Sandra Day O'Connor: Una apreciación liberal clásica

Walter Olson reseña la contribución de la juez Sandra Day O'Connor para revitalizar el federalismo y detener la reglamentación excesiva de la vida.

Por Walter Olson

La juez Sandra Day O'Connor, la primera mujer que formó parte del Tribunal Supremo de Estados Unidos, ha fallecido a los 93 años. Cada año valoro más su trabajo dentro y fuera del tribunal. Hace cinco años, cuando los reveses médicos le hicieron anunciar su retirada de la vida pública, escribí:

"O'Connor es justamente admirada por su inspiradora historia vital y su inquebrantable lealtad a los más altos principios cívicos, así como a los ideales de la judicatura. Incluso en este difícil momento de su vida, como muestra la carta, está decidida a promover la res publica.

El hecho de que O'Connor fuera la juez oscilante de su época no significa que su papel en el Tribunal se redujera a recortes o compromisos. Junto con su compatriota Rehnquist, nadie fue más importante en la revitalización del federalismo en el Tribunal, aprovechando su historial como la única jueza de nuestra era con un amplio servicio en una legislatura estatal. Ha dirigido el debate público en la dirección correcta en cuestiones que van desde la responsabilidad profesional y la raza y la redistribución de distritos hasta las elecciones judiciales.

Y, como señalé en 2005, si hay una jurista que merece nuestro agradecimiento por haber contribuido a invertir lo que parecía una tendencia irresistible hacia una mayor litigiosidad en el sistema de justicia civil, es ella. 'Más que ninguno de sus colegas actuales, la juez O'Connor dio la voz de alarma contra lo que ha denominado 'la creciente, y en muchos niveles aterradora, reglamentación excesiva de la vida cotidiana en nuestro país''. Su papel de liderazgo en cuestiones como la revisión de las garantías procesales de los daños punitivos refleja esa opinión. Por ello, así como por su atención a mi trabajo a lo largo del camino, cuenten conmigo entre los agradecidos".

Hay mucho más que decir desde la perspectiva de Cato, empezando por su mordaz disidencia en Kelo v New London (2005) sobre los poderes de dominio eminente, elogiada a menudo por los académicos de Cato. "El espectro de la expropiación se cierne sobre todas las propiedades", escribió. "Nada impide que el Estado sustituya un Motel 6 por un Ritz-Carlton, una casa por un centro comercial o una granja por una fábrica" en virtud del erróneo principio de Kelo, porque "en cada uno de esos casos, la ciudad obtendría más ingresos fiscales y el ayuntamiento lo consideraría un beneficio público", como ha explicado David Boaz.

En González contra Raich (2005), O'Connor encabezó la acusación –una vez más, por desgracia, en desacuerdo– contra un poder prepotente del gobierno federal en virtud de la Cláusula de Comercio para restringir la pacífica actividad económica local.

Edward Crane y Robert A. Levy, al elogiar un trío de casos del Tribunal Supremo entre 2004 y 2006 en los que se ponían límites a los poderes de guerra presidenciales, citaron en particular la opinión plural de O'Connor en uno de los casos, Hamdi contra Rumsfeld (2004), que, según ellos, captaba muy bien el principio clave: "Sea cual sea el poder que la Constitución de Estados Unidos prevé para el Ejecutivo... en tiempo de conflicto, con toda seguridad prevé un papel para los tres poderes del Estado cuando están en juego las libertades civiles individuales".

Dos elementos del papel de O'Connor en el tribunal suscitaron críticas habituales. Uno fue su papel durante mucho tiempo como juez basculante del tribunal, y por lo tanto con más poder personal del que nos gustaría que tuviera un solo juez, un papel que asumió Anthony Kennedy después de ella. Escribí sobre algunos de los problemas genuinos de ese arreglo, aunque también argumentaría que si el país tuvo que confiar tanto poder a dos individuos con cargos vitalicios, tuvimos suerte de que fueran ellos dos. 

El segundo elemento del papel de O'Connor que podía provocar frustración era su célebre minimalismo judicial, esforzándose por no decidir más de lo necesario para el caso en cuestión. Una vez más, hay problemas genuinos con esta forma de proceder: el tribunal puede oscurecer sus principios y perder la oportunidad de proporcionar una guía para futuros resultados. Pero es justo señalar que la estimación pública de la legitimidad del tribunal puede ir mejor con la combinación de minimalismo y un sano respeto por el stare decisis, que ella tenía.

Y la otra cara de la moneda es que cuando O'Connor daba un paso en falso, solía ser sólo un paso, no un salto al abismo. Algunos defensores de los derechos de propiedad se estremecieron ante su opinión unánime en el caso Hawaii Housing Authority v. Midkiff de 1984, que apoyaba el amplio poder de expropiación del Estado, pero luego vino su opinión en el caso Kelo.

Su labor en materia de derecho electoral –informada, como tantas otras áreas de su trabajo, por sus antecedentes como la única jueza de la sala que se había presentado a unas elecciones, había dirigido una cámara legislativa estatal y había servido en la judicatura de un estado– merece su propio homenaje. En muchos temas de este tipo, la experiencia de O'Connor supuso un soplo de aire fresco, como si se hubiera tomado un panel de críticos gastronómicos de alto nivel y se hubiera añadido a alguien que realmente hubiera sido responsable de la gestión de una cocina.

Incluso su elección de lo que podríamos llamar actividades extracurriculares parece acertada en retrospectiva. Defensora durante mucho tiempo del civismo y la responsabilidad en la profesión jurídica, O'Connor asumió al jubilarse la causa de mejorar la educación cívica en general. Si menos estadounidenses se sintieran confusos cuando se les pidiera, por ejemplo, que nombraran los tres poderes del Estado, más de ellos podrían resistirse a las mentiras de los demagogos.

En definitiva, en mi opinión, una vida que los liberales clásicos deben celebrar y admirar.

Este artículo fue publicado originalmente en Cato At Liberty (Estados Unidos) el 4 de diciembre de 2023.