El dilema de la destrucción creativa

Por Roberto Salinas-León

El fenómeno de la destrucción creativa es la fuerza principal del crecimiento en una economía abierta. En nuestra era de avance tecnológico, de sistemas de comunicación, este fenómeno ha adquirido una dimensión dramática. Su accionar se ve en todo momento, y en todo lugar.

A pesar de los graves problemas que vivimos en la economía global (los niveles de miseria en el mundo subdesarrollado, el riesgo del terrorismo, la desigualdad del ingreso), el hecho es que los avances observados en el crecimiento y el comercio durante los últimos cincuenta años no tienen paralelo similar en la historia del ser humano. La paradoja, para la mayoría de los economistas, es que estos avances han sido causa no de celebrar, y por ende perpetuar, sino de protestas violentas, de marchas, de oposición política, de todo lo que en la actualidad conforma el movimiento antiglobalización.

Economistas tan cautelosos, tan respetados, como A. Harberger o J. Bagwhati han mostrado, con datos, análisis, incluso anécdotas, como la apertura comercial, y la fuerza de la destrucción creativa en los mercados abiertos, ha producido beneficios socioeconómicos importantes, tanto en elevar el nivel de vida, como en mitigar la pobreza, así como en crear las condiciones para aumentar el bienestar en aspectos como la mortalidad, la educación, y ciertamente, la inversión.

Estos y otros economistas, se plantean la paradoja de porqué, a pesar de los datos y los hechos, existe una oposición tan marcada, a veces violenta, a la globalización. Esta es una pregunta capital, ya que la posibilidad de razonar, de llevar a cabo una conversación al respecto, se topa con la brutalidad ideológica de las especies antiglobalizadoras, sean estas profesores de filosofía postmarxista, en la tradición ultrarelativista de Derrida o Foucalt; o sean las religiones ecologistas de grupos como Sierra Club o Greenpeace; o los nativistas de la ultraderecha estadounidense y europea, que aborrecen la innovación; o simplemente la hipocresía de ganarse "las ocho", como ha sucedido con el comentarista financiero Lou Dobbs, o el economista Joe Stiglitz.

El problema, identificado hace 150 años por el brillante periodista económico F. Bastiat, es que los beneficios de la destrucción creativa tienden a ser menos visibles que el ajuste constante en plazas de trabajo, y de inversiones, que el proceso conlleva. Si existe la competencia de fuerzas como China, ello conlleva un beneficio importante en reducción de costos para los consumidores globales, pero un perjuicio visible para países competidores en la rama relevante (sobre todo manufacturera), en la medida que incrementa sus costos de producción.

Sería un error, por ende, no reconocer que se generan contingencias en el proceso de la destrucción creativa -contingencias que, por lo tanto, vociferan en contra de la idea de una sociedad abierta, o cabildean a favor de un subsidio, una exención una protección. El gran reto de los defensores del comercio abierto, entonces, se vuelve un reto perpetuo, que por la misma naturaleza de la destrucción creativa nunca acabará: reiterar, en todos los momentos posibles, todos los días, el mismo argumento, una y otra y otra vez -que el libre comercio es un juego de suma positiva, que el crecimiento depende de la innovación, de la productividad, de la reducción de costos, de la fuerza de desplazar lo viejo por lo nuevo, de esta fuerza llamada destrucción creativa.

Bajo esta premisa, el dilema de la destrucción creativa no es defender la apertura en sí, sino evitar que el impulso del proteccionismo gane fuerza, y logre materializarse en ley, en un decreto, en una forma económica.