¿Qué es y qué efectos tiene una flexibilización cuantitativa?
Juan Ramón Rallo explica que "Pero claramente éste no es el caso: los quantitative easings son la excepción, y no la norma, de la política monetaria de un país. En tiempos normales, el motivo es claro: cuando la economía está creciendo merced al impulso de unos bancos que prestan y de unas familias y empresas que se endeudan, echar más leña al fuego sólo contribuye a recalentar excesivamente la economía".
Por Juan Ramón Rallo
El Banco Central Europeo acaba de anunciar una “flexibilización cuantitativa” (quantitative easing) por importe de 1,1 billones de euros: algo más que todo el Producto Interior Bruto de España. Al entender de muchos, esta “inyección de dinero” en la economía es la clave de nuestra recuperación, pero para evaluar realmente sus efectos conviene conocer tanto su naturaleza como sus atribuidas consecuencias.
¿En qué consiste exactamente?
El quantitative easing no es más que la compra de ciertos activos bancarios por parte del banco central. Imagine que el BBVA adquirió hace unos meses un bono del Tesoro español por un importe de diez millones de euros y con un plazo de vencimiento a diez años; imagine, además, que el BBVA se arrepiente de haberlo comprado o simplemente está necesitado de mejorar su liquidez. En tal caso, y dado que todavía falta una década para que el Estado español le devuelva el dinero que previamente le ha prestado, el BBVA tenía hasta ahora dos opciones: la primera, pedir un crédito al BCE aportando como garantía ese título de deuda pública (como quien pide una hipoteca garantizándola con su casa); la segunda, vender la deuda pública a otros inversores privados.
El problema de la primera vía para mejorar la liquidez del BBVA es que se trata de una mejora temporal que conlleva, además, un coste financiero: el crédito que el Banco Central Europeo le concede al BBVA vencerá en un plazo breve de tiempo (un mes, un trimestre o, en el mejor de los casos, tres años) y, además, obliga al BBVA a pagarle un interés periódico al BCE. Es decir, en el fondo el BBVA no está mejorando estructuralmente su liquidez: su saldo de tesorería aumenta sólo de manera temporal y al coste de soportar un cierto coste financiero.
La segunda vía es, en principio, más interesante para el BBVA: vende el bono de deuda pública a otro banco (por ejemplo, Bankia), de modo que se deshace definitivamente de él y, por tanto, se mejora de forma estructural su liquidez sin necesidad de abonarle continuamente intereses a Bankia. Ahora bien, desde un punto de vista macroeconómico, esta transacción tiene un defecto: sí, el BBVA mejora su liquidez… pero lo hace a costa de que Bankia empeore la suya (Bankia tiene que reducir sus disponibilidades de efectivo para comprarle la deuda pública a BBVA). ¿Qué hacer, pues, si nuestro objetivo es que algunos agentes económicos puedan mejorar su liquidez sin que nadie empeore la suya? Aquí entran los quantitative easing.
Mediante las flexibilizaciones cuantitativas, es el banco central quien compra la deuda pública (u otra deuda privada) en manos de los bancos privados. ¿Y cómo la compra? Imprimiendo nuevos billetes de euro expresamente para ello (en realidad, incrementa el saldo de la cuenta corriente que los bancos tienen en el BCE, pero el efecto es exactamente el mismo que imprimir nuevos billetes). Por consiguiente, y siguiendo con nuestro ejemplo anterior, el BBVA puede mejorar estructuralmente su liquidez sin que nadie la empeore porque el banco central crea nueva liquidez con la que sanear su balance.
¿Qué efectos supuestamente tiene?
Según se nos dice, los quantitative easing poseen varios efectos que redundan en beneficio del conjunto de la economía y que permitirían reanimarla.
Para empezar, contribuyen a reducir los tipos de interés: si el banco central aumenta la demanda de determinados títulos de deuda, el tipo de interés de esos títulos de deuda cae (por simplificar: comprar un título de deuda es equivalente a prestar al deudor de ese título de deuda, y a mayor oferta de préstamos, menores tipos de interés). En sí mismo, esto ya constituye un estímulo para aquellas entidades cuyos títulos de deuda adquiere el banco central: los menores tipos de interés abaratan su coste de financiación (paradigmáticamente, el Tesoro público podrá endeudarse de manera más asequible, liberando recursos para otras partidas del gasto).
Segundo, la situación financiera de los bancos privados mejora: sus inversiones ya no están tan “atascadas” o “comprometidas” en créditos a largo plazo, sino que son reemplazadas por efectivo recién impreso por el banco central.
Tercero, la combinación de menores tipos de interés y del manguerazo de liquidez a los bancos debería incrementar la concesión de nuevos créditos a la economía productiva. Por un lado, el balance de los bancos es más sólido tras la flexibilización cuantitativa y, por tanto, disponen de mayor capacidad para extender nuevo crédito. Por otro, los bajos tipos de interés de cierta clase de deuda (por ejemplo, de la deuda pública) constituyen un incentivo para que la banca busque nuevos caladeros donde invertir su dinero: si la cómoda y segura compra de deuda pública ya no es un negocio (porque las flexibilizaciones cuantitativas del BCE han anulado su rentabilidad), a los bancos no les quedará otro remedio que asumir mayores riesgos y prestar a familias y empresas el nuevo dinero que han recibido del banco central. Además, dado que habrá un torrente de bancos deseosos de prestar a familias y empresas, los tipos de interés del crédito privado caerán, con lo que más gente querrá endeudarse.
Cuarto, el aumento del crédito al sector privado permitirá incrementar el consumo y la inversión con base a la deuda. Mayor gasto privado tenderá a reavivar la economía y, de este modo, no sólo a reanimar la “actividad” sino también a elevar los precios, ahuyentando así el terrible fantasma de la deflación.
Quinto, parte de ese gasto a crédito se filtrará hacia el exterior y, para ello, habrá que vender euros y comprar dólares, libras o yenes, con lo que estas últimas divisas se apreciarán frente al euro (es decir, el euro se depreciará). Y, además, como todo el mundo anticipará esta depreciación del euro, los especuladores tenderán a acelerarla, liquidando sus posiciones en euros o incluso adoptando posiciones cortas en la moneda europea.
Y sexto, la mayor disponibilidad de crédito barato, el mayor gasto interno, las subidas de precios, la depreciación de la moneda y la expectativa de que estas condiciones de laxitud y bonanza se mantendrán tanto tiempo como sea necesario para relanzar el crecimiento económico constituirán un marco macroeconómico en el que los agentes se sentirán cómodos para volver a endeudarse, a invertir, a consumir, a expertos y a contratar a más trabajadores. Todo un éxito.
¿Cuáles son sus contraindicaciones?
Como debería resultar evidente, si los quantitative easings fueran tan maravillosos, no habría gobierno alguno en el mundo (ni siquiera los más sádicos con su población) que dejaran de aprovecharse de ellos. Pero claramente éste no es el caso: los quantitative easings son la excepción, y no la norma, de la política monetaria de un país. En tiempos normales, el motivo es claro: cuando la economía está creciendo merced al impulso de unos bancos que prestan y de unas familias y empresas que se endeudan, echar más leña al fuego sólo contribuye a recalentar excesivamente la economía y a que suban los precios más de lo deseado.
Sucede que actualmente no estamos en ese escenario: los bancos no prestan, familias y empresas no piden prestado, los precios caen y nadie gasta. Por tanto, actualmente el quantitative easings parece constituir un necesario impulso a una economía estancada que no va acompañado de efectos adversos. Pero no tan rápido: aunque el quantitative easings no vaya a provocar a medio plazo nada parecido a una elevada inflación (no hablemos ya de hiperinflación), eso no significa que no pueda tener otras consecuencias perjudiciales.
El primer efecto es que el banco central pierde margen de maniobra a la hora de gestionar su moneda: el valor del euro se determina diariamente en los mercados en función de su demanda y de su oferta. Con los quantitative easings, el banco central no sólo incrementa la oferta de euros en un momento en el que muchos inversores prefieren tener euros en efectivo a deuda a largo plazo denominada en euros, sino que se esclerotiza a la hora de regular esa oferta en el futuro: si dentro de unos años el público rechazare mantener sus saldos en efectivo y comenzare a gastarlos en bienes de consumo o de inversión, sí podría desatarse una alta inflación en los bienes de consumo o en los activos que el banco central no podría frenar salvo disparando exageradamente los tipos de interés. O dicho de otra manera, el quantitative easings esteriliza los instrumentos tradicionales con los que cuenta el banco central para administrar su provisión de financiación al sistema financiero. Como reconocen los propios ex jerarcas de la Fed, la estrategia de entrada en el quantitative easings está muy clara; la estrategia de salida está de momento en pañales. Como la pasta de dientes, sacarla del tubo es muy fácil; volverla a meter, puede ser muy complicado.
El segundo efecto es que los bajos tipos de interés no tienen por qué estimular un nuevo ciclo de endeudamiento que relance la economía, salvo acaso entre las Administraciones Públicas. Estas últimas sí siguen plenamente interesadas en mantener unos déficits públicos desbocados cuyo coste trasladan impunemente a las generaciones futuras: menores tipos de interés de la deuda pública a buen seguro facilitarán su indisciplina a costa del contribuyente. Distinto es el caso de familias y empresas: si éstas siguen altamente endeudadas con respecto a su capacidad futura de generar riqueza, facilitarles de forma artificial el endeudamiento no las llevará normalmente a redoblar sus pasivos, por lo que el efectivo inyectado por el banco central a la banca privada permanecerá en las cajas fuertes de esta última. Se puede llevar el caballo al río (facilitar el endeudamiento), pero no se le puede obligar a beber (a endeudarse).
Ahora bien, lo anterior no significa que la reducción de tipos de interés del quantitative easings carezca de efectos adicionales: los tipos de interés no sólo influyen a la hora de determinar el volumen de nueva deuda, sino también a la hora de determinar el precio de los activos y el ritmo al que se amortiza la deuda pasada. Instituir un clima de tipos de interés bajos puede que no relance el nuevo crédito, pero a buen seguro sí ralentizará la velocidad a la que familias y empresas reducen anticipadamente su deuda pasada (la deuda a tipo de interés fijo será mucho más cara de recomprar en el mercado; la deuda a tipos variables dejará de pagar intereses, por lo que no interesará amortizarla) y fomentará un incremento del precio de los activos financieros vía aumento del múltiplo sobre sus beneficios presentes (como en parte ya ha sucedido en la bolsa estadounidense). Es decir, la reducción de tipos de interés de la flexibilización cuantitativa consolidará un contexto económico de alto endeudamiento y de activos sobrevalorados: lejos de facilitar el reajuste económico —consistente en minorar nuestra deuda y en asignar el capital hacia los proyectos verdaderamente más valiosos— lo dificultará.
En tercer lugar, si los menores tipos de interés de la flexibilización cuantitativa sí estimularen una mayor concesión de nuevo crédito (tal como desean sus impulsores), fijémonos en que lo harían empujando a los bancos a que asumieran mayores riesgos de los que ahora mismo creen prudente asumir. La idea, como ya hemos explicado, es que el quantitative easings mate la rentabilidad de los activos seguros para que así los inversores se lancen de cabeza hacia las relativamente más rentables pero inseguras inversiones. Más deuda y más riesgo. Por ende, mucha mayor fragilidad financiera: justo la receta que nos condujo al desastre de la crisis actual y por lo cual muchos de los que ahora defienden las flexibilizaciones cuantitativas se han cansado de exigir una mayor regulación del sistema financiero.
En cuarto término, y ligando los dos puntos anteriores, si el quantitative easings estimula una mayor concesión de créditos a tipos de interés más bajos, todos aquellos empresarios que se hayan financiado previamente a tipos de interés más altos verán su deuda como una desventaja competitiva. Si tus rivales se han financiado al 2% mientras tú has de seguir pagando durante años el 6%, es obvio quién tiene las de ganar (y no: justamente porque las flexibilizaciones cuantitativas elevan el valor de mercado de las deudas, quien se ha financiado al 6% no puede refinanciarse al 2% salvo trasladándole a su acreedor las pérdidas derivadas de esa quita de intereses). Por tanto, no sólo se financian proyectos empresariales más inseguros, sino que se concede una artificial ventaja competitiva a los proyectos más inseguros frente a los más seguros.
Y, por último, tampoco la depreciación del tipo de cambio, especialmente con la magnitud que está adoptando la del euro, tiene por qué ser positiva. Desde hace años el mundo está sumergido en una silenciosa guerra monetaria (China contra EE.UU., EE.UU. contra Europa, Japón contra EE.UU. y China, Europa contra todos…) que en algún momento nos ha perjudicado a todos.
Ahora parece que le toca el turno a Europa: hundir el euro para vender más allende los mares y para estimular el gasto interior a costa de las importaciones. El problema de este tipo de depreciaciones es que impiden la construcción de una división internacional del trabajo verdaderamente duradera: la especialización de cada región del planeta no se determina por su ventaja competitiva estructural frente al resto, sino por la transitoria manipulación monetaria que se imprima. Ciego hoy tú, ciego mañana yo.
En suma, las flexibilizaciones cuantitativas son un chute de liquidez que el banco central introduce dentro del sistema bancario. Los sujetos claramente beneficiados por ese chute de liquidez son los propios bancos, las Administraciones Públicas, los antiguos inversores en activos financieros, los exportadores nacionales y acaso los deudores marginalmente menos solventes; los perjudicados, en cambio, son los tenedores de moneda, los contribuyentes, los nuevos ahorradores, los importadores nacionales y acaso los deudores marginalmente más solventes. Se premia la deuda y el riesgo; se castiga el ahorro y la seguridad: la recuperación no busca asentar sobre nuevas y buenas oportunidades de negocio, sino sobre viejas y malas prácticas arriesgadas. Lejos de impulsar el reajuste sano de la economía basándolo en libertad de mercado y ahorro interno, se intenta exprimir todo el potencial de un sistema fallido huyendo hacia delante.
Este artículo fue publicado originalmente en Libre Mercado (España) el 25 de enero de 2015.