De capacidades a necesidades
Carlos Rodríguez Braun dice que la consigna "¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades!" "descansa sobre las formas de solidaridad más primitivas y que más y mejor remiten al sentido común, y permite disfrazar el más potente pero inconfesable combustible del socialismo: la envidia".
En su Crítica al Programa de Gotha de 1875, Karl Marx anunció que con el comunismo “correrán a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva” y “la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades!”.
Esta consigna tuvo mucha fortuna, como corresponde a una bella noción que pulsa las cuerdas más atávicas, descansa sobre las formas de solidaridad más primitivas y que más y mejor remiten al sentido común, y permite disfrazar el más potente pero inconfesable combustible del socialismo: la envidia.
¿No es, acaso, de pura lógica, que la comunidad debe nutrirse de lo que produzcan sus miembros más capaces, y a continuación distribuir generosamente la producción en función de las genuinas necesidades de la gente? ¿Quién se atreverá a oponerse a una propuesta tan elemental?
Refutemos primero la supuesta necesidad histórica de la prosperidad asociada con el socialismo. No existe esa necesidad, y lo que la historia ratifica es justo lo contrario: el socialismo trae siempre como resultado la miseria y la pobreza en diversos grados, pero nunca la abundante riqueza colectiva que pronosticó Karl Marx. Esta sistemática regularidad no es, por supuesto, casual, sino que deriva inevitablemente de la severa limitación o descarada aniquilación de la libertad que comporta la implantación del socialismo.
Falacia en el doble sentido
Pero, además, el propio célebre cliché es una falacia, y en un doble sentido. Por un lado, aun suponiendo que el comunismo fuera compatible en un determinado momento con la riqueza colectiva —por ejemplo, porque la revolución estallara en un país relativamente rico, como era Cuba en 1959 con respecto al resto de América Latina— la aplicación de esa misma consigna socava los incentivos para la generación de la riqueza individual, sin la cual la colectiva se agota. Y, por otro lado, no hay ninguna razón lógica ni ética que avale esa vieja bandera socialista, de hecho, tan vieja que sólo encaja con las tribus o las hordas prehistóricas, nunca con las complejas sociedades abiertas más modernas. Esas sociedades sólo han sido posibles gracias a las instituciones liberales, empezando por la propiedad privada, precisamente la institución fundamental a cuyo avasallamiento apunta la consigna que estamos comentando.
La curiosa evolución del socialismo ha consagrado, sin embargo, este cliché. El llamado socialismo democrático, que quebranta la propiedad pero no la destruye por completo, se basa en esa misma idea, plasmada en falacias universales e indiscutidas como la progresividad fiscal. Muchas personas moderadas se estremecerían si supieran que esa idea figura entre las recomendaciones que Marx y Engels incluyeron en El manifiesto comunista de 1848, junto con muchas otras que ha terminado imponiendo el aparentemente cariñoso e inofensivo Estado moderno, democrático y redistribuidor, que, mire usted por dónde, quiere tomar de las personas según sus capacidades, y darles según sus necesidades.