Vargas Llosa en la plaza del Che, bajo las pedradas

Mauricio Rojas comenta en este ensayo el incidente en marzo de 2008 en la plaza del Che Guevara en Rosario, Argentina, cuando Mario Vargas Llosa visitaba la ciudad para celebrar los veinte años de la Fundación Libertad.

Por Mauricio Rojas

Corren los últimos días de marzo de 2008 y estamos nuevamente en Rosario, la dinámica ciudad portuaria que se levanta en la margen occidental del Paraná. Hasta allí han llegado liberales de los más diversos países para celebrar los veinte años de vida de la Fundación Libertad. Entre ellos se cuenta Mario Vargas Llosa.

La ciudad en donde nos encontramos es la misma que el año 1928 vio nacer a Ernesto Rafael Guevara de la Serna, hijo mayor de una familia argentina de alta alcurnia. No muy lejos del auditorio donde se celebra el encuentro al que asistimos, en la plaza que popularmente se conoce como “plaza del Che” —ya que allí se levanta un mural con la imagen de Guevara, aunque su nombre real es Plaza de la Cooperación— se concentra algo más de un centenar de personas que, bajo banderas rojas mezcladas con banderas cubanas, venezolanas y argentinas, se han reunido para expresar su aversión hacia esos “neoliberales” que se han dado cita en Rosario. En algunas banderas se ve la silueta estilizada de Guevara hecha a partir de la famosa foto que Alberto Korda le tomase en 1960. Si esto hubiese ocurrido unos cuarenta años antes yo hubiese sido, con toda seguridad, uno más de los manifestantes, dispuesto a impedir, incluso mediante el uso de la fuerza, que esos lacayos del imperialismo y viles servidores del capital mostrasen sus despreciables rostros en esta ciudad donde el gran héroe de la revolución había visto la luz del día.

Al divisarlos mis pensamientos no pueden sino volar hacia aquellos tiempos de boina negra y sueños románticos cuando yo también creía, tal como Guevara lo expresó, que todo el destino de la humanidad dependía de un acto de valor sublime, de una entrega total, donde la muerte, la propia y la de muchos otros, no era más que el modesto peaje que la historia nos imponía para poder transitar por las “anchas alamedas” por donde pasaría “el hombre libre para construir una sociedad mejor”, para decirlo con las inspiradas palabras finales de Salvador Allende. Me acordé del impacto que en ese joven santiaguino de 16 años que yo era entonces tuvo el llamado de Guevara, en abril de 1967, a darle la bienvenida a la muerte heroica entonando “los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”.

Pensé entonces en ese hombre, fallecido hacía ya casi 40 años, que no había vivido sino para escenificar su propia muerte, con la cual soñaba ya de muy joven, a fin de inmortalizarse. Ese fue su verdadero Leitmotiv, el profundo hilo conductor de su vida; la revolución y el comunismo no fueron sino la gran escenografía de una muerte tempranamente anunciada. En un poema escrito a los 19 años de edad expresaba así su deseo de una muerte que lo inmortalizase:

¡Lo sé! ¡Lo sé!
Si me voy de aquí me traga el río.
Es mi destino: "hoy voy a morir".
Pero no, la fuerza de voluntad todo lo puede [...]
Morir sí, pero acribillado por
las balas, destrozado por las bayonetas,
si, no, no, ahogado no...
un recuerdo más perdurable que mi nombre
es luchar, morir luchando.

Que contraste, pensé, con ese hombre, Mario Vargas Llosa, que justamente ese día cumplía 72 años y que viajaba unos tres asientos más adelante en el autobús que esa tarde nos llevaba de regreso al local de la conferencia. Este peruano-latinoamericano-cosmopolita ya entrado en canas que había vivido para regalarnos vidas y que recorría los cuatro rincones de aquella América Latina que Guevara había querido convertir en un nuevo Vietnam, hablando de la libertad, de la tolerancia, de la democracia y, sobre todo, del amor a la vida.

El autobús se había detenido, los manifestantes de la plaza del Che habían bloqueado la calle Mitre, por la que íbamos, y nos rodeaban. Pronto cayeron las pedradas, se hicieron añicos varias ventanas, y no había forma ni de avanzar ni de retroceder. Me levanté y le dije a mi señora “voy a ver cómo está Mario”. Y allí estaba, inmutable, contemplando a través de las cortinas semicerradas el triste espectáculo que se desarrollaba a nuestro alrededor. Afortunadamente, después de unos diez interminables minutos llegaron policías de civil en nuestra ayuda y el autobús pudo dar marcha atrás. Cuando finalmente alcanzamos nuestro destino, pudimos constatar la magnitud de los daños y sorprendernos de que todos hubiésemos salidos ilesos. Así pudimos esa noche compartir mesa con Mario, su inseparable Patricia y su hijo Álvaro, en la cena de honor con que se cerraba aquella celebración de la libertad que fue nuestro encuentro en Rosario. 

En un artículo publicado en el diario ecuatoriano El Universo Gabriela Calderón, que también viajaba en el mentado autobús, relata así lo ocurrido:

Pero el bus se detuvo. Habíamos llegado a la plaza “del Che” y estábamos cercados por aproximadamente 150 manifestantes que inmediatamente procedieron a lanzar piedras a nuestro bus. Todos los que estábamos en el bus cerramos las cortinas. Nuestra escolta de seguridad llamaba por su celular y nadie le contestaba; luego perdió la señal. Las piedras rompieron una ventana y se escucharon los vidrios caer. Luego rompieron tres más. Después escuché a alguien decir “le han roto la ventana al conductor”. Yo estaba en el piso con la cabeza debajo del asiento mientras Vargas Llosa permanecía sentado y tranquilo en el asiento de al lado. Yo le pregunté si siempre lo recibían así y me contestó que no siempre pero que frecuentemente. Luego los manifestantes intentaron abrir la puerta del bus y por fin el bus logró dar retro y salir de esa cuadra. Cuando le conté a mis amigos y familiares ecuatorianos lo que había pasado, la primera pregunta de todos fue: “¿Por qué lo odian?”

La respuesta a esta pregunta no es tan simple ya que “ellos” no odian a la persona Mario Vargas Llosa, que sin duda no conocen. Lo que odian tampoco son las ideas que él defiende, ya que de ellas, en verdad, saben muy poco o nada. Lo que odian es su propia versión mítica del “neoliberal”, figura demoníaca que encarna todos los males y es culpable de innumerables desdichas, tanto sociales como personales. Este es un aspecto fundamental del pensamiento tribal, ya que la tribu, para constituirse como tal y mantenerse unida, necesita tanto de la supuesta bondad de las fuerzas mágicas encarnadas en su jefe o caudillo como de una fuerza antagónica, igualmente mágica, pero amenazante y destructiva, fuente de todos los males, y cuyo arquetipo no es otro que el Anticristo del milenarismo medieval. Así se ordena el pensamiento maniqueo, cuya paleta no tiene más colores que el blanco y el negro. Lo que ocurrió en esa plaza rosarina no fue, en el fondo, más que una expresión de esa actitud tribal empapada de irracionalidad, donde solo hay buenos y malos, amigos y enemigos, donde no existe el diálogo y se argumenta a pedradas.

La rabia que expresaban los apedreadores era, sin embargo, la de los derrotados, la de aquellos que han visto sus dioses tribales reducidos a la impotencia y abandonados por muchos o, peor aún, convertidos, como la imagen estilizada de Guevara, en mercancía barata del carnaval urbano moderno. Todo marcha en su contra y en Vargas Llosa ven el símbolo de la única verdadera revolución que Latinoamérica ha experimentado en su larga historia, que no es aquella de las pistolas ni de los guerrilleros barbudos, sino de la simple democracia, de los empresarios y el pedestre capitalismo, de la apertura al mundo, de la libertad que va ganado espacios y creando, poco a poco, una sociedad mejor.

Los hechos de la “plaza del Che” no son, empero, sino una expresión violenta y primitiva de un malestar más amplio y difuso, presente entre mucha gente que si bien ya no cree en los santones revolucionarios conserva una adscripción difusa y sentimental al “izquierdismo”, un poco como esos católicos no practicantes pero, a su manera relajada y algo distante, todavía creyentes. En el caso concreto de Vargas Llosa, ese malestar se acrecienta ya que su sola existencia pone en entredicho algunas certidumbres elementales del pensamiento o la sensibilidad autodenominada “progresista”, según la cual la gente buena y sensible, de corazón generoso y solidario, es naturalmente de izquierda. Al otro lado, en “la derecha”, están los mezquinos, los abusivos, los que sienten con el bolsillo y no con el corazón, gente tal vez habilidosa pero innoble. Cuando se trata de los artistas se supone, axiomáticamente, que esto es aún más cierto. Un artista verdadero debe ser, genéricamente, de izquierdas, justamente porque en la misma naturaleza del artista está la sensibilidad y el idealismo. De esta manera está el mundo ordenado para mucha “gente progre” y no deja por ello de ser tremendamente irritante e incluso desconcertante que venga un señor de talento literario indiscutible, vida intachable y vocación solidaria incuestionable a proclamarse liberal, defender la globalización, hablar bien de la economía de mercado y hasta celebrar a la señora Thatcher.

Cabe recordar, sin embargo, que Vargas Llosa no solo irrita a la “gente progre”. Muchos de los que lo aplauden “en el otro lado” se sienten no solo incómodos sino directamente disgustados por su férrea defensa de la libertad integral, por su condena constante y consecuente de todo método reñido con la libertad para imponer soluciones “liberales”, por llamarle al pan, pan y al vino, vino, y al general Pinochet “ladrón” y “asesino”. Y otros se irritan por sus posturas respecto de nuestras elecciones vitales y estilos de vida, e incluso habrá alguno un poco molesto por hacer de gran parte de su última novela, El sueño del celta, un acta implacable de incriminación contra ese colonialismo europeo que bajo las banderas del progreso y la civilización fue capaz de construir una maquinaria tan brutal de explotación humana como la que Leopoldo II de Bélgica montó en el Congo.

Así es Mario Vargas Llosa, el rebelde, el libertario, el cartógrafo de las estructuras de poder —como dijo la Academia Sueca en la motivación del Premio Nobel que recibió en 2010—, un hombre que, como la literatura que ama y que nos enseña a amar, ha vivido en una “insurrección permanente” contra los órdenes opresivos e injustos, y por eso le queremos.

Este ensayo fue publicado originalmente en el libro Pasión por la libertad: El liberalismo integral de Mario Vargas Llosa publicado por editorial Gota a Gota/FAES en 2011.