¡Premio a Xavier Sala i Martín!

Por Pedro Schwartz

Acaban de concederle el Premio Rey Juan Carlos de Economía a Xavier Sala i Martín e inmediatamente ha cedido su cuantía a la Fundación Umbele dedicada al estudio de los problemas de Africa. Su artículos quincenales en La Vanguardia han venido ilustrándonos sobre las bondades del la libertad económica, del libre comercio, de la globalización, en desafío quijotesco contra los follones y malandrines defensores de intervenciones de toda laya, como son los reguladores que quieren destruir Microsoft porque ha tenido éxito; o los globófobos que quieren reducir la actividad económica al área de un país, una región, una tribu; o los que creen que el libre mercado fomenta la desigualdad entre lo habitantes de los países pobres y los ricos. El que un nacionalista catalán dijera después de la primera legislatura de Aznar que la reducción del “índice de miseria” (tasa de paro más tasa de inflación) fuera “un éxito económico sin precedentes en la historia reciente de España” indica que Sala dice lo que cree sin importarle un bledo el qué dirán. Yo no llevaría nunca las chaquetas color fucsia en las que se enfunda Sala ni tampoco las corbatas dalinescas con las que pretende dar un poco de variedad a su atuendo. Tampoco me siento nacionalista ni de Cataluña ni de España ni de Europa, pero estoy seguro que el nacionalismo catalán de Sala i Martín no es de los que busca proteger la industria catalana contra la competencia exterior, ni coartar la libertad de los consumidores limitando los horarios comerciales, ni imponer con castigos el uso de la lengua vernácula.

Vale la pena leer el discurso de aceptación, dirigido a hacerse estas dos preguntas: “¿por qué son pobres los ciudadanos africanos? y ¿qué se debe hacer para que dejen de serlo?” Para contestarlas, parte Sala de una constatación crucial: en el siglo XX la pobreza no va unida a la clase social en la que la suerte o la mala suerte le ha situado a uno, sino que depende del país en el que uno viva. Un taxista, un médico, un obrero o un agricultor en Estados Unidos o en Japón vive mucho mejor que un ciudadano con exactamente la misma profesión en Zambia o Mozambique. Por tanto, hay que preguntarse por qué unos países son ricos y otros son pobres, como hizo Adam Smith cuando investigó “La naturaleza y causas de la riqueza de las naciones” (1776): la contestación para Smith era el tamaño del mercado y la libertad de comercio. Sin embargo, como muy bien dice Sala, los grandes clásicos como Malthus y Ricardo dieron demasiada importancia a la limitación de los recursos naturales: ambos creían que el sistema capitalista estaba condenado al estancamiento debido a los rendimientos decrecientes de una tierra cada vez más escasa. Para corregir este error, Sala echa mano del economista austriaco Schumpeter, un caso curioso de falta de fe en el capitalismo que tan bien entendió: para Schumpeter, el crecimiento nacía de los avances científicos y tecnológicos, avances que destruían las viejas formas de producir pero que creaban nuevas posibilidades de producción; mas por eso mismo pensaba el austriaco que el capitalismo estaba condenado a desaparecer, porque las grandes masas preferían la seguridad de lo antiguo a la revolución de lo nuevo. Por suerte, Sala no toma de Schumpeter más que la “destrucción creadora” (y por eso mismo supongo que es contrario al proteccionismo económico del Govern).

Otro concepto importante en el análisis de Sala i Martín es el de “los estadios de crecimiento”, tomado de Walter Rostow. Ciertamente las clasificaciones de Rostow no se correspondían con exactitud suficiente con lo ocurrido realmente en la historia. Sin embargo, la idea de que los remedios para la pobreza no son universales y deben cambiarse según el nivel de crecimiento en el que se encuentra cada país es muy necesaria: no existen fórmulas mágicas universales.

Los remedios de la pobreza en Africa son los que buscan corregir las carencias más evidentes de aquel Continente. La primera es la falta de estabilidad y seguridad en unos países constantemente enfrentados con guerras civiles, golpes de Estado, abusos en materia de derechos humanos. Es evidente que el caos permanente dificulta la inversión privada, pues la inversión pública en países atenazados por la corrupción no es más que una forma de despilfarro. Todos nos asombramos de la “maldición del petróleo y de los diamantes”, que fomenta la corrupción en esos sectores de materias primas pero también corroe las actividades existentes antes de la falsa bonanza: sólo en Botswana ha servido la abundancia de diamantes para ponerse en la vía del crecimiento. Las instituciones favorables al desarrollo, como son la propiedad privada y el respeto de los contratos, también brillan por su ausencia en la mayor parte de Africa, lo que pone dificulta la participación en los beneficios de la globalización. La malaria y el sida son otros dos flagelos de esas desgraciadas poblaciones y Sala propone la creación de un fondo que garantice a los laboratorios beneficios en la búsqueda de remedios que una población miserable no puede costear. Por fin, las deficiencias de la educación, especialmente la primaria, impide la acumulación del mínimo de capital humano que ponga las bases de un despegue económico.