A raíz de Maquiavelo, sobre el poder y la guerra
Alberto Benegas Lynch (h) reseña el pensamiento de Nicolás Maquiavelo, quien consideraba a la política como la búsqueda del poder a cualquier costo.
Un personaje difícil de desentrañar. Hay autores que lo consideran un malvado, hipócrita y corrupto, otros imbuido de las mejores intenciones que deseaba el bienestar del pueblo y, por último, los que sostienen que se limitó a describir lo que consideró es la política. Tal vez haya una mezcla de estas visiones tripartitas pero lo que prima es la última interpretación.
Maquiavelo considera la política como la búsqueda del poder a cualquier costo con total independencia de toda consideración moral, lo cual es en gran medida ajustado a la realidad. Es la virtú que en el lenguaje del florentino significa precisamente la voluntad de alcanzar el poder. Es por ello que en esta instancia del proceso de evolución cultural los partidarios de la sociedad abierta se afanan por establecer límites adicionales al aparato estatal.
Sus tres obras más conocidas se dirigen a aquellos objetivos. Su meta era la unificación de las ciudades-estados como Venecia, Milán, Florencia, Génova, Bolonia y Ferrara y su modelo de príncipe era César Borgia (hijo del Papa Alejandro VI) por su crueldad y ambición, por más que aquí y allá se separa de la monarquía para intercalar loas al sistema republicano. En realidad Hobbes en cierto sentido sistematizó y llevó hasta sus últimas consecuencias la idea del positivismo y el poder absoluto sembrados por Maquiavelo un siglo antes.
Dado que una de las preocupaciones centrales de Maquiavelo para mantener el poder fueron los ejércitos y la guerra, reitero aquí parte de lo que he consignado en otra oportunidad sobre la materia bélica, que no solo viene al caso por lo escrito por el autor florentino sino debido a lo que en gran medida ocurre de un largo tiempo a esta parte en nuestro mundo. Es del caso entonce abrir este tema y descomponerlo en sus partes sobresalientes al efecto de calibrar adecuadamente su significado.
En la antigüedad, los vencidos eran masacrados por las fuerzas victoriosas en la contienda. Los adultos eran degollados, las mujeres profetizaban con las entrañas de los muertos, se construían cercos con los huesos de los derrotados y los niños eran sacrificados para rendir culto a los dioses. Luego, en un proceso evolutivo, los ejércitos vencedores tomaban como esclavos a sus prisioneros (“herramientas parlantes” como se los denominaba, haciendo uso de una terminología que revelaba la barbarie del procedimiento).
Mucho mas adelante, se fueron estableciendo normas para el trato de prisioneros de guerra que finalmente fueron plasmadas en las Convenciones de Ginebra y, asimismo, fueron suscitándose debates aun no resueltos sobre temas tales como la “obediencia debida” y los “daños colaterales”. En el primer caso, algunos sostienen con razón que si bien en la cadena de mando no tiene sentido permitir la deliberación y la discusión de las órdenes emanadas de la jerarquía militar y menos en plena trifulca, hay un límite que no puede sobrepasarse. Es decir, tratándose de órdenes aberrantes no puede alegarse la “obediencia debida” como excusa para cometer actos inaceptables para cualquier conducta decente, aun en la guerra.
El segundo caso alude a la matanza, la mutilación o el daño a personas que nada tienen que ver en la contienda y la destrucción de bienes que pertenecen a inocentes. Esto se ha dado en llamar “daños colaterales” por los que se argumenta deben responder penalmente los agresores. Porque solo se justifica la defensa propia, esto es, el repeler un ataque pero nunca se justifica una acción ofensiva y tras la máscara de los daños colaterales se esconde no simplemente la mera acción defensiva, sino el uso de la fuerza para propósitos de agresión. En este sentido, el cuadro de situación es el mismo que cuando se asalta un domicilio: los dueños del lugar tienen el derecho a la defensa propia pero si llegaran a matar o herir a vecinos que nada tienen que ver con el atraco, se convierten de defensores en agresores por lo que naturalmente deben hacerse responsables.
Resulta que en medio de estos debates para limitar y, si fuera posible, eliminar las acciones extremas que ocurren en lo que de por sí ya es la maldición de una guerra, aparece la justificación de la tortura por parte de gobiernos considerados baluartes del mundo libre, ya sea estableciendo zonas fuera de sus territorios para tales propósitos o expresamente delegando la tortura en terceros países, con lo que se retrocede al salvajismo mas cavernario.
Cesare Beccaria, el pionero del derecho penal, afirmaba en De los delitos y de las penas que “Un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez [...] ¿Qué derecho sino el de la fuerza será el que otorgue potestad al juez para imponer pena a un ciudadano mientras se duda si es reo o inocente? [...] Este abuso no se debería tolerar”.
Los fines no justifican los medios. En el fin están presentes los medios. No es posible escindir fines y medios. Descender al nivel de la canallada para combatir a la canallada en el caso terrorista (y en cualquier otro), convierte también en canallas a quienes proclaman la lucha contra el terror. Por este camino se pierde autoridad moral y la consecuente legitimidad. Incluso si se conjeturara que una persona posee la información sobre la colocación de una bomba que hará estallar el planeta no es justificable abusar de una persona. No caben análisis utilitarios sopesando unas vidas frente a otras. Nadie puede ser usado como medio para los fines de otros. Toda persona tiene un valor en si misma. No pueden sacrificarse algunos para salvar a muchos otros. Una vez que se acepta colocar a seres humanos en balanzas como si se tratara de una carnicería, se habrá perdido el sentido de humanidad y los valores éticos sobre los que descansa la sociedad abierta.
El caso hipotético de la bomba que hará estallar el planeta supone más de lo permisible. Supone que el torturado en verdad posee la información, que la bomba realmente existe, que no es una falsa alarma, que se puede remediar la situación, que el torturado trasmitirá la información correcta (la información recabada durante la tortura no es confiable, lo cual es confirmado por quienes manejan detectores de mentiras).
Michael Ignatieff explica que la tortura no solo ofende al torturado sino que degrada al torturador y sugiere que para evitar discusiones inconducentes sobre lo que es y lo que no es una tortura, deberían filmarse los interrogatorios y archivarse en los correspondientes departamentos de auditoria gubernamentales.
También en la actualidad se recurre a las figuras de “testigo material” y de “enemigo combatiente” para obviar las disposiciones de la antes mencionada Convención de Ginebra. Según el juez estadounidense Andrew Napolitano el primer caso se traduce en una vil táctica gubernamental para encarcelar a personas a quienes no se les ha probado nada pero que son detenidas según el criterio de algún funcionario del poder ejecutivo y, en el segundo caso, nos explica que al efecto de despojar a personas de sus derechos constitucionales se recurre a un subterfugio también ilegal que elude de manera burda las expresas resoluciones de la Convención de Ginebra que se aplican tanto para los prisioneros de ejércitos regulares como a combatientes que no pertenecen a una nación.
En diferentes lares se ha recurrido a procedimientos terroristas para combatir a las bandas terroristas. En lugar de la implementación de juicios sumarios, con la firma de actas y responsables, se optó por el asesinato y la inadmisible figura del “desaparecido” y la apropiación de bebes falsificando identidades. A través de estas formas tremebundas, eventualmente se podrá ganar una guerra en el terreno militar pero indefectiblemente se pierde en el terreno moral. El procedimiento de los encapuchados y la clandestinidad no solo conduce a que los supuestos defensores del derecho se equiparen a los terroristas sino que desaparece toda posibilidad de control una vez que se da carta blanca a la impunidad, con lo que los abusos se extienden en grado exponencial en todas direcciones.
De mas está decir que lo dicho no justifica la bochornosa actitud de ocultar y apañar la acción criminal del terrorismo que no solo tiene la iniciativa sino que pretende imponer el totalitarismo cruel y despiadado que aniquila todo vestigio de respeto recíproco. No solo esto, sino que estos felones tampoco reconocen ciertos terrorismos de estado, por ejemplo el impuesto a rajatabla en la isla-cárcel cubana durante el último medio siglo. Esta grotesca hemiplegia moral está basada en el desconocimiento más palmario del derecho y en una burla truculenta a la convivencia civilizada.
Curiosamente, en algunos casos, para combatir al terrorismo se opta por aniquilar anticipadamente las libertades a través de la detención sin juicio previo, el desconocimiento del debido proceso, se vulnera el secreto bancario, se permiten escuchas telefónicas y la invasión al domicilio sin orden de juez competente. Incluso se pretenden disminuir riesgos imponiendo documentos gubernamentales de identidad únicos, sin percibir que es el mejor método para acentuar la inseguridad ya que con solo falsificar esa documentación quedan franqueadas todas las puertas en lugar de aceptar registros cruzados y de múltiples procedencias. Tal como explica James Harper, posiblemente se perciba este error si se sugiere que el gobierno establezca obligatoriamente una llave única para abrir la puerta de nuestro domicilio, la caja fuerte, la oficina, el automóvil y, además, provisto por una cerrajería estatal.
En algunas oportunidades se suele hacer referencia a las sociedades primitivas con cierto dejo peyorativo, sin embargo, algunas de ellas ofrecen ejemplos de civilidad como es el caso de los aborígenes australianos que circunscribían los conflictos armados a las luchas entre los jefes, o los esquimales que los resolvían recitando frente a la asamblea popular según la resistencia de cada bando en pugna, tal como relata Martin van Creveld.
Las guerras aparecen hoy entre naciones, no sabemos si en el futuro tendrán cabida estas concepciones políticas ya que la aventura humana es un proceso en constante estado de ebullición y abierto a posibles refutaciones. Solo podemos conjeturar que las divisiones y fraccionamiento del planeta en jurisdicciones territoriales, por el momento, a pesar de las extralimitaciones observadas (lo relevante es imaginarse los contrafácticos), hacen de reaseguro para los fenomenales riesgos de concentración de poder que habría en caso de un gobierno universal. Desde luego que de este hecho para nada se desprende la absurda xenofobia por la que las fronteras se toman como culturas alambradas e infranqueables para el tránsito de personas y el comercio de bienes.
En 1869, en París, se organizó un concurso sobre la guerra. Juan Bautista Alberdi preparó El crimen de la guerra. En ese trabajo, entre otras cosas, leemos que “La guerra no puede tener mas que un fundamento legítimo, y es el derecho de defender la propia existencia. Así, el derecho de matar, se funda en el derecho de vivir, y solo en defensa de la vida se pude quitar la vida”, pero advierte que fuera de ello “la defensa se convierte en agresión, el derecho en un crimen”.
El ansia de poder político, los nacionalismos y la intolerancia religiosa han sido y son las causas principales de las guerras. Finalmente tengamos muy en cuenta que, como bien dice el actor principal de Lord of War, “nada hay mas costoso para un traficante de armas de guerra que la paz”.
En resumen, la forma en que se expresa Maquiavelo sobre la guerra y el poder conducen en definitiva a la liquidación de las autonomías individuales, pero no quiero terminar sin mencionar el excelente título del capítulo 23 de El príncipe: “Como huir de los aduladores” (“los más sumisos, serviles, estúpidos y abyectos de los hombres” escribe Erasmo).