Obama y el mundo
Madrid—Obama les encantó a los europeos. Su paso por Berlín fue espectacular. Si los europeos votaran en las elecciones estadounidenses, Obama ganaría por una inmensa mayoría. Pero, tras su partida, comenzó el debate. ¿Qué dijo realmente? Frases huecas espléndidamente estructuradas y muy bien dichas en su poderosa voz de barítono. Los expertos corrieron hacia los dos libros por él publicados. Ni una sola señal. Europa no parecía interesarle cuando los escribió. Tampoco América Latina. No hay vestigios de que haya reflexionado seriamente sobre el concepto clave de la historia en los últimos cien años: la existencia de una entidad llamada "el mundo occidental''.
Para los europeos eso es grave. Estados Unidos hoy es el corazón y, en gran medida, el cerebro de un segmento enorme del planeta que hace siglos, en la Edad Media, comenzó a llamarse ''la cristiandad'' y luego evolucionó por otros vericuetos. Estados Unidos, con apenas el cinco por ciento de la población mundial, produce el 27 por ciento de toda la riqueza que genera el planeta. El dólar, hoy débil y probablemente subvaluado, sigue siendo la divisa internacional clave. La mayor parte de los desarrollos tecnológicos y científicos brotan de las empresas y de los centros investigativos estadounidenses. Pero, todavía más importante: son las armas estadounidenses las que continúan protegiendo el perímetro europeo dentro y fuera de la OTAN. A principios de los noventa, cuando se deshizo Yugoslavia, fue Washington quien acabó poniendo cierto orden en el cotarro. Todavía hoy, es Estados Unidos quien garantiza que Kosovo no acabe engullida por los serbios de un bocado sanguinario.
Cuando Hillary Clinton luchaba por la candidatura del Partido Demócrata solía preguntarse qué méritos tenía el senador Obama para ser candidato a presidente, y enseguida ella misma se respondía con sorna: un discurso. No lo respaldaba su labor como legislador, no había tenido responsabilidades administrativas, no había sido un empresario exitoso y creativo: lo más importante que había hecho era electrizar a la convención demócrata del 2004 cuando se proclamó la candidatura de John Kerry. Hasta ese momento casi nadie conocía o admiraba al joven abogado de Chicago.
En realidad, no era la primera vez que un discurso acababa convirtiendo a un estadounidense americano en una figura nacional. El republicano Warren Harding, otro buen comunicador, fue lanzado a la fama cuando lo eligieron para hablar en la convención que seleccionó a William Taft en 1912 como candidato a presidente. Incluso, Ronald Reagan se vio catapultado a los primeros planos de la política cuando cautivó a la audiencia republicana en 1964 durante la consagración de Barry Goldwater como aspirante a la Casa Blanca. Hasta ese momento Reagan era sólo un ideólogo empeñado en una cruzada particular contra los excesos de los gobiernos más que un político convencional. Tres años más tarde, gracias a ese discurso, se convirtió en gobernador de California.
Pero —y esto es lo que preocupa a los europeos—, desde que Estados Unidos es una potencia mundial, fenómeno que comenzó a desarrollarse en 1898 tras la guerra contra España, todos los presidentes estadounidenses han comprendido las responsabilidades que tiene un país tan profundamente implicado en los destinos del resto del mundo. Y es en este punto en el que comienzan a mirar a Obama con gran temor.
¿Por qué? Porque cuando estudian su biografía ven a un inteligente luchador social cuya carrera política, la que él eligió, fue la de líder cívico dentro de la etnia negra a la que pertenecía. No colocó a todo Estados Unidos dentro de su cabeza con su enorme complejidad y carga de responsabilidades, sino sólo los problemas concretos (y son muchos) de los barrios negros y pobres, las dificultades que padecen, los abusos y faltas de oportunidades de que son objeto. Era un luchador por los derechos civiles efectivo y brillante, pero en modo alguno nada parecido al líder del mundo occidental como pudieron serlo Kennedy o Reagan.
Si Obama llega a la presidencia de Estados Unidos será el primero en muchos sentidos: el primer negro, el primer hijo de un inmigrante africano, el primero nacido en Hawai, el primer nacido en la década de los 60, el primero que pasó su infancia en un país remoto y diferente (Indonesia). Todo eso está muy bien, pero lo que preocupa a los europeos y a muchos latinoamericanos es otro aspecto: es el primero, desde Teddy Roosevelt a la fecha, que carece de una visión global de la realidad. Esa puede ser una peligrosa limitación.