Redefinamos las relaciones con el Tercer Mundo

Por L. Jacobo Rodríguez

El economista británico Peter Bauer escribió en una ocasión que, "El Tercer Mundo no es más que un nombre para designar a la colección de países . . . cuyos gobiernos demandan y reciben ayuda oficial de Occidente." Casi cinco décadas de transferencias monetarias provenientes de Occidente han contribuído poco a aliviar la pobreza en las naciones menos desarrolladas y mucho a aumentar las fortunas personales de los gobernantes del Tercer Mundo. Aquellas naciones en vías de desarrollo que han obtenido niveles sostenibles de crecimiento económico, como Chile, Taiwan y Corea del Sur, lo han hecho a pesar de la ayuda externa recibida, no a causa de la misma. De hecho, su prosperidad se puede achacar a la implementación de auténticas reformas de mercado, realizadas una vez que, por razones políticas, el grifo de la ayuda oficial se cortó.

El argumento económico en favor de la ayuda externa está basado en la creencia de que los países subdesarrollados necesitan inyecciones de capital extranjero lo suficientemente grandes como para escapar las "trampas de la pobreza" impuestas por los bajos niveles de (1) producto per capita, (2) capital de inversión y (3) divisas extranjeras. Frente a estos problemas, y en ausencia de mercados de capital privado bien desarrollados, se asumió tras la Segunda Guerra Mundial, que es cuando los programas de ayuda externa y desarrollo se empezaron a establecer, que solamente el sector público sería capaz de proveer ese capital.

Sin embargo, la política derivada de esa falsa creencia--la transferencia de inmensas sumas de capital a los gobiernos de los países pobres--ha sido y sigue siendo un grave error. A fin de determinar si la política ha tenido éxito, hemos de mirar a la "tasa de graduación"--es decir, al número de países en vías de desarrollo que ya no necesitan la ayuda externa y que, por lo tanto, han parado de recibirla. Los resultados son catastróficos, especialmente en el Africa Subsahariana y en el subcontinente indio. Los países de esas dos partes del mundo han recibido inmensas cantidades de fondos oficiales de desarrollo durante más de tres décadas, y no hay nada que indique que sean más ricos hoy que cuando comenzaron a recibir la ayuda oficial de Occidente.

Lo que es aún peor, gran parte de esa ayuda, tanto bilateral como multilateral, ha servido para mantener en el poder a los regímenes de dictadores brutales por todo el Tercer Mundo, desde Julius Nyerere de Tanzania a "Baby Doc" Duvalier de Haití y a Mobutu Sese Seko de Zaire, quien todavía está en el poder. De tal manera que la ayuda oficial no solamente no ha contribuído a promover el desarrollo en el Tercer Mundo; sino que ha sido una causa directa de la miseria y el sufrimiento del Tercer Mundo--un estado por el cual las agencias multilaterales, en particular el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, han de responsabilizarse.

Pero incluso en el caso de regímenes más benignos, la ayuda externa ha tenido unas consequencias de lo más perniciosas, al permitir a los gobiernos que continuen con sus políticas estatistas, al ocultar los efectos dañinos de esas políticas y al facilitar el retraso de la implementación de las reformas que llevan al crecimiento económico sostenible. Por ejemplo, Nicaragua ha recibido más de 3,000 millones de dólares en ayuda externa desde que los Sandinistas perdieron las elecciones en 1990; aún así, los ingresos per capita en esa nación rica en recursos naturales son los segundos más bajos de América--después de Haití e incluso por debajo de los de Cuba. Así que, en un contexto más realista, la ayuda externa es una recompensa a la mala política económica y a la mala administración de gobierno.

Creer que la ayuda oficial puede solventar los problemas de las naciones en vías de desarrollo es una fatal arrogancia, ya que ignora el papel crucial de las instituciones y de las políticas domésticas. En la medida en que los gobiernos de las naciones en vías de desarrollo han abierto sus economías, establecido el Imperio de la Ley y protegido los derechos de propiedad, han proporcionado el marco institucional sobre el cual el capital doméstico se puede acumular. El destino de esas naciones no depende de las grandes transferencias de capital extranjero.

Además, el gran aumento en los flujos de capital privado a los países en vías de desarrollo (de 44,000 millones de dólares en 1990 a más de 170,000 millones de dólares en 1995) se puede atribuir a las reformas institucionales que muchas naciones en vías de desarrollo han emprendido en la última década. Esas reformas otorgan una garantía a los inversionistas extranjeros de que el éxito (o el fracaso) de sus inversiones dependerá de las fuerzas del mercado, no de la fuerza y de la coacción del Estado. Pero la burocracia de la ayuda externa continua apoyando a los casos deshauciados del mundo con cerca de 60,000 millones de dólares anuales en créditos y préstamos.

Los flujos de capital privado a las naciones en vías de desarrollo abruman hoy en día a los flujos de ayuda oficial. La ayuda externa no es más que un gasto del dinero del contribuyente. Beneficia solamente a aquéllos que la reparten--principalmente burócratas de organizaciones internacionales que no son responsables ante nadie--, y a aquéllos que la reciben-- principalmente funcionarios gubernamentales en el Tercer Mundo.

Deberíamos postular una nueva relación entre Occidente y el Tercer Mundo basada en mercados abiertos, y dejar la ayuda externa donde se merece--en el basurero de las políticas de desarrollo económico fracasadas. La experiencia ha demonstrado que el comercio, no la ayuda externa, es la causa real de la prosperidad y de la libertad. Ayudemos a la gente de los países pobres a que se ayuden a sí mismos, y no recompensemos a los gobiernos por mantener a su gente sumida en la pobreza.