Sin quiebras, depresión secular

Juan Ramón Rallo explica que "La zona del euro tiene un problema de solvencia, no de liquidez. Sus dificultades no proceden de que haya una colusión de especuladores que les estén restringiendo el crédito a los países de la periferia, sino de que esa periferia no puede pagar las obligaciones que ya ha contraído".

Por Juan Ramón Rallo

La zona del euro tiene un problema de solvencia, no de liquidez. Sus dificultades no proceden de que haya una colusión de especuladores que les estén restringiendo el crédito a los países de la periferia, sino de que esa periferia no puede pagar las obligaciones que ya ha contraído. La deuda pública griega alcanza el 150% del PIB y la deuda bancaria irlandesa el 800%; la moribunda economía portuguesa es incapaz de generar las rentas que se requieren para hacer frente a sus no muy desproporcionados pasivos; y por último está España, que constituye un explosivo cóctel de los tres problemas anteriores: deuda pública creciente, deuda bancaria expuesta al ladrillo y un aparato productivo colapsado y con cinco millones de parados.

Los PIGS hemos tomado prestado durante demasiados años demasiado crédito barato procedente de Francia y Alemania para ejecutar demasiadas malas inversiones: hipertrofia del Estado en Grecia, hinchazón de una colosal burbuja inmobiliaria en Irlanda y España o mantenimiento comatoso de una economía que debía reestructurarse en el caso de Portugal. Nuestros políticos no deberían de mirar a Zúrich en busca de gnomos conspiradores, sino a los agujeros financieros de sus propios bancos, empresas, familias y administraciones públicas.

Pero claro, si de agujeros se trata, todo el tinglado que ha montado la UE para salvar a los países periféricos pierde casi todo su sentido. El famoso fondo de rescate no está pensado para recapitalizar a las naciones insolventes, sino para refinanciar su impagable endeudamiento. Es decir, la UE no está tratando de resolver quién se come las muy ciertas pérdidas milmillonarias de la periferia, sino que se limita a comprar tiempo.

¿Tiempo para qué? Pues para ver si con un recorte del gasto por aquí, una subida de impuestos por allá y una reforma laboral por el otro lado, estos países logran sanear sus presupuestos, volver a crecer y así tener la opción de devolver el dinero que se les prestó.

Fantástico plan que entraña un problema, uno sólo: mientras la Unión Europea siga refinanciándolos, ninguno de ellos tendrá que apretarse seriamente el cinturón ni, en última instancia, será capaz de volver a crecer. Al cabo, si resulta urgente que todos estos países se desapalanquen no es sólo para recuperar unos niveles de solvencia sobre los que puedan demandar de nuevo crédito: el motivo fundamental es que deben reestructurar sus economías para volver a generar riqueza.

Las malas inversiones que engendró en España la orgía crediticia de la última década siguen ahí: cientos de miles de viviendas vacías, capacidad excedentaria en bienes de consumo duradero, tamaño desproporcionada de la banca y del sector público. Todos esos recursos, que deberían estar dedicándose a otras cosas dentro de la economía (por ejemplo, a desarrollar una potente industria exportadora), sobreviven con la respiración asistida de los rescates europeos.

Sólo la apertura de un proceso de quitas forzará a gobiernos y agentes privados a reajustarse, permitiendo reconstruir la economía sobre bases sólidas. Un rescate permanente sólo nos condenaría a un estancamiento secular; no nos conduciría a la recuperación española del 96, sino a la depresión japonesa de los últimos 20 años. Los rescates nunca salen más baratos, pues evitan que muera lo viejo y que nazca lo nuevo.