucesivamente”, aludiendo a las grandes empresas. Un par de años más tarde, en su congreso de 1978, el partido aprueba, con modificaciones, la propuesta. Con ello, la socialdemocracia volvía al tipo de cuestionamiento radical de los fundamentos del sistema capitalista que había abandonado a fines de los años 20, rompiendo así con la herencia de Per Albin Hansson y con una de las premisas esenciales del consenso que desde los años 30 imperaba en el país.
Para el sector empresarial, al igual que para la centroderecha sueca, se trató de un amargo despertar después de un largo idilio con la socialdemocracia y un profundo convencimiento de que las ideologías habían muerto. El clima político se enrareció, las controversias subieron de tono y la socialdemocracia sufrió una derrota histórica en la elección de 1976, perdiendo el poder después de ejercerlo casi sin interrupción durante cuarenta años. Finalmente, las calles de Estocolmo vieron un espectáculo del que no se tenía memoria: el 4 de octubre de 1983, día de la apertura del parlamento, marcharán cerca de cien mil personas venidas de todo el país y encabezadas por empresarios tanto grandes como pequeños contra los fondos.
Simultáneamente, el sistema vigente desde 1952 de acuerdos salariales centralizados entre la Confederación de Empresarios (SAF) y la gran central sindical socialdemócrata (LO), que llegaría a agrupar más de dos millones de trabajadores, entra en crisis en 1980, año en que estallan los conflictos laborales más grandes de la historia sueca. Luego, el sistema se deteriorará paulatinamente durante los años 80, hasta dejar completamente de funcionar a comienzos de los 90.
La culminación de este proceso de ruptura de los grandes acuerdos tiene directamente que ver con el corporativismo administrativo. En 1990 la SAF decide decirle “adiós al corporativismo” y abandonar unilateralmente, desde el 1 de enero de 1992, todas las instancias de participación corporativa en los organismos de dirección de los entes públicos, a excepción de los tribunales en materias laborales y de seguros así como los directorios de los fondos de pensiones.
La argumentación para motivar un paso tan trascendental, que implicaba retirar unos cinco mil representantes de diversos directorios, tuvo un perfil marcadamente ideológico, pero, según el estudio de Bo Rothstein y Jonas Bergström sobre el tema, se podría haber tratado, en el fondo, de una cuestión mucho más pedestre: los representantes del Estado habían tendido a abandonar la neutralidad en los organismos corporativos poniéndose del lado de los sindicatos. Con ello se había perdido el equilibrio que el corporativismo presupone para poder funcionar con legitimidad, transformándose en una especie de trampa que ataba a los representantes empresariales a decisiones que no podían influenciar ni compartían.
En septiembre de 1991, en plena crisis económica, la socialdemocracia pierde las elecciones y el poder pasa a manos de un primer ministro conservador, Carl Bildt, cosa que no ocurría desde el último gobierno de Arvid Lindman que había concluido en junio de 1930. Pero lo más significativo fue que por primera vez la socialdemocracia era derrotada por una coalición de partidos que cuestionaba abiertamente la utopía socialdemócrata de la sociedad racional y manifestaba, sin ambigüedades, una voluntad de cambiar el sistema social existente. Suecia entraba así en una época de grandes cambios que iban a transformar profundamente tanto su sociedad como su Estado y las formas de organizar la democracia.