Octavio Paz: Pequeña crónica de grandes días

Ángel Soto reseña el libro Pequeña crónica de grandes días (1990) de Octavio Paz, relato que "incluyó una reflexión profunda de lo que por aquellos días se vivía: la caída del muro de Berlín y el derrumbe de los socialismos reales".

Por Ángel Soto

Referencia: Paz, Octavio. Pequeña crónica de grandes días. Fondo de Cultura Económica: México, 1990, 171 páginas. ISBN: 968-16-3458-6.

Hace 25 años, el poeta y ensayista mexicano, Octavio Paz escribió un libro que tituló Pequeña crónica de grandes días. Un título modesto, pero grandioso para un relato que incluyó una reflexión profunda de lo que por aquellos días se vivía: la caída del muro de Berlín y el derrumbe de los socialismos reales.

Para algunos, fue el término del corto siglo XX. Ese siglo de las ideologías que comenzó con la gran guerra del año 1914 (mismo año que nació Paz) o la revolución rusa de 1917. En tanto que otros, vieron en este acontecimiento el “fin de la historia”, es decir, el triunfo de las democracia liberal por sobre los totalitarismos, creyendo que ya no había nada más.

Paz estaba consciente del momento histórico que se vivía pues claro, como el decía: “la historia es una caja de sorpresas”. En su apunte justificativo señala: “somos testigos de un cambio que no esperábamos”, “vivimos una coyuntura universal”, en tanto que sabía que su relato sería recordado “por varias generaciones” (p. 7).

Fue de aquellos que siempre pensó que el "sistema totalitario burocrático", denominado "socialismo real", estaba condenado a desaparecer, pero en un enfrentamiento que comprometería a la civilización en su conjunto. Claro, como hombre del siglo XX nació durante la Primera guerra mundial, vivió la Segunda y siempre estuvo expectante en qué momento se desencadenaba la Tercera. Sorprendido, confesó que la política errática y egoísta de las democracias occidentales no le inspiraba confianza —siempre reclamó el silencio de las democracias frente a las dictaduras— , y no pensó que el cambio se haría de una manera pacífica.

En medio de esa reflexión se preguntó: ¿cuál fue el papel de los intelectuales en esta transformación? Los intelectuales, y el mismo poeta lo practicaba, deben bajar a la plaza pública en la discusión, son la conciencia crítica... ¿No será hora que hagan un examen de conciencia? (p. 77).

Tenía una particular visión de la filosofía de la historia, que incluso la lleva a definirla como lenta, de cambios casi imperceptibles para aquellos que la viven. Pues bien, la caída del Muro de Berlín fue una aceleración, "una colaboración entre la necesidad y el accidente" (p. 17).

¿Qué es lo que terminó en 1989, en la perspectiva de Paz? En su propias palabras: "Lo que hoy está en liquidación es la herencia de 1917, es decir, los principios básicos del sistema: el marxismo-leninismo". El fin de la hegemonía del Partido Comunista, la supuesta vanguardia del proletariado; el fin del dogma de la propiedad estatal, de la planificación de la producción y distribución de bienes, en definitiva: el "fin de la meta histórica de la Unión Soviética, la Revolución y el establecimiento en todo el mundo" (p. 20).

Decíamos más arriba que Paz tiene un especial sentido de la historia. Efectivamente, para él pocas veces la historia es racional, por el contrario tiene un fuerte elemento imprevisible y destructor que involucra las pasiones de los hombres, su locura, su ambición. Ahora, en este proceso de destrucción de un sistema, se asistirá al renacimiento de las creencias y costumbres que fueron acalladas. Una resurrección de las culturas tradicionales que se combinarán con modelos occidentales en las cuales "el mercado libre y la empresa privada tendrán un lugar importante" (p. 25), esa es parte de su propuesta.

¿El temor? Como la memoria histórica es cruel: "los polacos tienen cuentas que saldar con los rusos y los alemanes, los croatas con los serbios, los húngaros con los rumanos, los rumanos con los rusos y así sucesivamente" (p. 35). Con visión de futuro previó que los Balcanes podían volver a ser el polvorín de Europa y que una Alemania reunificada cambiaría el equilibrio europeo. Se preguntaba: "¿El gran cambio terminará en el regreso a la vieja y sanguinaria historia? No es creíble ni factible. La historia va por otro camino, diametralmente opuesto. Los signos apuntan hacia otra dirección: la construcción de una Europa más grande" (p. 35).

Como ensayista universal, junto con reflexionar sobre Europa, le interesa el resto del mundo, que por entonces vieron a los EE.UU. fortalecidos por el triunfo ideológico y político, en tanto que Latinoamérica transitaba desde dictaduras militares a gobiernos democráticos. En el Pacífico, Japón, Corea del Sur y Taiwan ya dominaban la economía, pero mañana —escribe Paz — "también será la política" (p.43).

En su sentido de la historia, "asimilar el pasado, inclusive las derrotas, no es olvidarlo: es transcenderlo" (p. 51), y en la última parte del libro nos lleva a la reflexión sobre Latinoamérica. Se pregunta: "¿Tenemos derecho de reprochar a los otros sus inconsecuencias si nosotros no confesamos las nuestras?" La adversidad nos obligó a replegarnos en nosotros mismos y eso nos aisló empañando nuestra visión. "La geografía nos ha unido; la historia nos ha dividido; el mutuo interés puede reunirnos" (pp. 53-54).

Básicamente la invitación paceana es —a partir de la crónica vivida en esos años finales de los 80 y comienzos de los 90— a no dejarse obnubilar por la ceguera ideológica, que es más "poderosa que la física", a escoger entre una asociación o la soledad histórica. A no renegar de la tradición, sino a usarla de un modo creador, pues "modernizar no es copiar sino adaptar; injertar y no trasplantar. Es una operación creadora, hecha de conservación, imitación e invención" (p. 58).

En definitiva, a partir de la experiencia del derrumbe del socialismo real, hace un llamado a tener cuidado con el Estado y "devolver a la sociedad la iniciativa económica, limitar el estatismo y, en consecuencia, la proliferación burocrática. Renuncia al populismo, a la ineficacia y al despilfarro, no vuelta a un capitalismo salvaje como se ha dicho" (p. 59).

¿Por qué abordar este tema? Porque con una profunda visión de la realidad, afirma que si bien el Muro de Berlín cayó, no lo hizo el muro de los prejuicios intelectuales, al contrario, este resiste de manera intacta, de ahí que valga la pena rescatar, aunque sea en extenso su opinión sobre el Estado:

"el Estado justo no pretende suplantar a los verdaderos protagonistas del proceso económico: empresarios y trabajadores, comerciantes y consumidores. Una lógica rige a la actividad económica y otra a la política. Respetarlas es el comienzo del arte de gobernar. El Estado justo no es productor pero vela porque los productores —empresarios y trabajadores— realicen sus funciones en las mejores condiciones posibles y, dentro de los límites legales, con la mayor libertad. Tampoco es distribuidor: garantiza la libertad de comercio, protege a los consumidores y se esfuerza porque los distribuidores no engañen, abusen, roben o cometan otros excesos. El Estado justo no es omnipotente y muchas veces falla; lo reconoce y no castiga a sus críticos. No es omnisciente y se equivoca; sabe que el remedio está en el libre juego de las fuerzas sociales. Confía en el doble control del mercado y de la democracia. El mercado acaba por expulsar del circuito comercial a los productos caros y malos; la democracia no consiente por mucho tiempo los abusos y los fraudes. El Estado justo combate a los monopolios y entre ellos al mas injusto y menos productivo: el estatal" (pp.69-70).

La cita es larga, pero refleja la reflexión de entonces, de antes y ciertamente de la actualidad. Los socialismos reales cayeron, pero la discusión sobre el papel del Estado se mantiene.

Para el autor, "el Estado providencia nos ampara o nos apalea, según el humor el príncipe y el capricho de la hora. Así pasan los años y el Estado, la casa real, se puebla de escribanos, leguleyos, astrólogos y expertos en todas las ciencias y las artes. Su ocupación es hacer planes y planes que el viento arrasa hasta confundirlos con el polvo grisáceo del altiplano" (p. 75).

En definitiva, con la pequeña crónica de grandes días —y los acontecimientos que la inspiraron—, Paz nos retorna al individuo, a reclamar la iniciativa y propia manera de ser, una actitud que se basa en la costumbre, la moda y la conducta individual. "Nadie quiere ser otro; todos quieren, simplemente, ser" (p. 76). Nada más, y nada menos.