¿Quién dio el golpe en Bolivia?
Tomás Santolín Godoy dice que para que las Fuerzas Armadas den un golpe de estado, primero tendría que haber estado este vigente un orden constitucional y este no lo estaba desde hace ratos por el auto-golpe que Evo Morales ya había dado.
Los sucesos acontecidos durante las últimas semanas en Bolivia, que suscitaron la salida del poder del presidente Evo Morales y su posterior exilio en tierras mexicanas, han desencadenado un sinfín de interpretaciones por parte de los distintos actores que observan los procesos políticos y que participan de ellos. Los espacios de debate público se convirtieron con más claridad que nunca en un campo de batalla donde la victoria recaía en lograr disputar y dotar de significado político a una serie de hechos que todavía mantiene en vilo a la región. ¿Hubo golpe? ¿Hubo fraude? (hoy más que nunca: no existen hechos, sólo interpretaciones, y esto también es una interpretación).
La posición probablemente mayoritaria concuerda en aceptar que en Bolivia existió un golpe de Estado por parte de las Fuerzas Armadas (por acción u omisión) en complicidad con sectores políticos opositores. A su vez, parte de esta opinión se divide en aquellos que hacen foco en las irregularidades ocurridas durante los comicios como elemento decisivo del proceso, al tiempo que destacan ciertas desviaciones previas de Evo Morales respecto de los límites constitucionales establecidos; mientras que otros desconocen estos factores o bien los colocan en un segundo plano del análisis, como una circunstancia marginal.
Por otra parte, un sector más bien minoritario del conjunto de observadores que intervinieron en el debate público ha evitado catalogar a lo sucedido como un golpe de Estado, en tanto no habría habido una acción coercitiva explícita por parte de las Fuerzas Armadas que desplazara de facto a Evo del poder.
La piedra angular de la discusión pareciera recaer en un factor puntual y decisivo: la acción de las Fuerzas Armadas ante el pedido de Morales de reprimir a los manifestantes que se revelaban contra lo que consideraban un resultado electoral ilegítimo. La negativa de la dirigencia militar de proceder con esa instrucción, (instrucción emitida por quien ejerce constitucionalmente el mando de Capitán General de las Fuerzas), habría colocado a las mismas en una posición de desacato respecto del poder civil al cual las mismas debieran estar supeditadas.
Es entonces que uno podría llegar a la conclusión de que efectivamente las Fuerzas Armadas dispusieron las condiciones para la renuncia de Evo y el consecuente quiebre del orden democrático. Pero hay un problema. Realizar esa afirmación implicaría asumir que existía un orden democrático plenamente vigente con anterioridad a los sucesos del domingo. Dicho al revés: no puede haber quiebre de un orden democrático ya quebrado. Lógica básica.
¿Qué se exige de un régimen para ser considerado democrático? Por lo menos, y en la más minimalista de las definiciones provistas por la ciencia política, una serie de reglas comunes a todos los actores de la vida política de un país que regulen el proceso de selección de representantes. El prestigioso cientista político Adam Przeworski sugiere que es esa serie de reglas la que permite institucionalizar la incertidumbre acerca del futuro político, otorgando incentivos a todos los ciudadanos de seguir participando de ese sistema, incluso (particularmente) a aquellos que pierden.
No se requiere demasiada audacia para observar que muchas de esas reglas, definidas de manera taxativa en la Constitución de Bolivia, han sido desestimadas de manera constante por Morales. No sólo eso, sino que la gravedad de esas desviaciones ha ido en aumento. Es probable que el lector ya los conozca, pero no se puede dejar de hacer un breve repaso: en primer lugar, el hecho de haberse presentado a elecciones en el año 2014, buscando un tercer mandato consecutivo. De este modo, el mandatario ignoraba la disposición transitoria segunda de la Constitución del 2009 (impulsada por el propio Evo para poder reelegirse y aprobada gracias a su mayoría Parlamentaria), que estipulaba que los mandatos anteriores a la vigencia de dicha Constitución serían tomados en cuenta a los efectos del cómputo de los nuevos períodos de funciones. Es decir, el mandato que Morales finalizaba en el 2015 debía valer como el segundo, impidiéndole así volver a presentarse, condición reconocida en una primara instancia por el propio oficialismo.
La justificación esbozada por un Tribunal Constitucional de dudosa independencia respecto del Poder Ejecutivo (“se generó una refundación del Estado, lo cual implica que el primer período presidencial no debe computarse como vigente”), no hacía más que intentar explicar un absurdo del derecho: que un fallo judicial revocara en los hechos un artículo constitucional. Ese mismo Tribunal sería el que años después validaría un nuevo desacato de Morales al Estado de Derecho, al permitirle volver a presentarse para un cuarto período presidencial luego de haber perdido el referéndum en el que buscaba la aprobación popular para seguir extendiendo aún más su mandato político. Lo curioso es que el presidente había asegurado que una derrota en el mismo llevaría a que no se volviese a presentar. Morales parecía tomar como propia la máxima “Lo prometí, pero nunca prometí que mantendría la promesa”, atribuida a Levi Eshkol, tercer primer ministro de Israel (paradójico para un presidente que rompió lazos diplomáticos con la nación hebrea). No está de más recordar que los miembros del Tribunal Constitucional que habilitaron ambas postulaciones del mandatario fueron elegidos por el propio partido de gobierno, el Movimiento al Socialismo, a través de su control del poder legislativo.
Recapitulemos. La doctrina constitucionalista, base de cualquier democracia occidental moderna, configura un gobierno limitado por el Estado de Derecho, estableciendo restricciones legales al uso arbitrario del poder político. Algunos de sus principales pilares son la existencia de una constitución pública y fija, aplicable a todos en igualdad de condiciones y no limitada por decretos o disposiciones arbitrarias; la separación efectiva de poderes en el uso del poder político; y la presencia de procedimientos equitativos e imparciales para la elección de representantes.
Resulta entonces evidente que la existencia de un Estado de Derecho y de una democracia plena estaba lejos de realizarse en la Bolivia de Morales. Sin embargo, el punto cúlmine del desvarío institucional llegó el día 20 de octubre, con los hechos ya conocidos durante los comicios presidenciales. Los resultados que entregaba el recuento provisorio lo colocaban a una distancia menor de 10 puntos de diferencia respecto de su principal contrincante Carlos Mesa, lo cual lo obligaba a presentarse a un balotaje en el cual el pronóstico más extendido era que resultaría derrotado. Ante este escenario, el recuento se frenó de manera inesperada y sin justificación, reanudándose varias horas después y otorgándole a Evo una diferencia porcentual que lo catapultaba a una victoria en primera vuelta, obteniendo repentinamente un caudal de votos difícil de justificar matemáticamente. Más allá de que la situación fraudulenta parecía más que evidente, fue la auditoria técnica de la OEA la que semanas después identificaba de manera oficial irregularidades graves en el recuento de los votos y demandaba la realización de otro ejercicio electoral.
Curioso: el organismo que reconocía un fraude por parte de Morales le pedía la realización de nuevas elecciones a… ¡Morales! Es entonces que cabe preguntarse: ¿qué tipo de legitimidad democrática tiene un mandatario que corrompe el núcleo más sagrado e inviolable de cualquier democracia, que es el ejercicio del voto popular? ¿Podía Morales, ya no presentarse a nuevas elecciones, sino siquiera convocarlas, manteniéndose al frente del poder ejecutivo hasta un eventual traspaso presidencial? Las respuestas: ninguna; no.
En paralelo a la preparación de la auditoría de la OEA y desde el mismo domingo de los comicios, un número creciente de manifestantes comenzó a salir a la calle para manifestarse en contra de un nuevo atropello de Morales a las instituciones bolivianas. Los grupos que protestaban llegaron a incluir a sectores sociales que históricamente lo habían apoyado. La tensión social se fue acrecentando con el pasar de los días y volvemos así entonces al inicio del artículo, donde se sugería que la actuación de las Fuerzas Armadas resultó clave para la demisión del principal mandatario. Es importante aclarar: que el actor militar tome relevancia directa en el proceso político (hecho que se observó con mucha claridad en Bolivia pero que pareciera estar renaciendo como patrón común en toda la región) es un signo de alarma y de debilitamiento institucional. Que la cúpula militar “sugiera” al presidente dar un paso al costado, también. Pero del análisis anterior surge que es necesario relativizar este factor en la desestabilización política sufrida por Bolivia. Quien efectuó todas las acciones para originar y consolidar ese quiebre democrático fue el propio Evo Morales. No parecería alocado entonces utilizar el término de auto-golpe para los hechos sucedidos.
No estoy sugiriendo que la ausencia de legitimidad democrática de un presidente que comete desviaciones respecto de las normas de un Estado de Derecho (llamémosle populista) autorice a las Fuerzas Armadas a colocarse en desacato respecto del mismo. Posiblemente el problema sea más complejo. Supongamos el ejemplo contrario, contrafáctico: una vez que la auditoría de la OEA demostraba el fraude, Morales mandaba a las Fuerzas Armadas a reprimir y estas acataban la orden, neutralizando las manifestaciones. En paralelo, el mandatario convocaba a nuevas elecciones, en las que (sigamos suponiendo), resultaba victorioso. ¿No había allí quiebre del orden democrático? ¿Con un presidente que se presentaba por segunda vez a elecciones por afuera de la Constitución, y con unas elecciones fraudulentas en su haber?
¿Cuál es la respuesta entonces a la encrucijada que nos plantea la situación boliviana? Mi primer atisbo es que cuando un presidente se perpetúa en el poder, ignora mandatos constitucionales, adapta a sus propios intereses reglas que debieran ser taxativas, violenta la división de poderes, es decir, se aleja del Estado de Derecho y se acerca a un camino de mayor autoritarismo, se produce entonces un quiebre en el contrato democrático original con la sociedad. A partir de allí, todo tipo de ordenamiento institucional se vuelve frágil. Si agregamos la existencia de fraude electoral, lo anterior se convierte en un cóctel molotov.
Habrán sectores sociales que con toda la legitimidad que les concede el valor de la Constitución salgan a las calles a demostrar su rechazo a un gobierno que estira y estira la tolerancia popular ante sus arbitrariedades hasta que la misma se rompe. En ese contexto, hablar de existencia o no de golpe puede ser un debate no menor, probablemente necesario, pero hay un problema original y es que la vigencia de la democracia ya estaba rota con anterioridad.
El debate se inserta a su vez en una discusión mayor, que es la existencia de gobiernos populistas en todo el globo que atropellan los principios que configuran las bases de la democracia liberal. Creyéndose legitimados por mayorías populares transitorias, avanzan sobre nociones y garantías básicas del Estado de Derecho. Es imperativo que todos los sujetos políticos que tenga como norte la salvaguarda de la democracia y la libertad, sean inflexibles respecto a la defensa de las instituciones que durante siglos fueron consolidándose como pilares de las democracias occidentales modernas: división de poderes, respeto a las garantías individuales, sistema de frenos y contrapesos, por nombras solo algunas. Caso contrario, los riesgos están a la vista.