Perú: La Ley del Abogado, una muestra de mercantilismo

Por Raúl E. Alosilla Díaz

Con ocasión del Día del Abogado (2 de abril), el Colegio de Abogados de Lima ha promovido un Proyecto de Ley del Abogado, cuyo objeto sería regular el ejercicio de la profesión, sus deberes y derechos, y a los Colegios de Abogados. Entre sus innovaciones se encuentran el establecimiento de criterios uniformes para la colegiación de los abogados, la regulación de la carrera, un endurecimiento en el acceso al mercado laboral de los abogados, así como el control ético de sus labores a través de un Consejo de Ética. Por otro lado, existe una patente preocupación por la “proliferación de facultades de Derecho”, ya que algunas de ellas ofrecen programas a distancia, de menor duración, y con poca garantía de enseñanza. La consecuencia ha sido —según esta preocupación masificada— un detrimento en la calidad promedio de los profesionales que ejercen la abogacía en el mercado.

En primer lugar, no parece adecuado oponerse a que los profesionales de esta rama, como los de cualquier otra, puedan congregarse y formar asociaciones que les permitan obtener beneficios colectivos, que serían muy costosos de alcanzar de manera individual. Constituye el regular el ejercicio de su libertad de asociación. Mediante estas asociaciones que pueden celebrar convenios con empresas de seguros o entidades prestadoras de salud, y cualquier otro tipo de empresas teniendo como objetivo ofrecer a sus agremiados los mejores servicios.

No es adecuado, por otro lado, que sea obligatorio agremiarse. Ello atenta flagrantemente contra la libertad de asociación de los propios abogados, algunos de los cuales bien podrían prescindir de tales servicios para contratar otros mejores o peores, según sus propias expectativas. Es más, estos profesionales bien podrían estar en desacuerdo con la gestión de su Colegio de Abogados y querrían asociarse formando una entidad distinta, con otras reglas, pero con los mismos objetivos. ¿Por qué no? Sin embargo, la legislación actual les obliga a agremiarse como habilitación legal para ejercer la profesión. Lo peor es que cualquier intento por reivindicar la libertad de trabajo es considerado un “ejercicio ilegal”, un delito, el cual es combatido ferozmente por el Estado y los Colegios de Abogados.

¿A quién beneficia toda esta regulación? Estos Colegios no son meramente asociaciones gremiales, sino que constituyen asociaciones mercantilistas.

Primero, tienen un monopolio porque según el artículo 12° del Proyecto sólo habrá un Colegio de Abogados en cada capital de provincia. Asimismo, reciben fondos del Estado a través de la regulación: el Estado obliga a los que quieran ejercer la abogacía a inscribirse en un Colegio de Abogados, esto es, deberán pagar una inscripción y cuotas mensuales. Pero además, por imperio de la ley, los Colegios recibirían un porcentaje de los honorarios de los peritos judiciales, de las costas en los procesos judiciales, de los derechos notariales por procesos no contenciosos, etc. No debemos olvidar que entre todos los Colegios conforman un cartel legal.

Al margen de ello, la medida necesariamente genera beneficios y costos que se dispersan de manera no uniforme en la sociedad. En el Perú, hay todo tipo de abogados y todo tipo de personas que precisan de asesoría legal, quienes tendrán que asumir el costo y el beneficio de esta regulación asimétricamente. Siendo esto así, solamente es un grupo de gente al que esta regulación beneficia directamente, ya sea porque reduce la competencia real o potencial o porque estipule requisitos que sólo ellos pueden cumplir. Esto nos lleva al problema de la creación de rentas o privilegios a través de la regulación1.

Con respecto a la obligatoriedad de la colegiatura, ésta se funda tradicionalmente en que cada Colegio se constituya en el respaldo institucional de cada uno de sus agremiados y garantice así a los consumidores, la calidad en servicio que prestan aquéllos.

Sin embargo, si bien es cierto que el respaldo institucional de una actividad es un “plus” y que la membresía a una institución seria y respetada ofrece confianza y garantía al público consumidor, de ello no se concluye lógicamente que necesariamente deba existir una obligación de obtener esta membresía y menos en instituciones arbitrariamente creadas, “de Derecho Público”. Si no existiera esta arbitraria restricción, sucedería lo que hoy en el caso de los árbitros de derecho, en el cual, mercado se ha encargado de crear estas instituciones privadas que respaldan a sus miembros, y es la confianza bien ganada de la institución, en competencia, la que determina (i) que un árbitro solicite su incorporación voluntariamente; y (ii) que las personas elijan a los árbitros que pertenecen a dicha institución. No es un sistema perfecto, pues no se garantiza que jamás ocurrirán habrán incidentes de mala conducta, sin embargo, cada una de ellas representa un desprestigio de la institución gremial, la cual deberá tomar cartas en el asunto por el bien de todos sus agremiados.

Desde esta perspectiva, es un despropósito tratar de uniformizar por la fuerza los deberes, los derechos, el control ético, beneficios y servicios a los cuales puedan acceder agremiados y no agremiados.

¿Quiénes serían los llamados a establecer estos lineamientos de “ordenamiento” de la carrera? Pues los siempre bien iluminados congresistas. ¡No, los juristas!— dirían por ahí. Sin embargo, ¿Qué derecho tienen esos abogados-juristas por sobre los demás abogados-tontos y malos-no-juristas? Lamentablemente, nos revolvemos siempre en un sistema en el que la opinión de unos cuantos se vuelve ley para todos. Y las libertades son lo último que importan, pues siempre hay pretextos para pisotearlas. Este es nuestro lastre como país. Basta mencionar como botón que nuestro constitucionalismo nació muerto. Nuestra entrada en escena en el concierto de la modernidad fue a través de la negación de la misma2, ya que nuestra primera Constitución fue suspendida el primer día que entró en vigencia.

Y voy con la crítica más allá. Existe una obligación de contar con asesoría legal para la gran mayoría de procesos judiciales (lo cual ha generado un submercado de firmas de letrados). Pero, ¿por qué tal imposición sobre los usuarios? Al abogado le corresponde la asistencia letrada al ciudadano en el proceso judicial, administrativo, arbitral, así como en situaciones extralitigiosas, como en el caso de asesoría empresarial. Dada su especialización, es eficiente que quienes se vean envueltos en conflictos legales o precisen de asesoría los contraten. Más, ello no necesariamente es el caso. De ello no se puede colegir que —compulsivamente— sean solamente los abogados quienes ejerzan tales actividades e imponer tal regla. Por esta razón, sostenemos que es un privilegio de los abogados el que por ley los ciudadanos tengan que recurrir a ellos para solucionar judicialmente sus disputas para “autorizar” minutas ante el notario público.

¿Por qué entonces no hay una ley que imponga a las personas acudir siempre a un médico cada vez que se sientan enfermos? Todo el mundo sabe que existe un riesgo en la automedicación, pero también todo el mundo sabe que los médicos no trabajan gratis. ¿Por qué negar a los ciudadanos la posibilidad de afrontar su propio riesgo, y asuman la responsabilidad por sus actos? No, señores políticos, los ciudadanos de a pie no son idiotas como ustedes creen. Simplemente toman decisiones según las circunstancias que enfrentan.

¿Por qué entonces no hay una ley que imponga que necesariamente se deba contratar a un publicista en toda campaña publicitaria? ¿Acaso ello no garantizaría que la campaña sea de calidad o acorde con los estándares de dicha profesión? ¿Qué sucedería con los pequeños negocios —por ejemplos, las lavanderías que se publicitan a través de volantes— que simplemente no quieren afrontar el costo de contratar a un publicista? ¿No tienen ellos libertad de empresa?

Con puro afán lobbysta, mercantilista, se pretende ahora que todos los recursos a presentarse ante el fuero común o privativo se encuentren autorizados por abogados. El argumento: La abogacía tiene como finalidad garantizar el derecho fundamental de los ciudadanos a recibir una defensa, representación y asistencia jurídica de calidad. Yo pregunto: ¿Y? De ello tampoco se desprende lógicamente que haya una obligación de contratar abogados, por la sencilla razón de que tal defensa de calidad puede satisfacerse sin la necesidad de contratar un abogado. Tal parece que el Colegio de Abogados de Lima cree —ingenuamente— que de no imponerse, todo el mundo dejará de contratar abogados y sus agremiados se verán perjudicados.

Con referencia a la propuesta de imponer un mínimo estándar en los cursos que imparten, considero que es un tema bastante complejo y con argumentos componentes falaces. Se dice que es de interés social que se garantice un mínimo de conocimientos a impartir, de modo que los abogados en el mercado estén en condiciones de ofrecer un servicio de calidad, pues esto constituye un derecho de los consumidores.

Pues bien, mejorar el servicio brindado por los abogados no es de interés social. Si bien genera beneficios a algunas personas, también genera costos a toda la sociedad de manera dispersa. Los beneficios también se generan de manera dispersa y en diferentes grados, por lo que resulta imposible determinar si los beneficios en general superan a los costos en general de tal medida política, ya que las apreciaciones personales no son agregables. Más bien, si genera costos y beneficios dispersos, entonces es lógico que sean los propios individuos quienes calculen la conveniencia o no de la adopción de acciones destinadas a mejorar dicho servicio. En consecuencia, el interés en hacer dicho mejoramiento de forma compulsiva, no es compartido por todos los miembros de la sociedad. Es falaz entonces argumentar el interés social como fundamento de la regulación de los cursos impartidos. Es mera demagogia.

En segundo lugar, la imposición de un mínimo de conocimientos necesarios también ofrece problemas ante el análisis. ¿Quién es el que establece dicho mínimo? ¿Con qué criterio y bajo qué circunstancias el conjunto de materias que se propondrían son tan necesarias como para imponer su aprendizaje? Cada universidad actúa como un empresario que configura su servicio o producto según las necesidades que advierte de los consumidores-demandantes. Y éstos no son un grupo homogéneo sino que cada uno de ellos prefiere, necesita, y está dispuesto a pagar de manera diferente. La manera de satisfacerlos es siempre un proceso de ensayo y error: un tanteo que lleva a cabo el empresario. En este escenario, dependerá puramente de su perspicacia para encontrar necesidades y satisfacerlas. Así, una o más universidades pueden darle un enfoque filosófico y teórico a su enseñanza, con miras a formar catedráticos e investigadores; otras, enfocarse en formar abogados litigantes; otras, abogados asesores de empresas, o abogados-empresarios, etc. Alguna otra podría interesarse en formar abogados todistas.

Si bien es cierto que los abogados, al menos deberían conocer que el sistema jurídico es un ordenamiento complejo y sistemático, y que por ende deberían conocer los conceptos básicos de todas las ramas del mismo, este “deber ser” corresponde al ámbito netamente de los deseos y de las aspiraciones, mas no del derecho. El hecho que sea deseable que los consumidores gocen de mejores servicios legales (como cualquier otro servicio), no implica que éstos tengan derecho a tenerlo, con la consecuente obligación de los proveedores del servicio.

Finalmente, se dice asimismo, que dado el creciente número de facultades de Derecho, estaríamos próximos a enfrentar un verdadero problema laboral en este sector. Pero, ¿es un problema para quién? Pues para los abogados que se encuentran insertos en el mercado.

Restringir el acceso al mercado laboral de los abogados, ya sea controlando los programas ofrecidos por las facultades de Derecho, planificar el número de estas facultades, de limitar las vacantes para estudiantes nuevos por año, o cualquier otra medida que restrinja el acceso a la educación, es una restricción asimismo de los derechos de miles de jóvenes cuya vocación es la abogacía. Pero por supuesto, “esos derechos son sutilezas”.

Propuestas como aquéllas sólo beneficia a un puñado de profesionales que temen al mercado por su baja competitividad. Y asimismo constituye una restricción de la oferta laboral para los consumidores, lo cual necesariamente les perjudica.

Referencias

1 Ghersi Silva, Enrique. “El costo de la legalidad” Revista de Estudios Públicos Nº 30, 1988. Pág. 99.

2 Laurent, Paul. La Política sobre el Derecho. Nomos y Thesis. Lima, 2005. Pág. 17. “Como en temprana hora advirtió el jurista arequipeño Toribio Pacheco, puede decirse que esta inaugural Carta Magna sólo nació para morir. Y así aconteció. Viendo la luz un 13 de noviembre del mentado 1823, sería en ese mismo día, por obra y gracia de sus propios arquitectos, que se le suspendía a favor de las novísimas facultades otorgadas al Libertador grancolombiano: don Simón Bolívar y Ponte-Palacios y Blanco” Páginas 17 y 18.