¿A quién le pertenecen las empresas del Estado?
Vi en el diario El Tiempo, como ilustración de un artículo sobre las empresas españolas en Latinoamérica, una fotografía de una estación de combustible en Bolivia, en la cual, junto a los logotipos de la empresa YPFB, se ha instalado un enorme letrero con la ridícula y engañosa leyenda: “Nacionalizado. Propiedad de los Bolivianos” (sic, noviembre 14).
¿Por qué utilizo adjetivos tan fuertes? En primer lugar porque, desde un punto de vista meramente conceptual, es un error afirmar que una empresa, por haber sido nacionalizada, o por pertenecer al Estado, es propiedad de todos los nacionales de un país. Y en segundo lugar, porque la experiencia nos ha mostrado, con numerosos casos, que sí hay quienes disfrutan de los beneficios de señor y dueño en las empresas estatales, y no son propiamente los ciudadanos.
Empecemos por el principio. ¿Tiene sentido decir que todos los nacionales de un país son los dueños de las empresas del Estado? Si somos capaces de ver más allá de la propaganda, notaremos que un colectivo tan general y disperso no puede ejercer ni los atributos ni las responsabilidades de la propiedad como tal, y tampoco puede recibir los beneficios de esta. Decir que YPFB es “de los bolivianos”, o que la Empresa de Acueducto es “de los bogotanos”, sólo tendría sentido si se trata de una metáfora. Pero si se pretende que tal enunciado sea una descripción significativa de la realidad, estaríamos incurriendo en aquello que en la filosofía analítica del siglo XX se denominó “error categorial”.
Esto no es otra cosa que asignarle a un concepto una propiedad que no puede tener, como por ejemplo, decir que las órbitas planetarias son muy deshonestas. En el discurso político, sobre todo cuando este responde a propósitos ocultos, o cuando viene de ideologías extremistas, es muy común encontrar errores categoriales similares al que nos ocupa, y que consisten en adscribirle a un colectivo como “el pueblo”, “la nación”, o “los colombianos”, atributos que son propios de los individuos o las personas jurídicas. Este es, de hecho, el camino discursivo más expedito hacia la legitimación de la tiranía y las arbitrariedades: “el pueblo quiere la guerra”; “la nación decidió perseguir a los traidores”, etc.
Si examinamos la situación de cada uno de nosotros frente a las empresas estatales, inmediatamente percibiremos que no tiene sentido decir que estas nos pertenecen. ¿En qué sentido la Empresa de Acueducto es “de los bogotanos”? ¿En qué sentido YPFB es “de los bolivianos”? Ninguna de esas dos colectividades tiene, frente a las empresas que presuntamente le pertenecen, ni las facultades ni los beneficios de un propietario. Podrá decirse que tales empresas son “de todos” porque en su administración “se consulta el interés general”. Cosa bastante dudosa, pero que, incluso si la aceptásemos, obligaría a hacer precisiones: no porque algo se administre presuntamente en mi beneficio quiere decir que yo sea su propietario.
Ahora bien, consultemos la realidad, consultemos nuestras experiencias, y preguntémonos si es verdad que estas empresas responden al interés público. Esto nos lleva a un resultado paradójico: hay personas y sectores, ya no amplios y dispersos, sino muy concentrados y definidos, que obtienen de las empresas estatales todos los beneficios de un dueño, y que las manejan en su propio interés.
Para efectos prácticos, es decir, extraer ganancias, estas empresas suelen ser de “propiedad” de los grupos que logren, mediante los procesos políticos, establecer sobre ellas un poder de decisión, control burocrático, y obtención de rentas. Los grupos políticos y los sindicatos, por ejemplo, suelen capturar de manera muy efectiva los beneficios de las empresas públicas, y se valen de estas para incrementar su poder político y económico. Los mecanismos no nos resultan extraños: burocracia, privilegios en salarios y pensiones, regímenes especiales, corrupción, etc.
De modo que la próxima vez que el lector, cualquiera sea su nacionalidad, oiga decir que una determinada empresa estatal le pertenece a toda su nación, medite con calma sobre el sentido conceptual y práctico de tan pomposa expresión. Verá que ni usted ni su nación son en verdad los dueños; verá también que hay ciertos grupos que extraen de dicha empresa unos beneficios y unas rentas muy jugosos. Muy posiblemente, el único acto de propiedad que pueda usted ejercer es la capitalización, cuando le exijan que aporte, mediante impuestos o tarifas, los recursos que la empresa requiera para seguir alimentando la voracidad de quienes en la práctica la dominan. Además, sea precavido: seguramente, tras ese discurso se esconde una intención política de la que es mejor desconfiar.
Este artículo fue publicado originalmente en Dinero.com (Colombia).