Nuestra república, ¿si la podemos mantener?

Trevor Burrus dice que quién es el presidente importa más que nunca antes en la historia de EE.UU. debido al poder acumulado en la rama ejecutiva durante los últimos 90 años.

Por Trevor Burrus

El 17 de septiembre de 1787, mientras que se iba de la Convención Constitucional que acaba de culminar en Filadelfia, a Benjamin Franklin supuestamente le preguntaron si los delegados habían producido una república o una monarquía. Supuestamente dijo, “Una república, si la pueden mantener”. Ahora, 233 años después, nuestra república constitucional ha sido sustancialmente erosionada. Es tiempo de redescubrir los principios fundadores de nuestra Constitución si queremos durar otros 200 años más. 

Las actuales confrontaciones violentas en nuestras calles tienen muchas causas, pero son en parte acerca de qué tipo de país cada bando desea. Este año de elección presidencial, como con casi todos los años electorales en el siglo 21, ha sido presentado como una amenaza existencial por ambos lados de la contienda política. Muchas personas sienten que, si el “otro bando” toma la presidencia, entonces habrá un esfuerzo concentrado para destruir su forma de vida. 

Mientras que las elecciones estadounidenses rara vez son tan existencialmente cruciales como los comentaristas y partidistas dicen, es comprensible que la gente se sienta así. El Congreso ha sido básicamente un cuerpo que no hace nada por más de una década. La presidencia se ha convertido en el punto focal para el diseño de las políticas públicas y del cambio en las políticas del gobierno federal. Quién es el presidente importa más ahora que nunca antes. 

Pero no se suponía que debía ser así.

Para los Padres Fundadores, el Congreso era el jugador central en nuestro gobierno federal. Debido a su frecuente elección popular por parte de una electorado relativamente pequeño y homogéneo, los miembros del Congreso ayudarían a armonizar los intereses del país mediante una lucha vigorosa tanto por los intereses locales como nacionales. Los senadores, quienes en la Constitución original eran electos por las legislaturas estatales, conformarían el cuerpo deliberativo titular, el cual, debido a sus periodos más largos y a sus electorados que abarcaban todo un estado, mirarían más hacia la salud a largo plazo del país.

Al parecer, ningún Fundador se imaginó, no obstante, que el Congreso, en lugar de vigilar celosamente su poder, libremente y gustosamente se lo cedería al poder ejecutivo. Durante los últimos 90 años, el Congreso ha pasado estatuto tras estatuto concediéndole poder a la rama ejecutiva con una inmensa discreción no solo acerca de cómo se harán cumplir las leyes (el papel clásico del poder ejecutivo) sino incluso acerca del contenido de las mismas leyes.

Un ejemplo de esto se dio cuando el Presidente Donald Trump impuso aranceles al acero diciendo que estos convienen a los intereses de la “seguridad nacional”. Mientras que la Constitución explícitamente otorga el poder de “regular el comercio con las naciones extranjeras”, la Ley de Expansión del Comercio de 1962 delegó una cantidad significativa de ese poder al presidente permitiéndole regular de forma unilateral el comercio extranjero en nombre de la “seguridad nacional”.

En otras palabras, el Congreso cedió su poder al presidente, y las cortes generalmente se han negado a intervenir para evaluar si algo realmente está en peligro para la “seguridad nacional”.

Pero un poder ejecutivo excesivamente poderoso no es solo una característica de la administración de Trump. Trump heredó los impresionantemente amplios poderes de la presidencia porque casi toda administración previa había aumentado la envergadura del poder presidencial.

La administración de Obama que supuestamente iba a redefinir el concepto del género cuando se trataba de los baños en los colegios públicos mediante la publicación de una carta iniciada con la frase “Querido colega”, la cual instruía a las escuela a permitir que los estudiantes usen el baño que deseen según su identidad de género. Como un partidario de los derechos de transgénero, a mi de todas maneras me sorprendió que la administración tan casualmente forzaría un cambio social tan profundo. El transgénero y los baños son el tipo de cosa que debería ser debatido en el Congreso, no impuesto por el presidente. 

Pero el Congreso no funciona, entonces nos queda un presidente que tiene poderes que incluso el Rey Jorge III no tenía. Por eso no debería sorprender que las personas ven una presidencia “del otro bando” como una amenaza existencial. 

En virtud de la ley actual, un presidente contrario puede cambiar regulaciones ambientales importantes, imponer “emergencias nacionales” para resolver proyectos de su preferencia, reestructurar de manera radical la inmigración, alterar de manera significativa las regulaciones para las empresas e incluso luchar guerras no declaradas, todo sin pedirle al Congreso que haga algo. 

Esta no es la manera de conducir una república constitucional. 

Aunque hoy la Carta de Derechos es la parte más conocida de la Constitución, cuando los delegados abandonaron la Convención no existía esa carta. Los debates en la convención eran acerca de la estructura constitucional —como la separación de poderes, los pesos y contrapesos y otras salvaguardias de la Constitución podrían asegurar un gobierno limitado, efectivo, que reacciona y que rinda cuentas de manera democrática. 

Ahora, demasiadas de esas salvaguardias o se han roto o son completamente ignoradas. En un país tan grande y diverso como EE.UU., no podemos continuar existiendo en un estado de volatilidad presidencial. 

Nuestra república se está erosionando. ¿Podemos detener esa erosión?

Este artículo fue publicado originalmente en Inside Sources (EE.UU.) el 13 de septiembre de 2020.