Una lengua para la libertad
Marcos Falcone destaca la importancia de la elección de palabras en una discusión política.
Por Marcos Falcone
La elección de las palabras nunca es inocente en una discusión política. Toda expresión de un concepto requiere del uso de la lengua; y así como no da lo mismo hablar de un vaso “medio lleno” o “medio vacío” en una misma situación, tampoco da lo mismo hablar de “pagadores de impuestos” o “contribuyentes”, de “barrera” o “arancel” proteccionistas, de “ahorro” o “ajuste”, entre tantas comparaciones posibles. Como sabemos por lo menos desde Aristóteles, hablar de una misma cosa no garantiza que la interpretemos lingüísticamente de la misma forma.
Históricamente, para enmarcar distintos debates se han usado en la política latinoamericana se han usado retóricas antiliberales. En qué medida el triunfo lingüístico de la izquierda y del nacionalismo contribuye al atraso económico es debatible, pero la probabilidad de que un país gire hacia el liberalismo seguramente disminuya si este es siempre presentado como un demonio.
En este sentido, en las últimas décadas los propios conceptos de “libertad” y de “derecho” han sufrido modificaciones no inocentes que debilitan la causa liberal. Ya en La libertad y la ley, en los años sesenta, Bruno Leoni denunciaba la existencia en el mundo occidental de una “revolución semántica” promovida por la izquierda para vaciar de sentido la acepción del término “libertad” que la concebía como ausencia de coerción. Y el triunfo de la concepción contraria de libertad, es decir como la provisión de medios para actuar, permite hoy que existan reclamos por “libertades” o “derechos” que son como mínimo cuestionables. Por ejemplo, cualquiera tiene derecho a comprar una casa, pero nadie debería tener derecho a que otros le paguen para que pueda comprarla; sin embargo, la idea de “derecho a la vivienda” hoy se entiende en América Latina casi universalmente de manera equivocada.
Similarmente, la expansión del Estado en distintos países latinoamericanos parece haber creado, según la izquierda, derechos “adquiridos” que no pueden cercenarse. Por lo tanto, en un contexto de casi permanente ascenso en la cantidad de empleados estatales, cada propuesta que incluya el despido de algunos choca contra protestas sindicales que sostienen que el Estado tiene una responsabilidad “indelegable” hacia sus empleados. La izquierda convierte así a la sociedad en una familia, al Estado en un padre, y a las relaciones laborales en adopciones de las que no puede salir. Nunca se hace énfasis, a la hora de protestar, en los pagadores de impuestos que se ven obligados a sufragar salarios ajenos contra su voluntad.
Los “derechos adquiridos” no solo nunca recuerdan a los que pagan por ellos sino que, en realidad, siempre terminan por recordar a personas que adquirieron “privilegios”. Y en efecto, las corporaciones en América Latina tuercen el español para mantenerlos: lo hacen desde los sindicatos, que dicen defender los “derechos de los trabajadores” pero extorsionan al Estado y al sector privado bajo la amenaza de violencia, hasta los grupos empresariales, que poseen clientelas cautivas gracias a las barreras arancelarias que eufemísticamente denominan como “proteccionistas”. Estas corporaciones han logrado convertir a términos positivos como “libre competencia”, que resulta en precios más bajos para los consumidores, en ideas amenazantes a las que los ciudadanos deben temer. Es imprescindible para la reinvidicación del liberalismo, entonces, empezar por devolver a sus conceptos tradicionales su connotación beneficiosa para la sociedad, lo que puede hacerse con la ayuda de la teoría pero también de la práctica: debe recordarse en el debate público que hubo un pasado en el que la propia izquierda latinoamericana reclamó por el libre comercio en nombre de los trabajadores.
Los liberales necesariamente deben luchar en un campo de juego inclinado en su contra si desean volver sus ideas más populares, pero esto no quiere decir que el cambio sea imposible. Los liberales deben explicitar los costos de cada intervención estatal en las palabras que usan: los eufemismos jurídicos como “retención”, “percepción”, “contribución” o “tasa”, por ejemplo, deben ser siempre dejados de lado en favor de “impuesto”, pues en definitiva las exacciones estatales nunca son voluntarias. Además, cada grupo de presión que intente manipular la lengua en su favor debe ser desenmascarado: seguramente haya quienes sostengan que buscan “ayudas” del Estado para sectores particularmente necesitados, pero habrá que remarcar su carácter de “subsidios” que alguien en última instancia tiene que pagar.
Si es necesario, los liberales también deben explicitar la participación del Estado allí donde se la esconde: no suena igual de bonito “educación pública” que “educación estatal”, como señala Alberto Benegas Lynch (h), y de hecho la educación privada también está dirigida a un público, ¿pero entonces por qué permitimos que la izquierda se adueñe de la adjetivación? Algo similar ocurre con los canales de televisión estatales, que funcionan en la práctica como difusores de mensajes oficiales: ¿por qué no llamar “televisión estatal” a la “televisión pública” o “televisión nacional”? ¿Acaso el público no sería más consciente de lo que consume si así fuera? El Estado está omnipresente en la vida cotidiana, y si los liberales buscan tener éxito harían bien en remarcarlo.
Construir un discurso liberal puede ser bueno no solamente para nivelar un debate hoy sesgado hacia la izquierda y el nacionalismo, sino también porque frecuentemente las propuestas liberales apelan al orgullo personal: hablar de éxito individual, mérito o esfuerzo es más atractivo que hablar de ayudas o del conflicto y la violencia que genera la redistribución. Hay una oportunidad de convocar a las personas a pensar en términos de lo que puede producir su capacidad en lugar de apelar a ellas como sujetos incapaces que tienen que ser asistidos por el Estado. El progreso individual quizás se vuelva más probable, al final del día, también a través de una lengua para la libertad.