¿Quién es el dueño de su vida?
Alfredo Bullard comenta el caso del suicidio asistido de María José Carrasco, cuyo esposo está siendo enjuiciado en España por el delito de cooperación al suicidio.
Por Alfredo Bullard
Estoy en Madrid. La noticia que acapara la atención de la prensa es la detención de Ángel Hernández por la Policía.
Le suministró a su esposa, María José Carrasco, a pedido de esta, una sustancia que le causó la muerte. María José padecía un tipo de esclerosis múltiple, una enfermedad que ataca el sistema nervioso que va generando parálisis y puede concluir con su muerte luego de un penoso y largo padecimiento. Es lo más parecido a ser sepultado vivo con una espantosa lentitud.
Ángel es acusado de un delito curioso: cooperación al suicidio. Más allá de tecnicismos legales, es “cómplice” de un delito donde el autor principal (el suicida) no es ni puede ser acusado. No es delito la tentativa de suicidio. La esposa de Ángel padecía la enfermedad por más de 30 años. Casi la única actividad que podría desarrollar era hablar, y lo hacía con tremenda dificultad. Se puede apreciar su condición en el video en el que autoriza a su marido a privarla de su vida. No podía hacer nada por su cuenta. Dependía íntegramente de terceras personas.
Esperó por años la aprobación de una ley que reconocía a las personas el derecho a suicidarse en situaciones similares. La ley nunca llegó. María José no pudo esperar más. Ángel ejecutó su voluntad sabiendo que ello le acarrearía responsabilidad penal. Fue liberado al día siguiente de su detención. Posiblemente impactado por el drama humano que rodea los hechos, el fiscal no solicitó medidas cautelares, por lo que seguirá, al menos por ahora, en libertad durante el juicio.
¿Tenemos derecho a suicidarnos? O quizás, poniendo la pregunta donde realmente está el problema. ¿Tenemos derecho a impedir que otro se suicide?
En principio está en la esencia de un derecho la posibilidad de disponer de él. Mi derecho a la propiedad se ejerce tanto usando mis bienes como regalándolos o incluso destruyéndolos. La libertad de tránsito se ejerce viajando, pero también quedándome encerrado en mi casa pues nadie me puede obligar a ir donde no quiero.
Pero no aceptamos que ello es así con todos los derechos. A algunos los llamamos inalienables e indisponibles, y con ello declaramos que el titular no puede destruir lo que es suyo. No hay, al menos en teoría, derecho a autotorturarse y tampoco a suicidarse.
Pero ello es tan absurdo que quien se autoinflige daño físico no es sancionado por ello y quien intenta suicidarse, no va a la cárcel si fracasa en su intento, a pesar de que pretendió destruir lo que no debía. Y, sin embargo, sí sancionamos a quien daña la integridad de otro, a pesar de que lo hace a pedido de su supuesta víctima, y encarcelamos a quien ayuda a un enfermo terminal a acabar con su sufrimiento.
Hay una tremenda hipocresía y contradicción en esas reglas. Un derecho del que no puedo disponer ni siquiera ante una tragedia humana de las dimensiones de la de María José, no es un auténtico derecho. Se vuelve un derecho colectivo, es decir, en la antítesis de un derecho individual que, basado en consideraciones supuestamente morales o religiosas, se torna en realidad en la ausencia de derecho.
Este artículo fue publicado originalmente en Perú 21 (Perú) el 7 de abril de 2019.