Solo acéptelo: la Corte Suprema siempre ha sido política
Ilya Shapiro señala cómo las batallas por llenar vacantes en el poder judicial de EE.UU. siempre han sido procesos sumamente politizados.
Por Ilya Shapiro
Frente a la nominación por parte del presidente Donald Trump de Amy Coney Barrett a la Corte Suprema, los opinólogos de todas las vertientes ideológicas se lamentan que la lucha por la vacante dejada por Ruth Bader Ginsburg es demasiado política, que si solo nuestros líderes fuesen estadistas, volviésemos a la era de oro de los buenos sentimientos que respetan las normas.
Aún así la política siempre ha sido parte del proceso. Desde los inicios de la república, los presidentes han elegido a jueces por razones que incluyen equilibrar los intereses regionales, respaldar prioridades de políticas públicas y proveer representación a porciones claves del electorado.
Ya sea si miramos las etiquetas partidistas de los candidatos o a la política “real”, ellos han tratado de encontrar personas que estén en línea con sus propios pensamientos políticos, y aquellos de los partidarios de su partido. Incluso durante los primeros días, era raro que alguien esté en la lista de principales nominados a la Corte Suprema de los presidentes de partidos distintos.
Observe las batallas judiciales de John Adams y Thomas Jefferson, con la Ley de los Jueces de Media Noche —la original captura de la corte— así como también los intentos fracasados por parte de Jefferson de designar jueces que sirvan de contrapeso al federalista John Marshall (quien Adams había designado en la última sesión de su administración, luego de haber perdido la reelección).
En los años que siguieron, cuando la política de EE.UU. estuvo definida por rivalidades dentro del Partido Demócrata-Republicano y sus sucesores, los abogados ambiciosos sabían que sus carreras dependían de navegar entre las divisiones internas del partido. Nunca ha habido una era de oro en la que el “mérito” como una medida objetiva del poder de capacidad intelectual y agudeza legal fuese la única consideración.
Cuando los nominados han llegado al Senado, se han enfrentado a otro obstáculo, particularmente cuando el partido del presidente no tenía una mayoría. Históricamente, el Senado ha confirmado menos de un 60% de aquellos nominados a la Corte Suprema bajo un gobierno dividido, comparado con solo un poco menos de 90% cuando el partido del presidente controlaba el Senado. El momento importa también: más de 80% de los nominados durante los primeros tres años de un periodo presidencial han sido confirmados, pero apenas más de la mitad durante el cuarto año (electoral). La diferencia allí nuevamente es política: 17 de los 19 nominados antes de una elección para llenar una vacante que surgió durante un año electoral han sido confirmados bajo un gobierno unido, frente a solo uno de 10 cuando el poder estaba dividido.
Casi la mitad de los presidentes han tenido al menos una nominación frustrada, empezando con George Washington y sucediendo hasta con George W. Bush y Barack Obama. James Madison tuvo un nominado rechazado, mientras que John Quincy Adams tuvo uno “pospuesto indefinidamente”. Andrew Jackson fue capaz de designar a Roger Taney solo luego de que se cambiara la composición del Senado, mientras que el pobre John Tyler, un huérfano político luego de que los Whigs lo expulsaran de su partido, tuvo solo una nominación exitosa de nuevo intentos.
La mayoría de los presidentes del siglo 19 tuvieron problemas llenando vacantes antes de una elección entre 1894 y 1968 donde solo un nominado fue rechazado, John Parker bajo la administración de Herbert Hoover en 1930. Desde Lyndon Johnson, todos los presidentes que han obtenido más de una nominación tuvieron un fracaso, excepto George H. W. Bush y Bill Clinton.
En total, de 163 nominaciones formalmente enviadas al Senado, solo 126 fueron confirmadas, lo cual representa una tasa de éxito de 77%. De esas 126, uno murió antes de ocupar el puesto y siete rechazaron servir, el último de estos en 1882 —un incidente que es poco probable que vuelva a suceder. Del resto, 12 fueron rechazados, 12 fueron retirados, 10 expiraron sin que el Senado tomara acción alguna (más recientemente Merrick Garland), y seis fueron pospuestos o archivados. En otras palabras, por varias razones, menos de tres cuartos de los nominados a la alta corte han terminado llegando a la corte. Basándonos en las tasas relativas de nominaciones exitosas, se podría argumentar de que el proceso de nominación y confirmación era más político durante el primer siglo de la nación que desde ese entonces. Tanto la presidencia y la corte eran relativamente débiles en ese entonces y el proceso era más un juego entre las élites políticas. Conforme el poder judicial asumió un papel más importante, las nominaciones atrajeron más atención del público, y también más transparencia. Los grupos de interés empezaron a importar —los sindicatos y la NAACP contribuyeron al rechazo de Parker en 1930— conforme las relaciones públicas se volvieron igual de importantes que las relaciones con el Senado. La político volvió al proceso, pero de una manera distinta. La batalla se convirtió en una que giraba en torno a la ideología y la percepción del público en lugar de ser acerca de satisfacer a facciones internas del partido o regionales.
Más recientemente, hemos visto teorías divergentes acerca de la interpretación constitucional y cómo estas tiñen las preferencias partidistas en tiempos en que los partidos están más ideológicamente divididos que en cualquier momento desde al menos la Guerra Civil y en los que la Corte Suprema es más poderosa que nunca antes. De manera que, por supuesto, estas batallas sobre esos valiosos asientos judiciales será tensa.
Esto es una pena pero los electores son los jueces en última instancia del tipo de personas que quieren ver en batas negras y del tipo de filosofías judiciales a las que ellos quieren darle poder.
Este artículo fue publicado originalmente en New York Daily News (EE.UU.) el 26 de septiembre de 2020.