Por qué hay que privatizar el subsuelo en Colombia
Eric C. Graf considera que la privatización del subsuelo en Latinoamérica debe ser una prioridad y que esta medida ayuda a asegurar que la regulación se limite a la ciencia y la a ingeniería con el fin de evitar la tragedia de los comunes.
En enero de 2019, la producción de petróleo en Colombia aumentó a 899.000 barriles por día en promedio según la revista Dinero. Por otro lado, el país vecino de Venezuela sucumbe a la pobreza de inspiración socialista, optando por las continuas pérdidas de producción bajo el régimen de Nicolás Maduro y sus lugartenientes. Surge una pregunta interesante: ¿si Colombia hubiera privatizado el subsuelo, habría podido producir aún más petróleo para generar aún más riqueza?
Hay razones para sospechar que sí, y también las hay para preocuparse ante la posibilidad de que países como Colombia y México contraigan la misma enfermedad política que ha puesto en tantos apuros a Venezuela. Si quisiéramos ser más optimistas, los países petroleros como Venezuela, Colombia, México y Brasil representan oportunidades para demostrar la eficacia del mercado libre en el sector energético. Quizá Venezuela, por su mal desempeño durante tantos años, sea el lugar oportuno para intentar el experimento de permitir la privatización del subsuelo.
El capitalismo de mercado libre versus el socialismo estatista
Una de las principales razones por las cuales el capitalismo de libre mercado tiende a producir más riqueza que el socialismo estatista es porque tiende hacia la descentralización, evitando la fragilidad sistemática en el sentido que Nassim Taleb le da a este concepto. Los fracasos se limitan a compañías particulares y sectores específicos y, por eso, el libre mercado sufre menos los efectos ruinosos de los ciclos económicos en comparación a las economías centralmente planificadas. La otra cara de la moneda es que el riesgo económico está más disperso en un mercado libre. Mientras que el socialismo quiere darles las decisiones a comités de burócratas, el libre mercado quiere dárselas a muchos más actores. Así es la explicación del éxito del capitalismo según Friedrich von Hayek, ganador del premio Nobel de Economía.
Y si a todo eso agregamos la idea, generalmente admitida, de que el mercado libre es más eficiente porque la competencia entre múltiples actores crea incentivos de mejoramiento en las actividades comerciales, el resultado es la superioridad técnica y material de las sociedades capitalistas.
¿El derecho anglosajón o el derecho continental?
Hay múltiples razones para creer que el derecho anglosajón es el marco legal idóneo para desarrollar el capitalismo de mercado libre. En primer lugar, se registra el fenómeno en términos empíricos. La riqueza de países angloparlantes como Canadá, EE.UU. y Reino Unido manifiesta su ventaja estructural. El investigador Paul G. Mahoney ha calculado que los países de derecho anglosajón producen un poco más de 0,5% de crecimiento del PIB per cápita por encima del ritmo que mantienen los países de tradición continental. Esa diferencia marginal, compuesta a lo largo de varios siglos, correlaciona con la diferencia actual entre el PIB per cápita de EE.UU. y el de Latinoamérica.
Otro argumento a favor de la tradición anglosajona es que parece promover la descentralización del poder político. Hacia finales del siglo XVIII, una de las ideas ingeniosas de Alexander Hamilton, prócer de la independencia de EE.UU., era diseñar un Senado en donde el poder geográfico primara sobre el poder demográfico de la Cámara de Representantes. A través del sistema del Colegio Electoral, Hamilton les dio poder a los estados por encima del gobierno central y le dio poder al campo por encima de las grandes ciudades. Tal idea, sin embargo, no era del todo anglosajona; Antonio de Guevara, autor de Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539), hubiera aplaudido el impulso de dividir el poder político de esa manera, una elegante expresión geográfica del lema de Montesquieu de dividir los poderes.
Aunque hay importantes excepciones, el efecto de la descentralización política y económica ha sido generalmente positivo a lo largo de la historia de EE.UU. El instinto de descentralizar va en contra del modo continental y, hay que admitirlo, va algo en contra del sentido común. Ayuda pensarlo de la siguiente manera.
En las sociedades anglosajonas, ni la producción económica ni las decisiones jurídicas vienen predeterminadas por las directrices de élites políticas o expertos económicos. ¿Sería lógico objetar al desorden de poner en competencia a tantas decisiones en relativa espontaneidad? A corto plazo, los procesos parecen ser destructivos. En el mercado unos ganan y otros pierden (aunque la economía de mercado no es un juego de suma cero); en el campo legal, diferentes jueces producen diferentes interpretaciones de la ley. Pese a los altos niveles de caos y de “destrucción creativa” inmediata, en el largo plazo hay más eficiencia, más adaptabilidad y más riqueza.
Es importante ver que las descentralizaciones de la economía y de la política se complementan. El problema de quién tiene propiedad del subsuelo es ilustrativo. En la tradición anglosajona, el derecho de la ciudadanía al subsuelo es un concepto emblemático. La idea se encuentra en los Comentarios sobre las leyes de Inglaterra (1766) del jurista William Blackstone. Curiosamente, sin embargo, el derecho al subsuelo es una reliquia de un principio de la ley romana temprana (Ely and Pietrowski 11–13) acerca de la propiedad reflejada también en una versión medieval: cuius est solum eius est usque ad coelum et ad inferos, o “quien sea dueño de la tierra, lo es hasta el cielo y hasta el infierno”. Es la base de la “ley de captura” según la cual el latifundista tiene derecho a toda caza que encuentre entre los límites de su territorio.
En cuanto a Inglaterra, la tradición parlamentaria logró defender los derechos de los súbditos a ser dueños del subsuelo de sus tierras, protegiéndolos de las reclamaciones de los reyes y los gobiernos centralizados. De tal manera, el Parlamento pudo preservar la riqueza y la libertad de la aristocracia y del campesinado, los rivales naturales de la monarquía medieval y del gobierno moderno centralizado.
Imaginemos el simple caso del campesino que encuentra oro, hierro, plata, carbón, gas natural o petróleo bajo su tierra. La decisión entre darle la riqueza al dueño de la tierra o dársela al rey será decisiva para la distribución del poder y para el futuro desarrollo económico del lugar.
Ese es el argumento que plantea Guillermo Yeatts en su brillante libro El robo del subsuelo (1996), donde analiza el caso trágico de la industria petrolera en Argentina durante los siglos XIX y XX. Yeatts demuestra cómo los costos del control estatal del subsuelo, legado de la práctica de reyes españoles del medievo y del renacimiento, desincentivaron la creación de crédito y la financiación de exploración necesarias para sostener el sector petrolero, ni hablar de los costos de la politización de la distribución de la gasolina, la localización de las refinerías y los contratos laborales. Como alternativa, Yeatts recomienda el antídoto de la propiedad privada, porque a diferencia de los funcionarios del Estado, los dueños de la tierra y del subsuelo tomarán interés en lo suyo y harán lo más prudente y responsable respecto al petróleo.
Breve historia de la descentralización de la industria petrolífera
También es importante entender que, por su misma naturaleza, la industria petrolera promueve la descentralización económica y política. En primer lugar, es notable la continua descentralización de la producción petrolífera. Como muchas otras industrias estadounidenses, la petrolera tuvo su origen en el noreste del país, cuando Edwin Laurentine “El coronel” Drake recuperó petróleo de un pozo en Titusville, Pensilvania en 1859. Durante el siguiente período de consolidación, el magnate John D. Rockefeller logró crear un monopolio con su compañía Standard Oil. Sin embargo, ya hacia 1880, tres décadas antes de la decisión judicial de dividir Standard Oil (1911), la producción petrolera empezaba a dar sus primeros saltos geográficos, llevando la industria a estados cada vez más lejanos del noreste como Ohio (donde comenzó Rockefeller), Indiana, Texas, Luisiana, Oklahoma, y, eventualmente, California y Alaska.
Un gran efecto de esa progresiva extensión geográfica de la industria petrolera ha sido restar el poder político a lugares como Nueva York y Washington, DC, y dárselo a lugares relativamente más fronterizos y marginados. Por ejemplo, antes de que Texas fuera un epicentro petrolero, el estado era lo que ciertos latinoamericanos llamarían “tierra caliente”. Los tejanos siempre hemos dicho que, por ser tierra de pantanos y desiertos, Texas era tierra de mosquitos y alacranes. Solo había unos cuantos pobres en el estado. Eso cambió el 10 de enero de 1901, cuando el Capitán Anthony F. Lucas encontró petróleo en Beaumont. En los años venideros, algo del poder del noreste se transfirió al suroeste.
Vemos el mismo fenómeno a nivel internacional, donde Standard Oil enfrentó a rivales como Shell, Royal Dutch y las compañías de los Nobel y los Rothschild en Rusia. Controlar el petróleo significa socavar el poder de las metrópolis del Atlántico del Norte, aunque solo hasta cierto punto; el aspecto financiero no debe pasarse por alto. En Texas, por ejemplo, no nos gusta hablar del hecho de que los primeros en financiar la industria petrolera en el estado fueron los Mellon, yanquis banqueros de Pittsburgh, Pensilvania y rivales de Rockefeller. La integración económica entre un centro financiero y una periferia rica en recursos naturales es esencial para que surja una industria intensiva en capital como la petrolera.
Ironías de la Comisión de Ferrocarriles de Texas
En el mundo angloparlante hay un dicho atribuido a Churchill: “Siempre puedes confiar en que los estadounidenses harán lo correcto, aunque solo después de haber probado cada una de las demás opciones”. La situación idónea actual de Texas y EE.UU. no es el resultado de un camino corto y recto hacia la producción privada y el liderazgo tecnológico en el sector energético. Muchos de los primeros pasos de la industria fueron pruebas erróneas.
Aunque el derecho al subsuelo de los estadounidenses es alabado como el marco legal idóneo para el capitalismo petrolero –y es uno de los conceptos que más distinguen entre las respectivas historias de la industria petrolera en EE.UU. y en Latinoamérica– dicho derecho condujo a la intervención gubernamental en la década de 1930. En ese entonces el gobierno estatal creó la Comisión de Ferrocarriles, cuya responsabilidad era coordinar la producción de petróleo para maximizar las rentas de los campos petrolíferos. Según sus proponentes, la comisión era necesaria para evitar los efectos devastadores de la “tragedia de los comunes”, el concepto según el cual un gran número de individuos que persiguen su propio interés terminan por reducir el bienestar general.
En teoría, la función del cuasi cartel tejano era evitar el exceso de pozos, lo cual podía acabar con la presión requerida para extraer el petróleo del subsuelo. Pero, ¿dónde está el límite entre la intervención técnica y la intervención económica? Es irónico que, en Texas, un estado considerado el modelo de la libertad ante el centralismo gubernamental, el gobierno decidió crear la Comisión de Ferrocarriles. Otra ironía es que, a nivel internacional, la Comisión fue el modelo para regular la producción del petróleo que estudió Juan Pablo Pérez Alfonzo de Venezuela, uno de los principales fundadores de la OPEP.
En parte, el estereotipo de Texas como tierra libertaria se basa en la realidad: había un gran número de petroleros independientes que contribuyeron a la desarticulación de las tendencias monopolistas de Standard Oil. Estos pequeños productores facilitaron una transición hacia el mercado global de un recurso natural y fungible, en el cual muchos participan y pocos mandan. Por otra parte, y para un tejano es difícil admitirlo, parece que hay un papel para la regulación gubernamental de los campos petrolíferos debido al famoso problema económico de la tragedia de lo común.
A favor de la privatización del subsuelo en Latinoamérica
A pesar de esta ironía, yo sostengo que, en la coyuntura latinoamericana presente, la privatización del subsuelo debe ser una prioridad. Esto no es argumentar a favor de una ausencia total de regulación técnica para evitar los efectos devastadores de la tragedia de los comunes. De hecho, el caso de Texas demuestra que la privatización del subsuelo ayuda a asegurar que la regulación necesaria sea la más adecuada para conseguir la producción de petróleo más económica. Es decir, si la Comisión de Ferrocarriles de Texas funciona, se debe a que representa los intereses de numerosos productores independientes. La diversidad de los intereses de los petroleros parece ser el factor que mantiene a la Comisión en la línea de solo proporcionar ayuda técnica. Es decir, la regulación se debe limitar a la ciencia y la ingeniería con el fin de evitar la tragedia de los comunes, evitando también la seducción de la idea de controlar los precios.
En su obra monumental La historia del petróleo, el autor Daniel Yergin narra la larga lucha entre productores y consumidores que ha caracterizado el sector energético. Una de las grandes lecciones del libro es que, a pesar de que los productores han intentado formar carteles ocasionalmente, al fin y al cabo, son los consumidores quienes controlan el precio y así la industria siempre se ha visto obligada a innovar. Al igual que Standard Oil y la Comisión de Ferrocarriles de Texas, la OPEP quiere controlar los precios, pero como en los casos anteriores, suele fracasar en sus intentos. Hay razones para ser optimistas si uno es defensor de los consumidores.
Sin embargo, el hecho es que hoy en día el 80% de las reservas de petróleo del mundo están en manos de actores gubernamentales. Es notable que, en este ambiente, EE.UU. sigue estableciendo nuevos récords de producción y que, últimamente, ha vuelto a exportar petróleo. Y lo más probable es que los gobiernos que controlan ese 80% de las reservas no llegarán jamás a un acuerdo acerca del precio del petróleo sin que alguien rompa el cártel vendiendo por un precio menor.
Pero, incluso si admitimos el argumento poscolonial, leninista o islamista a favor de las compañías petroleras estatales, e incluso si admitimos la posibilidad de casos más positivos, como el de Noruega, todavía será mejor intentar evitar la opción estatista. Entre los sistemas que se mantienen en Noruega, Texas y Venezuela, el primero parece excepcional y el tercero parece desacreditado; ergo el camino tejano del capitalismo con regulación técnica y científica parece ser la opción más plausible y razonable.
Desafortunadamente, la Venezuela actual evidencia que las tiranías que se benefician de las rentas de la producción petrolífera pueden mantenerse en el poder durante muchos años. En su novela Rebelión en la granja (1945), George Orwell famosamente descartó los mitos promulgados por el régimen de Stalin, revelando la pesadilla de la tiranía comunista. Orwell también descartó uno de los mitos promulgados en Occidente, a saber, la idea de que la Revolución rusa estuviera destinada a colapsar pronto debido a sus propias ineficiencias sistemáticas. En Occidente subestimaron la capacidad del régimen de sostenerse gracias a las rentas del petróleo. A veces el Estado moderno represivo sí es capaz de rentabilizar los recursos naturales. El régimen de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas sabía gestionar su granja, al menos lo suficientemente bien para persistir setenta años. No es casualidad que, en la sublevación de 1905, la misma que Lenin siempre consideraba ser borrador de la Revolución de 1917, se destacó Stalin a la cabeza de los sindicalistas de la industria petrolera de Bakú.
Hace tres décadas, Guillermo Yeatts arremetió contra un caso de lenguaje orwelliano que suelen utilizar en Latinoamérica para atacar la idea de la privatización del subsuelo. Yeatts enfatizaba que darle la riqueza del subsuelo al Estado en nombre del pueblo era en realidad dársela a las élites gobernantes. Lázaro Cárdenas, por ejemplo, percibió el momento oportuno para nacionalizar la industria petrolera en México para beneficio propio, pero no fue exactamente magnánimo con los obreros de Potrero y Tampico. Los trabajadores petroleros habían provocado el movimiento hacia la nacionalización en búsqueda de que las compañías inglesas y estadounidenses les subieran los salarios. Pero pronto después de crear PEMEX, les cortaron los salarios.
Cualquier gobierno que emerja de los escombros del régimen de Maduro tendrá que saber cómo establecer un sistema energético más efectivo y descentralizado. El largo experimento con el modelo estatista-colectivista ha fracasado, y ahora Venezuela representa una oportunidad para demostrar los beneficios de la privatización del subsuelo. Quienes buscan mayor desarrollo en países como Colombia, México y Brasil deberían reflexionar acerca de la justa y razonable privatización y regulación del subsuelo en sus propias naciones con base en la experiencia actual venezolana.
¿Y si los americanos solo quieren el petróleo?
Finalmente, es necesario responder a uno de los argumentos más antiguos de la izquierda latinoamericana, según el cual las grandes compañías estadounidenses quieren robarles el petróleo a países revolucionarios como Venezuela, México e Irán. La historia de los intereses creados por la industria petrolera sugiere una cuestión más precisa, ¿cuáles estadounidenses quieren el petróleo de países latinoamericanos y cuáles no? Desde luego que la gente común, la gente pobre, la gente que dedica el porcentaje más alto de sus salarios a gastos energéticos, quiere que Venezuela produzca más petróleo.
La verdad es que nadie sabe de dónde proceden todos los intereses del sector energético. Es un laberinto y un pulpo a la vez. Diría yo que lo más probable es que los grandes productores, compañías al igual que países, son los que prefieren frenar la producción del petróleo en lugares como Venezuela y México. Son los que quieren mantener los precios altos. Vemos lo mismo con respecto al fracking en Latinoamérica, sobre todo cuando el gas natural cotiza a precios tan bajos. Dada la realidad económica mundial, no es lógico ni preciso decir que Donald Trump quiere el petróleo de Venezuela.
A Trump, de hecho, tampoco le molestan los movimientos anti-fracking en estados como California y Nueva York o en países como México y Colombia. La base política de Trump está en estados como Texas y Pensilvania, precisamente los estados que producen más petróleo y gas. Son estados donde muchos votantes quieren precios altos. Los que sí quieren privatizar la producción del petróleo y gas en Latinoamérica serán los productores pequeños, los que solo tienen un puñado de pozos en funcionamiento. Esas compañías son incentivadas a ofrecer servicios a precios razonables y a mantener impecable su ética empresarial a través de buenas relaciones con los dueños del subsuelo y los demás ciudadanos del lugar. Hay oportunidad en Venezuela. La cuestión parece ser la de siempre: ¿Responderán los defensores del mercado libre y la propiedad privada en Latinoamérica?
Referencias:
Ely, Northcutt and Robert F. Pietrowski Jr. “Changing Concepts in the World’s Mineral and Petroleum Development Laws.” BYU Law Review 9 (1976): 9–35.
Hamilton, Alexander, James Madison, and John Jay. The Federalist Papers. Numbers 62–66. [El federalista. Números 62–66.]
Hayek, Friedrich A. “Lecture to the Memory of Alfred Nobel, December 11, 1974.”
—. “The Use of Knowledge in Society.” American Economic Review 35.4 (1945): 519–30.
Mahoney, Paul G. “The Common Law and Economic Growth: Hayek Might Be Right.” The Journal of Legal Studies 30.2 (2001): 503–25.
Orwell, George. Animal Farm. New York: Alfred A. Knopf, 1993.
Taleb, Nassim. Antifragil: Things That Gain from Disorder. New York: Random House, 2014.
Yeatts, Guillermo. El robo del subsuelo. Buenos Aires: Theoría, 1996.
Yergin, Daniel. La historia del petróleo. Madrid: Vergara, 1992.