Reflexiones sobre el suicidio
Alberto Benegas Lynch (h) dice que "No es comprensible la actitud que encierra una soberbia ilimitada de quienes condenan el [suicidio] como si fueran parte de una especie de Tribunal Supremo sobrehumano, infalible e inapelable (en lo personal esa gente me infunde miedo)".
Es en verdad triste y muy lamentable que alguien decida voluntariamente quitarse la vida puesto que el haber nacido constituye un privilegio y brinda la posibilidad de realizar contribuciones para que el mundo sea un poco mejor aunque resulte en una dosis milimétrica y, sin desconocer los costos inherentes a la vida misma, permite sacar partida de la extraordinaria experiencia vital. Una secuencia sin solución de continuidad de nuevos y renovados proyectos que dan color y sentido a la vida tal como, entre otros, ha explicado reiteradamente Viktor Frankl, lo cual la convierte en una aventura que abre muy fértiles avenidas.
Si nos abstenemos de una arrogancia superlativa e impropia, frente a un acontecimiento de tamaña proporción como el suicidio solo queda inclinar la cabeza en señal de respeto a las autonomías individuales y rezar, lo cual para nada implica adherir a una religión oficial sino la religatio con el inexorable momento primero —no como algo contingente como el Big-Bang sino como algo necesario que nos excede— ya que si las causas que nos engendraron fueran para atrás ad infinitum, no existiríamos puesto que significaría que dichas causas nunca comenzaron.
No es comprensible la actitud que encierra una soberbia ilimitada de quienes condenan el hecho como si fueran parte de una especie de Tribunal Supremo sobrehumano, infalible e inapelable (en lo personal esa gente me infunde miedo). Habitualmente son los mismos que concluyen la sandez mayúscula de que “no debemos juzgar” sin percatarse que eso mismo constituye un juicio y que todos los actos necesariamente implican uno. En el caso que nos ocupa, sin embargo, no podemos abrir un juicio por razones operativas puesto que nuestras facultades mentales no nos permiten traspasar el umbral de la interioridad de quien ha tomado una decisión de esa envergadura (o si se prefiere, juzgar que no es posible juzgar en este caso sin caer en una formidable presunción de conocimiento).
Cuando un acto lesiona derechos de terceros es nuestro deber y obligación juzgarlo y condenarlo si pretendemos vivir en una sociedad abierta, pero cuando no invade ese campo el territorio es otro: en todos los casos debe ser tolerada la conducta independientemente si coincide o no con nuestra forma de vida (no se si la palabra tolerancia es la adecuada ya que encierra cierto tufillo inquisitorial como perdonando al prójimo por su error, más bien decimos que, en este contexto, debe respetarse la conducta ajena). En algunos casos concluimos que no compartimos las acciones y formas y, en otro, nos declaramos incompetentes para juzgarlos.
Siempre tengo presente las consideraciones del Padre Domingo Basso en Nacer y morir con dignidad. Estudios de bioética contemporánea: “En el mismo Antiguo Testamento aparecen casos de suicidio que, al menos en apariencia, son aprobados por la Biblia; los casos más citados son los de Sansón (Jueces, 16, 22-3) alabado por el autor de Hebreos (11, 32 ss) y el sumamente impresionante anciano Razis, descrito en el II libro de los Macabeos (14, 37-46). Más también se cuentan casos, en la historia de la Iglesia, de mujeres, veneradas luego como santas, que prefirieron el suicidio a ser objeto de violación […], la ética, incluso católica, ha venido modificando paulatinamente su visión del suicidio. No en el sentido de haber modificado las normas objetivas por las que se ha de juzgar el fenómeno, sino porque existen serias dudas sobre la imputabilidad moral de la acción suicida”.
Se ha pretendido enmascarar el acto suicida con el estigma de “enfermedad mental” pero como bien explica Thomas Szasz en El mito de la enfermedad mental y en Insanity: The Idea and its Consequences, desde el punto de vista de la patología una enfermedad significa una lesión física a través de un funcionamiento anormal de órganos, tejidos o células por lo que resulta inaceptable aludir a la enfermedad mental del mismo modo que es impropio hacer referencia a la enfermedad de las ideas. El asimilar la llamada “enfermedad mental” a la tuberculosis, la viruela o la simple gripe se traduce en el desconocimiento de principios elementales de la medicina y la separación entre cerebro y mente. Consecuentemente decimos nosotros, aquello significa identificar al ser humano con meros kilos de protoplasma, visión materialista que no da lugar a la existencia de proposiciones verdaderas o falsas y niega la posibilidad de ideas autogenradas, la revisión de los propios juicios, estados de conciencia, la moral, la responsabilidad individual y la libertad. Todo lo cual no quita que no se puedan presentar problemas químicos en el cerebro, lo cual, de más está decir, no puede en modo alguno extenderse a todos los suicidas.
Diana Cohen Agrest en su obra titulada Por mano propia desmenuza de modo magistral y con una pluma de gran calado todos los aspectos más relevantes del suicidio, desde las perspectivas filosóficas, históricas y algunos aspectos jurídicos. Allí plantea y en gran medida resuelve los interrogantes de mayor peso, y surgen de ese trabajo cuestionamientos interesantes como ciertos cambios semánticos —a veces de contrabando— para describir situaciones como las de pacientes que se niegan a seguir tratamientos adecuados a su estado de salud, a personas que se maltratan en cuanto a su dieta alimenticia, a los deportistas que asumen enormes riesgos de muerte, los excesos de alcohol y drogas y equivalentes que constituyen manifestaciones de autoaniquilamiento o, en su caso, el involucrarse de modo voluntario en claros riesgos de muerte (es un tanto pastoso decir que en algunos ejemplos no se busca la muerte como objetivo puesto que los medios preexisten en los fines: la muerte es de una alta probabilidad aunque sea provocada en cuotas).
También esta autora aborda con gran solvencia y erudición el tema de la eutanasia, en especial la denominada pasiva, es decir, el incuestionable derecho de un enfermo terminal a decidir que no le sigan proporcionando fármacos y otros apoyos logísticos que brinda la moderna tecnología médica.
Más controvertida resulta la eutanasia activa que significa provocar la muerte de otro a su expreso pedido (por más que se trate de un arreglo contractual libre y voluntario entre adultos), también en el caso de pacientes terminales, ya sea en el momento en que se presenta la situación o habiendo el titular manifestado con anterioridad este requerimiento si se produjeran los hechos del caso.
Otro punto debatido en relación al suicidio es la racionalidad de ese acto tildando de “irracional” a lo equivocado lo cual conduciría a sostener que toda la medicina antigua era irracional puesto que ha sido sustituida por nuevos procedimientos, fármacos y tecnología moderna. Un salto lógico es un error pero no es irracional si parte de un ser racional, es decir, de un ser humano. Mantener que la tierra es cuadrada o que el oxígeno es veneno para los humanos constituyen falsedades pero no irracionalidades. Tal como explica Ludwig von Mises en La acción humana, no debe asimilarse la coherencia o ausencia de contradicción con la racionalidad, o la irracionalidad con la adopción de medios inadecuados ni la formulación de tesis que pueden considerarse disparatadas (como la que exponen habitualmente la mayor parte de los gobernantes). Por otra parte, no han sido pocos los casos de teorías que han sido juzgadas como ridículas, absurdas, fantasiosas y contradictorias pero que terminaron por ser incorporadas al acerbo cultural (Robert Nozick en Invariances. The Structure of the Objective World lo cita a John Stuart Mill quien escribió que “toda buena idea atraviesa indefectiblemente por tres etapas: ridiculización, discusión y adopción”). De lo contrario, dado que el conocimiento está formado por corroboraciones provisorias sujetas a refutaciones, buena parte de lo que hoy damos por sentado mañana será considerado irracional. Entonces, las manifestaciones pueden ser inválidas desde el punto de vista lógico o falsas en la proposición correspondiente, pero no “irracionales” si provienen de un animal racional como es el caso de los humanos.
En cuanto a la normalidad de los actos (los del hombre promedio), debemos tener en cuenta que todos somos distintos, únicos e irrepetibles en un contexto multidimensional. No hay tal cosa como la persona normal (el que no se sale de una supuesta media estadística), en este sentido remito al título muy ilustrativo de uno de los trabajos de Erich Fromm: La patología de la normalidad.
El caso freudiano resulta tortuoso y contradictorio. Tanto en “el primer Freud” como en su tesis posterior de “la pulsión de muerte” el análisis carece de validez desde que adhiere al antes referido determinismo físico (para recurrir a una expresión popperiana). Así, Sigmund Freud en su Introducción al psicoanálisis subraya que “la ilusión de tal cosa como la libertad psíquica [...] esto es anticientífico y debe rendirse a la demanda del determinismo cuyo gobierno se extiende sobre la vida mental”. Y en su correspondencia que se incluye en el volumen quince de The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, nuevamente se lee que constituye “un ilusión tal cosa como la libertad psíquica [...] Ya otra vez le dije que usted cultiva una fe profunda en que los sucesos psíquicos son indeterminados y en el libre albedrío, pero esto no es científico y debe ceder a la demanda del determinismo cuyas leyes gobiernan la vida de la mente”.
Por otro lado, independientemente de las coincidencias o disidencias que se tengan con el análisis que efectúa David Hume (es imposible concordar en todo con un autor, en no pocas ocasiones al reconsiderar escritos de uno mismo nos percatamos que podíamos haber mejorado la marca…recordemos el aserto borgeano en cuanto a que no hay tal cosa como el texto perfecto), en sus Essays, Moral, Political and Literary en la sección dedicada al suicidio remarca con énfasis que no es en modo alguno reprobable cuando el suicida estima que su vida se ha tornado espantosamente miserable e insoportable y sin esperanza alguna de ser revertida (y argumenta que la condena al suicidio también condenaría a muchos mártires). En aquel sentido, posiblemente asomaría algún eventual sustento en lo escrito por Shakespeare en Othello: “Es tonto vivir cuando la vida es un tormento”.
Otro de los libros de Thomas Szasz, en este caso La libertad última, se convierte en un formidable alegato a favor del respeto irrestricto a las autonomías individuales, por más que, nuevamente, todo lo dicho en esa obra no satisfaga al lector. Cada uno sabe cuales son los límites de su resistencia a los diversos avatares. Los aparatos estatales nada tienen que hacer cuando no hay lesión de derechos, de lo contario es como ha dicho irónicamente John Hospers en La conducta humana en cuanto a que los fanáticos del Leviatán tienden a que se le aplique la pena capital al intento de suicidio.
Toda acción humana apunta al interés personal del sujeto actuante sea el acto sublime o ruin: la madre que cuida al hijo es por su interés personal del mismo modo que, en otro plano, el interés del ladrón de bancos es salir airoso de su delito. En realidad sostener que todos los actos proceden en interés personal de quien lo lleva a cabo resulta en una perogrullada puesto que actúa precisamente porque está en su interés y no de otro (por más que aparezca redundante, si toma en consideración los intereses de otros es debido a que le interesan). Hay aquí un estrecho correlato con la especulación (una expresión tan frecuentemente incomprendida) que sencillamente significa conjeturar que se pasará de una situación menos satisfactoria a una que le proporcione mayor satisfacción al sujeto actuante según su personal estructura axiológica. Nadie actúa para estar en una situación peor después de haber llevado a cabo el acto (lo cual no quita que la conjetura sea finalmente errada). El que da la vida por otro es porque según sus particulares valores es eso lo que le asigna prioridad. En este contexto entonces, el suicida también procede según estima son sus intereses y especula con que eso es lo mejor dadas las circunstancias imperantes. Un tercero podrá opinar lo contrario pero sus creencias son irrelevantes ya que tiene prelación lo que concibe la persona que actúa y debe tomar la decisión.
En una nota periodística no es pertinente escarbar demasiado, pero viene al caso mencionar a vuelapluma que no deben tomarse como sinónimos el interés personal y el egoísmo ya que este caso deshecha como motivo del interés todo lo que se vincule con el prójimo. También es del caso advertir que el altruismo es un imposible conceptual puesto que sería hacer el bien a costa del propio bien, cuando en verdad la ayuda al prójimo es porque le interesa al que proporciona la filantropía tal como lo muestra Adam Smith en las primeras líneas con que abre su Theory of Moral Sentiments.
Tal vez resulte superfluo comentar que la vida no es un patinar idílico sobre un lecho de rosas, esa no es la condición humana. Los problemas son una implicación lógica de la acción humana puesto que ésta significa optar, elegir y seleccionar entre diversos medios para la consecución de específicos fines. Estas decisiones implican esfuerzos, es decir problemas y éstos son costos en el sentido más específico del término ya que como no podemos hacer todo al mismo tiempo debemos renunciar a ciertos valores para obtener otros que consideramos de mayor jerarquía (costo de oportunidad, según decimos los economistas). “No pain, no gain” reza el conocido y muy ilustrativo aforismo inglés. Los problemas permiten el crecimiento personal ya que lo contrario significa que nunca se resolvió nada ni se sorteó ningún obstáculo lo cual no es vivir sino vegetar. Quien tiene proyectos necesariamente deberá enfrentar problemas y quien no cuenta con proyectos se estanca o retrocede. El ensanchamiento del alma a través del conocimiento acarrea faenas difíciles e intrincadas que deben estudiarse y resolverse a cada paso. La buena vida consiste en una buena actitud frente a los problemas que se presentan, lo cual naturalmente requiere del espíritu adecuado para enfrentarlos.
Por último y para cerrar, en otro orden de cosas y en otro plano, debido a los crímenes aberrantes que se vienen sucediendo en diversos lares como consecuencia de la apatía de gobiernos para cumplir con su misión específica de proteger y garantizar los derechos de las personas, es de interés recordar un pensamiento de Juan Pablo II respecto a la legítima defensa que señala “no solo es un derecho sino un deber”, afirma en la Sección 55 de su Encíclica Evangelium Vitae del 29 de marzo de 1995: “Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces a su eliminación, en esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción incluso en el caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón”. Es pertinente apuntar lo dicho debido al sonado y estremecedor caso de quien se suicidó a raíz de la condena que sufrió por haberse defendido de un intento de homicidio.
Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (EE.UU.) el 18 de julio de 2013.