Planes gubernamentales: despilfarro, fraude y corrupción

Hana Fischer dice que "En resumidas cuentas, un porcentaje muy menor de esos fondos va a dar a manos de aquellos, que en teoría, deberían ser los principales beneficiarios. La porción 'del león', se la apropian individuos pertenecientes a los sectores medios y altos de la sociedad. Es decir, los grupos de presión organizados".

Por Hana Fischer

Todos los días la prensa independiente nos informa de un nuevo escándalo, referido al manejo de los dineros públicos en las obras sociales. El despilfarro, el fraude y la corrupción es el ambiente habitual que envuelve al llamado “Estado Benefactor”. Incluso en los países más honestos, las acciones de beneficencia pública generan insatisfacción, porque es muy grande la distancia que separa a los objetivos proclamados de los resultados concretos obtenidos.

A escala nacional, es posible apreciar que aquellos gobernantes que vociferan que su mayor preocupación es mejorar la suerte de los más desfavorecidos vía mayor intervención estatal, a la larga, no sólo la empeoran, sino que dejan tras sí al país sumido en la corrupción y las crisis económicas y financieras.

El venezolano Hugo Chávez es un ejemplo paradigmático de lo afirmado. El kirchnerismo en Argentina, los hermanos Castro en Cuba y en general, todo la “banda” del Socialismo del Siglo XXI, son muestras más que elocuentes.

A nivel internacional, las ayudas del Banco Mundial provocan el mismo estado de situación. Este organismo fue fundado en 1944 con el fin de reducir la pobreza en todo el orbe. Los hechos han demostrado —tal como prueban numerosas investigaciones sobre este tema— que muchas de sus actividades han sido contraproducentes ya que han logrado exactamente el resultado contrario.

¿Qué es lo que falla? ¿Por qué razón los resultados obtenidos de la ayuda con fondos públicos son tan decepcionantes?

Para responder a estas interrogantes, debemos dividir a los gobernantes en dos grupos: Por una parte están los embaucadores. Es decir, aquellos para quienes los “pobres” son tan solo una excusa para expoliar a sus congéneres y para usar discrecionalmente al poder estatal para enriquecerse a sí mismos, a su familia y a sus aliados políticos. En este caso, es obvio que la situación de los sectores más débiles de la sociedad no mejorará, porque nunca fue el objetivo real.

Pero por la otra, están los bienintencionados, que suelen ser la mayoría, incluso de los votantes. Es por esa razón que es tan relevante comprender las razones por las cuales es imposible que esos planes sociales den buenos resultados, si verdaderamente nos preocupa la suerte de los más desfavorecidos y queremos ayudarlos.

Una de las explicaciones más claras y sencillas, la dio el premio Nobel de Economía Milton Friedman. Este pensador expresa que hay cuatro formas de gastar el dinero:

  1. Gastar el dinero propio en beneficio nuestro.
  2. Gastar el dinero propio en beneficio de otra persona.
  3. Gastar el dinero ajeno en beneficio propio.
  4. Gastar el dinero ajeno en beneficio de otras personas.

Cuando uno gasta su dinero en su propio beneficio, tiene los mayores incentivos tanto para ahorrar como para sacarle el máximo rendimiento. Cuando costeamos algo con nuestro propio bolsillo para beneficio de otro, por ejemplo cuando hacemos regalos, estamos impulsados a ahorrar pero no para sacarle el mayor provecho al dinero, especialmente si queremos satisfacer el gusto del otro. En el tercer caso, que serían los viáticos, no tenemos ningún incentivo para economizar pero sí para sacarle el mayor jugo a la plata que nos dieron. Y en el último de los contextos, no tenemos incentivos ni para ahorrar ni para hacer rendir a los fondos obtenidos.

La totalidad de los programas de ayuda sociales entran en las categorías 3 y 4 mencionadas. Y esa es la explicación de por qué —a pesar de haber nacido de buenas intenciones— esos proyectos terminan infiltrados por la corrupción, el fraude y es una dilapidación indignante del fruto del trabajo ajeno. Según especifica Friedman, la dinámica es la siguiente:

Los legisladores son quienes aprueban esos programas, que obviamente no serán financiados por ellos mismos. Los votantes eligen a los políticos que ofrecen la mayor cantidad de este tipo de proyectos, porque están convencidos de que ellos serán los directamente beneficiados, pero que otros pagarán las cuentas. Los burócratas que administran esa gran masa de dinero, quieren que una porción de ella vaya a parar a sus propios bolsillos; y por ahí se cuela la corrupción. A pesar de que esos planes fueron concebidos para auxiliar a los más humildes, muchos que no entran en esa categoría quieren beneficiarse de ellos; y por ahí se cuela el fraude. Los funcionarios públicos que no son corruptos, al ver en danza  un “pastel” tan formidable, quieren su porción. Por consiguiente, presionan para que les aumenten los sueldos, los beneficios y las prebendas.

En resumidas cuentas, un porcentaje muy menor de esos fondos va a dar a manos de aquellos, que en teoría, deberían ser los principales beneficiarios. La porción “del león”, se la apropian individuos pertenecientes a los sectores medios y altos de la sociedad. Es decir, los grupos de presión organizados.

En conclusión podemos apreciar que los gobernantes, ya sea movidos por la mejor de las intenciones o por la rapacidad, con la implementación del “Estado Benefactor” favorecen principalmente a quienes no deberían. Esa “generosidad” de los políticos se financia con el aumento ininterrumpido de la presión impositiva, de la inflación y de la deuda pública. ¿El corolario? Las inevitables crisis económicas y financieras.

Es por estas razones que no podemos menos que coincidir con Milton Friedman cuando expresa, que "uno de los más grandes errores es juzgar a las políticas y programas por sus intenciones, en lugar de por sus resultados”.

Las ayudas estatales no son sanas desde ningún punto de vista. En lo económico, crean dependencia y dan pocos incentivos para que el individuo salga de la pobreza. En el plano moral, destruyen la autoestima y fomentan actitudes serviles hacia los que manejan esos fondos, lo que subvierte a la democracia: los servidores públicos pasan a ser los “amos”, y los ciudadanos sus “siervos”.

El camino hacia el desarrollo económico, aquel que simultáneamente ofrece oportunidades reales a todos y reconoce la dignidad intrínseca de cada persona, es por medio de la creación de las instituciones apropiadas y los incentivos correctos: mercados libres, Estado de Derecho y protección eficaz de la propiedad privada.

La receta es conocida, no hay misterio, pero…  ¡es tan tentador vivir a costillas de los otros!